Robert Sheckley
De
pie sobre la cima rocosa de la montaña, Cordovir y Hum contemplaban el nuevo
acontecimiento. Ambos estaban satisfechos. Era, sin lugar a dudas, lo más novedoso
de los últimos tiempos.
Hum fue el primero en hablar:
–Por la forma en que refleja los rayos
solares diría que está hecho de metal.
–Supongamos que así es –aclaró Cordovir–; en ese caso, quisiera
saber cómo se mantiene en el aire.
Ninguno de los dos podía apartar la vista de aquel extraño fenómeno:
un objeto puntiagudo flotaba sobre el valle; de uno de sus extremos fluía una
sustancia semejante al fuego.
–El fuego lo mantiene suspendido –afirmó
Hum–. Hasta tus viejos ojos deberían verlo.
Cordovir se irguió un poco, ayudado por su
gruesa cola, para ver mejor aquello.
En aquel momento el objeto se apoyó en el
suelo y el fuego desapareció.
–¿Por qué no nos acercamos para verlo mejor?
–preguntó Hum.
–De acuerdo. De todas maneras tenemos tiempo.
–Aguarda un momento. ¿Qué día es hoy?
Hum hizo una pausa para calcularlo.
–El quinto día de Luggat –respondió
después.
–¡Maldición! –exclamó Cordovir–. Tengo que
ir a casa; hoy tengo que matar a mi mujer.
–Faltan varias horas para el crepúsculo –dijo
Hum–. Tienes tiempo para hacer las dos cosas.
Pero Cordovir no se mostró
muy convencido.
–No me perdonará si llego tarde.
–Eso tiene solución –replicó Hum–. Soy más veloz que tú, ¿verdad? Si se
nos hace tarde correré a tu casa y la mataré por ti. ¿Te parece bien?
–¡Qué gentil de tu parte! –exclamó Cordovir,
agradecido por tan bello gesto, mientras se deslizaban juntos por la empinada
cuesta de la montaña.
Se detuvieron frente al objeto metálico,
ambos erguidos sobre las colas.
–Es más grande de lo que yo calculaba –dijo
Cordovir, midiéndolo con la vista.
Parecía un poco más largo que la aldea; el
ancho equivalía casi a la mitad de ella. Al describir un círculo en torno al objeto
para examinarlo mejor, observaron que el metal estaba trabajado, posiblemente
por arte de tentáculos humanos.
El sol pequeño se había puesto a lo lejos.
–Convendría regresar –dijo Cordovir,
notando que la luz se tornaba escasa.
–Tengo tiempo de sobra –respondió Hum, y
flexionó los músculos, satisfecho.
–Es cierto, pero a uno le gusta matar por
sí mismo a su mujer.
–Como quieras.
Y ambos se dirigieron hacia la aldea a
paso vivo.
La
mujer de Cordovir estaba acabando su cena de espaldas a la puerta, según la
costumbre. El marido la mató con golpe seco asestado con la cola. Después de arrastrar
el cuerpo afuera se sentó a cenar.
Terminada la comida dedicó unos minutos a
la meditación y se dirigió a la Asamblea. Hum ya estaba allí,
impaciente como todo joven, contándole a todos la novedad del objeto metálico.
Probablemente habría engullido su cena, según pensó Cordovir con cierto
desagrado.
Cuando el joven hubo terminado él expuso
sus propias observaciones. En realidad, no aportó más novedad que una
ocurrencia extraña: el objeto metálico podía albergar seres inteligentes.
–¿Qué te hace pensar así? –preguntó
Mishill, otro de los ancianos.
–Del objeto surgía fuego mientras iba descendiendo
–respondió Cordovir–. Ese fuego se apagó cuando el objeto se posó sobre el
suelo. Se me ocurre que dentro había un ser viviente encargado de apagarlo.
–No necesariamente
–observó Mishill.
Los hombres de la aldea discutieron el asunto
hasta bien entrada la noche.
Después procedieron a enterrar las
diversas mujeres asesinadas y regresaron a sus hogares.
Cordovir, tendido en la oscuridad, se sentía
acosado por diversas interrogantes con respecto al nuevo objeto. En el caso de
que en él se alojaran seres inteligentes, ¿tendrían éstos una moral? ¿Sabrían
distinguir entre el bien y el mal? Al fin se quedó dormido, a pesar de toda su
intranquilidad.
A la mañana siguiente todos los hombres de
la aldea corrieron a ver el nuevo objeto. Era lo debido: a los hombres
correspondía investigar las cosas novedosas y controlar el crecimiento de la
población femenina. Todos formaron un círculo en torno al objeto, tratando de
dilucidar qué podía contener.
–Creo que debe haber seres humanos –afirmó Esktel, el hermano mayor
de Hum.
Cordovir sacudió todo el cuerpo en
expresión de desacuerdo.
–Monstruos, más probablemente –dijo–.
Considerando que…
–Puede no ser así –replicó Esktel–. Es necesario
tener en cuenta la lógica de nuestra estructura física: un solo ojo para
enfocar…
–Pero es posible que en el gran Exterior haya muchas razas extrañas
–prosiguió Cordovir–; la mayoría de ellas puede no ser humana. En lo infinito…
–Aun así –interrumpió Esktel–, según la
lógica de nuestra…
–Como decía –continuó Cordovir–, las
remotas posibilidades de que se parezcan
a nosotros son muy escasas. Consideremos
el vehículo, por ejemplo. ¿Acaso nosotros construiríamos…?
–Pero desde un punto de vista estrictamente lógico –intervino
Esktel–, está a la vista que…
Era la tercera vez que interrumpía a
Cordovir. Éste lo aplastó contra el objeto metálico con un movimiento de la cola.
Esktel cayó muerto al suelo.
–Muchas veces pensé que mi hermano era demasiado molesto –dijo Hum–.
¿De qué hablábamos?
Pero Cordovir sufrió una nueva interrupción. Un trozo de metal
colocado sobre el objeto metálico giró con un chirrido y se levantó, para dejar
paso a un extraño ser.
De inmediato se vio que Cordovir estaba en lo cierto. Lo que había salido del agujero tenía dos colas
y estaba cubierto de pies a cabeza
con algo que parecía mitad metal y mitad piel. ¡Y
su color! Cordovir no pudo evitar un escalofrío. Tenía un color de carne húmeda
y desollada.
Todos los aldeanos dieron un paso atrás,
esperando que la extraña criatura hiciera algo. En un primer momento no se movió.
Estaba inmóvil sobre la superficie metálica; el objeto bulboso que le coronaba el cuerpo se movía de un lado a otro, pero no había
ademanes corporales que prestaran significado a ese
gesto. Por fin el ser levantó ambos
tentáculos y comenzó a emitir ciertos
sonidos.
–¿Estará tratando de comunicarse? –preguntó
Mishill en voz queda.
Del agujero surgieron otras tres criaturas
que llevaban en los tentáculos unas varillas metálicas. Los cuatro comenzaron a
intercambiar ruidos extraños.
–No son seres humanos, no me quedan dudas
–afirmó Cordovir–. Pero hay algo que me intriga:
¿serán seres provistos de moral?
Una de las criaturas se deslizó por la
cobertura metálica hasta alcanzar el suelo, mientras las demás apuntaban hacia
abajo con sus varillas metálicas. Aquello parecía una especie de ceremonia
religiosa.
–¿Cómo puede tener moral un ser tan repulsivo? –preguntó Cordovir,
con la piel contraída por el desagrado.
Tras una inspección más minuciosa descubrieron
que las criaturas eran más horribles de lo que cabía esperar. Cordovir llegó a
la conclusión de que esos objetos bulbosos bien podían ser las cabezas, aunque
no se parecieran en nada a las cabezas que viera hasta entonces. ¿Y qué tenían
en el medio? En vez de una superficie lisa, indicadora de carácter, presentaban
una elevación en forma de loma. A ambos costados, dos intersticios
redondos, y debajo dos perillas. En la mitad inferior de la cabeza, si así
podía llamársele, se abría una hendidura pálida y rojiza. Con un poco de
imaginación era posible considerarla una boca.
Eso no era todo. Cordovir observó que los
seres revelaban una estructura ósea. Los movimientos de sus extremidades no tenían
la suave gracia de los seres humanos; por el contrario, se parecían a las ramas
de un árbol que se quiebran abruptamente.
–¡Santo Cielo! –susurró Gilrig, un macho
de edad mediana–. Deberíamos matarlos para
evitarles tanto sufrimiento.
Por lo visto, muchos eran de la misma
opinión, pues los aldeanos comenzaron a avanzar lentamente. Pero uno de los jóvenes
los detuvo con un grito.
–¡Aguarden! –exclamó–. Tratemos de comunicarnos con ellos, si es posible. Tal vez se trate de seres
con moral. Recuerden que el Exterior es vasto y todo es posible.
Cordovir estaba a favor de la
exterminación inmediata, pero los aldeanos se detuvieron para discutir el asunto
entre todos.
Haciendo gala de su habitual bravuconería,
Hum se deslizó hasta el ser que estaba en el suelo.
–¡Hola! –le
dijo.
El ser respondió algo ininteligible.
–No comprendo –dijo Hum, retrocediendo a gatas.
La criatura agitó uno de sus tentáculos (si
tentáculo era) y señaló uno de los soles emitiendo un sonido.
–Claro, es caliente, ¿no es verdad? –comentó Hum alegremente.
La criatura apuntó hacia el suelo y
profirió otro sonido.
–Este año las cosechas no han sido muy buenas
–observó Hum, con ganas de entablar conversación.
La criatura se señaló a sí misma y emitió
otro sonido.
–Estoy de acuerdo –declaró Hum –: eres más
feo que el cuco.
Pasado un tiempo los aldeanos empezaron a
sentir hambre y volvieron a la aldea. Hum se quedó atrás,
escuchando a aquellos seres que hacían ruidos extraños. Cordovir lo aguardaba con
impaciencia. Al fin el joven se acercó a él:
–¿Sabes una cosa? –dijo–. Creo que quieren aprender nuestro idioma o que yo aprenda el de
ellos.
–Ni se te ocurra –le advirtió Cordovir, que
entreveía los contornos brumosos de un gran mal.
–Creo que lo intentaré –respondió Hum.
Y juntos subieron los acantilados para volver
a la aldea.
Esa misma tarde Cordovir se encaminó hasta
el gineceo donde estaban las hembras disponibles. De acuerdo con las normas establecidas,
propuso a una de las jóvenes reinar en su casa; aceptó agradecida.
En el trayecto de regreso se encontró con Hum, que iba también hacia el gineceo.
–Acabo de matar a mi mujer –dijo.
La explicación era superflua. ¿Acaso había
otra razón para ir al gineceo?
–¿Volverás mañana al sitio donde están las
criaturas? –preguntó Cordovir.
–Tal vez, si no ocurre nada nuevo.
–Es preciso averiguar si son seres
morales o monstruosos.
–Sí –dijo Hum.
Y siguió su camino.
Esa noche, después de la cena, los
aldeanos se reunieron en asamblea. La opinión general decidió que los seres no
eran humanos. Cordovir sostuvo hasta el cansancio que el mismo aspecto de esos
seres revelaba claramente que no pertenecían a la raza humana. Ningún ente tan
repulsivo podía responder a reglas morales, distinguir entre el bien y el mal y,
por sobre todo, poseer el sentido de la verdad.
Sin embargo los jóvenes no se mostraban de
acuerdo, posiblemente porque en los últimos tiempos se habían producido muy
pocos acontecimientos nuevos. Sostenían que, según las apariencias, el objeto metálico
era producto de la inteligencia. Axiomáticamente la inteligencia implica cierta
aptitud para diferenciar. Diferenciar, a su vez, implica la aplicación de nociones
en cuanto al bien y el mal.
Fue una discusión magnífica. Olgolel se
mostró en desacuerdo con Arast y éste lo mató. Mavrt, en un despliegue de
cólera desacostumbrado en temperamento tan plácido, mató a los tres hermanos Holia
y pereció a su vez víctima de Hum, que estaba sumamente quisquilloso. Hasta las
mujeres disponibles se dieron a la discusión general desde su lejano encierro,
en el otro extremo de la aldea.
Al fin todos se retiraron a descansar, cansados pero contentos.
La discusión se prolongó durante las
semanas siguientes, aunque la vida continuaba con su ritmo acostumbrado, justo
es decirlo. Las mujeres salían por la mañana a recoger los alimentos, los preparaban
y ponían huevos. Las mujeres disponibles se encargaban de empollarlos. Como
siempre, por cada macho nacían ocho hembras. Para mantener el equilibrio de la
población el hombre mataba a su compañera en el vigesimoquinto día de cada
matrimonio, o a veces un poco antes.
Los machos se acercaron a la nave para
observar los progresos de Hum, que intentaba aprender el idioma de los recién
llegados. Cuando se aburrieron de eso volvieron al hábito de vagar por los bosques
y las sierras en busca de cosas nuevas. Los monstruos permanecían cerca de la
nave y sólo salían para recibir a Hum.
Veinticuatro días después de la llegada,
Hum anunció que podía comunicarse con ellos hasta cierto punto. Esa noche dio algunos
detalles a los otros aldeanos.
–Dicen venir desde muy lejos. Y son bisexuados, como nosotros. También afirman ser humanos. Según dicen, su aspecto diferente obedece a ciertas causas, aunque no pude entender
esa parte.
–Si los reconocemos como humanos –dijo Mishill– tendremos que
aceptar como verdad cuanto dicen.
El resto de los
aldeanos sacudió el cuerpo en señal de aprobación.
–Dicen que
no quieren perturbar nuestro modo de vida; sólo han venido a observar. Quieren venir
a la aldea a mirar un poco.
–No veo motivos para impedírselos –dijo uno de los machos más jóvenes.
–¡Nada
de eso! –gritó
Cordovir–. Eso sería dar entrada al mal. Esos
monstruos son seres insidiosos. Los creo muy capaces de decir no-verdades.
Los demás ancianos
estuvieron de acuerdo con él. Sin embargo, Cordovir no pudo basar su acusación en el
menor argumento.
–Después de todo –intervino Sil–, el que
parezcan monstruos no quiere decir que piensen como tales.
–Para mí, sí –afirmó Cordovir.
Pero la votación
reveló una
oposición abrumadora.
Entonces Hum agregó:
–Me
han ofrecido (a mí o a todos nosotros, no lo sé bien) varios objetos metálicos
con los que se pueden realizar diversas cosas, según dicen. Pasé
por alto esta falta a las reglas de etiqueta, pensando que no están al tanto de
ellas.
Cordovir asintió. El joven estaba
madurando. Por fin daba muestras de conocer los buenos modales.
–Quieren venir mañana mismo a la aldea.
–No –se opuso
Cordovir.
Una vez más la
votación
estuvo contra él.
Cuando la
Asamblea se estaba dispersando, Hum comentó:
–¡Ah!
Olvidaba decirles que tienen varias hembras. Son
las de boca muy roja.
Creo que sería interesante
ver cómo las matan. Mañana hará veinticinco días de su llegada.
Al día siguiente los seres se acercaron a la aldea, aproximándose lenta
y penosamente por los acantilados. Los habitantes tuvieron así oportunidad de observar la
extrema fragilidad de sus miembros y la torpeza general
de sus movimientos.
–No tienen nada agradable –farfulló Cordovir–.
Además son todos iguales.
Ya en la aldea los seres procedieron sin el
menor miramiento. Entraban y salían a la rastra de las cabañas. Parlotearon frente
al gineceo y recogieron huevos para examinarlos de cerca. Escrutaban a los aldeanos
a través de unas cosas negras y brillantes.
Al promediar la tarde, uno de los
ancianos, llamado Ranta, consideró que había llegado el momento de matar a su
mujer. Sin pensarlo dos veces hizo a un lado al ser que estaba inspeccionando su cabaña y mató a su mujer a golpes. Dos de los seres reaccionaron de inmediato: se alejaron de la
cabaña a
toda prisa, farfullando entre sí cosas
extrañas.
Uno de ellos tenía la boca
roja
característica de las hembras.
–Tal vez esto le recordó que era tiempo de
matar a su mujer –comentó Hum.
Todos los aldeanos esperaron los acontecimientos.
–Se me ocurre algo –dijo Ranta–. Quizá espera que otro la mate en su lugar. Esa puede ser la
costumbre en su país.
Y sin decir “agua va”, apuñaló de un
poderoso coletazo a la hembra.
El compañero de la criatura muerta comenzó
a proferir unos ruidos horribles.
Apuntó a Ranta con una vara de metal. El anciano
cayó muerto.
–¡Qué extraño! –dijo Mishill–. Parece una señal de desacuerdo.
Todos los monstruos, ocho en total, formaron un
círculo apretado. Uno de ellos sostenía a la hembra muerta, mientras
los demás apuntaban en su torno con las varas metálicas. Hum se acercó para
preguntarles qué pasaba. Después de intercambiar algunas palabras explicó a los aldeanos:
–No
comprendo. Han pronunciado palabras que no conozco, pero tengo
la impresión de que nos reprochan algo.
Los monstruos empezaron a retroceder. En
ese momento otro de los aldeanos consideró llegado el momento y mató a su
hembra, que estaba de pie a la entrada de la choza. El grupo de monstruos se
detuvo y parloteó en una extraña jerigonza. Después se dirigieron a Hum. Tras
hablar con ellos la actitud corporal del joven expresó una completa incredulidad.
–Si mal no comprendo –dijo–,
nos ordenan que no matemos más hembras.
–¿Qué?
–exclamaron al unísono Cordovir y diez o doce aldeanos.
–Volveré a preguntarles.
Conferenció nuevamente con los monstruos,
que seguían agitando sus varas metálicas, y les confirmó:
–Así es.
Y sin más preámbulo sacudió la cola, con lo que uno
de los monstruos fue a parar al otro lado de la plaza. Los demás reaccionaron agitando las varillas
mientras se batían en retirada.
Cuando
se hubieron ido, los aldeanos contaron diecisiete hombres muertos. Por alguna
extraña razón Hum no estaba entre ellos.
–¡Ahora me creerán!
–gritó Cordovir–. ¡Esas criaturas han dicho
deliberadamente una no-verdad! Dijeron
que no iban a molestarnos, pero mataron nada menos que a diecisiete de los nuestros. ¡No sólo han cometido una acción inmoral, sino que han llevado a cabo una verdadera masacre!
Aquello estaba más allá de toda comprensión humana.
–Una no-verdad deliberada!
Cordovir parecía escupir aquellas
blasfemas palabras, dominado por un sentimiento de repulsión y desprecio. Entre
los hombres no era costumbre mencionar siquiera la posibilidad de que alguien cayera en la no-verdad.
Cuando los aldeanos hubieron captado al fin
el
concepto de un ser mentiroso, la cólera se hizo incontenible. ¡Además habían
concentrado sus esfuerzos para matar!
Era el colmo, la más espantosa de las pesadillas convertida en realidad.
De pronto comprendían que esas criaturas
no tenían la costumbre de matar a sus mujeres. Quizá las dejaran devorar sin el menor control. La sola idea bastaba
para revolverle el estómago a cualquiera.
Las hembras
disponibles escaparon del gineceo para exigir, junto con las
esposas, que las pusieran al tanto. Cuando estuvieron enteradas, su indignación
superó en mucho a la de los machos, pues tal es la naturaleza femenina.
–¡Mátenlos!
–rugieron las hembras disponibles–.
¡Que no traigan aquí la inmoralidad!
No podemos permitir que cambien nuestras costumbres.
–Es verdad –reconoció Hum, entristecido–. Debí haberlo adivinado.
–Hay que matarlos sin demora –gritó una de
las hembras.
Aún no tenía nombre, pues estaba en
calidad de disponible, pero compensaba esa carencia con una fuerte personalidad.
–Nosotras,
las mujeres, no deseamos sino vivir una vida decente, dentro de las normas morales: empollar huevos hasta que nos
toque
el turno de casarnos. Pensemos en esos veinticinco días de éxtasis.
¿Es posible desear algo más? Estos monstruos están dispuestos a cambiar
nuestro modo de vida. Nos convertirán
en
seres tan detestables como ellos.
–¿Lo
ven ahora? –gritó
Cordovir dirigiéndose a los hombres–. Yo se los advertí. Se los advertí
y no
me
hicieron caso. ¡En los
momentos de crisis
es preciso que los jóvenes escuchen a los viejos! Y en su terrible
cólera liquidó a dos jóvenes de un solo coletazo. Los aldeanos
premiaron su acto con un aplauso.
–¡Expúlsenlos
antes de que logren corrompernos!
Todas las mujeres se unieron para matar a
los monstruos.
Hum se alarmó:
–¿Saben las hembras que ellos poseen la vara de la muerte?
–No
lo
creo –dijo Cordovir, ya más calmado–. Será
mejor
que se los digas.
–Estoy
cansado de tanto traducir –protestó Hum–.
¿Por
qué no lo haces tú?
–Vamos juntos –propuso Cordovir.
Se sentía irritado por el humor inestable del adolescente, pero la mitad de
los
aldeanos se les unió. Todos fueron en grupo en pos de las
mujeres.
Las alcanzaron al llegar al borde del
acantilado desde donde se divisaba el objeto. Mientras Hum trataba de explicar lo de las
varas de la muerte, Cordovir estudió la manera de encarar el problema.
–Arrójenles piedras –dijo a las hembras–. Tal vez así consigan perforar el
metal del objeto.
Todas las hembras unieron sus esfuerzos
para hacer rodar grandes rocas desde los acantilados. Algunas rebotaban al
chocar contra la superficie del objeto. Poco
después surgieron de él unos rayos de intenso fuego que mataron instantáneamente a varias hembras. El suelo se
estremeció.
–Retrocedamos –dijo Cordovir–. Las hembras
están dominando la situación, y estos movimientos del suelo me
marean.
Acompañado por los otros machos, se
trasladó a un sitio apartado desde donde podía observar las acciones.
Entre las mujeres se producían muchas
bajas, pero no tardaron en recibir refuerzos de otras aldeas, a medida que
éstas se enteraban del peligro. Se habían comprometido en una lucha destinada a
salvar sus hogares y sus derechos; de ahí que mostraran mucho más valor que los
hombres.
El objeto arrojaba fuego sobre los acantilados,
pero el calor de las llamas aflojaba muchas piedras y éstas iban a dar contra
el objeto. Por último surgieron grandes llamaradas de un extremo.
En ese momento se produjo una avalancha de
tierra suelta. El objeto logró elevarse en el aire con el tiempo justo. Esquivó
a duras penas una montaña y siguió ascendiendo hasta convertirse
en una mancha oscura contra el sol mayor. Finalmente
desapareció.
Esa noche
descubrieron que habían muerto cincuenta y tres hembras. Después de todo era
una ventaja: eso ayudaría a controlar el exceso de población femenina,
agudizado ahora con la muerte de los diecisiete machos.
Cordovir tenía sobrados motivos para sentirse
orgulloso de sí mismo. Su mujer había muerto gloriosamente en el campo de
batalla, pero no tardó en conseguir otra.
–Por un tiempo será conveniente que
matemos a nuestras mujeres antes de los veinticinco días –dijo en una Asamblea
nocturna–, al menos hasta que las cosas vuelvan a la normalidad.
Las hembras sobrevivientes, ya vueltas al
gineceo, aplaudieron con entusiasmo.
–Quisiera
saber a dónde se han ido los monstruos –dijo Hum, planteando la
interrogante a todos los asambleístas.
–Probablemente a esclavizar alguna raza
indefensa –dijo Cordovir.
–Puede no ser así –manifestó Mishill.
Y así se dio comienzo a la discusión de la
noche.
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