domingo, 8 de enero de 2023

Hablar dormida

Víctor Roura

 

Al principio, cuando la oí hablar dormida, pensé que se trataba de un mal sueño; pero a pesar de que las palabras salían de un modo precipitado, algo las hilvanaba.

Puse atención, entonces.

–Doshe… pacos dónde… tamos…

Luego, mi amada guardó silencio. Ya me había perdido unos cuantos términos más, pero su desubicación era obvia. Supuse que porque no teníamos mucho tiempo viviendo juntos. De ahí su distracción geográfica. Sin embargo, no captaba del todo las dos primeras interjecciones. Vi que se removía en la cama.

Luego, volvió a hablar:

–Doshe… dónde… fastid… pacos… tás…

Hay mujeres que, en efecto, son más honestas cuando hablan dormidas que a la hora del desayuno, pero mi amada probablemente necesitaba un traductor en ambos momentos. La toqué en la cintura para despertarla. Tal vez estaba viviendo una sorda pesadilla y yo la confundía con el armado de un discurso.

Su reacción fue inesperada.

–¡No me tientes! –gritó, corriéndose hacia la orilla de la cama.

Algo estaba mal.

De pronto, volvió a hablar manteniendo sus ojos cerrados.

–Tás… doshe… amos… egrisa…

Eran ya varias palabras inconclusas. Encendí la lámpara. Para quitarme el sofoco nocturno. La contemplé largo rato. ¿Es posible que una mujer nos cuente dormida lo que calla en el día pero con un lenguaje cifrado?

Tal vez.

Durante tres noches continuas dejé que se fuera a acostar sola, para luego escucharla. Repitió las mismas palabras, pero con cuatro agregados:

“Edar, edad, dar, vida”. Eran suficientes para elaborar el rompecabezas, mismo que empecé a configurar a la mañana siguiente. Leí libros de Freud, Jünger, Spinoza, Butragueño, Defrigue, Esopo, Zaid, Zittosi y Lamargriss. Cada uno de ellos aportó una luz en la oscura oración. El más útil, sin duda, fue Conversaciones involuntarias (editorial Cátedra Menor, Barcelona, 1967), de Mario Defrigue, porque el autor hace una explicación minuciosa de los susurros a media noche: “Lo que el dormilón dice es justamente lo que no puede decir ya despierto. El sueño se convierte, así, en una terapia inconsciente en la cual el asesor es quien casualmente lo escucha. El dormilón, muy dentro suyo, sabe que alguien lo está oyendo y sin embargo no calla porque su necesidad de revelar los secretos es superior a su voluntad. Pero es sabido que una persona dormida, como un individuo asustado o ebrio, dice la verdad aunque ésta le pese como un fardo insostenible. Por supuesto, su oración no va a ser clara sino va a estar disfrazada para no evidenciar el acertijo” (pág. 74).

Defrigue no se conforma con hacer un docto panorama de los dormilones parlanchines. También difunde un alfabeto de la inconciencia con sus respectivos slangs. De esa manera, pude enterarme que doshe es el número doce porque en los sueños la sh se convierte automáticamente en c y, paradójicamente, la c se vuelve s. “Los que hablan en sueños tienen la virtud, a veces, de ser más lógicos que un dopado”, dice Defrigue.

Bueno, ya tenía descifradas algunas palabras.

“Doce pasos, dónde estamos, pero ¿dónde estamos por qué?, me dije.

Volví a la lectura de Mario Defrigue: “En acciones de suma intimidad, los dormilones suelen ocultar sus complicidades y esquivan la primera letra en decisiones complejas. Por ejemplo, hagámoslo, ya sea en una huida impensada o en un pedido comprometedor, el dormilón va a decir gámoslo porque la h en los sueños es inexistente” (pág. 69).

Amos, entonces, es vamos. Quizás vida sea ávida en realidad.

Comencé a sudar.

“Las palabras determinantes son las más difíciles de traducir porque el dormilón, en su afán por encubrirlas, las va a trasladar a otro acento parecido al latín. De esa forma puede negar cualquier indicio o desglose. Cuando le pide a una mujer que regrese no lo va a decir con todas sus palabras sino que va a ir por vericuetos. Puede decir torna o resa o jugar aún más enredando su significado” (pág. 89).

Las palabras complicadas de mi dormida amada eran dos: “Egrisa y edar”. Si bien egrisa, ateniéndome a los estudios de Defrigue, podría ser regresa y edar posiblemente remedar, entonces casi tenía el cabo atado.

Cinco horas después, comprendí el mensaje.

“Estoy en edad ya para darme. ¿Dónde estamos? Regresa que la ávida ahora soy yo. Me fastidia donde estoy. Regresa. Dónde estás. Me tienes a sólo doce pasos de ti.”

En la noche no la dejé dormir.

–¿Por qué no vas a buscarlo si está a doce pasos? –le pregunté.

Me hizo un gesto de hastío.

–¿Quién está a doce pasos de mí? –preguntó, bostezando.

Discutimos con violencia. Hice que se vistiera y saliera de mi alcoba.

–Es mejor que te vayas, langaruta irreprimible –dije, con un nudo en la garganta.

Desde aquella vez, sólo escucho hablar a las mujeres despiertas. No las dejo dormir en la noche. Nos entretenemos escuchando música o diciéndonos mentiras piadosas o bebiendo unos cuantos rones o mirando una película rentada o haciendo algo más provechoso.

 

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