Dashiell Hammett
Me habían dicho que el hombre
que buscaba vivía en una determinada manzana de la calle Turk, pero no habían podido
darme el número exacto de la casa que ocupaba. Así es como ocurrió que a última
hora de cierta tarde lluviosa me hallé llamando una por una a todas las puertas
de la mencionada manzana y recitando la siguiente historia:
“Trabajo
para la firma de abogados Wellington y Berkeley. Uno de nuestros clientes, una señora
de edad, cayó la semana pasada de la plataforma posterior de un tranvía y está gravemente
herida. Entre los que presenciaron el accidente había un joven cuyo nombre ignoramos,
pero nos han dicho que vive en los alrededores.” Después describía al joven en cuestión
y preguntaba: “¿Saben ustedes de alguien que responda a la descripción?”
A
un lado de la calle, las respuestas fueron todas negativas. Crucé la calzada y comencé
con la acera opuesta. La primera casa: “No.” La segunda: “No.” La tercera. La cuarta.
La quinta…
Llamé
al timbre y no obtuve respuesta. Al rato llamé de nuevo. Había llegado a la conclusión
de que estaba vacía cuando el picaporte giró lentamente y una anciana apareció en
el umbral. Era una viejecita de aspecto frágil que llevaba su labor de punto en
la mano. Sus ojos, de un tono descolorido, brillaban con un amable destello tras
unas gafas de montura de oro. Llevaba un delantal blanco almidonado sobre un vestido
de color negro.
–Buenas
tardes –me dijo amablemente–. Espero no haberle hecho esperar demasiado. Siempre
atisbo por la mirilla antes de abrir la puerta. Ya sabe, temores de vieja…
–Siento
molestar –me disculpé–, pero…
–¿No
quiere pasar?
–No.
Solo quería hacerle unas preguntas. No la retendré mucho tiempo.
–Preferiría
que entrara –respondió, y continuó después afectando severidad–. Si no, hará que
se me enfríe el té.
Le
di mi abrigo y mi sombrero húmedos de lluvia, y la seguí por un estrecho pasillo
hasta una habitación débilmente iluminada donde un hombre se levantó de su asiento
al vernos entrar.
Era
un anciano corpulento cuya barba blanca caía en estrecha línea sobre un chaleco
también blanco y tan almidonado como el delantal de su pareja.
–Thomas
–le dijo la mujercita de aspecto frágil–, este es el señor…
–Tracy
–apunté yo, echando mano del nombre que había dado a sus vecinos, aunque debo confesar
que al hacerlo estuve más cerca de sonrojarme de lo que había estado en quince años.
No era gente aquella a la que se podía mentir fácilmente.
Se
apellidaban Quarre, según me dijeron, y se trataban con mucho afecto. Cada vez que
ella se dirigía a su marido lo llamaba Thomas, arrastrando las letras en la boca
como si saboreara el nombre. Él la llamaba “cariño” con la misma frecuencia, y dos
veces se levantó durante nuestra conversación para mullir los cojines en que la
anciana apoyaba su frágil espalda.
Tuve
que apurar una taza de té y comer varias galletas antes de conseguir que escucharan
mi historia. Mientras les narraba el caso de la anciana que había caído del tranvía,
la señora Quarre chasqueó la lengua compasivamente. El anciano murmuró para su barba:
“Es una lástima”, y me alargó un puro.
Al
fin terminé la historia del accidente y pasé a describir al joven.
–Thomas
–dijo la señora Quarre–, ¿no será ese el muchacho que vive en la casa de la barandilla,
el que parece siempre tan preocupado?
Thomas
se acarició la barba y meditó unos momentos.
–Pero,
cariño –replicó al fin–, ese que dices, ¿no es moreno?
La
anciana dirigió a su esposo una mirada radiante.
–Thomas
es tan observador –dijo con orgullo–. Me había olvidado, pero es cierto. El joven
de que hablaba es moreno, así que no puede ser ese.
El
anciano sugirió que podía tratarse de otro que vi vía en la manzana siguiente. Discutieron
la posibilidad: al fin decidieron que era demasiado alto y viejo. La señora Quarre
mencionó otro nombre. Estudiaron el caso y votaron en contra. Thomas salió entonces
con un nuevo candidato que fue igualmente descartado. El tiempo fue pasando y cayó
la noche. El anciano encendió una lámpara que proyectó un círculo de luz amarillenta
sobre nosotros dejando el resto de la habitación en la penumbra. Era una sala decorada
con pesados cortinajes y unos sillones voluminosos rellenos de pelo de caballo de
los que habían estado de moda veinticinco años atrás. Sabía que la entrevista era
inútil, pero me encontraba a gusto y el puro no podía ser mejor. Ya tendría tiempo
de volver a empaparme después, cuando hubiera acabado de fumar.
De
pronto sentí algo frío en la nuca.
–¡Levántese!
No
me levanté; no pude. Me había quedado paralizado. Permanecí sentado y dirigí la
mirada a los Quarre. Al verlos me dije que era imposible que algo frío me tocara
la nuca, que era imposible que una voz áspera me ordenara que me levantara. No podía
ser.
La
señora Quarre continuaba sentada muy derecha con la espalda apoyada en los cojines
que su esposo acababa de mullirle; tras los cristales de las gafas sus ojos seguían
despidiendo un destello maternal. El anciano continuaba acariciando su barba blanca
y exhalando lentamente por la nariz el humo de su habano.
Continuarían
pasando revista a los jóvenes del vecindario que coincidieran con la descripción
que les había dado. Nada había ocurrido. Había sido un sueño.
–¡Levántese!
–el objeto frío ejerció mayor presión sobre mi nuca. Me levanté–. ¡Regístralo! –dijo
la voz áspera a mi espalda.
El
anciano dejó el puro cuidadosamente sobre un cenicero, se acercó a mí y me pasó
las manos por el cuerpo. Después de comprobar que estaba desarmado, me vació los
bolsillos y depositó el contenido sobre el sillón que yo había ocupado.
–Esto
es todo –dijo al hombre que tenía a mi espalda, y volvió a su asiento.
–¡Vuélvase!
–me ordenó el hombre de la voz áspera. Obedecí y me encontré frente a un hombre
alto y enjuto. Tendría mi edad aproximadamente, es decir, unos treinta y cinco años.
Su rostro, feo y huesudo, estaba salpicado de grandes pecas pálidas. Tenía los ojos
de un azul acuoso, y nariz y barbilla muy pronunciadas que destacaban abruptamente
sobre su rostro.
–¿Me
conoce? –me preguntó.
–No.
–¡Miente!
No
lo contradije; en una de sus manos pecosas empuñaba un revólver.
–Pues
va a conocerme muy bien antes de que termine con usted –me amenazó aquel esperpento–.
Va a…
–¡Hook!
–la voz llegó a nosotros desde la habitación vecina, separada de la sala donde nos
hallábamos por unos cortinajes que servían a modo de puerta y por donde sin duda
había entrado mi asaltante–. ¡Hook, ven aquí! –era una voz femenina joven, clara
y musical.
–¿Qué
quieres? –respondió el esperpento sin volverse.
–Ya
ha llegado.
–Está
bien –se volvió a Thomas Quarre–. Encárgate de este idiota.
De
algún lugar intermedio entre los bigotes, la chaqueta y el chaleco almidonado, el
viejo extrajo un enorme pistolón negro que manejó sin el menor atisbo de timidez.
El esperpento recogió lo que me habían sacado de los bolsillos y se lo llevó a la
habitación contigua.
La
señora Quarre me sonrió.
–Siéntese,
señor Tracy –me dijo. Obedecí.
A
través de la cortina llegó una nueva voz, una voz serena de barítono con el acento
inconfundible del inglés cultivado. “¿Qué pasa, Hook?”, preguntó.
La
voz áspera del esperpento le respondió: “¡Algo gordo, te lo digo yo! ¡Nos han descubierto!
Hace un rato salí de casa. No hago más que llegar a la esquina, y me veo en la acera
de enfrente a un tipo conocido. Me lo señalaron en Filadelfia hace cinco o seis
años. No recuerdo su nombre, pero sé que es un detective de la Agencia Continental.
Volví inmediatamente, llamé a Elvira y juntos lo vigilamos por la ventana. Iba de
casa en casa, seguramente interrogando a los vecinos. Luego cruzó la calzada y comenzó
a hacer lo mismo a este lado de la calle. Al rato llamó al timbre. Dije a los viejos
que lo recibieran y le dieran conversación para ver por dónde tiraba. Les salió
con el cuento de una vieja que se había caído del tranvía. ¡Historias! Viene por
nosotros. Al final entré, y lo cacheamos. Iba a esperar a que volvieras, pero me
dio miedo que se pusiera nervioso y se largara.”
La
voz del acento inglés: “No debiste dejar que te viera. Podían haberse encargado
de él los otros.”
Hook:
“¡Qué más da! Lo más probable es que ya nos conociera a todos. Pero aunque no fuera
así, ¿qué importancia tiene?”
La
voz británica: “Puede tenerla, y mucha. Fue una estupidez.”
Hook,
indignado: “Una estupidez, ¿eh? A ti todos te parecemos estúpidos. ¿Sabes qué te
digo? ¡Que te vayas al diablo! ¿Quién es el que trabaja aquí? ¿Quién es quien te
saca las castañas del fuego? ¿Dónde…?”
La
voz femenina: “Por lo que más quieras, Hook. No nos largues el discursito otra vez.
Me lo sé ya de memoria.”
Un
crujido de papeles, y de nuevo la voz del acento británico arrastrando las palabras:
“Te diré, Hook. No te equivocaste. Es detective. Lleva una tarjeta de identidad.”
La
voz femenina: “¿Qué hacemos ahora? ¿Qué salida tenemos?”
Hook:
“No puede ser más fácil. Saltarle la tapa de los sesos.”
La
voz femenina: “¿Y esperar a que nos cuelguen?”
Hook,
resentido: “¡Como si no fueran a colgarnos igual! ¿O es que te crees que este tipo
no está al tanto de lo del golpe de Los Ángeles?”
La
voz del acento inglés: “¡Eres un idiota, Hook! ¡No tienes remedio! Supongamos que
este fulano haya venido por el asunto de Los Ángeles, lo que es muy posible, ¿y
qué? Es un agente de la Continental. ¿Te crees que la Agencia no sabe dónde está?
¿Crees que ignoran que venía aquí? ¿No crees que es muy probable que sepan acerca
de nosotros tanto como él? Matarlo sería absurdo. Solo empeoraría las cosas. Lo
mejor es atarlo bien y dejarlo aquí. No lo echarán de menos hasta mañana por la
mañana.”
Interiormente
bendije a aquella voz británica. Alguien estaba a mi favor, al menos hasta el punto
de dejarme vivir. Durante los últimos minutos no las había tenido todas conmigo.
El hecho de no poder ver a las personas que decidían si había de seguir vivo hacía
mi situación aún más desesperaba. Ahora, aunque no puedo decir que estuviera loco
de alegría, al menos me sentía algo más tranquilo. Confiaba en la voz británica;
tenía el tono del hombre habituado a salirse con la suya.
Hook,
bufando: “Óyeme lo que te digo, amigo. A ese tío lo liquido yo. ¡Se ha terminado!
No pienso correr ningún riesgo. Tú dirás lo que quieras, pero yo quiero salvar el
pellejo y solo lo salvaré quitando a ese tipo de en medio. Eso es todo.”
La
voz femenina, con disgusto: “Hook, sé razonable.”
La
voz británica, serena, pero fría como el hielo: “Es inútil razonar contigo, Hook.
Tienes los instintos y el cerebro de un troglodita. Solo entiendes un lenguaje y
es el que voy a usar contigo. En caso de que te dé la tentación de hacer alguna
tontería entre este momento y el de nuestra partida, repítete interiormente dos
o tres veces: “Si él muere, yo muero”. Recítalo como si se tratara del Evangelio,
porque es tan cierto como la Biblia.”
Siguió
un largo silencio cargado de una tensión tan intensa que llegué a sentir un hormigueo
en el cuero cabelludo, parte de mi anatomía que no tengo particularmente sensible.
Cuando
al fin una voz rasgó el silencio, salté como si hubiera sonado un disparo; era,
sin embargo, una voz tranquila y suave, la del acento británico, que sonaba segura
de su victoria. Respiré de nuevo.
–Haremos
que se vayan primero los viejos –decía–. Tú puedes ocuparte de nuestro huésped,
Hook. Átalo bien mientras traigo los bonos. En menos de media hora podemos irnos.
Las
cortinas se movieron y entró en la habitación un Hook de expresión ceñuda. Sus pecas
resaltaban con tono verdoso sobre la palidez del rostro. Me apuntó con el revólver
y se dirigió a los Quarre con tono cortante:
–Quiere
hablarles –la pareja se levantó y desapareció en la habitación vecina.
Hook,
mientras tanto, sin dejar de amenazarme con el revólver, se había acercado a las
cortinas y desataba los pesados cordones de terciopelo que las sujetaban. Hecho
esto se me acercó por la espalda y se dispuso a amarrarme a un sillón de alto respaldo.
Me ató los brazos a los brazos del sillón, las piernas a las patas y el cuerpo al
respaldo y al asiento, y remató su tarea embutiéndome en la boca la esquina de un
cojín demasiado relleno. Cuando hubo terminado y mientras retrocedía para mirarme
con el ceño fruncido, oí cerrarse suavemente la puerta de la calle y un ruido de
pasos que iban de un lado para otro en el piso superior. Hook dirigió la vista al
techo y la mirada de sus ojillos azules y acuosos se agudizó. “Elvira”, llamó en
voz baja.
Las
cortinas se movieron como si alguien las hubiera tocado y llegó a través de ellas
el sonido musical de la voz femenina.
–¿Qué?
–Ven
aquí.
–No.
Él no quiere que…
–¡Maldita
sea! –saltó Hook–. ¡Te digo que vengas!
La
muchacha entró en la habitación y se situó dentro del círculo de luz amarilla que
proyectaba la lámpara. Tenía poco más de veinte años y era esbelta y flexible. Estaba
lista para salir a la calle, excepción hecha del sombrero que llevaba en la mano.
Su tez pálida destacaba bajo una masa de cabellos cortos del color del fuego. Sus
ojos, demasiado apartados uno del otro para inspirar confianza, aunque no lo bastante
para disminuir un ápice su belleza, me miraban traviesos, y su boca roja reía abiertamente
mostrando unos dientes de puntas afiladas como los de un felino. Era tan bella como
Lucifer y dos veces más peligrosa.
Soltó
una carcajada al ver el espectáculo: un hombre regordete liado como un fardo en
cordones de terciopelo rojo y con un cojín de color verde embutido en la boca. Luego
se volvió hacia el esperpento. “¿Qué quieres?”
Él
respondió en voz baja, lanzando furtivas miradas al techo de donde seguía llegando
el ruido apagado de pisadas.
–¿Y
si se la pegáramos?
Los
ojos color humo de la muchacha perdieron su alegría y adquirieron una expresión
calculadora.
–Tiene
cien mil dólares de los cuales un tercio es mío. No creerás que voy a renunciar
a ello, ¿no?
–Claro
que no. Supongamos que nos hacemos con los cien mil.
–¿Cómo?
–Eso
déjalo en mis manos. Si lo consigo, ¿te vienes conmigo? Sabes que te trataré bien.
La
sonrisa de la muchacha estaba llena de desprecio, pero a él pareció gustarle.
–Eso
no lo dudo –le contestó–. Pero escucha, Hook, no podremos salirnos con la nuestra
a no ser que lo liquides. Lo conozco y no estoy dispuesta a largarme con nada suyo
a menos que esté segura de que no va a poder venir después a buscarlo.
Hook
se humedeció los labios y paseó la mirada en torno suyo sin ver nada de lo que le
rodeaba. Era evidente que no le atraía la idea de meterse en líos con el del acento
británico, pero el deseo que sentía por la muchacha era más poderoso que su miedo.
–Lo
haré –estalló–. Lo mataré. ¿Lo dices de veras, nena? Si lo mato, ¿te vendrás conmigo?
Ella
le tendió una mano.
–Te
lo prometo –le dijo. Y él le creyó.
Su
feo rostro se iluminó de pronto con un destello de suprema felicidad. Respiró a
fondo y enderezó los hombros. En su caso yo le habría creído también. Todos hemos
caído en trampas semejantes en un momento u otro de nuestras vidas, pero en la situación
en que me encontraba, atado a un sillón detrás de las candilejas, vi con claridad
que el esperpento habría corrido menos peligro jugando con un bidón de nitroglicerina
que con aquella muñeca. Esa mujer era un peligro público. No sabía el pobre Hook
lo que se le venía encima.
–Este
es el plan… –comenzó a decir y se detuvo con la lengua paralizada. En la habitación
vecina se habían oído pasos.
Al
momento la voz con deje británico se oyó tras las cortinas. La exasperación hacía
más pronunciado su acento.
–¡Esto
es demasiado! No puedo dejarlos solos un segundo sin que echen todo a perder. ¿Te
has vuelto loca, Elvira? ¿Tenías que salir a que te viera el detective?
Por
un segundo, los ojos color humo brillaron de temor. Cuando este se desvaneció la
muchacha habló:
–No
te pongas amarillo de miedo. Tu precioso cuello va a sobrevivir igual sin tantas
preocupaciones.
Las
cortinas se abrieron y yo me volví lo más que pude para mirar por primera vez al
hombre gracias al cual yo seguía vivo. Era un tipo bajo y gordinflón vestido para
salir a la calle, con el abrigo y el sombrero puestos. En una mano llevaba un maletín
de color marrón.
Cuando
se adentró en el círculo de luz vi que era chino, un chino vestido de modo inmaculado
con ropas tan británicas como su acento.
–No
es cuestión de color –respondió y solo entonces advertí el sarcasmo de las palabras
de la muchacha–. Es sencillamente cuestión de prudencia.
Su
rostro era una máscara redonda y amarilla y su voz seguía teniendo la frialdad de
antes, pero me di cuenta de que la muchacha lo tenía cautivado tanto como al esperpento
o no hubiera dejado que una simple ironía lo atrajera al salón. Aun así dudé que
aquel oriental europeizante fuera tan fácil de manejar como Hook.
–No
había necesidad –continuó el chino– de que este hombre nos viera –por primera vez
me miró con ojos pequeños y opacos que parecían dos semillas negras–. Es posible
que no nos conociera a ninguno, ni siquiera por descripciones. Mostrarnos a él es
una completa estupidez.
–Vete
al diablo, Tai –explotó Hook–. Deja ya de dar la lata, ¿quieres? ¿Qué más dará?
Lo liquido y con eso terminamos la cuestión.
El
chino dejó el maletín en el suelo y movió la cabeza de un lado a otro.
–Si
te atreves a matarlo –dijo con su modo característico de arrastrar las palabras–,
no va a parar ahí la cosa. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad Hook?
Hook
lo entendió. Tragó saliva con dificultad, como evidenció el movimiento de la nuez
de su garganta, mientras yo, tras el cojín que me amordazaba, di gracias otra vez
desde el fondo de mi corazón al hombrecillo amarillo.
En
aquel momento, la diablesa de cabellos rojos tuvo que meter baza.
–No
te preocupes. Hook habla mucho y no hace nada.
Hook
se puso como la grana al recordar su promesa de liquidar al chino. Tragó saliva
de nuevo y paseó la mirada alrededor como buscando un lugar dónde ocultarse. Pero
la muchacha lo tenía bien amarrado; su influjo era más fuerte que la cobardía del
hombre.
Súbitamente
Hook se acercó al chino y mirándolo desde la posición ventajosa que le proporcionaba
su elevada estatura, le dijo:
–Tai,
te ha llegado la hora. Estoy hasta las narices de tus humos. Te has creído que eres
el rey aquí. Voy a…
Las
palabras le fallaron y su voz se diluyó en el silencio.
Tai
lo miraba con sus ojos negros, tan duros e inhumanos como trozos de carbón. Los
labios le temblaron y comenzó a titubear.
Dejé
de sudar. El chino había ganado otra vez. Pero me había olvidado de la diablesa,
que en aquel momento soltó una carcajada burlona que debió herir como un puñal al
esperpento.
Un
bramido surgió de lo más hondo de su pecho y un enorme puño cerrado fue a dar en
el rostro impávido y amarillo de Tai.
La
fuerza del puñetazo arrojó a este al otro extremo de la habitación, pero mientras
atravesaba el cuarto como un proyectil, pudo arreglárselas para volverse hacia Hook
con una pistola en la mano. Aún no habían tocado sus pies en el suelo y ya había
comenzado a hablar con aquella voz cultivada que lo caracterizaba.
–Luego
–dijo– ajustaremos cuentas. Ahora suelta esa pistola y no muevas un solo músculo
hasta que yo me levante.
Hook,
que aún no había terminado de sacar el revólver del bolsillo cuando el chino comenzó
a apuntarle, arrojó el arma al suelo y permaneció en pie inmóvil y rígido mientras
su rival se levantaba. Respiraba ruidosamente y sus pecas se destacaban nítidas,
una por una, sobre la palidez espectral de su rostro.
Miré
a la muchacha. En la mirada que dirigía a Hook había desprecio, pero no desilusión.
De pronto hice un descubrimiento: algo había cambiado en torno a aquella mujer.
Cerré
los ojos y traté de recordar la habitación tal y como la había visto antes de que
los dos hombres se enzarzaran en la pelea. Al abrir los ojos de nuevo, descubrí
la respuesta. Sobre la mesa que había junto a la muchacha había visto un libro y
algunas revistas que ahora habían desaparecido. A medio metro poco más o menos de
la muchacha se hallaba el maletín que llevaba Tai al entrar en la habitación. Supongamos
que en ese maletín llevaba los bonos robados en el golpe que habían mencionado.
¿Qué había ocurrido? Lo más probable es que hubieran sido sustituidos por los libros
y las revistas que había visto sobre la mesa. La chica había avivado el conflicto
entre sus dos compinches para distraer su atención mientras hacía el cambio. ¿Dónde
podía haber escondido el botín? No lo sabía, pero sospechaba que abultaba demasiado
para poder llevarlo encima.
Junto
a la mesa había un sofá cubierto con una amplia funda de color rojo que colgaba
hasta rozar el suelo. Mis ojos fueron del sofá a la muchacha. Ella interceptó mi
mirada y por un segundo sus ojos brillaron con un destello de regocijo. Los había
ocultado en el sofá.
Mientras
tanto el chino se había metido en el bolsillo el revólver de Hook y decía a este:
–Si
no fuera porque aborrezco la sangre y porque pienso que quizá puedas sernos útil
a Elvira y a mí durante nuestra huida, en este momento me liberaría del obstáculo
que representa tu estupidez. Te daré otra oportunidad. Pero te recomiendo que lo
pienses dos veces antes de entregarte a otro de tus impulsos violentos –se volvió
hacia la muchacha–. ¿Has estado metiéndole ideas absurdas en la cabeza?
Ella
rio:
–Nadie
puede meterle ideas en la cabeza. Ni absurdas ni de ninguna clase.
–Quizá
tengas razón –respondió y se acercó a examinar las ligaduras que me inmovilizaban
los brazos y el cuerpo.
Las
halló satisfactorias, recogió su maletín del suelo y sacó del bolsillo el revólver
que le había quitado minutos antes al esperpento.
–Aquí
está tu revólver, Hook. Ahora sé razonable. Creo que podemos irnos. Los viejos se
fueron y deben andar ya camino de esa ciudad que no vamos a mencionar aquí delante
de nuestro amigo. Allí esperarán a que les llevemos la parte que les corresponde.
No necesito decir que tienen espera para rato. Pero entre nosotros tres no debe
haber traiciones. Si queremos salir de esta con vida, tenemos que ayudarnos.
Habría
sido de gran efecto teatral que antes de abandonar la casa me hubieran largado un
discursito sarcástico, pero no lo hicieron. Pasaron ante mí sin dirigirme siquiera
una mirada de despedida y desaparecieron en la oscuridad del vestíbulo.
De
pronto el chino volvió a la habitación de puntillas con un cuchillo en una mano
y una pistola en la otra. ¿Era este el hombre a quien había agradecido interiormente
el salvarme la vida? Se inclinó hacía mí. Con la mano en que empuñaba el cuchillo
hizo un rápido movimiento a mi derecha, y el cordón que aprisionaba uno de mis brazos
aflojó su presión. Respiré y mi corazón comenzó a latir de nuevo.
–Hook
volverá –murmuró Tai. Luego desapareció. Sobre la alfombra, a un metro aproximadamente
de distancia, había un revólver.
La
puerta de la calle se cerró y durante unos momentos permanecí solo en la casa.
Pueden
creerme si les digo que aquellos pocos minutos los pasé tratando de liberarme de
las ligaduras de terciopelo rojo que me tenían prisionero. Tai había cortado el
cordón solo en un lugar, dejándome una cierta capacidad de movimientos, pero muy
lejos de considerarme libre. Las palabras que había murmurado a mi oído, “Hook volverá”,
eran el aliciente que necesitaba para aplica toda mi fuerza a luchar contra aquellos
cordones.
Ahora
comprendía por qué el chino había insistido tanto en salvarme la vida. Yo era el
arma de que iba a servirse para eliminar a Hook. Imaginaba que tan pronto como pisaran
la calle, el esperpento inventaría una excusa para regresar a la casa y acabar conmigo.
Si no lo hacía por iniciativa propia, estaba seguro de que el chino se lo sugeriría.
Por este motivo había dejado una pistola a mi alcance y aflojado mis ligaduras,
aunque lo menos posible con el fin de que no pudiera escapar antes de que Hook regresase.
Estas meditaciones no disminuyeron en absoluto mi esfuerzo por desatarme. El porqué
de la cuestión no me importaba en este momento tanto como lograr empuñar aquella
pistola antes de que el esperpento volviera.
En
el momento en que se abrió la puerta de la calle, acababa de liberar mi brazo derecho
y me sacaba el cojín de la boca. El resto de mi cuerpo seguía atado al sillón, aunque
con las ligaduras flojas. Me tiré de bruces al suelo, parando la caída con el brazo
que tenía libre. La alfombra era gruesa. Caí sobre ella contorsionado y con el sillón
a la espalda, pero con la mano derecha logré empuñar la pistola. El débil resplandor
que bañaba la habitación me permitió ver al hombre que entró precipitadamente en
el salón y arrancó de su mano un destello metálico.
Disparé.
Se
llevó las dos manos al vientre, se dobló sobre sí mismo y cayó sobre la alfombra.
Aquel
asunto estaba resuelto, pero sabía que era solo el comienzo. Acabé de desatarme
tratando de imaginar lo que pasaría luego. La muchacha había escondido los bonos
bajo el sofá, de eso no me cabía la menor duda. Seguramente había planeado volver
por ellos, pero ahora que el esperpento se le había adelantado se vería obligada
a alterar sus proyectos. Lo más probable es que le dijera al chino que Hook había
sido el autor de la sustitución.
¿Qué
pasaría entonces? Solo cabía una respuesta: Tai volvería a buscar los bonos. Los
dos volverían. El chino sabía que yo estaba armado, pero tratándose de cien mil
dólares, estaba seguro de que no dudaría en correr el riesgo.
De
una patada me liberé de la última de mis ligaduras y me arrastré después hasta el
sofá. Allí estaban los bonos: cuatro gruesos fajos sujetos por anchas bandas de
goma. Me los puse bajo el brazo y me acerqué al hombre que agonizaba junto a la
puerta. Medio oculta bajo una de sus piernas estaba su pistola. La cogí, salté sobre
el cuerpo y salí de la habitación. En la oscuridad del vestíbulo me detuve a considerar
la situación.
La
muchacha y el chino se separarían para cortarme la salida. Uno entraría por la puerta
principal y el otro por la trasera. Ese era el modo más seguro de hacerse conmigo.
Mi jugada consistía, evidentemente, en esperarlos escondido junto a una de las puertas.
Abandonar la casa sería una locura. Eso era probablemente lo que ellos esperaban
que hiciera y, en consecuencia, me habrían tendido una emboscada.
Decididamente
esperaría oculto sin perder de vista la puerta principal. Uno de los dos tendría
que entrar por ella una vez que se cansaran de esperarme fuera.
La
luz de la calle se filtraba por el cristal de la puerta que iluminaba débilmente
parte del vestíbulo. La escalera que conducía al piso superior proyectaba un triángulo
de sombra lo bastante oscuro como para servir de escondite. Me agazapé en aquel
pedazo triangular de noche y esperé. Tenía dos armas: el revólver que me había dado
el chino y la pistola que le había quitado a Hook. Había gastado solo una bala,
lo que significaba que me quedaban once más –a menos que alguien hubiera disparado
desde que las cargaron por última vez. Decidí examinar el cargador del revólver
que Tai me había dejado. Pasé los dedos por el cilindro: Tai había pensado en todo;
me había dejado una sola bala, la que había utilizado para liquidar a Hook.
Dejé
el revólver en el suelo y examiné el cargador de la pistola del esperpento. Estaba
vacío. El chino no había dejado nada en manos del destino. Antes de devolverle el
arma a Hook, había vaciado el cargador.
Mi
situación era desesperada. Me hallaba solo y desarmado en una casa extraña donde
pronto dos personas me acosarían. El hecho de que una de ellas fuera mujer no me
tranquilizaba en lo más mínimo. Confieso que no era a ella a quien menos temía.
Por un momento cruzó por mi mente el pensamiento de escapar de allí. La idea de
hallarme de nuevo en la calle me atraía, pero la rechacé. Habría sido una locura
y de las buenas. En aquel momento recordé los bonos que llevaba bajo el brazo. Ellos
habrían de ser el arma con que podría defenderme, pero solo si tenía buen cuidado
de ocultarlos.
Salí
del triángulo de sombra y subí las escaleras. Gracias al resplandor que llegaba
de la calle, en las habitaciones superiores se veía lo suficiente como para poder
moverme por ellas sin necesidad de dar la luz. Recorrí el piso entero una y otra
vez, buscando lugar apropiado para ocultar los bonos. De pronto una ventana vibró
bajo el impulso de una corriente creada al abrirse en algún lugar de la casa una
de las puertas que daban al exterior. Y yo aún tenía los bonos en la mano.
La
solución que me quedaba era arrojarlos por una ventana y tocar madera. Cogí la almohada
de una cama, saqué la funda de un tirón y metí en ella los bonos. Después me asomé
a una ventana abierta y hundí la mirada en la noche, buscando un lugar apropiado
donde arrojar el botín. Tenía que evitar que los bonos armaran un escándalo al caer.
Al
fin hallé el lugar ideal. La ventana daba a un patio estrecho. Al extremo opuesto
de este se elevaba una casa igual a aquella en que me encontraba. Era de idéntica
altura y el tejado plano de cinc que la remataba terminaba en un ligero declive.
Estaba lo bastante próximo como para poder arrojar a él sin dificultad la funda
de almohada con los bonos. La lancé. Desapareció por el declive y la oí aterrizar
suavemente al borde del tejado.
Hecho
esto di todas las luces de la habitación, encendí un cigarrillo (a todos nos gusta
hacer un poco de teatro de vez en cuando) y me senté en la cama a esperar mi captura.
Podía jugar al ratón y al gato con mis perseguidores por toda la casa y cabía la
posibilidad de que los atrapara, pero lo más probable es que me encajaran un balazo.
Y no me gusta que me encajen balazos.
La
muchacha fue quien me encontró.
Avanzó
deslizándose por el pasillo con un revólver en cada mano, dudó por un instante a
la puerta de la habitación y entró después súbitamente. Al verme tranquilamente
sentado sobre la cama me dirigió una mirada de censura, como si estuviera haciendo
algo malo. Mi deber, supongo, consistía en haberle dado motivo para disparar.
–Ya
lo tengo, Tai –exclamó. El chino entró en la habitación.
–¿Qué
hizo Hook con los bonos? –me preguntó a bocajarro. Miré con expresión burlona su
rostro amarillo y jugué mi baza.
–¿Por
qué no le pregunta a la chica?
Su
cara permaneció impasible, pero su cuerpecillo seboso se tensó bajo el inmaculado
traje inglés. Aquello me animó a llevar adelante la mentira que habría de servirme
para sembrar la discordia.
–¿Es
que no sospechaba –pregunté– que estaban conchabados para liquidarle?
–¡Maldito
mentiroso! –gritó la muchacha, dando un paso hacia mí.
Tai
la detuvo con gesto imperioso. Le lanzó una larga mirada de sus ojos negros y opacos,
y mientras la miraba la sangre desapareció del rostro de la muchacha. Ella lo tenía
completamente dominado, de eso no cabía la menor duda, pero Tai no era tampoco un
juguete inofensivo.
–Así
que eso es lo que pasó, ¿eh? –dijo lentamente sin dirigirse a ninguno en particular.
Y añadió enfrentándose conmigo–: ¿Dónde pusieron los bonos?
La
muchacha se acercó a él y las palabras surgieron a borbotones de su boca:
–Dios
es testigo de que lo que voy a decirte es verdad, Tai. Yo fui quien cambió los bonos.
Hook no tuvo nada que ver. Yo pensaba engañaros a los dos. Los escondí bajo el sofá
de la sala, pero han desaparecido. Te juro que digo la verdad.
Tai
estaba deseoso de creerle y por añadidura había en sus palabras un deje de sinceridad.
Sospeché
que estando como estaba enamorado de ella, estaría más dispuesto a perdonarle el
intento de huir con los bonos que el plan de escapar con Hook, así que me apresuré
a atizar el fuego.
–Parte
de eso es verdad –continué–. Ella fue quien escondió los bonos bajo el sofá, pero
lo hizo de acuerdo con Hook. Lo tramaron todo entre los dos mientras usted estaba
arriba. Acordaron que él discutiría con usted y que durante la discusión ella escondería
el botín. Y eso es exactamente lo que hizo.
¡Ya
era mío! Cuando la muchacha se volvió salvajemente hacia mí, él le hundió el cañón
de su revólver entre las costillas, enmudeciendo con ello la sarta de insultos que
la boca femenina me dirigía.
–Dame
tus pistolas, Elvira –exigió.
–¿Dónde
están los bonos ahora? –me preguntó. Esbocé una sonrisa.
–No
somos aliados, Tai. Somos enemigos.
–No
me gusta la violencia –dijo lentamente–, y además creo que es usted una persona
razonable. Lleguemos a un acuerdo, amigo mío.
–Usted
tiene la palabra. ¡Hable! –respondí.
–Encantado.
Como base de la negociación estipularemos que usted ha ocultado los bonos en un
lugar donde nadie podrá encontrarlos y que yo, por mi parte, lo tengo a usted completamente
en mi poder, como solía decirse en los folletines.
–Hasta
ahora de acuerdo –admití–. Continúe.
–Estamos
en tablas. Ni usted ni yo jugamos con ventaja. Como detective que es, usted desea
capturarnos, pero somos nosotros los que lo hemos capturado usted. Como ladrones
que somos, queremos los bonos, pero los bonos los tiene usted. Le ofrezco a la chica
a cambio de ellos y creo que es una oferta razonable. Yo tendré los bonos y la oportunidad
de escapar. Usted tendrá un éxito parcial como detective. Ha matado a Hook y habrá
capturado a la muchacha. Solo le quedará encontrarme a mí y a los bonos, lo que
no constituye, ni mucho menos, una tarea imposible. Si acepta convertirá su derrota
en una victoria a medias con la posibilidad de convertirla en una victoria total.
–¿Cómo
sé que me dará a la muchacha?
Se
encogió de hombros.
–Naturalmente
no puedo ofrecerle garantías. Pero ya se imaginará usted que una vez enterado de
que pensaba abandonarme por el cerdo que yace ahí abajo, no puedo abrigar hacia
ella sentimientos muy favorables Por otra parte, si la llevo conmigo tendré que
darle la mitad del botín.
Estudié
mentalmente la proposición.
–Yo
lo veo de esta manera –respondí al fin–. Usted no es un asesino nato. Ocurra lo
que ocurra yo saldré de esta con vida. ¿Por qué he de ceder entonces? Me será más
fácil encontrarlos a usted y a la muchacha que a los bonos, que, por otra parte,
son los más importantes del caso. Me quedo con ellos y acepto el riesgo de encontrarlos
a ustedes o no más adelante. Prefiero jugar sobre seguro.
–Tiene
razón, no soy un asesino –dijo suavemente esbozando la primera sonrisa que había
visto en sus labios, una sonrisa que no era precisamente agradable; había algo en
ella que hacía a uno estremecerse–. Aunque soy otras cosas que quizá no se le hayan
ocurrido siquiera. Pero esta conversación carece de propósito. ¡Elvira!
La
muchacha se acercó obediente.
–En
uno de los cajones de la cómoda encontrarás sábanas –le dijo–. Rompe una de ellas
en tiras lo suficientemente fuertes como para atar a nuestro amigo.
La
muchacha se dirigió a la cómoda mientras yo me devanaba los sesos tratando de hallar
una respuesta no demasiado desagradable a la cuestión que me planteaba mentalmente.
La primera posibilidad que me vino a la mente no fue del todo halagüeña: tortura.
De
pronto, un ligero susurro nos inmovilizó a todos.
La
habitación en que nos hallábamos tenía dos puertas; una que daba al pasillo y otra
que se abría al dormitorio vecino. El sonido procedía de la primera. Era un rumor
de arrastrar de pies.
Rápidamente,
sin hacer el menor ruido, Tai se colocó en un lugar desde el que dominaba la puerta
del pasillo sin perdernos de vista ni a la muchacha ni a mí. El revólver se agitó
como un ser viviente en su mano regordeta, lo que constituyó aviso suficiente para
que ambos guardáramos silencio.
De
nuevo se oyó rumor de pasos en el pasillo. El revólver pareció aletear en la mano
de Tai con impaciencia. En el umbral de la puerta, la que daba al dormitorio vecino,
apareció la señora Quarre con un enorme pistolón en la mano listo para disparar.
–¡Suelta
el revólver, pagano del demonio! –gritó.
Tai,
de muy buen acuerdo, soltó el arma y levantó las manos lo más alto que pudo antes
de volverse hacia ella.
En
aquel momento Thomas Quarre entraba por la otra puerta. Empuñaba una pistola tan
grande como la de su mujer, aunque en su mano, dada su corpulencia, parecía de menor
tamaño que aquella. Miré a la anciana y me costó trabajo reconocer en ella a la
frágil viejecita que horas antes me había servido una taza de té mientras pasaba
revista a los vecinos. Esta que tenía ante mí era una bruja de la peor especie.
Sus ojos descoloridos brillaban con ferocidad, sus labios marchitos se tensaban
en una mueca lupina y su cuerpecillo enjuto temblaba de odio.
–Lo
sabía –dijo con voz estridente–. Se lo dije a Tom tan pronto como nos hallamos lo
suficientemente lejos como para detenernos a pensar. Sabía que querías jugárnosla.
Sabía que este supuesto detective era compinche de ustedes. Sabía que era todo un
plan para birlamos a Thomas y a mí la parte de los bonos que nos correspondía. Pero
voy a darte una lección, macaco amarillo. ¿Dónde están los bonos? ¿Dónde están?
El
chino había recuperado su seguridad, si es que alguna vez la había perdido.
–Quizá
nuestro robusto amigo quiera decírselo –dijo–. Estaba a punto de extraerle la información
cuando hicieron esa entrada tan teatral.
–Thomas,
por lo que más quieras, no te quedes ahí parado –espetó la vieja a su marido, que
aún conservaba la apariencia del ancianito amable que me había obsequiado con un
puro–. Ata bien a ese chino. No me fío un pelo de él y no me quedaré tranquila hasta
que lo tengamos bien sujeto.
Me
levanté de la cama y me escurrí cautelosamente hacia un lugar que quedara fuera
de la línea de fuego si lo que esperaba que ocurriera llegara a ocurrir.
Habían
obligado a Tai a soltar su revólver, pero no lo habían registrado. Los chinos son
gente meticulosa; el que lleva revólver, generalmente lleva dos o tres. Si trataban
de atarlo sin registrarlo previamente, lo más seguro es que hubiera fuegos artificiales.
Por eso decidí hacerme a un lado.
El
gordo de Thomas Quarre se acercó flemáticamente al chino para obedecer la orden
de su mujer… y no pudo hacerlo con peor fortuna. Sin darse cuenta, interpuso su
corpulenta humanidad entre el chino y la pistola de la anciana.
Las
manos de Tai se movieron. Apareció una pistola automática en cada una de ellas.
Una vez más, Tai se mostró fiel a su raza. Cuando un chino dispara, lo hace hasta
vaciar el cargador. Aun cuando le rodeé la garganta con el brazo y lo arrojé contra
el suelo, continuó disparando y no paró hasta que al aprisionarle el brazo con mi
rodilla disparó la última bala. Decidí no correr ningún riesgo y le oprimí la garganta
hasta que sus ojos y su lengua me dijeron que, por el momento, había perdido contacto
con la realidad. Luego miré alrededor.
Thomas
Quarre yacía junto a la cama, muerto, con tres agujeros perfectamente redondos en
la pechera de su blanco chaleco almidonado.
Al
otro extremo de la habitación, la señora Quarre estaba tendida en el suelo boca
arriba con las ropas perfectamente ordenadas en torno a su cuerpecillo frágil. La
muerte le había devuelto el gesto afable que tenía cuando la vi por primera vez.
Elvira
la pelirroja había desaparecido.
En
aquel momento Tai se revolvió. Le saqué del bolsillo otro revólver más y lo ayudé
a sentarse en el suelo. Se pasó una mano regordeta sobre la garganta magullada y
después miró fríamente en torno suyo.
–¿Dónde
está Elvira? –preguntó.
–Escapó,
por el momento.
Se
encogió de hombros.
–No
se quejará del éxito de la operación. Los Quarre y Hook muertos. Los bonos y yo,
en sus manos.
–No
me quejo –admití–, pero ¿podría hacerme un favor?
–Si
puedo…
–¿Quiere
decirme a qué viene todo esto?
–¿Cómo
que a qué viene?
–Lo
que oye. De lo que ustedes han dicho deduzco que robaron en Los Ángeles bonos por
valor de cien mil dólares, pero no puedo recordar que se haya llevado a cabo un
robo de tal calibre en los últimos días.
–¡Es
increíble! –dijo con la mayor expresión de asombro de que él era capaz–. ¡Increíble!
¡Pero usted lo sabía todo!
–No
sabía nada. Iba buscando a un muchacho llamado Fischer que se escapó de su casa
en un rapto de furia hace una o dos semanas. Su padre me encargó que averiguara
dónde vivía para poder ir a verlo y tratar de convencerlo de que regresara a casa.
Alguien me dijo que podría hallar al muchacho en esta manzana de la calle Turk y
por eso vine aquí.
No
me creyó. Nunca llegó a creerme. Fue a la horca seguro de que le había mentido.
Cuando
salí a la calle otra vez (¡y qué hermosa me pareció la calle Turk después de las
horas pasadas en aquella casa!), compré un periódico que me informó lo que quería
saber. Un muchacho de veinte años, empleado de una firma de agentes de Bolsa de
Los Ángeles, había desaparecido dos días antes cuando se dirigía a un banco llevando
un fajo de bonos. Esa misma noche el muchacho y la chica pelirroja se habían inscrito
en un hotel de Fresno, dando los nombres de señor y señora Riordan. A la mañana
siguiente hallaron al muchacho muerto en la habitación. Lo habían asesinado. La
chica y los bonos habían desaparecido.
Eso
era todo lo que decía el periódico. Durante los días siguientes, después de investigar
por aquí y por allá, conseguí reconstruir paso a paso la mayor parte de la historia.
El
chino, cuyo nombre completo era Tai Choon Tau, era el cerebro de la banda. Su especialidad
consistía en una variación de la técnica raramente fallida de chantajear a un sujeto
al que previamente se ha colocado en una situación comprometida.
Tai
seleccionaba al mensajero de un banco o una firma de agentes de Bolsa encargado
de transportar dinero o papel negociable en grandes cantidades.
Entraba
entonces en el juego Elvira, quien se encargaba de seducir al muchacho (cosa que
no debía resultarle muy difícil) y convencerle poco a poco de que huyera con ella
llevándose la mayor cantidad de dinero o papel negociable que pudiera. La huida
tenía lugar, y cuando ambos se disponían a pasar la primera noche juntos, aparecía
Hook echando espumarajos por la boca y en son de pelea. La muchacha imploraba piedad
llorando y mesándose los cabellos fingiendo impedir que Hook, en su papel de marido
ofendido, hiciera picadillo al joven. Al fin ella lo convencía y en definitiva el
muchacho terminaba sin la chica y sin el fruto de su delito.
Unos
se entregaban a la policía. Dos se habían suicidado. Este último había resultado
más duro de pelar que los anteriores. Ofreció resistencia y Hook tuvo que matarlo.
Mucho decía en favor de la habilidad de la chica para representar su papel, el hecho
de que ninguna de las víctimas había dicho a la policía una sola palabra que pudiera
comprometerla; algunos habían llegado incluso a perjudicarse a sí mismos por encubrirla.
La
casa de la calle Turk constituía el refugio de la banda. Por hallarse en San Francisco
y no en Los Ángeles, donde había tenido lugar el robo, era doblemente segura. Los
vecinos suponían que Hook y la muchacha eran hijos de los Quarre y que Tai era un
cocinero chino. La pareja de ancianos, con su apariencia respetable, resultaba de
gran utilidad cuando se trataba de convertir el botín en efectivo.
El
chino murió en la horca. Tendimos la red más fina que pueda imaginarse en búsqueda
de la chica. Todo lo que conseguimos fue reunir un ejército de muchachas pelirrojas.
Pero Elvira no se hallaba entre ellas.
Me
prometí que algún día…
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