Fernán Caballero
Había una vez una zorra
que tenía dos zorritas de corta edad. Cerca de su casa, que era una chocita, vivía
un lobo, su compadre. Un día que pasaba por allí, vio que este había hecho mucha
obra en su casa y la había puesto que parecía un palacio. Díjole el compadre que
entrase a verla, y vio que tenía su sala, su alcoba, su cocina y hasta su despensa,
que estaba muy bien provista.
–Compadre
–le dijo la zorra–, veo que aquí lo que falta es un tarrito de miel.
–Verdad
es –contestó el lobo.
Y
como acertaba a la sazón a pasar por la calle un hombre pregonando:
Miel de abejas,
zumo de flores,
comprola el lobo,
y llenó con ella un tarrito, diciéndole a su comadre que, estando rematada la obra
de su casa, la convidaría a un banquete y se comerían la miel.
Pero
la obra no se acababa nunca, y la zorra, que se chupaba las patas por la miel, estaba
deshaciéndose por zampársela.
Un
día le dijo al lobo:
–Compadre,
me han convidado para madrina de un bautizo, y quisiera que me hiciese usted el
favor de venirse a mi casa a cuidar de mis zorritas, entre tanto que estoy fuera.
Accedió
el lobo, y la zorra, en lugar de ir al bautismo, se metió en casa del lobo, se comió
una buena parte de la miel, cogió nueces, avellanas, higos, peras, almendras y cuanto
pudo rapiñar, y se fue al campo a comérselos alegremente con unos pastores, que
en cambio le dieron leche y queso.
Cuando
volvió a su casa, dijo el lobo:
–Vaya,
comadre; ¿qué tal ha estado su bautizo?
–Muy
bueno –contestó la zorra.
–Y
el niño, ¿cómo se llama?
–“Empezili”
–respondió la supuesta madrina.
–¡Ay,
qué nombre! –dijo su compadre.
–Ese
no reza en el almanaque. Es un santo de poca nombradía –respondió la zorra.
–¿Y
los dulces? –preguntó el compadre.
–Ni
un dulce ha habido –respondió la zorra.
–¡Ay,
Jesús, y qué bautismo! –dijo engestado el lobo–. ¡No he visto otro! Yo me he quedado
aquí todo el día como una ama de cría con las zorritas por tal de comerlos, y se
viene usted con las patas vacías. ¡Pues está bueno!
Y
se fue enfurruñado.
A
poco tuvo la zorra grandes ganas de volver a comer miel, y se valió de la misma
treta para sacar al lobo de su casa, prometiéndole que le traería dulces del bautismo.
Con esas buenas palabras convenció al lobo, y cuando volvió a la noche, después
de haberse pasado un buen día de campo y haberse comido la mitad de la miel, le
preguntó su compadre que cómo le habían puesto al niño. A lo que ella contestó:
–“Mitadili”.
–¡Vaya
un nombre! –dijo el compadre, que, por lo visto, era un poco bobo–. No he oído semejante
nombre en mi vida de Dios.
–Es
un santo moro –le respondió su comadre.
Y
el lobo quedó muy convencido de este marmajo, y le preguntó por los dulces.
–Me
eché un rato a dormir bajo un olivo, vinieron los estorninos y se llevaron uno en
cada pata y otro en el pico –respondió la zorra.
El
lobo se fue enfurruñado y renegando de los estorninos.
Al
cabo de algún tiempo fue la zorra con la misma pretensión a su compadre.
–¡Que
no voy! –dijo este–. Que tengo que cantarle la nana a sus zorrillas para dormirlas,
y no me da la gana de meterme al cabo de mis años a niñera, sin que llegue el caso
que traiga usted un dulce siquiera de tanto bautizo a que la convidan.
Pero
tanta parola le metió la comadre y tantas promesas le hizo de que le traería dulces,
que al fin convenció al lobo a que se quedase en su choza.
Cuando
volvió la zorra, que se había comido toda la miel que quedaba, le preguntó el lobo
que cómo le habían puesto al niño, a lo que contestó:
–“Acabili”.
–¡Qué
nombre! ¡Nunca lo he oído! –dijo el lobo.
–A
ese santo no le gusta que suene su nombre, respondió la zorra.
–Pero
¿y los dulces? –preguntó el compadre.
–Se
hundió el horno del confitero y todos se quemaron –respondió la zorra.
El
lobo se fue muy enfadado, diciendo:
–Comadre,
ojalá que a sus dichosos ahijados “Empezili”, “Mitadili” y “Acabili”, se les vuelvan
cuantos dulces se metan en la boca guijarros.
Pasado
algún tiempo, le dijo la zorra al lobo:
–Compadre,
lo prometido es deuda; su casa de usted está rematada, y tiene usted que darme el
banquete que me prometió.
El
lobo, que tenía todavía coraje, no quería; pero al fin se dejó engatusar, y se dio
el convite a la zorra.
Cuando
llegó la hora de los postres, trajo, como había prometido, la orza de miel, y venía
diciendo al traerla:
–¡Qué
ligera que está la orcita! ¡Qué poco pesa la miel!
Pero
cuando la destapó se quedó cuajado al verla vacía.
–¿Qué
es esto? –dijo.
–¡Qué
ha de ser! –respondió la zorra–. ¡Que usted se la ha comido toda para no darme parte!
–Ni
la he probado siquiera –dijo el lobo.
–¡Qué!
Es preciso, sino que usted no se acuerda.
–Digo
a usted que no, ¡canario! Lo que es que usted me la ha robado, y que sus tres ahijados,
“Empezili”, “Mitadili” y “Acabili”, han sido empezar, mediar y acabar con mi miel.
–¿Conque
tras que usted se comió la miel por no dármela, encima me levanta un falso testimonio?
Goloso y maldiciente, ¿no se le cae a usted el hocico de vergüenza?
–¡Que
no me la he comido, dale! Quien se la ha comido es usted, que es una ladina y ladrona,
y ahora mismo voy al león a dar mi queja.
–Oiga
usted, compadre, y no sea tan súbito –dijo la zorra–. El que comió miel, en poniéndose
a dormir al sol la suda. ¿No sabía usted eso?
–Yo,
no– dijo el lobo.
–Pues
mucha verdad que es –prosiguió la zorra–. Vamos a dormir la siesta al sol, y cuando
nos despertemos, aquel que le sude la barriga miel, no hay más sino que es el que
se la ha comido.
Convino
al cabo, y se echaron a dormir al sol.
Apenas
oyó la zorra roncar a su compadre, cuando se levantó, arrebañó la orza y le untó
la barriga con la miel que recogió. Se lamió la pata y se echó a dormir.
Cuando
el lobo se despertó y se vio con la barriga llena de miel, dijo:
–¡Ay,
sudo miel! Verdad es, pues yo me la comí. Pero puedo jurar a usted, comadre, que
no me acordaba. Usted perdone. Hagamos las paces, y váyase el demonio al infierno.
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