Ryunosuke Akutagawa
Fue un día nublado de
invierno. Yo esperaba distraído el silbato de partida, arrinconado en un
asiento de segunda clase de la línea Yokosuka con rumbo a Tokio. Extrañamente,
no había ningún otro pasajero dentro del vagón, que ya se había iluminado con
luz eléctrica desde hacía mucho tiempo. Más extraño todavía, pude confirmar,
con un vistazo al exterior, que en la plataforma tampoco había una sombra de
gente que viniera a despedirse, y solo distinguí a cierta distancia un perrito
enjaulado que ladraba de cuando en cuando de tristeza. Era un paisaje que se
sintonizaba, como una obra de magia, con mi estado emocional; un cansancio y
hastío inexpresable se anclaba con todo su peso como una nube oscura que
anuncia la inminente caída de la nieve. Yo permanecía inmóvil con las dos manos
en los bolsillos de la gabardina, sin ánimo para sacar el periódico vespertino
que tenía guardado en uno de ellos.
Pronto
sonó el silbato. Sintiendo un alivio con la cabeza recargada contra el marco de
la ventana, me preparé sin emoción alguna a contemplar el retroceso de la
plataforma que iba a dejar atrás según la marcha del tren. Antes, sin embargo,
se escucharon unas pisadas estrepitosas que se acercaban a la portilla, y en
seguida se abrió con brusquedad la puerta de mi vagón de segunda clase para
permitir la entrada precipitosa de una muchachilla de trece o catorce años,
acompañada por los insultos del conductor. Casi simultáneamente, el tren
comenzó a moverse con una fuerte sacudida. Las columnas pasaban ante la vista
una tras otra, el vagón portador de agua permanecía en otra vía como
abandonado, el cargador de maletas le agradecía la propina a algún pasajero –todo
esto se quedó a mis espaldas, no sin cierto rencor, envuelto en el humo polvoso
que golpeaba la ventana. Con la serenidad recobrada, encendí un tabaco mientras
abría al fin los párpados aletargados para observar de una ojeada a la
muchachilla, ahora sentada frente a mí.
Se
trataba de una típica provinciana con el cabello sin brillo, peinado en forma
de hoja de ginkgo, y exhibía una cicatriz horizontal en las mejillas, raspadas
por la sequedad, que se sonrojaban en exceso, a punto de repugnar. Tenía un pañuelo
grande envuelto sobre las rodillas, de las cuales colgaba sin peso una bufanda
de lana color amarillo rojizo. Entre las manos hinchadas con sabañones que
sostenían el pañuelo envuelto, se veía un billete rojo, el pasaje de tercera
clase, empuñado con fuerza. No me gustó el rostro vulgar de la muchachilla y me
desagradó su vestimenta sucia, además de la irritación que me originó su
insensatez de ocupar un asiento de segunda con el pasaje de tercera. Con el
tabaco encendido, decidí sin ganas extender el periódico sobre las piernas para
olvidarme de su presencia. De inmediato, el rayo solar que caía sobre los
artículos se esfumó de repente para ceder el sitio a la luz eléctrica, que
resaltó en un extraño relieve las letras mal impresas de algunas columnas ante
mis ojos. El tren atravesaba el primero de los tantos túneles que interceptaban
la línea Yokosuka.
Un
recorrido fugaz bajo la luz artificial fue suficiente para darme cuenta de que
había demasiados sucesos banales en el mundo para aligerar mi mente deprimida.
El tratado de paz, nuevos matrimonios, casos de corrupción, artículos
necrológicos –pasé una revista maquinal de todas esas columnas desérticas
mientras se me alteró momentáneamente el sentido de orientación al avanzar por
el túnel. Durante todo este tiempo, nunca pude borrar de mi conciencia a la
muchachilla que se sentaba al frente como si encarnara la sociedad vulgar. El
tren que se desplazaba en la penumbra, la muchachilla provinciana y el
periódico vespertino, repleto de noticias ordinarias –esta triple alianza no
era sino un símbolo para mí: símbolo que representaba lo tedioso de la vida
humana. Harto de todo, dejé al lado el periódico que iba a leer, y cerré los
ojos como un muerto para tratar de conciliar el sueño con la cabeza recargada de
nuevo contra el marco de la ventana.
Así
pasaron algunos minutos. Sintiéndome amenazado por algo desconocido, recorrí
con la mirada al rededor y me di cuenta de que la muchachilla, que se había
pasado con celeridad al asiento ubicado a mi lado, forcejeaba con la ventana
para abrirla. El vidrio era tan pesado que apenas lograba mover el marco. Con
las mejillas cuarteadas, aún más sonrojadas, la muchachilla resollaba sin voz,
haciendo sonar la nariz de cuando en cuando. Mientras escuchaba su respiración
agitada, no pude evitar cierta conmoción ante la escena, pero no entendí por
qué a la muchachilla se le ocurrió forzar la ventana cerrada. Era obvio, al
juzgar por la cercanía de las laderas cubiertas por las matas marchitas que
reverberaban bajo la luz crepuscular, el tren no demoraría en entrar de nuevo
al túnel. Convencido de que la muchachilla lo hacía solo por capricho, guardé
sentimientos sañudos en mi interior y permanecí impasible, casi con un secreto
deseo de frustrar su intento, observando esas manos con sabañones que se
desesperaban por bajar la ventana. Pronto el tren entró al túnel con un clamor
estruendoso y, al mismo tiempo, la ventana al fin bajó cediendo ante la fuerza
de la muchachilla. Del marco rectangular irrumpió un aire negro, cargado de hollín,
que no tardó en invadir todo el vagón con humo asfixiante. Delicado de la
garganta desde antes, tuve un terrible ataque de tos ante la afluencia polvosa
que me acometió en el rostro, sin tener tiempo siquiera para taparme la boca
con el pañuelo. Sin un asomo de preocupación por mí, la muchachilla sacó la
cabeza de la ventana y dirigió su mirada hacia adelante con el cabello peinado
en forma de ginkgo ondulando en el aire oscuro. Si no llegué a regañarla sin
piedad para forzarla a cerrar la ventana en el mismo instante en que la enfoqué
bajo la lámpara ensuciada por el hollín, controlando a duras penas la tos, fue
porque se filtró, con el cambio repentino de luz que iluminó el paisaje
exterior, el aire fresco con olor a tierra, matas y agua.
Ahora,
el tren, que ya había dejado atrás el túnel, iba pasando por un crucero de
arrabal, situado entre una colina y unas pilas de heno. Ahí cerca se
apretujaban en desorden casas miserables con techos de tejas y pajas, y una
bandera flameaba lánguida con reflejo del atardecer, quizá siguiendo el
movimiento acompasado del guardabarreras. Apenas sentí el alivio de haber
sobrepasado el túnel, distinguí, al otro lado de la barrera tétrica, tres niños
con mejillas sonrojadas, alineados en una fila apretada. Todos eran bajos de
estatura, como si se hubieran encogido bajo el cielo nublado, y vestían de
manera sombría, casi como el paisaje de ese barrio anonadado. Con las miradas
alzadas para observar la marcha del tren, los niños levantaron las manos al
unísono y gritaron palabras incoherentes a voz en cuello, mostrando sus
campanillas inocentes. En ese mismo instante, la muchachilla, que había
permanecido con la cabeza fuera de la ventana, extendió de pronto los brazos
para sacudirlos con brío a diestra y siniestra, y lanzó una media docena de
mandarinas, que resplandecieron en el aire con calidez del sol primaveral, como
para levantar el ánimo, antes de caer una tras otra encima de los niños
alborotados. Me quedé sin respiración y comprendí todo de inmediato; la
muchachilla, que iba a trabajar de sirvienta doméstica en alguna casa lejana,
agradeció la despedida ardorosa de sus hermanos al lanzarles unas cuantas
mandarinas que había guardado en su seno.
El
crucero de arrabal, teñido por el crepúsculo, los tres niños que lanzaron
alaridos de pájaro, y el color fresco de las mandarinas que revolotearon sobre
sus cabezas –esta escena se disipó en un abrir y cerrar de ojos tras la ventana
del tren, pero se quedó grabada en mi mente con una nitidez elegiaca. Y sentí
surgir desde el fondo de mi alma un júbilo misterioso, nunca antes
experimentado. Irguiendo la cabeza con resolución, escudriñé el rostro de la
muchachilla como si fuera otra persona. Sentada de nuevo al frente, la niña
seguía asiendo el billete de su pasaje de tercera clase en su puño cerrado, con
las mismas mejillas raspadas, sumergidas en la bufanda de lana color amarillo
rojizo…
En
ese momento, logré olvidarme, aunque fuera de manera efímera, tanto de mi
fatiga y hastío como de esta vida incomprensible, vulgar y tediosa, por primera
vez en muchos años.
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