Marqués de Sade
Uno de los peores defectos
de las personas mal educadas es el de estar siempre aventurando un sinnúmero de
indiscreciones, murmuraciones o calumnias sobre todo ser viviente y, por si fuera
poco, delante de gente a la que no conocen. Es imposible calcular la cantidad de
enredos que son fruto de esa clase de charlatanería, pues, para ser sinceros, ¿quién
es el hombre honrado que oye hablar mal de aquello que le conviene y no aprovecha
la ocasión que le sale al paso? A los jóvenes no se les inculca suficientemente
el principio de un comportamiento sensato, no se les enseña lo bastante a conocer
el medio, los nombres, los atributos o las cualidades de las personas con las que
han de vivir; en lugar de eso, les enseñan mil estupideces que sólo sirven para
que se rían de ellas tan pronto como alcanzan la edad de la razón. Da siempre la
impresión de que están educando a unos capuchinos; en todo momento beaterías, supercherías
o inutilidades y nunca una máxima de moral oportuna. Peor aún, preguntad a un joven
sobre sus verdaderos deberes para con la sociedad, preguntadle sobre lo que se debe
a sí mismo y lo que debe a los demás o cómo hay que comportarse para ser feliz.
Os contestará que le han enseñado a ir a misa y a recitar las letanías, pero que
no comprende nada de lo que le preguntáis, que le han enseñado a bailar y a cantar,
pero no a vivir con las demás personas. La presente historia, fruto del defecto
que acabamos de señalar, no llegó a hacer correr la sangre, y sólo dio lugar a una
simple broma. Para poder contarla con detalle vamos a abusar unos minutos de la
paciencia de nuestros lectores.
El
señor de Raneville, de unos cincuenta años de edad, poseía uno de esos caracteres
flemáticos que no dejan de tener cierto encanto. Se reía poco, pero hacía reír mucho
a los demás, y tanto por sus rasgos de mordaz ingenio como por la frialdad con que
los deslizaba, sabía encontrar a menudo, bien sólo con su silencio o bien con las
graciosas expresiones de su taciturna fisonomía, la clave del secreto para divertir
a las tertulias a las que era invitado, mejor cien veces que esos plúmbeos charlatanes,
pesados y monótonos, que siempre están dispuestos a contar una historia de la que
ya se están riendo una hora antes de empezar y que no son ni siquiera tan afortunados
como para entretener a quienes les escuchaban. Desempeñaba un cargo bastante lucrativo
de recaudador de impuestos, y para consolarse de un funesto matrimonio que antaño
había contraído en Orleáns, tras dejar allí a su casquivana esposa, se dedicaba
a gastar tranquilamente en París veinte o veinticinco mil libras de renta con una
bellísima mujer a la que mantenían él y otros amigos tan generosos como él.
La
amante del señor de Raneville no era precisamente una muchacha, era una mujer casada
y por eso mismo mucho mas atractiva, pues, por mucho que se diga, esa pizca de sal
del adulterio aporta insospechados alicientes al placer. Era muy hermosa, tenía
treinta años y el más bonito cuerpo imaginable. Separada de un marido molesto y
anodino, había venido de provincias a buscar fortuna en París, y no había tardado
mucho en encontrarla. Raneville, libertino por naturaleza, siempre al acecho de
cualquier bocado apetitoso, no había dejado que éste se le escapara, y desde hacía
tres años, a base de un trato inteligente, de derroches de ingenio y de dinero hacía
olvidar a la joven en cuestión todos los pesares que el himeneo había sembrado anteriormente
en su camino. Como los dos habían tenido la misma suerte, se consolaban juntos y
podían comprobar esa gran verdad que, sin embargo, a nadie le sirve de escarmiento:
la de que hay tantos matrimonios fracasados y, por consiguiente, tanta desdicha
en el mundo porque unos padres avaros o imbéciles prefieren unir fortunas en vez
de unir caracteres, pues, como decía Raneville a menudo a su amante, no cabe la
menor duda de que si el destino nos hubiera unido a ambos en vez de entregaros a
vos a un marido tiránico y ridículo y a mí a una desvergonzada, en lugar de haber
estado recogiendo espinas durante tanto tiempo, rosas hubieran crecido bajo nuestros
pies.
Un
asunto sin importancia, que no vale la pena mencionar, condujo cierto día a Raneville
a ese poblado cenagoso y malsano llamado Versalles, donde unos reyes que deberían
ser objeto de adoración en su propia capital parecen rehuir la presencia de los
súbditos que les anhelan, a donde la ambición, la venganza y la soberbia conducen
día tras día a multitud de desdichados que, devorados por el hastío, van a ofrecer
sacrificios al ídolo del día, donde la flor de la nobleza francesa, que tan importante
papel podría desempeñar en sus posesiones, consiente en ir a humillarse en antecámaras,
hacer la corte de manera ruin a los suizos de la puerta o mendigar humildemente
una cena, peor que la suya propia, en casa de uno de esos individuos a los que la
fortuna saca por un instante de las brumas del olvido para sumirlos de nuevo en
él poco después.
Terminadas
sus gestiones, el señor de Raneville monta de nuevo en uno de esos coches a los
que llaman “orinales” y en su interior se encuentra por pura casualidad con un tal
señor Dutour, hombre muy parlanchín, muy gordo, muy pesado y bromista sempiterno,
empleado como el señor de Raneville en el departamento de recaudación de impuestos,
pero en Orleáns, su tierra, que, como acabamos de decir, era igualmente la del señor
de Raneville. Empiezan a charlar y Raneville, que, siempre lacónico, no revela su
identidad, ya conoce el nombre, los apellidos, el lugar de nacimiento y los negocios
de su compañero de viaje antes de haber pronunciado una sola palabra. Tras estos
detalles, el señor Dutour pasa a los de las relaciones personales.
–¿Habéis
estado en Orleáns, verdad, señor? –le pregunta Dutour–. Creo que me lo acabáis de
decir.
–Pasé
unos meses allí, pero hace ya tiempo.
–Y,
¿conocisteis, os pregunto, a una tal señora de Raneville, una de las mayores p…
que hayan vivido nunca en Orleáns?
–¿La
señora de Raneville? ¿Una mujer bastante atractiva?
–La
misma.
–Sí,
la conocí.
–Muy
bien, pues os diré confidencialmente que yo pasé con ella unos tres días, así de
sencillo. Si hay un marido cornudo puede decirse sin la menor duda que es ese pobre
de Raneville.
–Y
a él, ¿le conocéis?
–No,
en absoluto. Es un tipo despreciable que, según dicen, se dedica a arruinarse en
París con rameras y con libertinos como él.
–Nada
puedo contestaros a eso, no le conozco, pero compadezco a los maridos cornudos,
¿no lo seréis vos por casualidad, caballero?
–¿Cuál
de las dos cosas: cornudo o marido?
–Cualquiera
de las dos; ese tipo de cosas van tan unidas hoy en día que, en verdad, es muy difícil
apreciar la diferencia.
–Yo
estuve casado, señor. Tuve la desgracia de casarme con una mujer que nunca se llevó
bien conmigo, como tampoco a mí me agradaba su carácter. Nos separarnos amistosamente;
ella quiso venir a París para compartir la soledad de una pariente suya, religiosa
en el convento de Sainte–Acre, y vive en esa residencia desde donde me envía de
vez en vez alguna noticia suya, pero no la veo nunca.
–¿Es
que es devota?
–No,
quizá eso habría sido mejor.
–¡Ah!,
ya comprendo. ¿Y nunca habéis sentido curiosidad por enteraros de su salud, en estas
ocasiones en que vuestros asuntos os traen a París?
–Pues,
para ser sincero, no me gustan los conventos; amigo de la alegría, de la jovialidad,
hecho para todo tipo de placer y bien relacionado en sociedad, no me apetece pasar
seis meses de convalecencia por visitar una clausura.
–Pero
tratándose de una esposa…
–Es
una persona que puede resultar atractiva cuando se hace uso de ella, pero de la
que hay que saber alejarse sin vacilaciones cuando poderosas razones así nos lo
aconsejan.
–En
lo que decís hay cierto resentimiento.
–No,
en absoluto… hay filosofía… es la moda actual, el lenguaje de la razón, hay que
adoptarlo o pasar por tonto.
–Eso
hace pensar en algún defecto de vuestra mujer; contestadme esto: defecto de naturaleza,
de compatibilidad o de comportamiento.
–De
todo un poco… de todo un poco, caballero, pero dejémoslo, os lo ruego, y volvamos
a la querida señora de Raneville. Pardiez, no comprendo que hayáis estado en Orleáns
y no os hayáis divertido con esa criatura… todo el mundo lo hace.
–No
todo el mundo, pues veis que yo no estuve con ella. No me gustan las mujeres casadas.
–Y
si no es demasiada curiosidad, ¿puedo preguntaros en qué empleáis vuestro tiempo?
–En
primer lugar en mis negocios, y después en una criatura bastante atractiva con la
que voy a cenar de vez en vez.
–¿No
estáis casado, caballero?
–Sí,
lo estoy.
–¿Y
vuestra esposa?
–Vive
en provincias y allí la dejo como vos dejáis a la vuestra en Sainte–Acre.
–Casado,
señor, casado e incluso sois tal vez de la hermandad; contestadme, por favor.
–¿No
os he dicho ya que marido y cornudo son dos términos sinónimos? La relajación de
las costumbres, el lujo… hay tantas cosas que hacen caer a una mujer.
–Sí,
es muy cierto, caballero, es muy cierto. Contestáis como hombre enterado.
–No,
en absoluto. ¿Así que una mujer muy hermosa os consuela, señor, de la ausencia de
la esposa repudiada?
–Sí,
una mujer muy hermosa, en efecto, y quiero que la conozcáis.
–Señor,
es un honor excesivo.
–¡Oh!,
nada de cumplidos, caballero. Ya hemos llegado, os dejo libre esta noche para vuestros
asuntos, pero mañana os espero sin falta a cenar en esta dirección que aquí os doy.
Raneville
tiene buen cuidado de darle una falsa y en seguida avisa en su casa para que quien
vaya a buscarle preguntando por el nombre que ha dado pueda encontrarle con facilidad.
Al
día siguiente, el señor Dutour no falta a la cita, y como se habían tomado todas
las precauciones para que incluso con un nombre falso pudiera dar con Raneville
en su alejamiento, le encuentra sin dificultad. Tras los cumplidos de rigor, Dutour
da muestras de impaciencia al no ver todavía a la divinidad que espera.
–¡Hombre
impaciente! –le dice Raneville–, desde aquí puedo ver lo que buscan vuestros ojos…
Se os ha prometido una mujer hermosa y ya tenéis ganas de revolotear a su alrededor.
No me cabe la menor duda de que acostumbrado a deshonrar la frente de los maridos
de Orleáns os gustaría tratar del mismo modo a los amantes de París. Apuesto a que
os alegraría enormemente ponerme a la misma altura que a ese desdichado de Raneville,
de quien ayer me hablasteis en términos tan elogiosos.
Dutour
le contesta como hombre afortunado en amores, fatuo y, por tanto, necio. La conversación
se anima un momento y Raneville coge entonces de la mano a su amigo:
–Venid
–le dice–, hombre implacable; pasad al templo donde os espera la divinidad.
Con
estas palabras le hacen entrar en un voluptuoso gabinete donde la amante de Raneville;
que ha sido aleccionada para la broma y está al tanto de todo, se hallaba con la
más elegante indumentaria, pero tapada con un velo, sobre la otomana de terciopelo.
Nada ocultaba la elegancia y la hermosura de su figura; su rostro era lo único que
no se podía ver.
–Una
mujer hermosísima, sin lugar a dudas; pero, ¿por qué privarme del placer de poder
admirar sus facciones? ¿Es este, acaso, el serrallo del gran Turco?
–No,
de eso ni una sola palabra, es una cuestión de pudor.
–¿Cómo
que de pudor?
–Así
es. ¿Pensáis que yo iba a contentarme con enseñaros únicamente la figura o el vestido
de mi amante? ¿Acaso sería completo mi triunfo si no os pudiera convencer, levantando
todos esos velos, de hasta qué punto soy dichoso poseyendo encantos tales? Pero
como esta joven es extraordinariamente recatada se ruborizaría con todos esos detalles.
Ha dicho que sí a todo, pero con la condición expresa de permanecer cubierta con
un velo. Ya sabéis, señor Dutour, cómo es el pudor y la delicadeza de las mujeres;
a un hombre a la moda como vos no tiene uno que enseñarle ese tipo de cosas.
–Entonces,
por piedad, ¿vais a dejar que la vea?
–Por
completo, ya os lo he dicho, nadie es menos celoso que yo; los placeres que se saborean
a solas me resultan insípidos, sólo si puedo compartirlos me siento dichoso.
Y
para hacer honor a sus máximas, Raneville empieza por levantar un pañuelo de gasa
que al instante deja al descubierto el más hermoso seno que se pueda contemplar…
Dutour comienza a excitarse
–Y
bien –pregunta Raneville–, ¿qué os parece esto?
–Que
son los encantos de la mismísima Venus.
–Veis
cómo unos pechos tan blancos y tan firmes están hechos para despertar la pasión…
tocad, tocad, amigo mío, a veces la vista puede engañarnos, mi opinión en lo que
se refiere al placer es que hay que emplear todos los sentidos.
Dutour
acerca una mano temblorosa y acaricia extasiado el seno más hermoso del mundo y
sigue sin dar crédito a la insólita complacencia de su amigo.
–Ahora
más abajo –dice Raneville recogiendo hasta la cintura una falda de vaporoso tafetán,
sin que nada se oponga a esta incursión–. Y bien, ¿qué decís de estos muslos? ¿Creéis
que el templo del amor puede estar sostenido por columnas más hermosas?
Y
Datour sigue acariciando todo lo que Raneville va dejando al descubierto.
–¡Ah!,
bribón, ya sé lo que pensáis –prosigue el complaciente amigo–, ese delicado templo
que las mismas Gracias han cubierto con un suave musgo… ardéis en deseos de entreabrirlo,
¿verdad? Qué digo, de besarlo, lo apuesto.
Y
Dutour cegado… balbuciente… sólo contestaba con la violencia de las sensaciones
que se reflejaban en sus ojos; le da ánimos… sus dedos libertinos acarician los
pórticos del templo que la voluptuosidad ofrece a sus deseos: da el beso divino
que le han permitido y lo saborea durante un largo rato.
–Amigo
mío –exclama–, ya no puedo más. O me arrojáis de vuestra casa o dejadme que siga
adelante.
–¿Cómo
adelante? ¿Y a dónde diablos queréis llegar si se puede saber?
–Ay,
cielos, no me comprendéis, me siento ebrio de amor, ya no puedo contenerme por más
tiempo.
–¿Y
si esta mujer es fea?
–Es
imposible que lo sea con encantos tan sublimes.
–Si
es…
–Que
sea lo que quiera, os lo repito, querido amigo, ya no puedo resistir más.
–Entonces
adelante, temible amigo, adelante, apagad vuestra sed ya que os es imprescindible.
¿Me estaréis agradecido al menos por mi liberalidad?
–¡Ah!,
infinitamente, no lo dudéis.
Y
Dutour apartaba suavemente a su amigo con la mano como para insinuarle que le dejara
a solas con aquella mujer.
–¡Oh!,
¿que os deje? No, no puedo –contesta Raneville–. ¿Tan escrupuloso sois que no podéis
hacerlo en mi presencia? Entre hombres no se hace caso de ese tipo de cosas. Además,
esas son mis condiciones: o delante de mí o nada.
–Aunque
tuviera que ser delante del diablo –contesta Dutour no pudiendo contenerse por más
tiempo y precipitándose al santuario en que va a quemar su incienso–; ya que así
lo queréis, acepto cualquier cosa …
–Y
bien –le pregunta Raneville flemáticamente–, ¿habéis sido engañado por las apariencias?;
las delicias que tales encantos os prometían, ¿son reales o ilusorias…? ¡Ah!, nunca,
nunca he visto nada tan voluptuoso.
–Pero
ese maldito velo, amigo mío, ese pérfido velo, ¿no me dejaréis que lo levante?
–Sí,
desde luego… en el último momento, en ese momento tan sublime en que todos nuestros
sentidos son seducidos por la embriaguez de los dioses, embriaguez que nos hace
sentirnos tan dichosos como ellos y, a menudo, incluso superiores. La sorpresa hará
más intenso vuestro éxtasis: al placer de gozar de la mismísima Venus añadiréis
la inexpresable delicia de contemplar los rasgos de Flora y, todo a un tiempo para
colmar vuestra dicha, os sumergiréis así mucho mejor en ese océano de placer en
el que el hombre sabe encontrar tan dulcemente el consuelo de su existencia… Me
haréis una señal…
–¡Oh!,
ya lo estáis viendo –responde Dutour–, me estoy acercando a ese momento.
–Sí,
ya lo veo, estáis excitado.
–Excitado
hasta tal punto… ¡Oh!, amigo mío, estoy llegando a ese instante sublime; arrancad,
arrancad esos velos para que pueda contemplar el mismísimo cielo.
–Ya
está –contesta Raneville retirando la gasa–, pero tened cuidado no vaya a ser que
al lado de ese paraíso esté el infierno.
–¡Oh,
cielos! –exclama Dutour al reconocer a su mujer–, pero cómo… sois vos, señora… caballero,
esta pesada broma… mereceríais… esta infame…
–Un
momento, hombre fogoso, un momento, vos sois quien os merecéis cualquier cosa. Aprended,
amigo mío, que hay que ser algo más circunspecto con la gente a la que no se conoce
de lo que ayer fuisteis conmigo. Ese desdichado Raneville a quien tan mal habéis
tratado en Orleáns… soy yo, señor; pero podéis ver cómo os lo devuelvo en París;
por lo demás habéis hecho más progresos de los que creéis, pensabais que yo era
el único que tenía cuernos y os los acabáis de poner vos mismo.
Dutour
entendió la lección, tendió la mano a su amigo y reconoció que había recibido lo
que se merecía.
–Pero
esta pérfida…
–Y
bien, ¿no hace lo mismo que vos? ¿Cuál es esa bárbara ley que encadena a ese sexo
de forma tan inhumana dándonos a nosotros toda la libertad? ¿Es eso equitativo?
¿Y con qué derecho de la naturaleza vais a encerrara vuestra mujer en Sainte–Acre
mientras os dedicáis en París o en Orleáns a poner los cuernos a otros maridos?
Amigo mío, eso no es justo; esta adorable criatura, cuyo valor no supisteis apreciar,
vino también en busca de otras conquistas. Hizo muy bien y se encontró conmigo;
yo la hago feliz, haced vos que lo sea la señora de Raneville, lo acepto, vivamos
felices los cuatro y que haya víctimas del destino, pero no de los hombres.
Dutour
reconoció que su amigo tenía razón, pero por una inconcebible fatalidad se sintió
entonces perdidamente enamorado de su esposa; Raneville, a pesar de su causticidad,
era demasiado generoso de corazón para resistir a las súplicas de Dutour para que
le permitiera volver junto a su mujer. La joven se mostró conforme y este desenlace
singular proporcionó un ejemplo inestimable de los designios del destino y de los
caprichos del amor.
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