Miguel de Unamuno
Uníase en don Elenterio
a una honda filantropía trascendental un clarísimo concepto de la función de la
beneficencia en la sociedad; y así, encauzados sus sentimientos altruistas por una
severa disciplina racional, ganaban en intensidad lo que en extensión parecían perder.
Cuanto más ahondaba don Eleuterio, menos veía la diferencia radical entre la caridad
y la justicia, como tampoco la veía entre la libertad y el orden. Guiado de estas
razones, reputaba pura licencia el dar limosna a ojos ciegas al primer pordiosero
con quien se tope, dándosela por mera satisfacción irracional de un sentimiento
ciego.
La
verdadera limosna, la que Cristo pide, no era la material donación de dinero o bienes,
sino la compasión, la piedad. Y ésta la cumplía pidiendo a Dios por los necesitados
todos, y ofreciendo obras de piedad en favor de ellos.
Pertenecía
don Eleuterio a diversas sociedades benéficas, y poseía una regular biblioteca de
obras acerca del ramo de beneficencia pública y privada, obras atestadas de instructivas
tablas estadísticas. Profesaba el principio de que los pobres deben recibir en los
hospicios y asilos más que medios de vida, disciplina social, y que tales institutos
son un derivativo humanitario a las funestas consecuencias de la ley de Malthus,
en que creía a pies juntillas.
Cuando
le tocaba en las entrañas el espectáculo de alguna repugnante miseria callejera,
consolábase imaginando que no era el dolor de que era testigo tan grande como parecía,
porque, embotado el paciente por su penuria y endurecido merced a los rigores de
la suerte, saturaríase pronto de dolor, quedándole pocas más afinidades libres para
éste. Y pensaba, además, don Eleuterio que muchas quejas eran, cuando no comedia
y fingimiento, puros fenómenos reflejos, a los que no acompañaba estado de conciencia
adecuado a ellos. Por donde se ve que no carecía don Eleuterio de alguna cultura
y de cierta tinturilla de psicología, que le venía a las mil maravillas.
Paseábase
una noche el reflexivo señor, en compañía de sus sesudas opiniones, meditando en
cierta reforma del hospicio de huérfanos, de cuya junta era presidente, y absorto
en tal tarea prolongaba su paseo por las afueras de la ciudad, cuando vino a interrumpir
intempestivamente el curso de sus meditaciones una voz que le dijo melosamente:
–Una
limosnita por amor de Dios, caballero…
–Perdone,
hermano –contestó don Eleuterio, confesando inconscientemente su pecado al pedir
perdón de él.
–Señorito,
por favor, que no he comido…
–Pero
habrás bebido… –replicó amostazado al importuno que le hacía perder el hilo de sus
reflexiones.
Acercándosele
entonces el pordiosero, vio don Eleuterio que le miraban unos ojos mortecinos, que
recorrían luego éstos el contorno, y vio en seguida brillar una hoja de navaja o
algo parecido, a la vez que la voz, haciéndose seca y dura, le decía:
–¡Ea,
vengan los cuartos y me los beberé!
Sintió
el sociológico filántropo que se le desmadejaba el cuerpo, le oprimía el corazón,
la garganta y se le turbaba la vista; y balbuciendo: “Espere, espere… por Dios,
¡qué barbaridad!”, fue sacando cuanto llevaba.
–¡Buenas
noches, y que usted descanse! –le dijo el pedigüeño, una vez cobrado el salario
de su trabajo, desapareciendo en la oscuridad.
Repuesto
don Eleuterio al poco rato, y olvidado ya de la reforma del hospicio de huérfanos,
de que era presidente, se decía:
–¡Dios
mío, de buena me he librado!… ¿Cuál no será el miserable estado de estos infelices
cuando les pone así a dos pasos del crimen? He evitado un crimen mayor… ¿Cuál no
será su necesidad? Es preferible que sean mendigos y vagos a no que den en ladrones,
en asesinos tal vez. Hombres hay de éstos, que siendo por naturaleza mendigos y
desordenados, moriríanse en el asilo, o se escaparían, o corromperían a los demás;
y si en la calle no los dejamos vivir de su natural, acabarán en cualquier cosa
mucho peor… Aman la vagancia; hay que tener caridad con ellos… Y el pobre, ¡qué
cortésmente me ha despedido! Tal vez no tengan qué cenar sus hijos, si es que los
tiene.
Siguiendo
don Eleuterio en el curso de estas reflexiones, fructificó en él el instintivo y
casi reflejo: “¡Perdone, hermano!”, con que respondiera de primeras al mendigo,
y acabó por cambiar sinceramente de sentido. El providencial encuentro de aquella
noche le ha abierto nuevos horizontes, proporcionándole convicciones nuevas.
De
tal modo ha cambiado de opiniones don Eleuterio, y tanto se le han arraigado las
nuevas, a favor de variadísimas razones que han ido presentándosele enredadas, como
las cerezas, las unas en las otras, que cuando ahora encuentra algún mendigo no
deja de darle limosna, sobre todo si es de noche o en las afueras de la ciudad,
circunstancias que al avivar el recuerdo del golpe de gracia que decidió de su conversión
racional, le traen algo así como el brillo en el espacio de algo decisivo.
Esto
es lo que se llama caridad bien ordenada.
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