miércoles, 31 de mayo de 2023

La linterna mágica

Manuel A. Alonso

 

Una de las cosas que distinguen mi carácter, y que en él sirven de contraste a ciertos arranques impetuosos, es la grandísima flema con que muchas veces me detengo, aun en los parajes más públicos, a mirar objetos que son tenidos por la gente de frac y levita como indignos de llamar su atención; así no es extraño hallarme con tamaña boca abierta parado delante de una tienda de estampas contemplando una testa contrahecha de Napoleón, un Gonzalo de Córdoba patituerto o un Luis XIV jorobado, y allí me estoy largo rato para despedirme después con una sonrisa: tampoco es raro el verme detenido en medio de una calle, estorbando, si es menester, a los que pasan, para oír la ensarta de disparates con que un ciego publica el romance nuevo, donde se da razón de la batalla sangrienta de los doce Pares de Francia contra los moros mandados por don Juan de Austria.

Un día, no muy lejano de éste en que escribo, iba yo por una calle muy concurrida, cuando picó mi natural curiosidad un grupo de personas apiñadas alrededor de una especie de cajón pintado de verde y colocado sobre un trípode de cuatro palmos de elevación, y que tenía en el frente que daba a los espectadores un cristal de forma circular. Cada uno de los que se acercaban a mirar por él entregaba un par de cuartos a un hombre extravagantemente vestido, que tocaba el tamboril; mientras, un muchacho de unos doce años, cubierto de harapos y no tan limpio como cualquier cosa sucia, gritaba sin parar, diciendo:

–Vamos, señores; ¿quién por dos cuartos no ve todos los países de la tierra y de la luna? Reparen el ahorro de dinero que esto puede proporcionarles. Aquí, aquí, señores y señoras de ambos sexos, y verán, sin necesidad de estropearse corriendo en un carruaje, de marearse navegando, ni de morirse de hambre y de asco en las posadas, todo lo que pasa desde la isla del gigante Revientapanzas, situada en el cuerno izquierdo de la luna, hasta los trópicos del polo norte, y desde allí hasta la casa del Preste Juan de las Indias.

Los circunstantes pagaban e iban mirando uno después de otro por el cristal, retirándose después muy satisfechos; el muchacho gritaba más fuerte cuando disminuía el número, y así continuó por un largo rato; íbame yo a marchar, cuando le oí que decía entre varios otros despropósitos:

–Ea, señores, aprovechen el día, que esto no se logra sino una vez al año; saquen esos cuartejos que se les están pudriendo en los bolsillos, y prevengan otros por esta noche, que el maestro dará una gran función de magia en la calle de los Imposibles, número treinta, primera habitación bajando del cielo. Allí verán ustedes cómo se adivina lo que ha de venir, y se dice lo que cada prójimo piensa de los demás, y los demás de él.

Al escuchar esto me acerqué al que el muchacho llamaba maestro, y que en realidad le convenía este dictado en la ciencia de los embrollos y mentiras.

–Oiga, usted –le dije–, ¿sería usted capaz de alcanzar lo que pensarán de cierta obrita en cierto país que yo sé?

–Sí, señor, y por de pronto digo: que esa obrita se titula El jíbaro y usted es el autor.

Quédeme pasmado, y él añadió:

–No es extraño la turbación de usted; lo mismo sucede a todos; pero, perdone usted que no puedo entretenerme, y si quiere ver maravillas no deje de ir esta noche a mi casa.

En efecto, llegué a ella de los primeros, y después de aguardar cerca de dos horas, se corrió una cortina, y empezó la función por mi pregunta, que había sido la primera, después de un rato de música de pito y tamboril,

–Muchacho –dijo el charlatán–, métete dentro del diablo.

Así llamaba una cara disforme, mal pintada en un lienzo blanco, detrás del cual se metió el asqueroso muchacho.

–¿Estás ya listo?

–Sí, señor, ya estoy dentro.

–Vamos, pues; dime lo que ves; prosiguió el maestro, a guisa de magnetizador.

–Señor, veo una ciudad en que hay unos cuantos que oyen leer un libro: los unos ríen, los otros bostezan; qué bueno es esto, dicen unos; que malísimo, dicen otros; cada cual cree conocer mejor que los demás dónde está el mérito y dónde las faltas.

–Bueno, muchacho; y, ¿qué más?

–Hay uno que dice que el autor es rubio; otro que moreno, y otro que negro.

–Muchacho, sigue, ésos son unos tontos.

–Señor, hay una vieja que dice que es hereje.

–Chico, chico, deja esa vieja, que después de haber dado, como se dice, la carne al diablo, quiere dar ahora los huesos a Dios.

–Hay dos guapos mozos que en cada personaje ven un retrato de una persona que conocen.

–Pues dale un coscorrón a cada uno de esos guapos mozos, para que aprendan a ver la falta y no el culpable, y para quesean más nobles y no crean tan bajo al autor.

–Señor, señor, veo a dos que están a punto de desafiarse, porque el uno dice que el autor es frío, y el otro que demasiado caliente.

–Déjalos que se rompan las narices, que los dos piden peras al olmo.

Habló después el muchacho de infinidad de tipos, que no dejaron de servirme de diversión: poetas que jamás han escrito un verso, literatos que ¡Dios nos asista!, críticos ignorantes que hallaban un defecto en el perfil de cada letra, y amigos desconsiderados que todo lo aplaudían; finalmente dijo:

–Ahora alcanzo a ver unos señores muy comedidos que discuten sin enfadarse y que hacen con mucha calma sus observaciones.

–Pues sal de dentro del diablo, para que no digas algún despropósito contra esos señores, que deben ser hombres de talento.

Salió efectivamente de detrás de la cortina, y yo de la casa pensando en lo que había oído.

Al día siguiente fui a buscar al charlatán para que me dijera cómo supo todo aquello de ser yo el autor de El jíbaro.

–Muy sencillamente –me respondió–: días pasados estuve donde imprimen la obrita, allí le vi a usted y hasta leí una prueba vieja que me dio uno de los cajistas que es amigo mío. En cuanto a la opinión que de ella formarán, eso es cosa olvidada ya y poco más o menos de todas se forma la misma, según el caletre de cada uno de los que la leen.

¡Dichoso yo!, exclamé cuando me vi lejos de aquella buena pieza, dichoso yo que no seré juzgado según me ha predicho este perillán, porque en Puerto–Rico ni hay quien me crea de ninguno de los colores del iris, ni viejas que me tengan por hereje, ni guapos mozos que me consideren capaz de copiar a un individuo determinado para hacer públicos sus defectos, ni majaderos que me crean frío ni caliente; sino personas instruidas y juiciosas que me tienen por templado, cual conviene al escritor de costumbres, y ajeno a toda pasión mezquina, v lo que es más ni siquiera tengo un enemigo, y carezco de envidiosos émulos, porque carezco también del mérito que pudiera acarreármelos. ¡Dichoso yo! que estoy cierto de que al concluir de leer este libro dirán mis paisanos lo que yo dije al comenzarle: Es el fruto de muchas horas robadas al sueño y al descanso de una profesión noble y santa a que se dedica.

 

martes, 30 de mayo de 2023

Los cazadores de ratas

Horacio Quiroga

 

Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído.

–Es el ruido que hacían aquellos… –murmuró la hembra.

–Sí, son voces de hombres; son hombres –afirmó el macho.

Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron.

–Van a vivir aquí –dijeron las víboras–. Tendremos que irnos.

En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato. Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos –aunque a este le faltaban aún las puertas–.

Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó. Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéndolo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes. Pero allí había ratas; y desde entonces tomaron cariño a la casa.

Llegaban todas las tardes hasta el límite del patio y esperaban atentas a que aquella quedara sola. Raras veces tenían esa dicha. Y a más, debían precaverse de las gallinas con pollos, cuyos gritos, si las veían, delatarían su presencia. De este modo, un crepúsculo en que la larga espera habíalas distraído, fueron descubiertas por una gallineta, que, después de mantener un rato el pico extendido, huyó a toda ala abierta, gritando. Sus compañeras comprendieron el peligro sin ver, y la imitaron. El hombre, que volvía del pozo con un balde, se detuvo al oír los gritos. Miró un momento, y dejando el balde en el suelo se encaminó al paraje sospechoso. Al sentir su aproximación, las víboras quisieron huir, pero únicamente una tuvo el tiempo necesario, y el colono halló solo al macho. El hombre echó una rápida ojeada alrededor, buscando un arma y llamó –los ojos fijos en el gran rollo oscuro:

–¡Hilda! ¡Alcanzáme la azada, ligero! ¡Es una serpiente de cascabel!

La mujer corrió y entregó ansiosa la herramienta a su marido. Tiraron luego lejos, más allá del gallinero, el cuerpo muerto, y la hembra lo halló por casualidad al otro día. Cruzó y recruzó cien veces por encima de él, y se alejó al fin, yendo a instalarse como siempre en la linde del pasto, esperando pacientemente a que la casa quedara sola. La siesta calcinaba el paisaje en silencio; la víbora había cerrado los ojos amodorrada, cuando de pronto se replegó vivamente: acababa de ser descubierta de nuevo por las gallinetas, que quedaron esta vez girando en torno suyo, gritando todas a contratiempo.

La víbora mantúvose quieta, prestando oído. Sintió al rato ruido de pasos –la Muerte. Creyó no tener tiempo de huir, y se aprestó con toda su energía vital a defenderse. En la casa dormían todos, menos el chico. Al oír los gritos de las gallinetas, apareció en la puerta, y el sol quemante le hizo cerrar los ojos. Titubeó un instante, perezoso, y al fin se dirigió con su marcha de pato a ver a sus amigas las gallinetas. En la mitad del camino se detuvo, indeciso de nuevo, evitando el sol con el brazo. Pero las gallinetas continuaban en girante alarma, y el osezno rubio avanzó. De pronto lanzó un grito y cayó sentado. La víbora, presta de nuevo a defender su vida, deslizose dos metros y se replegó. Vio a la madre en enaguas correr hacia su hijo, levantarlo y gritar aterrada.

–¡Otto, Otto! ¡Lo ha picado una víbora!

Vio llegar al hombre, pálido, y lo vio llevar en sus brazos a la criatura atontada. Oyó la carrera de la mujer al pozo, sus voces. Y al rato, después de una pausa, su alarido desgarrador:

–¡Hijo mío…!

 

lunes, 29 de mayo de 2023

Cuento quiromántico

Ciro Alegría

 

Yo me dejaba ir a la deriva. (Paréntesis para los sabios: que haya luz artificial o natural no hace al caso. ¿Os habéis sobresaltado como cuando, mientras dormís plácidamente, el vecino del piso de arriba deja caer violentamente los zapatos? En realidad, no se trata sino de eso: de un molesto ruido de zapatos). Entonces quedamos en que me dejaba ir… Mis pensamientos habían soltado las amarras. Estaba en uno de esos momentos en que es inútil tomar rumbo porque perderlo a los pocos minutos es cosa cierta. No he de explicarles por qué llegué a tal situación. Una situación así suele presentarse a raíz de grandes catástrofes o solamente porque olvidamos la tarea de oficiar de punteros de reloj en la hora justa –¡hay tantas horas!– o cosas así…

Bueno; si se inquietan ustedes por mi falta de precisión, les diré: Yo estaba tratando de matar el tiempo –de esta paradoja dicharachera se venga el muy taimado ya sabemos cómo– en un acuario de peces de colores. Habíamos planeado con Lucy ir a un dancing, pero ella no acudió a la esquina de la cita. ¡Esa Lucy! Siempre con sus senos parleros contando las “mil y una noches”. Y en la espera fui como una barcaza que roe sus amarras y al fin se deja ir.

La ciudad me hacía el efecto de haberse despoblado. Los transeúntes con quienes tropezaba me parecían seres caídos de otro planeta. Bien. Ir por una ciudad sin rumbo cierto y llegar a sitios propicios, al cariz novelesco, es cosa que sucede, si no en la vida, por lo menos en las historias a las que se juzga dignas de contar. Me duelen los oídos de tener que incidir en un lugar común, pero he de hacerlo. Ya se verá.

Llegué precisamente a un suburbio destartalado en el cual el ritmo de avance parecía haberse detenido hacía muchos años. Todo estaba a medio hacer o semi destruido. No sé qué es peor. Las casas se caían a pedazos o eran solamente meras intenciones de tales, en forma de paredes inconclusas. Largas distancias de paredones agrietados las separaban y las callejas oscilaban entre la recta y la curva con una vacilación ebria. Otra cosa que merece apuntarse es que las paredes no tenían una neta voluntad vertical y es de imaginarse el disgusto del sol al fallarle su plomada de las doce del día.

¿Decía? Sí: entré a un pequeño bar y tomé asiento ante una mesa que estaba, como todas, lustrosa de mugre y tenía una apariencia neurótica. Frente a mí, un hombre bebía cerveza. El bar estaba atendido por una mujer semi destruida, lo que no me llamó la atención, pues tendría más de cincuenta años. No había más gente allí hasta que entró un niño. Estaba a medio hacer pero, como es natural, el hecho se explica. Salió advirtiéndomelo con sus ojos juguetones. Cuando he aquí que, al voltear, me encuentro con que el hombre aquel sí se encontraba raramente a medio hacer. Tendría unos sesenta años. Es casi inimaginable que un hombre a tal edad se encuentre a medio hacer, pero era evidentemente así. Por la indumentaria no podía colegirse nada, puesto que no vestía en forma especial. Acaso por un pasador, formado de un cordel pequeño rematado en botones que le ajustaba, pasando bajo la corbata, las puntas del cuello, podía deducirse que se había estacionado en alguna esquina vital.

Pero sucede que el hombre me pregunta mi nombre y mi profesión y mi salud y, como yo le contesto, se decide a entablar charla. Se echa a hablar seguidamente sobre el estado del tiempo. Hasta aquí no hay nada extraño, pues toda la gente, en situaciones símiles, hace exactamente lo mismo. No son las palabras.

Sus manos semejan garfios que buscan en el aire algo de qué apropiarse. Quizá está tratando, subconscientemente, de completarse y la intención se le resuelve en un gesto baldío de mano. El hombre coge su vaso, con la mano en prestancia de zarpa, y bebe como si el líquido tuviera suma importancia para su factura personal y atravesara, al mismo tiempo, inminente riesgo de perderse. Le invito un sándwich y tengo la impresión de que no piensa estar ingiriendo carne y pan. No sé cómo palpar sus aristas romas e inacabadas y llegar a su íntima palpitación inquieta.

–¿Tiene usted hambre? –le pregunto al fin.

–No, en lo absoluto, he estado un poco resfriado.

–¿Pero así es usted siempre?

–¿Así qué?

–Nada, una manera de ver.

–¡Ah!

Y el hombre se mueve, azorado en su silla. Busca en mí algo. Quiere penetrarme por los ojos y llevarse de mí lo que le falta para ser sin angustia. Evidentemente no encuentra qué llevarse y se pone a escudriñar la pared en el lugar en que hay un anuncio de football. Luego se vuelve a mí y me dice, al mismo tiempo que pide más cerveza:

–Es usted un hombre completo.

Pienso que tiene razón y siento, cada vez más, su angustia de incompleto. Ahora pasan los minutos en silencio. Bebemos más cerveza, pero de ninguna manera estamos ebrios.

–¿Usted es de aquí? –me pregunta.

–No. Ya le dije que soy de otra parte.

–¡Ah, yo también quisiera ser de otra parte!

Y luego mueve los pies, taconea, se agita todo él sobre un camino que no existe. Yo estoy queriendo marcharme, pero el hombre me detiene con una imploración de oídos atentos. Posiblemente está queriendo oír mis voces silenciosas. Lo que le digo a mi corazón, que se ha empeñado en afirmar tonterías sobre ese hombre y hasta se encuentra en trance de llorar.

–Charlemos de algo…

¡Ah, ahora quiere francamente que yo le diga algo redondo y concluido y yo no encuentro cómo hacerlo! ¿Qué le faltará a este hombre torturado? Termino:

–No sé conversar y creo que ya hemos dicho mucho.

–Es evidente: ya hemos dicho mucho.

Y vuelve a poner frente a mí –lo hizo ya antes– su lívida oreja izquierda surcada de venillas rojas en tanto que con su zarpa se oprime el cuello, allí donde la nuez se revuelve como una rana presa. Pero al fin termina por levantarse y marcharse en busca de no sabría decir qué. No ha de encontrarlo jamás. Ese hombre se quedará a medio hacer y cuando lo entierren, enterrarán a medio hombre.

Yo también me marcho. Y llego al azar a un dancing y encuentro que le falta una puerta más amplia. No me sorprende que Lucy está allí. Viene a hablarme, pero ya no me interesa. Mis pupilas se han aguzado. Me doy cuenta de que le faltan senos y de que, en cambio, le sobra la nariz.

Tal mi aventura. ¿Estuve loco? Yo siempre he sido un hombre cuerdo. Además, mi última percepción me califica como hombre que estaba en sus cabales. Y lo sigo estando porque a Lucy siempre la veo así. Solo que desde ese día me he aplicado más ahincadamente a esta malhadada ocupación de escribir. Ahora pienso que el mundo está al revés. Si hay Dios, él sabrá.

 

domingo, 28 de mayo de 2023

El asistente

Pedro Antonio de Alarcón

 

¡Qué horas tan dulces son las que siguen a una comida de amigos entusiastas, rociada grandemente de manzanilla, cuando el humo de los cigarros envuelve ya a los comensales, elevándose la imaginación tras sus giros voluptuosos; mientras el dedo de la memoria hojea melancólicamente el libro de lo pasado, y los secretos se desbordan de todos los corazones, y la máscara cae de todos los semblantes, y llueven las anécdotas, los chistes, los cuentos, las historias, los dramas y los poemas!

Todos cuentan algo: hasta el más taciturno y desconfiado descubre el fondo de su alma. Los criados o mozos (según que sea en casa o en fonda) han abandonado el comedor. Ya no se habla de música, de política, de literatura, de religiones…, se habla de la vida, del tiempo, de la esperanza, del mundo cual es en sí. Todos los espíritus se han alzado a igual altura, y desde aquella cumbre filosófica echan miradas retrospectivas a las llanuras de la existencia, y tranquilas ojeadas al descenso de los días…

Dice Byron: Yo gusto del fuego, de los crujidos de la leña, de una botella de Champagne y de una buena conversación.

Nosotros lo teníamos todo… menos leña, porque principiaba mayo y estábamos en Andalucía, en Granada, en la Alhambra, en la fonda de Los Siete Suelos.

Habíamos hablado de muchas personas: de ese mismo Byron, del duque de Reichstadt, de Luis XVII, de la papisa Juana, del preste Juan de las Indias, de don Sebastián de Portugal y de otros muertos ilustres, cuando, no sé por qué camino, llegamos a hablar de perros, de monos, de hotentotes y, por último, de asistentes.

Un capitán muy joven, muy bravo y muy ilustrado, a quien dedico esta reseña, tomó entonces la palabra y, sobre poco más o menos, vino a contarnos lo que sigue:

–Quiero que forméis idea exacta de lo que es ese tipo sublime que medio habéis adivinado. Luego podréis vosotros deducir las consecuencias que queráis en pro o en contra de la civilización cristiana y de la civilización en general; podréis seguir discutiendo acerca del maniqueísmo, del instinto de los animales, del mérito y demérito de las acciones humanas y de la forma social que se adapta mejor a nuestra naturaleza caída… En cuanto a mí, hombre práctico, me contentaré con referiros un hecho, o sea con acusarme de una culpa.

–¡Historia tenemos! –dijimos todos, arrellanándonos en las sillas–. ¡Así termina toda buena conversación!… ¡Hable el capitán!

Éste encendió su tercer cigarro, y dijo con solemnidad y tristeza:

–Desde que salí del colegio e ingresé en las filas, hasta hoy, que han pasado ya diez años, sólo he tenido dos asistentes: el que acabáis de ver y un tal García…, que es el héroe de la presente historia.

La voz del capitán tembló al pronunciar aquel nombre. Tomó un sorbo de café y continuó:

–García era un soldado reenganchado; hombre de más de veintiocho años; natural de Totana; tipo árabe o, por mejor decir, tunecino; de ojos negros, tez morena, pocas palabras, un valor a toda prueba y muy apasionado en sus odios y en sus simpatías.

Debo advertiros, sin embargo, que yo no le conocí más odios ni otros cariños que el reflejo de mis sentimientos. ¡Amaba a quien yo amaba y abominaba al que yo aborrecía!

Tampoco le conocí novia ni vicio alguno, ni menos supe cuándo comía ni cuándo descansaba. Sólo puedo decir que a todas horas se hallaba al alcance de mi voz, dispuesto a servirme en mis menores caprichos, tuviésemos o no dinero, fuese de día o de noche, ardiese la tierra bajo el sol del verano o estuviese cubierta de una vara de nieve.

Aquel hombre constituía toda mi familia cuando yo estaba fuera de mi casa, que era casi siempre; por lo tanto, yo debía quererlo mucho…, y quizá lo quería… ¡Oh! Sí…, después lo he sabido…; ¡yo lo adoraba! ¡Pero nunca me ocurrió darme cuenta de ello! Esto es muy común en los hombres de mi carácter… Lo mismo soy ahora con mi mujer… ¡Díscolo y endemoniado! En fin, vamos al asunto.

Por todo lo dicho comprenderéis que yo era un ser fabuloso a los ojos de García, y él me idolatraba como un buen hijo idolatra a un mal padre… Pero no… Esto es poco… ¡Como un perro idolatra a su amo!

¡Un perro… sí!… Tal fue siempre el papel que a mi lado representó García.

Tenerme contento, evitar un regaño, merecer una mirada de mis ojos…; he aquí la suprema felicidad de aquel hombre.

¡Oh!…, el genio humano es esencialmente bueno. Y si lo dudáis, seguid prestándome atención.

García, que era diez años mayor que yo, me hablaba de usted…

Yo a él de tú.

Él me hacía la comida con mil afanes…

Las sobras de mi comida eran su alimento.

Yo, militar voluntario, recibía ochocientos reales al mes por pasearme…

¡Él, soldado forzoso, ahorraba seis cuartos el día que más, y estaba trabajando siempre!

Yo no le pagaba…

Él me servía con gusto, con entusiasmo, con cariño.

Tales eran nuestras relaciones, y tales las ventajas que me llevaba en el orden moral mi pobre asistente.

Pues, sin embargo…, no sé por qué despropósito o contrasentido… (¡preocupaciones de raza o de clase, que desnaturalizan nuestro corazón!), yo trataba a García con mucha dureza.

Sólo le hablaba para mandarle, para reñirle por el más leve descuido o para prohibirle alguna cosa…

Mi voz era su ordenanza viva, su azote, su tormento.

¡Qué diablo! Yo soy hijo y hermano de militares, y la costumbre de obedecer rigurosamente me había dado el hábito de mandar con rigor…

En medio de todo… ¿qué era García? ¡Un inferior mío…, un soldado de mi compañía…, un subordinado! ¡Un autómata! ¡Una máquina!

¡Cuánto debió de sufrir en su vida! ¡Él, que nada amaba en el mundo tanto como a mí, y nunca recibió pruebas de mi estimación; que jamás oyó de mis labios una palabra afectuosa, ni estrechó mi mano al separarse de mí, ni me abrazó al volver a verme, ni pudo decirme en los peligros de la guerra…: ¡Cuidado, amo mío! Que siempre amó, calló y sufrió en mi presencia, como un paria ante su dios, como un eunuco ante la sultana, como un esclavo ante su dueño…

¡Oh!… Pero ¡eso sí!… Estoy seguro de que no me engaño…, y después lo he pensado muchas veces… Si García hubiera caído enfermo, si me hubiese querido abandonar, si hubiera llorado delante de mí…, en aquel mismo punto habría dejado de ser mi inferior… Hubiérale dicho: «García, no podré vivir sin verte…» En fin, ¡me habría dado cuenta de que éramos dos hombres que se amaban en el fondo… como hermanos!

¡No exagero, amigos míos! Considerad lo que para un oficial es un asistente…

Cuando a medianoche volvía yo a mi alojamiento, solo, triste, fastidiado…, él era quien me esperaba.

Si estaba enfermo, me cuidaba él.

No bien deseaba una cosa (a veces sin decirlo), me la proporcionaba a costa de las mayores molestias. En campaña estaba a mi lado. En los caminos me servían sus brazos de puente para pasar los ríos. En el invierno se tendía a mis pies para abrigarlos. En el verano me cobijaba bajo la sombra de su cuerpo.

Él era el único que sabía el estado de mi bolsillo. ¡Sólo él podía adivinar el estado de mi corazón!

Me veía sufrir, me veía lloroso; me veía enamorado, débil, arrastrado por los vicios, poco respetable por cualquier circunstancia de la juventud…, y me miraba, sentía, callaba, ¡y se quitaba la gorra con respeto!

Él se peleaba con las patronas hasta ponerme en la mesa mis manjares favoritos. Ahorraba de mi dinero, o sea: me robaba temporalmente para sacarme después de apuros. Me revisaba la ropa como una mujer. Me peinaba, me cepillaba, me vestía.

Era, por último, protector como un padre, previsor como una madre, dócil como un hijo, cariñoso como un hermano, económico como una esposa, leal como un amigo… ¡Una familia entera para mí! ¡Mi casa ambulante!

¡Oh! ¡Aquel hombre no tenía existencia propia! ¡Vivía de mi vida… y murió de mi muerte!

Escuchad.

Cuando la última intentona carlista acababa ya por consunción, hallábame yo en Cataluña, a las órdenes del general B…

García me acompañaba. Un día encontramos al enemigo cerca del pequeño pueblo de Gironella.

Desde por la mañana nos estuvimos batiendo con el mayor orden; y a la caída de la tarde, cuando la victoria era casi nuestra, fuimos sorprendidos a retaguardia por otra considerable partida.

¡Estábamos entre dos fuegos!

Nuestro coronel mandó la retirada, viendo la cosa perdida, y en un momento casi todos los soldados huyeron en dispersión.

Pero yo no oí aquel toque, y permanecí batiéndome al frente de mi compañía, que ocupaba el extremo del ala derecha, y cuyo capitán y tenientes habían muerto. Yo era subteniente en aquel entonces.

Los carlistas avanzaron…

Mis soldados empezaron a caer a mi alrededor como segadas espigas.

¡Y yo no mandaba la retirada!

Estaba loco: era presa de la epilepsia, de esa enfermedad que acompaña a todos los accesos de mis pasiones.

Pero tan estrechadas se vieron aquellas víctimas infelices de mi ciego furor, que huyeron al fin sin esperar mi orden, dejándose en el campo a la mayor parte de sus compañeros.

García se figuró que yo había mandado aquella fuga, y corrió más que todos, creyéndome acaso al frente de la compañía.

Quedé, pues, solo, sable en mano.

De este modo avancé hacia el enemigo, poseído de tan insensata furia, que pronto cal en tierra presa de una terrible convulsión.

Los facciosos me creyeron muerto y siguieron acosando a los fugitivos.

Llegó la noche sin que yo me recobrase.

Los restos de nuestras tropas estaban ya en Gironella, donde se fortificaban y rehacían para caer al día siguiente sobre los facciosos que, por su parte, acamparon enfrente de la pequeña población.

García, entretanto, había notado mi falta y decidido volver al teatro de la lucha a fin de recoger mi cadáver, si yo había muerto, o auxiliarme, si me hallaba herido.

Para lograrlo tenía que atravesar el campamento carlista…

¡Sólo un loco o una madre hubieran concebido tan temeraria empresa!

Salió del pueblo cautelosamente, y dando un rodeo de tres leguas, consiguió atravesar la línea contraria.

Poco después me encontró entre los cadáveres.

Yo seguía insultado; pero sumido en esa extraña somnolencia de los epilépticos, que permite ver y oír, ya que no hablar o moverse.

García adivinó al momento lo que me sucedía: enjugó sus lágrimas; refrenó sus sollozos; cogióme a cuestas, y echó a andar hacia el pueblecillo.

Así se fue acercando a los facciosos, impasible, sereno, resignado con su suerte.

¡Sólo un prodigio podía salvarnos!

¡Él lo sabía, sí! Pero sabía también que si no se empleaban los medios acostumbrados para sacarme de aquel insulto, o me dejaba allí a la intemperie en tan terrible noche de ventisca, yo quedaría muerto al cabo de algunas horas…

Continuó, pues, su camino.

¡Tenía que volver a forzar la línea de los carlistas! La oscuridad de la noche era la única probabilidad de salvación que nos quedaba…

Pero la luna, que no suele saber lo que acontece en la Tierra, rompió en esto su cárcel de nubes y apareció plena, hermosa, resplandeciente, esclareciendo por completo todo aquel país nevado.

García suspiró, previendo una desgracia.

¡Yo la preveía también!… ¡Yo, inerte, exánime, echado sobre la espalda de aquel mártir!

¡Qué horrenda pesadilla!

Mas… ¡oh portento! ¡García atravesó con su carga a veinte pasos de un centinela, sin ser descubierto por él!…

Quizá nos habíamos salvado…

Mas ¡ay!, no… ¡La fatalidad lo tenía dispuesto de otro modo!

Ya tocaba el resignado Cristo al término de su vía de dolor, cuando los carlistas lo distinguieron a la luz de la Luna.

–¡Quién vive! –gritó una voz a lo lejos.

–¡A él! –exclamó otra más cercana.

–¡María Santísima! –murmuró García.

Y estrechando convulsivamente mis muñecas, apretó el paso.

En esto silbó una bala y sonó un tiro…

Mi asistente se detuvo…

Bamboleóse después con su carga; dio un sollozo, y cayó de boca contra el suelo.

Yo caí encima de él… El sacrificio estaba consumado.

¡Qué noche, Dios mío!

Primero sentí que García temblaba y se retorcía bajo el peso de mi cuerpo y entre mis inertes brazos…

Luego se quedó tranquilo…

Después se fue enfriando poco a poco…

Sus miembros adquirieron, en fin, una rigidez espantosa…

Estaba muerto.

¡Yo lo sabía y no podía moverme!

Pasé, pues, la noche abrazado a un cadáver…, ¡al cadáver de mi inferior, de mi esclavo, del pobre García!

¡Aquél era el primer abrazo que le daba!

El fresco de la mañana me volvió el sentido.

Me puse de pie y miré a mi alrededor.

Estaba solo…, ¡solo entre los muertos!

Los carlistas habían levantado el campo durante la noche, llevándose a todos los heridos.

Registré a García, y vi que la bala le había entrado por un costado y salido por el otro.

Tomélo a mi vez a cuestas y, trémulo, vacilante, con los ojos húmedos y el corazón destrozado, entré en Gironella…

Allí está enterrado el pobre García.

Hoy es para mí su nombre objeto de culto y veneración.

¡Cuántas veces, cuántas, he pedido locamente a Dios que le permitiera resucitar, para consolarle de mis acritudes y violencias y pagarle con amor su sacrificio! ¡Cuántas le he pedido perdón con el pensamiento! ¡Y cómo me ha mejorado su muerte!

Desde entonces soy dulce, afable, cariñoso con aquellos de mis inferiores que se portan bien, y en vez de aspirar a que tiemblen ante mí y me crean un ser de especie superior a la humana, sólo deseo ser como un padre de todos ellos… Porque he comprendido, demasiado tarde, que bajo el burdo capote del soldado laten a veces corazones más hermosos que bajo el uniforme dorado del general.

¡Oh! Cuando los asistentes que he tenido después han celebrado mi trato paternal; cuando he oído las bendiciones de mi compañía; cuando he derramado algún consuelo sobre esos pobres hijos de la Patria, arrancados del seno de sus familias para servir a la ambición o a la cólera ajenas, ¿no es verdad, pobre García, que has sonreído en el Cielo, diciéndote: «Mi sacrificio no fue inútil, pues que ha redimido a algunos de mis camaradas?»…

 

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El joven militar quedó con los ojos clavados en el cielo; nosotros nos asimos a sus manos, y el mozo de la fonda entró con la cuenta.