miércoles, 11 de enero de 2023

Los monstruos

Robert Sheckley

 

De pie sobre la cima rocosa de la montaña, Cordovir y Hum contemplaban el nuevo acontecimiento. Ambos estaban satisfechos. Era, sin lugar a dudas, lo más novedoso de los últimos tiempos.

Hum fue el primero en hablar:

–Por la forma en que refleja los rayos solares diría que está hecho de metal.

–Supongamos que así es –aclaró Cordovir–; en ese caso, quisiera saber cómo se mantiene en el aire.

Ninguno de los dos podía apartar la vista de aquel extraño fenómeno: un objeto puntiagudo flotaba sobre el valle; de uno de sus extremos fluía una sustancia semejante al fuego.

–El fuego lo mantiene suspendido –afirmó Hum–. Hasta tus viejos ojos deberían verlo.

Cordovir se irguió un poco, ayudado por su gruesa cola, para ver mejor aquello.

En aquel momento el objeto se apoyó en el suelo y el fuego desapareció.

–¿Por qué no nos acercamos para verlo mejor? –preguntó Hum.

–De acuerdo. De todas maneras tenemos tiempo.

–Aguarda un momento. ¿Qué día es hoy?

Hum hizo una pausa para calcularlo.

–El quinto día de Luggat –respondió después.

–¡Maldición! –exclamó Cordovir–. Tengo que ir a casa; hoy tengo que matar a mi mujer.

–Faltan varias horas para el crepúsculo –dijo Hum–. Tienes tiempo para hacer las dos cosas.

Pero Cordovir no se mostró muy convencido.

–No me perdonará si llego tarde.

–Eso tiene solución –replicó Hum–. Soy más veloz que tú, ¿verdad? Si se nos hace tarde correré a tu casa y la mataré por ti. ¿Te parece bien?

–¡Qué gentil de tu parte! –exclamó Cordovir, agradecido por tan bello gesto, mientras se deslizaban juntos por la empinada cuesta de la montaña.

Se detuvieron frente al objeto metálico, ambos erguidos sobre las colas.

–Es más grande de lo que yo calculaba –dijo Cordovir, midiéndolo con la vista.

Parecía un poco más largo que la aldea; el ancho equivalía casi a la mitad de ella. Al describir un círculo en torno al objeto para examinarlo mejor, observaron que el metal estaba trabajado, posiblemente por arte de tentáculos humanos.

El sol pequeño se había puesto a lo lejos.

–Convendría regresar –dijo Cordovir, notando que la luz se tornaba escasa.

–Tengo tiempo de sobra –respondió Hum, y flexionó los músculos, satisfecho.

–Es cierto, pero a uno le gusta matar por sí mismo a su mujer.

–Como quieras.

Y ambos se dirigieron hacia la aldea a paso vivo.

 

La mujer de Cordovir estaba acabando su cena de espaldas a la puerta, según la costumbre. El marido la mató con golpe seco asestado con la cola. Después de arrastrar el cuerpo afuera se sentó a cenar.

Terminada la comida dedicó unos minutos a la meditación y se dirigió a la Asamblea. Hum ya estaba allí, impaciente como todo joven, contándole a todos la novedad del objeto metálico. Probablemente habría engullido su cena, según pensó Cordovir con cierto desagrado.

Cuando el joven hubo terminado él expuso sus propias observaciones. En realidad, no aportó más novedad que una ocurrencia extraña: el objeto metálico podía albergar seres inteligentes.

–¿Qué te hace pensar así? –preguntó Mishill, otro de los ancianos.

–Del objeto surgía fuego mientras iba descendiendo –respondió Cordovir–. Ese fuego se apagó cuando el objeto se posó sobre el suelo. Se me ocurre que dentro había un ser viviente encargado de apagarlo.

–No necesariamente –observó Mishill.

Los hombres de la aldea discutieron el asunto hasta bien entrada la noche.

Después procedieron a enterrar las diversas mujeres asesinadas y regresaron a sus hogares.

Cordovir, tendido en la oscuridad, se sentía acosado por diversas interrogantes con respecto al nuevo objeto. En el caso de que en él se alojaran seres inteligentes, ¿tendrían éstos una moral? ¿Sabrían distinguir entre el bien y el mal? Al fin se quedó dormido, a pesar de toda su intranquilidad.

A la mañana siguiente todos los hombres de la aldea corrieron a ver el nuevo objeto. Era lo debido: a los hombres correspondía investigar las cosas novedosas y controlar el crecimiento de la población femenina. Todos formaron un círculo en torno al objeto, tratando de dilucidar qué podía contener.

–Creo que debe haber seres humanos –afirmó Esktel, el hermano mayor de Hum.

Cordovir sacudió todo el cuerpo en expresión de desacuerdo.

–Monstruos, más probablemente –dijo–. Considerando que…

–Puede no ser así –replicó Esktel–. Es necesario tener en cuenta la lógica de nuestra estructura física: un solo ojo para enfocar…

–Pero es posible que en el gran Exterior haya muchas razas extrañas –prosiguió Cordovir–; la mayoría de ellas puede no ser humana. En lo infinito…

–Aun así –interrumpió Esktel–, según la lógica de nuestra…

–Como decía –continuó Cordovir–, las remotas posibilidades de que se parezcan a nosotros son muy escasas. Consideremos el vehículo, por ejemplo. ¿Acaso nosotros construiríamos…?

–Pero desde un punto de vista estrictamente lógico –intervino Esktel–, está a la vista que…

Era la tercera vez que interrumpía a Cordovir. Éste lo aplastó contra el objeto metálico con un movimiento de la cola. Esktel cayó muerto al suelo.

–Muchas veces pensé que mi hermano era demasiado molesto –dijo Hum–. ¿De qué hablábamos?

Pero Cordovir sufrió una nueva interrupción. Un trozo de metal colocado sobre el objeto metálico giró con un chirrido y se levantó, para dejar paso a un extraño ser.

De inmediato se vio que Cordovir estaba en lo cierto. Lo que había salido del agujero tenía dos colas y estaba cubierto de pies a cabeza con algo que parecía mitad metal y mitad piel. ¡Y su color! Cordovir no pudo evitar un escalofrío. Tenía un color de carne húmeda y desollada.

Todos los aldeanos dieron un paso atrás, esperando que la extraña criatura hiciera algo. En un primer momento no se movió. Estaba inmóvil sobre la superficie metálica; el objeto bulboso que le coronaba el cuerpo se movía de un lado a otro, pero no había ademanes corporales que prestaran significado a ese gesto. Por fin el ser levantó ambos tentáculos y comenzó a emitir ciertos sonidos.

–¿Estará tratando de comunicarse? –preguntó Mishill en voz queda.

Del agujero surgieron otras tres criaturas que llevaban en los tentáculos unas varillas metálicas. Los cuatro comenzaron a intercambiar ruidos extraños.

–No son seres humanos, no me quedan dudas –afirmó Cordovir–. Pero hay algo que me intriga: ¿serán seres provistos de moral?

Una de las criaturas se deslizó por la cobertura metálica hasta alcanzar el suelo, mientras las demás apuntaban hacia abajo con sus varillas metálicas. Aquello parecía una especie de ceremonia religiosa.

–¿Cómo puede tener moral un ser tan repulsivo? –preguntó Cordovir, con la piel contraída por el desagrado.

Tras una inspección más minuciosa descubrieron que las criaturas eran más horribles de lo que cabía esperar. Cordovir llegó a la conclusión de que esos objetos bulbosos bien podían ser las cabezas, aunque no se parecieran en nada a las cabezas que viera hasta entonces. ¿Y qué tenían en el medio? En vez de una superficie lisa, indicadora de carácter, presentaban una elevación en forma de loma. A ambos costados, dos intersticios redondos, y debajo dos perillas. En la mitad inferior de la cabeza, si así podía llamársele, se abría una hendidura pálida y rojiza. Con un poco de imaginación era posible considerarla una boca.

Eso no era todo. Cordovir observó que los seres revelaban una estructura ósea. Los movimientos de sus extremidades no tenían la suave gracia de los seres humanos; por el contrario, se parecían a las ramas de un árbol que se quiebran abruptamente.

–¡Santo Cielo! –susurró Gilrig, un macho de edad mediana–. Deberíamos matarlos para evitarles tanto sufrimiento.

Por lo visto, muchos eran de la misma opinión, pues los aldeanos comenzaron a avanzar lentamente. Pero uno de los jóvenes los detuvo con un grito.

–¡Aguarden! –exclamó–. Tratemos de comunicarnos con ellos, si es posible. Tal vez se trate de seres con moral. Recuerden que el Exterior es vasto y todo es posible.

Cordovir estaba a favor de la exterminación inmediata, pero los aldeanos se detuvieron para discutir el asunto entre todos.

Haciendo gala de su habitual bravuconería, Hum se deslizó hasta el ser que estaba en el suelo.

–¡Hola! –le dijo.

El ser respondió algo ininteligible.

–No comprendo –dijo Hum, retrocediendo a gatas.

La criatura agitó uno de sus tentáculos (si tentáculo era) y señaló uno de los soles emitiendo un sonido.

–Claro, es caliente, ¿no es verdad? –comentó Hum alegremente.

La criatura apuntó hacia el suelo y profirió otro sonido.

–Este año las cosechas no han sido muy buenas –observó Hum, con ganas de entablar conversación.

La criatura se señaló a sí misma y emitió otro sonido.

–Estoy de acuerdo –declaró Hum –: eres más feo que el cuco.

Pasado un tiempo los aldeanos empezaron a sentir hambre y volvieron a la aldea. Hum se quedó atrás, escuchando a aquellos seres que hacían ruidos extraños. Cordovir lo aguardaba con impaciencia. Al fin el joven se acercó a él:

–¿Sabes una cosa? –dijo–. Creo que quieren aprender nuestro idioma o que yo aprenda el de ellos.

–Ni se te ocurra –le advirtió Cordovir, que entreveía los contornos brumosos de un gran mal.

–Creo que lo intentaré –respondió Hum.

Y juntos subieron los acantilados para volver a la aldea.

Esa misma tarde Cordovir se encaminó hasta el gineceo donde estaban las hembras disponibles. De acuerdo con las normas establecidas, propuso a una de las jóvenes reinar en su casa; aceptó agradecida.

En el trayecto de regreso se encontró con Hum, que iba también hacia el gineceo.

–Acabo de matar a mi mujer –dijo.

La explicación era superflua. ¿Acaso había otra razón para ir al gineceo?

–¿Volverás mañana al sitio donde están las criaturas? –preguntó Cordovir.

–Tal vez, si no ocurre nada nuevo.

–Es preciso averiguar si son seres morales o monstruosos.

–Sí –dijo Hum.

Y siguió su camino.

Esa noche, después de la cena, los aldeanos se reunieron en asamblea. La opinión general decidió que los seres no eran humanos. Cordovir sostuvo hasta el cansancio que el mismo aspecto de esos seres revelaba claramente que no pertenecían a la raza humana. Ningún ente tan repulsivo podía responder a reglas morales, distinguir entre el bien y el mal y, por sobre todo, poseer el sentido de la verdad.

Sin embargo los jóvenes no se mostraban de acuerdo, posiblemente porque en los últimos tiempos se habían producido muy pocos acontecimientos nuevos. Sostenían que, según las apariencias, el objeto metálico era producto de la inteligencia. Axiomáticamente la inteligencia implica cierta aptitud para diferenciar. Diferenciar, a su vez, implica la aplicación de nociones en cuanto al bien y el mal.

Fue una discusión magnífica. Olgolel se mostró en desacuerdo con Arast y éste lo mató. Mavrt, en un despliegue de cólera desacostumbrado en temperamento tan plácido, mató a los tres hermanos Holia y pereció a su vez víctima de Hum, que estaba sumamente quisquilloso. Hasta las mujeres disponibles se dieron a la discusión general desde su lejano encierro, en el otro extremo de la aldea.

Al fin todos se retiraron a descansar, cansados pero contentos.

La discusión se prolongó durante las semanas siguientes, aunque la vida continuaba con su ritmo acostumbrado, justo es decirlo. Las mujeres salían por la mañana a recoger los alimentos, los preparaban y ponían huevos. Las mujeres disponibles se encargaban de empollarlos. Como siempre, por cada macho nacían ocho hembras. Para mantener el equilibrio de la población el hombre mataba a su compañera en el vigesimoquinto día de cada matrimonio, o a veces un poco antes.

Los machos se acercaron a la nave para observar los progresos de Hum, que intentaba aprender el idioma de los recién llegados. Cuando se aburrieron de eso volvieron al hábito de vagar por los bosques y las sierras en busca de cosas nuevas. Los monstruos permanecían cerca de la nave y sólo salían para recibir a Hum.

Veinticuatro días después de la llegada, Hum anunció que podía comunicarse con ellos hasta cierto punto. Esa noche dio algunos detalles a los otros aldeanos.

–Dicen venir desde muy lejos. Y son bisexuados, como nosotros. También afirman ser humanos. Según dicen, su aspecto diferente obedece a ciertas causas, aunque no pude entender esa parte.

–Si los reconocemos como humanos –dijo Mishill– tendremos que aceptar como verdad cuanto dicen.

El resto de los aldeanos sacudió el cuerpo en señal de aprobación.

–Dicen que no quieren perturbar nuestro modo de vida; sólo han venido a observar. Quieren venir a la aldea a mirar un poco.

–No veo motivos para impedírselos –dijo uno de los machos más jóvenes.

¡Nada de eso! –gritó Cordovir–. Eso sería dar entrada al mal. Esos monstruos son seres insidiosos. Los creo muy capaces de decir no-verdades.

Los demás ancianos estuvieron de acuerdo con él. Sin embargo, Cordovir no pudo basar su acusación en el menor argumento.

–Después de todo –intervino Sil, el que parezcan monstruos no quiere decir que piensen como tales.

–Para mí, sí –afirmó Cordovir.

Pero la votación reveló una oposición abrumadora.

Entonces Hum agregó:

Me han ofrecido (a mí o a todos nosotros, no lo sé bien) varios objetos metálicos con los que se pueden realizar diversas cosas, según dicen. Pasé por alto esta falta a las reglas de etiqueta, pensando que no están al tanto de ellas.

Cordovir asintió. El joven estaba madurando. Por fin daba muestras de conocer los buenos modales.

–Quieren venir mañana mismo a la aldea.

–No –se opuso Cordovir.

Una vez más la votación estuvo contra él.

Cuando la Asamblea se estaba dispersando, Hum comentó:

¡Ah! Olvidaba decirles que tienen varias hembras. Son las de boca muy roja.

Creo que sería interesante ver cómo las matan. Mañana hará veinticinco días de su llegada.

Al día siguiente los seres se acercaron a la aldea, aproximándose lenta y penosamente por los acantilados. Los habitantes tuvieron así oportunidad de observar la extrema fragilidad de sus miembros y la torpeza general de sus movimientos.

–No tienen nada agradable –farfulló Cordovir–. Además son todos iguales.

Ya en la aldea los seres procedieron sin el menor miramiento. Entraban y salían a la rastra de las cabañas. Parlotearon frente al gineceo y recogieron huevos para examinarlos de cerca. Escrutaban a los aldeanos a través de unas cosas negras y brillantes.

Al promediar la tarde, uno de los ancianos, llamado Ranta, consideró que había llegado el momento de matar a su mujer. Sin pensarlo dos veces hizo a un lado al ser que estaba inspeccionando su cabaña y mató a su mujer a golpes. Dos de los seres reaccionaron de inmediato: se alejaron de la cabaña a toda prisa, farfullando entre cosas extrañas. Uno de ellos tenía la boca roja característica de las hembras.

–Tal vez esto le recordó que era tiempo de matar a su mujer –comentó Hum.

Todos los aldeanos esperaron los acontecimientos.

–Se me ocurre algo –dijo Ranta–. Quizá espera que otro la mate en su lugar. Esa puede ser la costumbre en su país.

Y sin decir “agua va”, apuñaló de un poderoso coletazo a la hembra.

El compañero de la criatura muerta comenzó a proferir unos ruidos horribles.

Apuntó a Ranta con una vara de metal. El anciano cayó muerto.

–¡Qué extraño! –dijo Mishill–. Parece una señal de desacuerdo.

Todos los monstruos, ocho en total, formaron un círculo apretado. Uno de ellos sostenía a la hembra muerta, mientras los demás apuntaban en su torno con las varas metálicas. Hum se acercó para preguntarles qué pasaba. Después de intercambiar algunas palabras explicó a los aldeanos:

No comprendo. Han pronunciado palabras que no conozco, pero tengo la impresión de que nos reprochan algo.

Los monstruos empezaron a retroceder. En ese momento otro de los aldeanos consideró llegado el momento y mató a su hembra, que estaba de pie a la entrada de la choza. El grupo de monstruos se detuvo y parloteó en una extraña jerigonza. Después se dirigieron a Hum. Tras hablar con ellos la actitud corporal del joven expresó una completa incredulidad.

–Si mal no comprendo –dijo, nos ordenan que no matemos más hembras.

–¿Qué? –exclamaron al unísono Cordovir y diez o doce aldeanos.

–Volveré a preguntarles.

Conferenció nuevamente con los monstruos, que seguían agitando sus varas metálicas, y les confirmó:

–Así es.

Y sin más preámbulo sacudió la cola, con lo que uno de los monstruos fue a parar al otro lado de la plaza. Los demás reaccionaron agitando las varillas mientras se batían en retirada.

Cuando se hubieron ido, los aldeanos contaron diecisiete hombres muertos. Por alguna extraña razón Hum no estaba entre ellos.

–¡Ahora me creerán! –gritó Cordovir–. ¡Esas criaturas han dicho deliberadamente una no-verdad! Dijeron que no iban a molestarnos, pero mataron nada menos que a diecisiete de los nuestros. ¡No sólo han cometido una acción inmoral, sino que han llevado a cabo una verdadera masacre!

Aquello estaba más allá de toda comprensión humana.

Una no-verdad deliberada!

Cordovir parecía escupir aquellas blasfemas palabras, dominado por un sentimiento de repulsión y desprecio. Entre los hombres no era costumbre mencionar siquiera la posibilidad de que alguien cayera en la no-verdad.

Cuando los aldeanos hubieron captado al fin el concepto de un ser mentiroso, la cólera se hizo incontenible. ¡Además habían concentrado sus esfuerzos para matar! Era el colmo, la más espantosa de las pesadillas convertida en realidad.

De pronto comprendían que esas criaturas no tenían la costumbre de matar a sus mujeres. Quizá las dejaran devorar sin el menor control. La sola idea bastaba para revolverle el estómago a cualquiera.

Las hembras disponibles escaparon del gineceo para exigir, junto con las esposas, que las pusieran al tanto. Cuando estuvieron enteradas, su indignación superó en mucho a la de los machos, pues tal es la naturaleza femenina.

–¡Mátenlos! –rugieron las hembras disponibles–. ¡Que no traigan aquí la inmoralidad! No podemos permitir que cambien nuestras costumbres.

–Es verdad –reconoció Hum, entristecido–. Debí haberlo adivinado.

–Hay que matarlos sin demora –gritó una de las hembras.

Aún no tenía nombre, pues estaba en calidad de disponible, pero compensaba esa carencia con una fuerte personalidad.

Nosotras, las mujeres, no deseamos sino vivir una vida decente, dentro de las normas morales: empollar huevos hasta que nos toque el turno de casarnos. Pensemos en esos veinticinco días de éxtasis. ¿Es posible desear algo más? Estos monstruos están dispuestos a cambiar nuestro modo de vida. Nos convertirán en seres tan detestables como ellos.

–¿Lo ven ahora? –gritó Cordovir dirigiéndose a los hombres–. Yo se los advertí. Se los advertí y no me hicieron caso. ¡En los momentos de crisis es preciso que los jóvenes escuchen a los viejos! Y en su terrible cólera liquidó a dos jóvenes de un solo coletazo. Los aldeanos premiaron su acto con un aplauso.

–¡Expúlsenlos antes de que logren corrompernos!

Todas las mujeres se unieron para matar a los monstruos.

Hum se alarmó:

–¿Saben las hembras que ellos poseen la vara de la muerte?

No lo creo –dijo Cordovir, ya más calmado–. Será mejor que se los digas.

Estoy cansado de tanto traducir –protestó Hum–. ¿Por qué no lo haces tú?

–Vamos juntos –propuso Cordovir.

Se sentía irritado por el humor inestable del adolescente, pero la mitad de los aldeanos se les unió. Todos fueron en grupo en pos de las mujeres.

Las alcanzaron al llegar al borde del acantilado desde donde se divisaba el objeto. Mientras Hum trataba de explicar lo de las varas de la muerte, Cordovir estudió la manera de encarar el problema.

–Arrójenles piedras –dijo a las hembras–. Tal vez así consigan perforar el metal del objeto.

Todas las hembras unieron sus esfuerzos para hacer rodar grandes rocas desde los acantilados. Algunas rebotaban al chocar contra la superficie del objeto. Poco después surgieron de él unos rayos de intenso fuego que mataron instantáneamente a varias hembras. El suelo se estremeció.

–Retrocedamosdijo Cordovir–. Las hembras están dominando la situación, y estos movimientos del suelo me marean.

Acompañado por los otros machos, se trasladó a un sitio apartado desde donde podía observar las acciones.

Entre las mujeres se producían muchas bajas, pero no tardaron en recibir refuerzos de otras aldeas, a medida que éstas se enteraban del peligro. Se habían comprometido en una lucha destinada a salvar sus hogares y sus derechos; de ahí que mostraran mucho más valor que los hombres.

El objeto arrojaba fuego sobre los acantilados, pero el calor de las llamas aflojaba muchas piedras y éstas iban a dar contra el objeto. Por último surgieron grandes llamaradas de un extremo.

En ese momento se produjo una avalancha de tierra suelta. El objeto logró elevarse en el aire con el tiempo justo. Esquivó a duras penas una montaña y siguió ascendiendo hasta convertirse en una mancha oscura contra el sol mayor. Finalmente desapareció.

Esa noche descubrieron que habían muerto cincuenta y tres hembras. Después de todo era una ventaja: eso ayudaría a controlar el exceso de población femenina, agudizado ahora con la muerte de los diecisiete machos.

Cordovir tenía sobrados motivos para sentirse orgulloso de sí mismo. Su mujer había muerto gloriosamente en el campo de batalla, pero no tardó en conseguir otra.

–Por un tiempo será conveniente que matemos a nuestras mujeres antes de los veinticinco días –dijo en una Asamblea nocturna–, al menos hasta que las cosas vuelvan a la normalidad.

Las hembras sobrevivientes, ya vueltas al gineceo, aplaudieron con entusiasmo.

Quisiera saber a dónde se han ido los monstruos –dijo Hum, planteando la interrogante a todos los asambleístas.

–Probablemente a esclavizar alguna raza indefensa –dijo Cordovir.

–Puede no ser así manifestó Mishill.

Y así se dio comienzo a la discusión de la noche.

 

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