José Echegaray
Perico era un pobre chicuelo
abandonado.
Jamás
se supo quiénes fueron sus padres. Como brotan en el campo espontáneamente las hierbas
y las flores, así al parecer, brotó Perico. Una hierba más en un talud, o en el
fondo de un foso, o en el surco de un campo. Primero, la hierbecilla; al cabo de
algún tiempo la flor silvestre.
Ni
nunca se supo tampoco quién le había recogido, ni quién cuidó de él en los primeros
años de su mísera existencia.
De
pronto, un día, una noche, no se sabe en qué momento apareció Perico en la pequeña
aldea que ha de servir de escenario a este sencillo cuento.
Pero
desde aquel día se le vio a Perico vagando o por las callejas de la aldea, o por
sus alrededores, o por los pequeños valles de la próxima montaña.
¿No
vagan a todas horas en las callejas o en los campos gallinas, cochinillos o perros?
Pues Perico fue uno más en la muchedumbre vagabunda.
Con
más libertad que esta turba de animales domésticos cada uno de los cuales tenía
su círculo, del cual no se atrevía a salir; pero con menos comodidad y menos regalo
que ellos, porque las gallinas, al llegar la noche, volvían a su gallinero, a su
cubil los cerdos, y aun los perros tenían amos, y en las casas de sus amos se albergaban
por la noche, encontrando calor en el hogar y algún hueso que roer bajo la rústica
mesa.
Perico
ni tenía gallinero, ni cubil, aunque a veces en alguno se deslizaba a escondidas:
ni casa, ni hogar, ni hueso que roer tampoco.
Andaba
por donde quería: por las que llamaremos calles de la aldea, jugando con otros chicos;
por el campo, robando patatas, o berzas, o frutas, o lo que la estación daba de
sí. Por el monte, trepando a los árboles para coger nidos, o durmiendo a su sombra.
En cambio, por la noche nunca tenía donde dormir a cubierto.
Cada
noche era en un hueco distinto: poquísimas veces con techumbre; techumbre, la del
cielo. Podía ponerse en pie sin peligro de tropezar con el techo, porque la próvida
Naturaleza había tomado mal las medidas. Para un cuerpo tan pequeño había puesto
el techo muy alto. ¡Bien es cierto que, en ocasiones, ya que la cabeza de Perico
no tropezase con el techo, el techo venía a tropezar con él, desplomándose en forma
de nieve, de pedrisco o de aguacero!
Pero,
en fin, Perico iba viviendo, y a veces alegre. Por ejemplo cuando se trataba de
comer moras y luego se miraba en el cristal de una fuente y se veía todo el hocico
y aun toda la cara pintados de negro.
Y
en el verano había muchos días que no eran malos. Lo malo era el invierno. El invierno
no se ha hecho ni para los viejos ni para los niños. A los niños les roba el calor
y les mata, porque son tan débiles que no tienen fuerza para defenderse. A los viejos
les acaba de helar.
Así
pasaron unos cuantos años, y llegó un invierno más: y llegó la víspera de Nochebuena.
En
días tales, Perico escogía la aldea de preferencia al campo; porque la aldea era
más alegre en la Navidad, y los vecinos se regalaban más que en otros días del año,
y algunas sobras llegaban a Perico.
Día
de Pascua hubo en que llegó a él el caparazón de un pavo con media pechuga, milagro
patente que Perico no olvido jamás. Ni conquistador sueña más con sus conquistas
cuando las ha perdido, ni rey sueña más con su corona cuando anda desterrado de
sus reinos, ni doncella enamorada sueña más con sus amores el día del desengaño,
que soñó Perico un año entero con el caparazón y la pechuga del gallo. De una ventana
lo vio caer, resto de la cena espléndida de algún rico; y le pareció que era el
ave entera que hacia él dirigía su vuelo, y más que pavo, ángel de la esfera celeste.
Por eso le tenía Perico tanta afición a la Nochebuena, y ya desde la víspera andaba
rondando por las callejuelas de la aldea y mirando a las ventanas.
Y
mirando a las ventanas de arriba, y cansado de mirarlas, miró hacia abajo; y por
una ventana baja, muy grande, y abierta de par en par, vio que unos chicos estaban
preparando un Nacimiento. Era la casa de uno de los más ricos de aquella pequeña
aldea, que ricos hay aun entre los pobres, del modo que hay muchos pobres alrededor
de los ricos.
Y
el rico había cedido un cuarto bajo a sus hijos, para que en él preparasen un Nacimiento.
Les
había comprado las figuras: el pesebre, con el Niño-Dios; San José y la Virgen,
vestidos ella de azul y él de almazarrón. La mula y el buey, que eran muy grandes
y muy hermosos. La mula, más negra que la cara de Perico cuando se hartaba de moras;
el buey, con un aspecto bondadoso que daba gozo y confianza.
Además
había un ángel, los tres Reyes magos y muchas pastoras y pastores con regalos para
el Niño-Dios; pero ninguno traía ni un caparazón y una media pechuga, ni tan grandes
ni tan sabrosos como los que había disfrutado la Nochebuena precedente el pobre
Perico.
En
todo hay sus compensaciones, y algo ha de aventajar un niño de carne, aun siendo
tan mísero y desamparado como Perico, a un Niño-Dios de barro, en el Nacimiento
de un ricacho de aldea.
Conque
de las figuras se había encargado el padre. Los montes, los valles, las fuentes
y los arroyos, las matas y los árboles, y aun las pequeñas candelas que iluminaban
el Nacimiento, corrían de cuenta de los chicos. Y la empresa no era difícil para
estos. Con banquetas, tablones y cajas de diversos tamaños podían construir toda
la osamenta volcánica o granítica de la montaña. Con unas cuantas resmas de papel
de estraza, manchado caprichosamente de tinta y almazarrón, se fingió admirablemente
el aluvión y la tierra vegetal, recubriendo con ella la osamenta orográfica. De
pedazos de cristal supieron fabricar lagos, ríos y fuentes; ¡que como el frío sea
grande, en cristal se convierten los ríos y las fuentes de agua! Y en cuanto a hierbas
y ramaje, el monte próximo los daba tan de veras como él de veras los tenía.
En
suma; resultaba un Nacimiento precioso, que con ojos de admiración y envidia contemplaba
Perico por la abierta ventana.
En
aquel instante, los chicos del Nacimiento estaban fabricando una estrella, la que,
pendiente de un alambre, había de guiar a los tres Reyes magos.
En
una tapa de hojalata –que acaso perteneció a una lata de sardinas–estaban recortando
con unas tijeras de jardinero, los agudos picos del astro esplendente y divino.
Dios
fabricó de la nada las estrellas del cielo; pues estrellas de hoja de lata fabrican
los chicos en la tierra, que de menos nos hizo Dios. Y aun éstas son más firmes
que aquéllas, que a las de arriba algunas veces las vemos caer, sin duda porque
no cuelgan de buenos alambres.
Sin
embargo, Perico, desde la parte de afuera, no se mostraba satisfecho, acaso porque
estaba fuera: ¡que a los de afuera nunca les satisfacen las obras de los de adentro!
Alegaba
que la estrella tenía pocos picos; y en materia de estrellas era Perico voto de
calidad. Como que casi todas las noches del año se las pasaba contemplándolas. Pues
él aseguraba que las estrellas de verdad tenían muchos más picos y más finos.
Y
sobre la construcción de la estrella les dio Perico a los hijos del ricacho muchos
consejos y muy acertados. En agradecimiento, los chicos le explicaron lo que el
Nacimiento significaba; y en toda aquella divina historia, aunque toda ella le maravilló
a Perico y hasta llegó a enternecerle, hubo un rasgo que se le grabó en la memoria
con indeleble marca.
A
saber: que aquél buey de barro, tan grande y tan hermoso, calentase con su vaho
el cuerpo desnudito del Niño-Dios.
Y
llegó la Nochebuena. Noche de frío, noche de nieve, noche mortal para el pobre Perico;
más triste, más desamparada, más hambrienta, más negra que ninguna Nochebuena.
Pasó
y repasó por todas las callejas de la aldea. Oía, sí, en el interior de las casas
y casuchas risas y algazara, rabeles y tambores; pero ninguna ventana se abría,
ningún caparazón de pavo con su media pechuga correspondiente bajaba con dulce revoloteo
a rozar la cabeza de Perico. Estaba cansado, estaba yerto, sentía hambre; pero sobre
todo sentía sueño.
Al
fin salió de la aldea, y en una especie de cueva que se abría en un ribazo próximo,
se echó a dormir.
Pero
no podía dormir: el frío era horrible. Se encogía, quería sacar calor de su cuerpo
para su propio cuerpo; pero no tenía calor que prestarse a sí mismo. Se confundían
sus ideas. ¡Sus pobrecitas ideas eran tan pocas y diminutas! Y aun así se confundían.
En
aquél momento no eran quizá más que dos ideas o dos imágenes. Un caparazón con carne
blanda y jugosa, y un buey muy grande con unos ojos muy dulces y un vaho muy caliente.
A estas dos ideas vino a unirse otra, no muy buena, pero muy lógica.
Con
ella luchó Perico algún tiempo; pero al fin venció la tentación en aquella especie
de sueño.
Salió
del socavón a gatas; se levantó y echó a correr; llegó a la aldea y se fue derecho
al a casa del ricacho del Nacimiento.
Ante
ella se paró. La ventana del día antes estaba cerrada, al parecer; pero empujó y
estaba abierta. Y allí estaba el Nacimiento, todo iluminado; y allí estaba el buey
calentando al Niño-Dios. En el piso alto se oía ruido, algazara, risas, rabeles
y panderetas.
Perico,
medio dormido, medio despierto, saltó por la ventana, cogió el buey de barro; con
su presa volvió a saltar hacia fuera y echó a correr, murmurando entre dientes “Ya
le ha calentado bastante; ahora que me caliente a mí”.
Llegó
al socavón; se metió en él con el buey de barro; abrazadito le colocó junto a su
cara para recibir mejor el vaho, y al poco rato empezaba a dormirse.
¡Acaso
era el sueño de la muerte! El frío, en efecto, era muy grande, y Perico estaba extenuado.
O
¡quién sabe! acaso se hacía la ilusión de que el buey de barro le estaba echando
el aliento, y una ilusión alienta mucho.
Se
vive de ilusiones y de ilusiones se muere.
Hay
ilusiones para los niños, como hay ilusiones para las personas mayores.
Y
la ilusión de Perico era bien inocente: un buey de barro pegadito a la cara y dándole
calor.
Pero
los criados de la casa del rico vieron al chico en el momento en que saltaba la
ventana. Se dio la voz de alerta; se enteraron todos del robo del buey de barro-,
lloraron los niños; se indignó el padre; sonrió tristemente el abuelo, y como todos
conocían las madrigueras de Perico, al cabo de un rato Perico y el buey de barro
estaban ante el consejo de familia.
–¿Qué
se hace con este ladronzuelo? – preguntó el padre.
Unos
opinaron que se le debía entregar a la justicia; otros que se le debía ahorcar en
el acto. Pero el abuelo interrogó a Perico: oyó sus explicaciones y sus descargos,
o, mejor dicho, los adivinó; recordó el viejo su propia niñez, sus miserias, sus
luchas, y dictó esta sentencia: “que se le dé de cenar a Perico, que se le dé una
cama y que no se le abandone ni mañana ni nunca”.
Y
agregó:
“No
ha sido robo. Es que el Niño-Dios le ha prestado por un rato su buey para que le
caliente con su vaho.
“No
hemos de ser nosotros menos. Prestemos a este pobre niño el vaho de nuestro hogar,
y esta será la mejor manera de celebrar la Nochebuena y de tener propicio al Niño
del Nacimiento”.
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