Víctor Roura
1
Miro
el atardecer con la inquietud de un perro ciego que lanza enjundioso la mordida
sin saber exactamente a quién clavará los dientes. Me sirvo otro ron. Del
librero tomo al azar un libro. Es Confabulario, de Juan José Arreola. Abro
en la página 53. Leo: “Hay un diablo que me castiga poniéndome en ridículo.” Cierro
el volumen. Voy a la ventana. Miro la tarde. Hace frío. Le doy un sorbo a la
bebida. El ron me parece detestable. Aviento con vesania el vaso a la pared. Se
rompe en mil pedazos.
Dios estará en la casa del vecino oyendo
seguramente música ranchera. Y no va a venir a aliviarme de la depresión. No
quiere líos. Por ahora.
2
Salgo
a la calle. Camino. Viene hacia mí una mujer.
–He perdido un dornajo siciliano –dice.
Alzo los hombros.
–Yo he perdido cuatro noches –digo.
La mujer es ahora la que alza los hombros.
Se va. Aprisa. Levanto una piedra del suelo. La arrojo contra la primera
ventana que encuentro. Del edificio sale alarmado un hombre.
–He sido yo –digo.
Sa acerca.
–No veo la razón –indica.
El hombre huele a cerveza.
–Se lo explico con una copa en la mano
–digo.
Nos introducimos a su habitación. Hay
otros tres tipos más adentro. Juegan a las cartas. La casa huele a humedad, a
pizza, a abandono. El humo de los cigarros es denso. Hay un desorden absoluto. Platos
tirados, veintenas de macetas con flores marchitas, polvo visible.
–Es la persona que rompió el vidrio de la
ventana –dice el hombre de la cerveza.
Los tres tipos voltean a verme.
–Mucho gusto –dice el de mayor edad.
Los otros continúan jugando. Me dan una
cerveza. Me siento en el sofá. Miro de soslayo un par de piernas recostadas en
una cama de la habitación contigua. Los tipos están divertidísimos jugando. Miro
el par de piernas. Pregunto dónde está el baño. Me señalan con el dedo un
cuarto. Me pongo de pie. Y la veo de cuerpo entero. La mujer está durmiendo
desnuda. Se ve bella. La miro largo rato.
Ya no entro al baño. Me dirijo a los
hombres.
–¿Cuánto es por el vidrio roto?
Hacen ademanes gentiles que significan que
ese asunto ya está olvidado, que no me preocupe, que me sienta en confianza.
–Si eso le hace bien, puede usted romper
cuanto vidrio encuentre en la casa –dice el más joven.
Lo reflexiono un momento.
Y con mi cerveza voy rompiendo ventanas,
loza, la pantalla de la televisión, una mesita de centro. Los hombres ríen. La
mujer, a la que miro de soslayo, sigue durmiendo.
–Gracias –digo, al retirarme.
Los hombres están concentrados en su
juego.
–De nada, pues, fue un placer –dice, por
fin, el que me invitara a subir.
Ya afuera, atino a romper un cristal más
de su ventana.
3
Las
luces de neón comienzan a encenderse. La noche llega trayendo consigo un viento
helado. Me siento en un parque. En mi estómago revolotean innumerables
mariposillas que se niegan a salir de mi cuerpo. Echo la cabeza hacia atrás y
veo entre los árboles a un elefante rosa. Una tórtola vuela hacia mí.
Dice:
–No me gusta volar bajo porque a veces mis
alas rozan la tierra.
Y se va la tórtola. El elefante rosa ha
dado un brinco hacia otra rama.
Me gustaría quedarme por el resto de mis
días sentado en esa banca.
4
Voy
a una iglesia que queda arriba de un cerro. No hay nadie en misa. Veo a dos
enamorados besándose interminablemente al pie del púlpito. Luego, los miro
salir tomados de la mano rumbo a la barda que rodea al pequeño santuario. Ella
se sienta en el breve muro. Abre sus piernas para que él, de pie, abajo, pueda
abrazarla por la cintura. Se besan como si fuera el último día de su vida. De
vez en cuando se dicen cosas al oído.
La noche es demasiado negra.
Un niño se acerca. Dice:
–Ya vamos a cerrar, señor, por favor…
Su palidez es admirable.
Le acaricio su hirsuto cabello.
Abandono la iglesia.
5
Regreso
a mi departamento.
Pongo un caset. De Bob Dylan. Le subo el volumen. “Death is not the end”, canta el
compositor. Pero casi, me digo. Me sirvo otro ron. Y vuelvo a
romper el vaso contra la pared. Escucho con fuerza inusitada a Dylan. Death
is not the end. Las mariposillas revolotean implacablemente en mi estómago.
Dylan canta con dureza. Me recuesto en el sillón. Cierro los ojos. Death is
not the end. Veo al perro ciego lanzar enjundioso una mordida que va
directamente a mi cuerpo, en mi pierna izquierda, luego en la cintura y en los
pulmones, en el brazo y en las rodillas, en mis manos, en mi corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario