Franz Kafka
Aquellos, yo soy uno de
ellos, que ya encuentran repulsivo un pequeño y simple topo, hubieran muerto de
repugnancia si hubieran visto al topo gigantesco que se observó hace un año en las
cercanías de un pequeño pueblo, el cual llegó a alcanzar por ese motivo cierta notoriedad
pasajera. Ahora, sin embargo, hace ya mucho tiempo que ese pueblo pasó al olvido
y comparte, así, la vida oscura de aquella aparición, que quedó sin explicar y que
nadie, tampoco, se empeñó en aclarar. Como consecuencia, pues, de la negligencia
de aquellos círculos obligados a preocuparse del asunto, que se esforzaron, sin
embargo, por atender a otras cosas menudas, aquel fenómeno se olvidó sin que se
realizara una investigación minuciosa. Que el pueblo quede muy apartado del ferrocarril,
no se puede aducir como disculpa; mucha gente vino desde muy lejos por mera curiosidad,
algunos vinieron hasta del extranjero, solo aquellos que deberían haber mostrado
algo más que simple curiosidad, no aparecieron. Si personas llanas, cuyo horario
laboral apenas les deja un respiro, no se hubieran hecho cargo desinteresadamente
del asunto, el rumor de la aparición apenas habría salido de la comarca. Así pues,
el rumor, en otras circunstancias imparable, en este caso se extendió con bastante
lentitud, y si no se le hubiera dado un buen impulso, no se habría extendido como
lo hizo. Pero ése tampoco constituía ningún motivo para no ocuparse del asunto,
todo lo contrario, esa aparición se tendría que haber investigado. En vez de hacerlo,
se confió al viejo maestro rural el tratamiento por escrito del caso, quien, ciertamente,
es un hombre distinguido en su profesión, pero cuyas capacidades, así como preparación,
no le posibilitan suministrar una descripción fundamentada y útil, por no hablar
de una explicación. El breve escrito fue impreso y vendido a los visitantes del
pueblo, encontrando cierto reconocimiento, pero el maestro era lo suficientemente
inteligente para saber que sus esfuerzos aislados, sin apoyo de nadie, en el fondo
no tenían valor ninguno. Si él, no obstante, perseveró y decidió consagrar su vida
a aquel suceso, empeño que, por su naturaleza, se fue haciendo año tras año más
desesperado, eso solo demuestra, por una parte, lo grande que era la fascinación
ejercida por la aparición y, por otra, qué resistencia, fidelidad y convencimiento
se pueden encontrar en un viejo e ignorado maestro rural. Que él padeció gravemente
por la actitud negativa de las personalidades más influyentes, es algo que queda
demostrado por el breve epílogo que añadió a su escrito, si bien lo incorporó años
después, esto es, en un tiempo en el que ya apenas nadie recordaba de qué se trataba.
En el mencionado epílogo formula quejas convincentes, quizá no con mucha habilidad
pero sí con sinceridad, sobre la falta de comprensión mostrada por aquellas personas
en las que esta comprensión, como mínimo, se debía presuponer. De esa gente dice
con acierto: “No yo, sino ellos hablan como viejos maestros rurales”. Y cita, entre
otros, a un erudito con el que habló sobre su investigación. El nombre del erudito,
sin embargo, no se menciona, pero se puede adivinar su identidad gracias a distintos
pormenores. Después de que el maestro hubo superado grandes dificultades para ser
recibido por el erudito, pues tuvo que solicitar la entrevista semanas antes, notó
ya en el momento de saludarse que éste tenía un prejuicio insuperable en lo referente
a su asunto. La distracción con que escuchó el largo informe del maestro, emitido
en base a su escrito, quedó patente en la indicación realizada después de un aparente
momento de meditación:
–Cierto,
hay distintos topos, grandes y pequeños. En su comarca, la tierra es especialmente
negra y pesada. Bien, por eso ofrece a los topos una alimentación rica en grasas
y adquieren, así, un gran tamaño.
–Pero
no tan grandes –exclamó el maestro y midió, exagerando por la rabia, dos metros
en la pared.
–Oh,
sí –respondió el erudito, al que todo le parecía bastante cómico–. ¿Por qué no?
Con
esa información regresó el maestro al pueblo. Cuenta cómo su mujer y sus seis hijos
lo recibieron por la noche, en la carretera, en plena nevada, y cómo les tuvo que
confesar el fracaso definitivo de sus esperanzas.
Cuando
leí acerca del comportamiento del erudito frente al maestro, aún no conocía el escrito
de este último. No obstante, me decidí de inmediato a reunir todo lo que pudiera
averiguar sobre el caso y a ordenarlo. Ya que no me podía enfrentar al erudito,
mi escrito, al menos, debía defender al maestro o, mejor expresado, no tanto al
maestro como a la buena intención de un hombre honrado pero sin influencias. Reconozco
que después lamenté mi decisión, pues sentí que la ejecución de mi plan me tenía
que llevar a una situación singular. Por una parte, mi influencia no era tan importante
como para poner al erudito o a la opinión pública a favor del maestro; por otra
parte, el maestro tenía que advertir que a mí su intención principal, la demostración
de la aparición del gran topo, me importaba muy poco en comparación con la defensa
de su honradez, que a él, naturalmente, le parecía que no necesitaba defensa alguna.
Por consiguiente, sucedió que yo, que me quería unir al maestro, no encontré ninguna
comprensión en él y, probablemente, en vez de ayudar, hubiera necesitado, a mi vez,
de un nuevo ayudante, cuya aparición, por lo demás, era más que improbable. Además,
con mi decisión me impuse un arduo trabajo. Si quería convencer, no podía remitirme
al maestro, al que le había sido imposible convencer. El conocimiento de su escrito
solo me hubiera desconcertado, así que evité leerlo antes de terminar mi propio
trabajo. Ni siquiera me puse en contacto con el maestro. Aunque él, a través de
intermediarios, conoció mis investigaciones, no supo si trabajaba en su mismo sentido
o contra él. Bueno, probablemente suponía lo último, aunque lo negara más tarde,
pues dispongo de pruebas de que puso obstáculos en mi camino. Eso lo podía hacer
con gran facilidad, ya que me veía obligado a emprender todas las investigaciones
que él ya había realizado, así que siempre se podía anticipar a mis acciones. Ése
constituye, por lo demás, el único reproche que se le puede hacer a mi método de
trabajo, un reproche inevitable, por añadidura, que, sin embargo, merced a mi precaución,
rayana en la abnegación, pude debilitar en gran parte a la hora de escribir las
conclusiones. En lo demás, mi escrito estaba completamente libre de la influencia
del maestro, quizás en este punto demostré demasiados escrúpulos; daba la impresión
de que nadie había investigado hasta el momento el caso, como si yo hubiera sido
el primero en interrogar a los testigos oculares y auriculares, el primero en ordenar
sucesivamente los datos, el primero en sacar conclusiones. Posteriormente, cuando
leí el escrito del maestro –tenía un título bastante prolijo: “Un topo tan grande
como no se ha visto nunca”–, hallé que, efectivamente, había puntos esenciales en
los que no coincidíamos, si bien ambos creíamos haber demostrado el aspecto esencial,
es decir la existencia del topo. No obstante, aquellas diferencias de opinión impidieron
el origen de una relación amistosa con el maestro, que yo, a pesar de todo, había
esperado. Se puede decir que se desarrolló cierta hostilidad por su parte. Siempre
permaneció, ciertamente, modesto y humilde frente a mí, pero cuanto más acentuaba
esa actitud, con mayor claridad dejaba traslucir su estado de ánimo real. Era de
la opinión de que yo le había dañado a él y había perjudicado a la causa, de que
mi creencia de que le había utilizado o podido utilizar, era, en el mejor de los
casos, simpleza, aunque probablemente fuese arrogancia o perfidia. Ante todo hacía
hincapié con frecuencia en que sus enemigos hasta ese momento no habían mostrado
públicamente su hostilidad, como mucho a solas con él o solo oralmente, mientras
que yo había creído necesario imprimir en seguida toda mi exposición. Además, los
pocos adversarios que se habían ocupado del asunto, si bien superficialmente, habían
escuchado, al menos, la opinión del maestro, es decir la opinión más importante,
antes de haberse manifestado; sin embargo, según él, yo había sacado mis propias
conclusiones de datos reunidos sin sistema y, en parte, mal interpretados, que aunque
fueran correctos en lo principal tendrían que dar una impresión de inverosimilitud,
tanto a la masa como a la gente instruida. Y el más leve atisbo de inverosimilitud
era lo peor que aquí podía ocurrir. Me hubiera sido fácil contestar a todos esos
reproches, formulados de un modo encubierto –por ejemplo, era precisamente su escrito
el que representaba el colmo de la inverosimilitud–, sin embargo parecía menos fácil
contrarrestar otra de sus sospechas, y éste fue el motivo por el que mi actitud
frente a él fue muy comedida. Él creía en secreto que le había querido quitar la
gloria de ser el primer defensor del topo. Bueno, no creo que existiera ninguna
gloria referida a su persona, sino más bien cierta notoriedad ridícula, limitada
a un círculo cada vez más pequeño al que, con toda seguridad, no quería sumarme.
Además, en la introducción a mi escrito había declarado expresamente que el maestro
debía considerarse el descubridor del topo para todos los tiempos –en ningún caso
había sido el descubridor– y que solo la simpatía por el destino del maestro me
había impulsado a redactar el escrito. “El objetivo de este escrito es –así concluía
con exagerado patetismo, pero conforme a la excitación que sentía en aquel momento–
ayudar a que la exposición del maestro disfrute de una merecida difusión. Si lo
lograra, mi nombre, implicado fugaz y superficialmente en este asunto, deberá ser
borrado inmediatamente del mismo”. Rechazaba, por tanto, todo protagonismo en la
cuestión. Era como si hubiera previsto el increíble reproche del maestro. No obstante,
precisamente ahí encontró el asidero contra mí, y no voy a negar que no existía
ni el más ligero atisbo de justificación en lo que decía, o mejor, en lo que indicaba,
pues me llamó la atención varias veces que mostraba frente a mí más sagacidad que
en su escrito. En concreto afirmaba que mi introducción era ambigua. Si realmente
lo que me importaba era difundir su escrito, ¿por qué no me ocupaba exclusivamente
del autor y de su pequeña obra? ¿Por qué no mostraba sus méritos, su irrefutabilidad?
¿Por qué no me limitaba a destacar la importancia de su descubrimiento y a comentarlo?
¿Por qué me inmiscuía en su descubrimiento ignorando por completo su escrito? ¿Acaso
quedaba algo por hacer en este campo? Si yo, sin embargo, creía realmente que podía
repetir el descubrimiento, ¿por qué me apartaba con tanta solemnidad de éste en
la introducción? Eso podría haber sido falsa modestia, pero era algo enojoso. Había
desvalorizado el descubrimiento, había llamado la atención sobre él con la exclusiva
intención de desvalorizarlo, lo había investigado y dejado a un lado, quizá se había
hecho un poco el silencio en torno al asunto, yo había vuelto a hacer ruido, pero
al mismo tiempo había hecho la situación del maestro más difícil de lo que nunca
había sido. ¿Qué significaba, pues, para el maestro la defensa de su honradez? A
él solo le importaba el asunto, solo el asunto. Sin embargo, yo lo había traicionado
porque no había entendido el asunto, porque no lo valoraba correctamente, porque
no tenía el más mínimo sentido para él, se elevaba por los cielos, mucho más allá
de los límites de mi razón. Estaba sentado ante mí y me miraba tranquilo con su
rostro arrugado y, sin embargo, ésa era su opinión. Pero no era cierto que solo
le importase el asunto, él era muy ambicioso y quería también ganar dinero, lo que,
considerando su numerosa familia, era muy comprensible, no obstante le parecía mi
interés en el asunto comparativamente tan pobre, que creía poder caracterizarlo
como altruista sin decir algo muy apartado de la verdad. Y ni siquiera servía para
mi satisfacción personal cuando me decía a mí mismo que los reproches de ese hombre
solo procedían, en el fondo, de que en cierta manera sujetaba a su topo con ambas
manos y a cualquiera que se quería acercar con los dedos lo llamaba traidor. Tampoco
era así, su comportamiento no se podía explicar como avaricia o, al menos, solo
como avaricia, más bien cobraba sentido como la inquina que habían despertado en
él sus grandes esfuerzos y su completo fracaso. Pero tampoco la inquina lo explicaba
todo. Quizás era realmente muy pobre mi interés en el asunto; el maestro estaba
acostumbrado al desinterés de los extraños, padecía por ello en general, pero no
en particular, sin embargo había encontrado finalmente a alguien que aceptó el asunto
de manera extraordinaria y, precisamente esa persona, no comprendió el asunto. Impulsado
en esa dirección no quise negarlo. No soy un zoólogo, quizá me hubiera apasionado
con el caso si yo mismo lo hubiera descubierto, pero no lo había hecho. Un topo
tan enorme es, ciertamente, una rareza, pero tampoco se puede reclamar de forma
duradera la atención del mundo sobre ello, especialmente cuando la existencia del
topo no ha sido demostrada de un modo irrefutable y tampoco se le puede presentar
ante todos. Y debo reconocer que, aunque yo mismo lo hubiera descubierto, probablemente
no habría defendido tanto la causa del topo como lo hice de buena gana y voluntariamente
con el maestro.
Con
toda probabilidad la disensión entre el maestro y yo se hubiera desvanecido si mi
escrito hubiera tenido éxito. Pero precisamente ese éxito no se produjo. Tal vez
no era bueno, no era lo suficientemente convincente, yo soy comerciante, la redacción
de un escrito semejante supera, quizá, mis límites con mucha más claridad que los
del maestro, aunque, ciertamente, yo rebasaba al maestro en mucho respecto a los
conocimientos necesarios para el caso. El fracaso también podía interpretarse de
otro modo: la aparición del escrito se produjo en un momento desfavorable. El descubrimiento
del topo, que no se había podido imponer, no quedaba tan lejano en el tiempo para
que se hubiera olvidado del todo y mi escrito causara una sorpresa; por otra parte,
había transcurrido el tiempo suficiente para haberse agotado el pobre interés suscitado
en el momento inicial. Los pocos que pensaron algo acerca de mi escrito se dijeron
con una suerte de desconsuelo, sentimiento dominante desde hacía años en esta discusión,
que ahora comenzarían los esfuerzos inútiles sobre ese aburrido asunto, y algunos
llegaron a confundir mi escrito con el del maestro. En una revista agrícola importante
se podía leer el siguiente comentario, felizmente al final y con letra pequeña:
“El escrito sobre el topo gigante nos ha sido remitido de nuevo. Recordamos cuando,
hace años, reímos de buena gana al recibirlo. Desde aquellos tiempos no se ha tornado
más inteligente, ni nosotros más tontos. No podemos simplemente reírnos por segunda
vez. Al contrario, hemos preguntado a nuestras asociaciones de maestros si un maestro
rural no puede encontrar un trabajo más útil que el de perseguir topos gigantes”.
¡Una confusión imperdonable! No habían leído ni el primero ni el segundo de los
escritos, y dos términos infelices, cogidos al vuelo con las prisas, “topo gigante”
y “maestro rural”, bastaron a aquellos señores para presentarse en escena como los
representantes de reconocidos intereses. Se podía haber emprendido algo con éxito
contra esa actitud, pero la falta de entendimiento con el maestro me retuvo. Intenté,
sin embargo, ocultarle la revista todo el tiempo que fue posible, pero la descubrió
muy pronto. Lo reconocí por un comentario en una de sus cartas, en la que me anunciaba
su visita en Navidad. Escribía: “El mundo es malo y encima se lo facilitamos”, con
lo que quería decir que yo pertenezco al mundo malo, pero que no quedo satisfecho
con esa maldad intrínseca, sino que encima se lo pongo fácil al mundo, es decir
que mi actividad se dirige a sacar la maldad general y a ayudarla a vencer. Bien,
entonces tomé las decisiones pertinentes, podía esperar tranquilamente y mirar también
con toda tranquilidad cómo llegaba, cómo saludaba, por cierto con menos cortesía
que otras veces, cómo se sentaba frente a mí en silencio y sacaba la revista cuidadosamente
del bolsillo de su peculiar chaqueta enguatada y la abría ante mí.
–La
conozco –dije yo, y rechacé la revista sin haberla leído.
–La
conoce –dijo suspirando. Tenía la vieja costumbre de los maestros de repetir las
respuestas extrañas–. No aceptaré esto, naturalmente, sin defenderme –siguió, y
tamborileó con los dedos en la revista mientras me miraba fijamente, como si yo
fuera de una opinión contraria. Tenía una idea de lo que yo quería decir; creí notar,
menos por sus palabras que por determinados gestos, que poseía a menudo cierto instinto
correcto para mis intenciones, pero no se dejaba guiar por él y se desviaba. Lo
que le dije entonces, lo puedo repetir literalmente, ya que lo anoté poco después
de nuestra entrevista: “Haga lo que quiera –dije–, nuestros caminos se separan a
partir de hoy. Creo que esto no constituirá ninguna sorpresa para usted y que tampoco
será inoportuno. La noticia aparecida en la revista no es el origen de mi decisión,
solo la ha afianzado y hecho definitiva. El motivo real es que en un principio creí
que podría serle útil con mi intervención, pero ahora me doy cuenta de que le he
perjudicado en todos los aspectos. Cómo ha sido esto posible, no lo sé, las causas
del éxito y del fracaso son siempre múltiples, no escoja solo aquellas interpretaciones
que hablan contra mí. Piense en usted, también usted tenía las mejores intenciones
y fracasó, si consideramos los resultados finales. No hablo en broma, en realidad
me echo a mí la culpa cuando digo que incluso el contacto conmigo cuenta, por desgracia,
entre sus fracasos. Si ahora me aparto del asunto, no es ni por cobardía ni por
traición. No lo hago sin realizar un gran esfuerzo; el respeto que le tengo a su
persona se puede deducir de mi escrito, en cierta manera usted se ha convertido
en mi maestro y el topo casi llegó a serme simpático. No obstante, me retiro, usted
es el descubridor y, cualquiera que sea la manera en que me ocupe del asunto, siempre
constituiría un impedimento para que la posible gloria recayese en usted, al menos
mientras yo atraiga el fracaso y se lo traspase a usted. Ésa es también su opinión.
Ya he dicho bastante. La única penitencia que puedo asumir es pedirle perdón y,
si usted lo requiere, repetiré esta confesión públicamente, por ejemplo en esa revista”.
Éstas fueron mis palabras, no fueron del todo sinceras, pero lo sincero de ellas
era fácil de deducir. Él lo tomó aproximadamente como yo había esperado. La mayoría
de los ancianos tiene frente a los jóvenes algo fraudulento, algo mentiroso en su
ser, se puede seguir viviendo tranquilamente con ellos, se cree que la relación
es segura, se conocen las opiniones dominantes, se reciben una y otra vez confirmaciones
de la paz, se tiene todo como evidente, pero, repentinamente, cuando ocurre algo
decisivo que puede afectar a la tranquilidad alcanzada, entonces esas personas mayores
se alzan como extraños, poseen opiniones profundas y fuertes, despliegan su bandera
por vez primera y en ella se puede leer con horror su nuevo lema. Este horror tiene
su origen en lo que ahora dicen, realmente mucho más justificado y lleno de sentido,
como si se produjera una intensificación de lo evidente que se torna en algo aún
más evidente. Lo insuperablemente falaz que hay en ello es, sin embargo, que lo
dicho ahora, en el fondo, siempre lo han dicho y que, no obstante, en general, no
se podía predecir. Tenía que haber penetrado mucho en aquel maestro de pueblo para
que no me sorprendiera del todo.
–Hijo
–respondió, y colocó su mano sobre la mía, acariciándola amigablemente–, ¿cómo llegaste
a involucrarte en este asunto? Cuando lo oí por primera vez, hablé con mi mujer
–se apartó de la mesa, extendió los brazos y miró al suelo, como si allí estuviera,
diminuta, su mujer y hablara con ella–. Tantos años, le dije, que luchamos solos,
y ahora parece que un gran mecenas sale en nuestra defensa, un comerciante de la
ciudad, de nombre tal y tal. Eso debería causarnos mucha alegría, ¿verdad? Un comerciante
de la ciudad no significa poco; si un labriego nos cree y lo dice, no nos puede
ayudar mucho, pues todo lo que hace un labriego es indecente, ya diga “el viejo
maestro rural tiene razón” o si se limita a escupir de un modo inadecuado, ambas
acciones tendrán el mismo efecto. Y si en vez de un labriego se alzan diez mil,
el efecto será, si ello es posible, mucho peor. Un comerciante de la ciudad es,
por el contrario, algo muy distinto, un hombre así tiene contactos, incluso lo que
dice incidentalmente corre entre círculos más amplios, nuevos mecenas admiten el
tema, por ejemplo uno de ellos dice: “También se puede aprender de maestros rurales”,
y al día siguiente lo comenta en voz baja una gran cantidad de gente, que, por su
aspecto, nadie lo podría imaginar. Entonces se comienzan a encontrar medios económicos
para el asunto, uno reúne, mientras otros le ponen el dinero en la mano; alguien
opina que se debería traer al maestro rural, así que vienen, no se preocupan de
su aspecto, lo ponen en el medio y, como la mujer y los hijos no se separan de él,
se los llevan también. ¿Has observado alguna vez a la gente de la ciudad? Cantan
continuamente. Si se junta una fila de ellos, se empieza a cantar desde la derecha
hacia la izquierda y luego al revés, y arriba y abajo. Y así, cantando, nos meterían
en el coche, sin ni siquiera dejamos tiempo para saludar con la cabeza. El señor
en el pescante se ajusta los quevedos, agita el látigo y partimos. Todos se despiden
del pueblo, como si todavía estuviéramos allí y no estuviéramos sentados entre ellos.
De la ciudad vienen algunos coches con personas impacientes a nuestro encuentro.
Cuando nos acercamos se levantan de sus asientos y se estiran para vernos. El que
ha reunido el dinero pone orden y pide tranquilidad. Al entrar en la ciudad nos
sigue una gran fila de coches. Habíamos creído que ya se había producido la bienvenida,
pero en realidad comenzaba frente a la casa de huéspedes. En la ciudad se puede
reunir mucha gente con una sola llamada. Y lo que le importa a uno, le importa también
al otro. Se desembarazan de las distintas opiniones y se ponen de acuerdo. No toda
esa gente puede seguir con el coche, esperan frente a la casa de huéspedes. Otros
podrían montar en el coche, pero no lo hacen por altivez. También éstos esperan.
Es incomprensible cómo el que ha reunido el dinero, mantiene una visión de conjunto
sobre todo.
Le
había escuchado con tranquilidad, más aún, durante su discurso me había ido tranquilizando
cada vez más. Sobre la mesa había acumulado todos los ejemplares que poseía de mi
escrito. Faltaban muy pocos, pues en los últimos tiempos había mandado una circular
solicitando que me devolvieran los ejemplares enviados, recibiendo la mayoría de
ellos. Desde muchas partes, sin embargo, me escribieron que no se acordaban de haber
recibido ese escrito y que, en el caso de que hubiera llegado, debía de haberse
perdido. También así estaba bien, en realidad no deseaba otra cosa. Solo uno me
pidió conservar el escrito como curiosidad y se obligaba, siguiendo el deseo expuesto
en la circular, a no mostrarlo a nadie en los próximos veinte años. El maestro rural
no había visto esa circular, así que me alegré de que sus palabras me facilitasen
el mostrársela. Lo pude hacer, además, sin preocuparme, ya que había sido muy cuidadoso
en su redacción y no había descuidado en ningún momento el interés del maestro rural
y de su asunto. Transcribo las frases principales: “No reclamo el reenvío del escrito
porque me haya distanciado de las opiniones allí defendidas o porque haya considerado
algunas partes como erróneas o indemostrables. Mi solicitud se fundamenta en motivos
personales apremiantes, de los que no se puede deducir ninguna conclusión referida
al tema que me ha ocupado; les pido que tengan esto en consideración y que, si está
en su mano, lo divulguen”.
Mantuve
un momento la circular oculta entre mis manos y dije:
–¿Quiere
hacerme reproches porque no ha salido como usted quería? ¿Por qué quiere hacer eso?
No nos amarguemos en nuestra despedida definitiva. E intente comprender de una vez
que usted hizo un descubrimiento, pero que este descubrimiento no ha superado a
todos los demás y que, como consecuencia de esto, la injusticia que se le hace tampoco
supera a todas las demás injusticias. No conozco los estatutos de las sociedades
científicas, pero no creo que le hubieran preparado una recepción que, en el mejor
de los casos, ni siquiera se aproximase a aquella que ha descrito a su mujer. Si
yo esperaba algo de mi escrito era, así lo creo, que quizá podría llamar la atención
de un profesor universitario, que éste podría encargar a uno de sus estudiantes
la investigación del asunto, que este estudiante le visitaría y examinaría “in situ”
nuestras pesquisas y, finalmente, que si el resultado le parecía digno de darse
a conocer –aquí hay que afirmar que todos los jóvenes estudiantes están llenos de
dudas–, publicaría un escrito propio, fundamentando científicamente lo que usted
había descrito. No obstante, aunque se hubiese cumplido esa esperanza, tampoco se
hubiera alcanzado mucho. La exposición de un estudiante, que había defendido un
caso tan extraño, podría ser ridiculizada. Usted puede comprobar con el ejemplo
de la revista agrícola lo fácil que eso puede resultar, y revistas científicas tienen,
en este sentido, menos contemplaciones. También es comprensible; los profesores
tienen mucha responsabilidad, ante sí mismos, ante la ciencia, ante la posteridad,
no pueden lanzarse de cabeza a todo nuevo descubrimiento. Nosotros, sin embargo,
estamos, comparativamente, en ventaja. Pero dejemos esto y aceptemos que el escrito
del estudiante se haya impuesto. ¿Qué ocurriría entonces? Su nombre sería mencionado
algunas veces con honor, tal vez habría prestado algún buen servicio a su gremio,
se habría dicho: “Nuestros maestros rurales tienen los ojos abiertos”, y esta revista,
si las revistas tuvieran memoria y conciencia, hubiera tenido que retractarse públicamente
y anunciar que se había encontrado a un profesor que obtendría una beca para usted;
es incluso posible que intentaran llevarle a la ciudad, conseguirle una plaza en
una escuela primaria y darle la oportunidad de seguir instruyéndose con los medios
científicos ofertados por la misma ciudad. Pero si quiere que sea sincero, debo
decir que solo lo hubieran intentado. Se le habría llamado, usted habría venido
y, además, como un vulgar pedigüeño, como los hay a cientos, sin recibimiento festivo,
habrían hablado con usted, habrían reconocido la honradez de su empresa, pero, al
mismo tiempo, habrían visto que usted es un hombre mayor, que a esas edades el inicio
de un estudio científico es pura ficción, que usted había llegado a su descubrimiento
más por casualidad que por un procedimiento sistemático y que, más allá de este
caso, no pretendería seguir trabajando. Por todos estos motivos le hubieran dejado
en el pueblo. Su descubrimiento se hubiera seguido estudiando, pues no es tan ínfimo
que una vez alcanzado el reconocimiento pudiera olvidarse. Pero usted no hubiera
sabido mucho más de él y lo que hubiera sabido, apenas lo habría entendido. Todo
descubrimiento se investiga del mismo modo en el conjunto de la ciencia y por eso
mismo, en cierta medida, deja de ser un descubrimiento, desembocando en la totalidad
y desvaneciéndose en ésta; después hay que tener un experimentado ojo científico
para reconocerlo. De inmediato quedará ligado a axiomas de cuya existencia jamás
habíamos oído hablar y, en la disputa científica, se elevará hasta las nubes llevado
por esos axiomas. ¿Cómo lo entenderemos? Si escuchamos una discusión semejante,
creemos, en principio, que trata del descubrimiento, pero en realidad se está ocupando
de cosas muy diferentes.
–Pues,
bien –dijo el maestro rural, cogió la pipa y empezó a rellenarla con el tabaco que
llevaba suelto por todos los bolsillos–. Se había apropiado voluntariamente del
ingrato asunto y ahora renuncia voluntariamente. Todo es correcto.
–No
soy testarudo –le dije–. ¿Quiere usted oponer alguna objeción a mi propuesta?
–No,
ninguna –dijo el maestro rural, cuya pipa ya humeaba.
Yo
no resistía el olor de su tabaco, así que me levanté y recorrí la habitación. Ya
estaba acostumbrado, por conversaciones anteriores, a que el maestro rural se mantuviera
muy silencioso, pero una vez que estaba allí no había manera de sacarle de la habitación.
Ya me había causado sorpresa la primera vez, pues parecía querer algo de mí, así
que pensé en ofrecerle dinero, que él aceptó a partir de ese momento con regularidad.
Pero irse, solo lo hacía cuando quería. Normalmente, después de haberse fumado la
pipa, se removía en el sillón, que, con cortesía y respeto, acercaba a la mesa,
cogía su bastón nudoso de la esquina, me estrechaba la mano con vehemencia y se
iba. Hoy, sin embargo, su silenciosa presencia me resulta onerosa. Cuando alguien
ofrece una despedida definitiva, como yo había hecho, que, además, es recibida con
aquiescencia por la otra parte, entonces se intentan ventilar los asuntos que quedan
pendientes con la mayor rapidez posible y no se impone al otro la carga de su presencia
muda e inútil. Si se miraba al pequeño y obstinado anciano por la espalda, cómo
estaba sentado a mi mesa, se podría creer que sería absolutamente imposible sacarlo
de la habitación.
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