Honoré de Balzac
“A veces lo veían, por un fenómeno de visión o de locomoción, abolir el espacio
en sus dos formas de Tiempo y de Distancia, una de las cuales es intelectual y la
otra física” (Histoire intellectuelle de Louis Lambert)
A mi querido Albert Marchand de la Ribellerie. Tours, 1836.
Una noche del mes de noviembre de 1793,
los principales personajes de Carentan se encontraban en el salón de la señora de
Dey, en cuyo domicilio se reunía todos los días la asamblea. Determinadas circunstancias,
que no habrían llamado la atención en una gran ciudad pero que preocupaban profundamente
en una pequeña, prestaban a aquella cita habitual un interés desacostumbrado. La
antevíspera, la señora de Dey había cerrado su puerta a sus amistades, que también
se había dispensado de recibir la víspera con el pretexto de hallarse indispuesta.
En época ordinaria, aquellos dos acontecimientos habrían causado en Carentan el
mismo efecto que produce en París la suspensión de las representaciones de todos
los teatros. En esos días la existencia está, en cierto sentido, incompleta. Pero,
en 1793, la conducta de la señora de Dey podía tener los más funestos resultados.
En aquellos momentos, la más mínima diligencia realizada se transformaba casi siempre
en cuestión de vida o muerte para los nobles. Para comprender bien la intensa curiosidad
y las estrechas finuras que animaron durante aquella velada las fisonomías normandas
de todos aquellos personajes pero, sobre todo, para compartir las perplejidades
secretas de la señora de Dey, es necesario explicar el papel que ella representaba
en Carentan. Dado que la posición crítica en la que ella se encontraba en aquel
momento había sido sin duda la de mucha gente durante la Revolución, las simpatías
de más de un lector terminarán de darle color a este relato.
La señora de Dey, viuda
de un teniente general caballero de las Órdenes militares, había abandonado la corte
al principio de la emigración. Como poseía propiedades considerables en los alrededores
de Carentan, se había refugiado en ellas esperando que allí no se dejara sentir
mucho la influencia del Terror. Ese cálculo, fundado en un conocimiento exacto de
la región, fue acertado. La Revolución produjo pocos desastres en la Baja Normandía.
Aunque la señora de Dey no hubiera recibido en otros tiempos cuando venía a visitar
sus propiedades nada más que a las familias nobles de la zona, ahora, por política,
había abierto su casa a los principales burgueses de la ciudad y a las nuevas autoridades,
esforzándose por hacerles sentirse orgullosos de su conquista, sin despertar en
ellos ni odio ni envidia.
Graciosa y buena, dotada
de esa inexpresable dulzura que sabe agradar sin recurrir a la humillación o a la
adulación, había llegado a hacerse con la estima general por su tacto exquisito,
cuyas prudentes advertencias le permitían mantenerse en la delgada línea en la que
podía satisfacer las exigencias de aquella sociedad heterogénea, sin humillar el
reticente amor propio de los advenedizos, ni herir el de sus antiguos amigos nobles.
Con una edad de alrededor
de treinta y ocho años, conservaba aún, no la belleza fresca y rolliza que caracteriza
a las jóvenes de la Baja Normandía, sino una belleza grácil y, por decirlo así,
aristocrática. Sus facciones eran finas y delicadas; su cintura flexible y delgada.
Cuando hablaba, su pálido rostro parecía iluminarse y adquirir vida. Sus grandes
ojos negros estaban llenos de afabilidad, pero su expresión tranquila y religiosa
parecía anunciar que el principio de su existencia ya no estaba en ella. Casada
en la flor de la edad con un militar viejo y celoso, la falsedad de su posición
en medio de una corte galante contribuyó mucho, sin duda, a extender un velo de
grave melancolía sobre un rostro en el que los encantos y la vivacidad del amor
habían debido brillar en otros tiempos.
Obligada a reprimir
sin cesar los movimientos espontáneos, las emociones de la mujer mientras siente
aún en lugar de reflexionar, la pasión había permanecido virgen en el fondo de su
corazón. Por lo que, su principal atractivo procedía de aquella íntima juventud
que, por momentos, traicionaba su fisonomía, y que daba a sus ideas una inocente
expresión de deseo. En su aspecto dominaba la compostura, pero había siempre en
su ademán, en su voz, impulsos hacia un porvenir desconocido, como en una jovencita;
muy pronto el hombre más insensible se encontraba enamorado de ella, pero conservaba,
no obstante, una especie de temor respetuoso, inspirado por unas maneras delicadas
que imponían. Su alma, grande por naturaleza, y fortalecida además por crueles luchas,
parecía situada demasiado lejos del vulgo, y los hombres se hacían justicia. Aquel
alma necesitaba una gran pasión. Por lo que los afectos de la señora de Dey se habían
concentrado en un único sentimiento, el de la maternidad.
La felicidad y los placeres
de los que se había visto privada en su vida de mujer, los encontraba en el amor
inmenso que sentía por su hijo. No lo amaba sólo con la pura y profunda devoción
de una madre, sino con la coquetería de una amante y los celos de una esposa. Se
sentía desgraciada cuando estaba lejos de él; inquieta durante sus ausencias, no
lo veía nunca demasiado, no vivía sino por él y para él.
Con el fin de hacer
comprender a los hombres la intensidad de aquel sentimiento, bastará añadir que
aquel joven era no sólo el único hijo de la señora de Dey, sino además su único
pariente, el único ser al que ella pudiera asociar los temores, las esperanzas y
las alegrías de su vida. El difunto conde de Dey fue el último vástago de su familia,
como ella resultó ser la única heredera de la suya.
Los cálculos y los intereses
humanos parecían haberse puesto de acuerdo con las más nobles necesidades del alma
para exaltar en el corazón de la condesa un sentimiento ya suficientemente fuerte
en todas las mujeres. No crió a su hijo sino con esfuerzos infinitos, que se lo
habían hecho más querido aún; veinte veces los médicos le anunciaron su pérdida;
pero, confiando en sus presentimientos, en sus esperanzas, tuvo la alegría inefable
de verlo superar felizmente los peligros de la infancia, de admirar los progresos
de su constitución, pese a las opiniones de la facultad de Medicina.
Gracias a sus cuidados
constantes, aquel hijo había crecido y se había desarrollado con tanta gracia que
a los veinte años pasaba por ser uno de los caballeros más apuestos de Versalles.
Además, por una felicidad
que no corona los esfuerzos de todas las madres, ella era adorada por su hijo; sus
almas se entendían con fraternales simpatías. Si no hubieran estado ya ligados por
el lazo de la naturaleza, habrían sentido instintivamente el uno por la otra esa
amistad de persona a persona, que tan pocas veces se encuentra en la vida.
Nombrado subteniente
de dragones a los dieciocho años, el joven conde había obedecido al pundonor de
la época y había seguido a los príncipes camino de la emigración.
Por lo que la señora
de Dey, noble, rica, y madre de un emigrado, no ignoraba en absoluto los peligros
de su cruel situación. Sin más deseo que el de conservarle a su hijo una gran fortuna,
había renunciado a la felicidad de acompañarlo; pero al leer las leyes rigurosas
en virtud de las cuales la República confiscaba a diario los bienes de los emigrados
de Carentan, se alegraba de este acto de valentía. ¿No guardaba los tesoros de su
hijo con peligro de su vida? Luego, al conocer las terribles ejecuciones ordenadas
por la Convención, se dormía tranquila sabiendo que su verdadera riqueza estaba
seguro, lejos de los peligros, lejos de los cadalsos. Se complacía creyendo que
había tomado la mejor decisión para salvar a la vez todas sus fortunas. Haciendo
a aquel secreto pensamiento las concesiones exigidas por la desgracia de los tiempos,
sin comprometer ni su dignidad de mujer ni sus creencias aristocráticas, envolvía
sus dolores en un distante misterio. Había comprendido las dificultades que le esperaban
en Carentan. ¿Venir a ocupar el primer plano, no era desafiar la guillotina cada
día? Pero, fortalecida por su valor de madre, supo conquistarse el afecto de los
pobres aliviando indistintamente todas las miserias, y se hizo necesaria para los
ricos velando por sus placeres.
Recibía al procurador
de la comuna, al alcalde, al presidente del distrito, al acusador público, y hasta
a los jueces del tribunal revolucionario. Los cuatro primeros de entre estos personajes,
que no estaban casados, la cortejaban con la esperanza de casarse con ella, ya fuera
intimidándola con el mal que podían causarle, ya fuera ofreciéndole su protección.
El acusador público,
antiguo procurador en Caen, antaño encargado de los asuntos de la condesa, intentaba
inspirarle amor por medio de una conducta llena de lealtad y de generosidad; ¡finura
peligrosa! pues él era el más temible de los pretendientes. Era el único que conocía
a fondo el estado de la considerable fortuna de su antigua cliente. Su pasión se
incrementaba con todos los deseos de una avaricia que residía en un poder inmenso,
en el derecho de vida y muerte en el distrito.
Aquel hombre, aún joven, ponía tanta nobleza en sus procedimientos, que la señora
de Dey no había podido juzgarlo aún.
Pero, despreciando el
peligro que hay en luchar con habilidad contra normandos, empleaba el espíritu de
invención y la astucia que la naturaleza ha inculcado en las mujeres para oponer
entre sí a aquellas rivalidades. Ganando tiempo, esperaba llegar sana y salva al
final de las revueltas. En aquellos momentos, los monárquicos del interior presumían
a diario de que la revolución terminaría al día siguiente; y esa convicción fue
la perdición para muchos de ellos.
Pese a esos obstáculos,
la condesa había conservado bastante hábilmente su independencia hasta el día en
que, por una inexplicable imprudencia, se le había ocurrido cerrar de repente su
puerta. Inspiraba un interés tan profundo y verdadero, que las personas que habían
acudido aquella noche a su casa concibieron auténticas inquietudes al saber que
le sería imposible recibirlas; luego, con esa franqueza y curiosidad que se halla
impresa en las costumbres provincianas, preguntaron acerca de la desgracia, la pena,
o la enfermedad que podía afligir a la señora de Dey. A esas preguntas, una vieja
doncella llamada Brigitte respondía que su señora estaba encerrada y no quería ver
a nadie, ni siquiera al personal de la casa.
La existencia, en cierto
sentido claustral, que llevan los habitantes de una pequeña ciudad origina en ellos
la costumbre de analizar y explicar las acciones de los demás tan naturalmente invencible
que, tras haberse compadecido de la señora de Dey, sin saber si estaba realmente
feliz o apesadumbrada, cada cual se puso a indagar acerca de las causas de su repentino
retiro.
–Si estuviera enferma
–dijo el primer curioso– habría mandado llamar al médico; pero el doctor permaneció
durante toda la jornada de ayer en mi casa jugando al ajedrez. Me decía riendo que
en los tiempos que corren sólo hay una enfermedad… que desgraciadamente es incurable.
Esta broma fue profusamente
difundida. Mujeres, hombres, ancianos y jovencitas se pusieron entonces a recorrer
el amplio campo de conjeturas. Cada cual creyó adivinar un secreto, secreto que
invadió todas las imaginaciones. Al día siguiente las sospechas se enconaron.
Como la vida está al
día en una pequeña ciudad, las mujeres fueron las primeras en enterarse de que Brigitte
había adquirido en el mercado provisiones más abundantes que de costumbre. Ese hecho
no podía ser cuestionado. Habían visto a Brigitte muy temprano en la plaza y, cosa
extraña, había adquirido la única liebre que allí había. Toda la ciudad sabía que
a la señora de Dey no le gustaba la carne de caza. La liebre se convirtió en el
punto de partida de infinitas suposiciones.
Al realizar su paseo
habitual, los ancianos observaron en la casa de la condesa un tipo de actividad
contenida que se revelaba por las mismas precauciones que tomaban los empleados
para ocultarla. El lacayo sacudía una alfombra en el jardín; la víspera, nadie habría
prestado atención a ese gesto, pero aquella alfombra se convertía en un elemento
en apoyo de las fantasías que todo el mundo creaba. Cada cual tenía la suya.
El segundo día, al tener
conocimiento de que la señora de Dey decía encontrarse indispuesta, los principales
personajes de Carentan se reunieron por la noche en casa del hermano del alcalde,
viejo negociante casado, hombre probo, apreciado por todos, y con el que la condesa
tenía bastantes consideraciones. Allí, todos los aspirantes a la mano de la rica
viuda contaron una fábula más o menos verosímil; y cada uno intentaba volver en
provecho propio la circunstancia secreta que la forzaba a comprometerse de ese modo.
El acusador público imaginaba todo un drama para conducir por la noche al hijo de
la señora de Dey a casa de ésta. El alcalde pensaba que se trataba de un cura refractario
llegado de la Vendée, que le habría pedido asilo; pero la adquisición de la liebre
en viernes lo confundía mucho. El presidente del distrito apostaba por que se trataba
de un jefe de chuanes o de vandeanos ferozmente perseguido. Otros pensaban que se
trataba de un noble escapado de las prisiones de París. Es decir, que todos sospechaban
que la condesa era culpable de una de esas generosidades que las leyes de entonces
consideraban un crimen y que podía llevarla al cadalso.
El acusador público
decía además en voz baja que había que callarse y tratar de salvar a la desafortunada
del abismo hacia el que se dirigía a pasos agigantados.
–Si difunden este asunto
–añadía– me veré obligado a intervenir, a hacer registros en su casa, y entonces…
No terminó la frase, pero todos comprendieron la reticencia.
Los verdaderos amigos
de la condesa se alarmaron de tal forma por ella que, en la mañana del tercer día,
el procurador síndico de la comuna hizo que su mujer le enviara a la condesa una
nota recomendándole que recibiera durante la velada, como siempre. Más osado, el
antiguo negociante se presentó por la mañana en casa de la señora de Dey. Fortalecido
por el servicio que quería rendirle, exigió ser recibido por ella, y se quedó estupefacto
al verla en el jardín, ocupada en cortar las últimas flores de sus arriates para
colocarlas en jarrones.
–Sin duda le ha dado
asilo a su amante –se dijo el anciano compadecido de aquella encantadora mujer.
La singular expresión del rostro de la condesa lo confirmó en sus sospechas. Profundamente
emocionado por esa abnegación tan natural en las mujeres, pero que les impresiona
siempre porque todos los hombres se sienten halagados por los sacrificios que una
de ellas hace por un hombre, el negociante puso a la condesa al corriente de los
comentarios que corrían por la ciudad y del peligro en el que se encontraba.
–Pues –le dijo concluyendo,–
si entre nuestros funcionarios hay algunos dispuestos a perdonarle a usted un heroísmo
que tuviera a un sacerdote como objeto, nadie se compadecería de usted si se descubre
que se inmola por asuntos del corazón.
Al oír estas palabras,
la señora de Dey lo miró con una expresión de desvarío y de locura que hizo temblar
al anciano.
–Venga –le dijo tomándolo
de la mano para conducirlo a su habitación, donde, después de haberse asegurado
de que estaban solos, sacó de su seno una carta sucia y arrugada.– Lea, –exclamó
haciendo un gran esfuerzo para pronunciar esa palabra.
Se dejó caer en un sillón,
como anonadada. Mientras que el viejo negociante buscaba sus gafas y las limpiaba,
ella levantó los ojos hacia él, lo contempló por primera vez con curiosidad, y luego,
con voz alterada, le dijo suavemente:
–Confío en usted.
–¿No vengo yo a compartir
su crimen? –respondió el buen hombre con sencillez.
Ella se estremeció.
Por vez primera en aquella pequeña ciudad, su alma sintonizaba con la de otra persona.
El viejo negociante comprendió de repente el abatimiento y la alegría de la condesa.
El hijo había formado parte de la expedición a Granville, y escribía a su madre
desde el fondo de una prisión, dándole una triste y dulce esperanza. Sin poner en
duda sus medios de evasión, le indicaba los tres días durante los cuales iba a presentarse
en su casa, disfrazado. La carta contenía una desgarradora despedida en el caso
en que no estuviera en Carentan la velada del tercer día, y pedía a su madre que
le entregara una importante suma al emisario que, sorteando mil peligros, se había
encargado de llevarle aquella carta. El papel temblaba en las manos del anciano.
–Estamos en el tercer
día –exclamó la señora de Dey que se levantó rápidamente, recuperó la carta y se
puso a caminar.
–Ha cometido algunas
imprudencias –le dijo el negociante.– ¿Por qué adquirir provisiones?
–Porque puede llegar
muerto de hambre, extenuado de fatiga, y…–No terminó la frase.
–Confío plenamente en
mi hermano, –dijo el anciano– voy a ponerle al corriente de sus asuntos.
El negociante recuperó
en esta circunstancia la finura que había puesto en otros tiempos en los negocios,
y le dio consejos repletos de prudencia y
sagacidad. Después de ponerse de acuerdo en todo lo que debían decir o hacer
los dos, el anciano fue, con pretextos hábilmente elaborados, a las principales
casas de Carentan donde anunció que la señora de Dey, a la que acababa de ver, recibiría
por la noche pese a su indisposición. Rivalizando en astucia con las inteligencias
normandas en el interrogatorio que cada familia le hizo acerca de la dolencia de
la condesa, consiguió engañar a casi todas las personas que se ocupaban de aquel
misterioso asunto.
Su primera visita causó
sensación. Contó ante una anciana dama gotosa que la señora de Dey había estado
a punto de perecer por un ataque de gota en el estómago; y como el famoso Tronchin
le había recomendado tiempo atrás, en una situación semejante, que se colocara sobre
el pecho la piel de una liebre despellejada viva y permaneciera en cama sin permitirse
el menor movimiento, la condesa, en peligro de muerte dos días antes, después de
haber seguido minuciosamente la extraña receta de Tronchin, se encontraba suficientemente
restablecida como para recibir a quienes fueran a visitarla durante la velada.
Aquel cuento obtuvo
un prodigioso éxito y el médico de Carentan, monárquico in petto, incrementó
su efecto por el entusiasmo que puso en alabar el específico.
Sin embargo, las sospechas
habían arraigado demasiado en el espíritu de algunos obstinados o de algunos filósofos
como para disiparse por completo; de tal forma que, por la noche, los que solían
ser admitidos en casa de la señora de Dey acudieron presurosos y desde bien temprano
a casa de ésta, unos para espiar su presencia de ánimo, otros por amistad y la mayoría
impresionados por el carácter milagroso de su curación.
Encontraron a la condesa
sentada en una esquina de la gran chimenea de su salón, más o menos igual de modesto
que todos los de Carentan; pues, para no herir la estrecha mentalidad de sus huéspedes, había renunciado a los placeres lujosos a los
que antaño estaba acostumbrada, y no había cambiado nada de aquella casa. Las baldosas
de la sala de recepción ni siquiera habían sido pulidas. Había dejado en las paredes
antiguos tapices oscuros, conservaba los muebles de la comarca, utilizaba velas,
y seguía las modas de la ciudad, adoptando la vida provinciana sin retroceder ni
ante las más duras pequeñeces, ni ante las más desagradables privaciones. Pero,
sabiendo que sus invitados le perdonarían las magnificencias que tuvieran como fin
su bienestar, no olvidaba nada cuando se trataba de procurarles goces personales.
Por lo que les ofrecía siempre excelentes cenas. Llegaba a veces hasta el extremo de fingir avaricia para agradar
a aquellos espíritus calculadores; y, después de haber tenido la habilidad de dejarse
arrancar determinadas concesiones de lujo, sabía obedecer con gracia. Por lo que,
hacia las siete de la tarde, la mejor mala compañía de Carentan se encontraba en
su casa, y describía un gran círculo en torno a la chimenea.
La dueña de la casa,
sostenida en su preocupación por las miradas compasivas que le lanzaba el antiguo
negociante, se sometió con increíble valor a las minuciosas preguntas, a los razonamientos
frívolos y estúpidos de sus invitados. Pero a cada aldabonazo dado en su puerta,
o cada vez que resonaban pasos en la calle, ocultaba su emoción planteando cuestiones
interesantes para la fortuna de la región. Suscitó ruidosas discusiones acerca de
la calidad de las sidras, y fue tan bien secundada por su confidente, que la asamblea
se olvidó casi de espiarla considerando su actitud natural y su aplomo imperturbable.
El acusador público
y uno de los jueces del tribunal revolucionario permanecían taciturnos, observaban
atentamente los más mínimos movimientos de su fisonomía, escuchaban lo que sucedía
en la casa pese al tumulto; y, en numerosas ocasiones, le hicieron preguntas comprometedoras
a las que la condesa respondió, pese a todo, con admirable presencia de ánimo. ¡Las
madres tienen tanto valor!
Cuando la señora de
Dey hubo organizado las partidas, y situado a todo el mundo en torno a las mesas
de boston, de revesino o de whist, permaneció unos minutos charlando junto a algunas
personas jóvenes con aparente tranquilidad, representando su papel como una actriz
consumada. Luego hizo que le solicitaran un juego de lotería, dijo que ella era
la única que sabía donde estaba, y desapareció.
–¡Me asfixio, mi pobre
Brigitte! –exclamó secándose las lágrimas que brotaban abundandemente de sus ojos
brillantes de fiebre, de dolor y de impaciencia.– No llega, –prosiguió contemplando
la habitación a la que había subido.– Aquí respiro, vivo. ¡Unos minutos más y él
estará aquí, no obstante! Pues aún vive, estoy segura de ello. Me lo dice el corazón.
¿No oyes nada, Brigitte? ¡Oh! ¡Daría lo que me queda de vida por saber si está en
la cárcel o si anda a través de los caminos! Quisiera no pensar.
Examinó, una vez más,
si todo estaba en orden en la habitación. Un fuego abundante brillaba en la chimenea;
los postigos se hallaban cuidadosamente entornados; los muebles relucían de limpios;
la forma en que la cama había sido preparada probaba que la condesa se había ocupado,
junto a Brigitte, de los más mínimos detalles; y sus esperanzas se trasparentaban
en los cuidados delicados que parecían haberse tomado en aquella habitación en la
que se respiraba la graciosa dulzura del amor y sus más castas caricias en los perfumes
exhalados por las flores.
Sólo una madre podía
haber previsto los deseos de un soldado y prepararle tan completa satisfacción.
Una comida exquisita, vinos selectos, el calzado, la ropa interior, en fin, todo
lo que debía ser necesario o agradable para un viajero fatigado, se encontraba reunido
para que nada le faltara, para que las delicias del hogar le revelaran el amor de
una madre.
–¿Brigitte? –dijo la
condesa con un tono de voz desgarrador mientras colocaba una silla junto a la mesa,
como para hacer realidad sus deseos, como para aumentar la intensidad de sus ilusiones.
–¡Ah! señora, llegará.
Ya no está lejos. No tengo dudas de que está vivo y en camino, –prosiguió Brigitte.–
Puse una llave en la Biblia, la mantuve sobre mis dedos mientras Cottin leía el
evangelio de san Juan… y ¡señora! la llave no giró.
–¿Seguro? –preguntó
la condesa.
–¡Oh! señora, seguro.
Apostaría mi salvación eterna a que está vivo aún. Dios no puede equivocarse.
–Pese al peligro que
aquí lo espera, quisiera, no obstante, verlo aquí.
–¡Pobre señor Auguste!
–exclamó Brigitte,– sin duda anda a pie por los caminos.
–¡Y las ocho sonando
en el campanario! –exclamó la condesa con terror.
Tuvo miedo de haber
permanecido más tiempo del debido en aquella habitación en la que creía en la vida
de su hijo al ver cuanto testimoniaba la vida y descendió; pero antes de entrar
en el salón, permaneció un momento bajo el peristilo de la escalera escuchando si
algún ruido no despertaba los silenciosos ecos de la ciudad. Sonrió al marido de
Brigitte que estaba de centinela y cuyos ojos parecían deslumbrados a fuerza de
prestarle atención a los murmullos de la plaza y de la noche. Ella veía a su hijo
en todo y en todas partes. Luego entró simulando una expresión alegre y se puso
a jugar a la lotería con unas jóvenes; pero, de vez en cuando, decía no encontrarse
bien y volvía a sentarse en el sillón junto a la chimenea.
Tal era la situación
de las cosas y de los espíritus en casa de la señora de Dey, mientras que, por el
camino de París a Cherburgo, un hombre joven vestido con una carmañola parda, traje
obligado en aquella época, se dirigía hacia Carentan. Al comienzo de las movilizaciones,
había poca o ninguna disciplina. Las exigencias del momento no permitían a la República
equipar de golpe a todos sus soldados y no era raro ver los caminos cubiertos de
movilizados que conservaban su ropa de burgueses. Esos jóvenes llegaban antes que
sus batallones a los lugares de etapa, o permanecían detrás, pues su marcha estaba
sometida a la manera de soportar las fatigas de un largo camino. El viajero del
que aquí se trata iba bastante por delante de la columna de movilizados que se dirigía
a Cherburgo, y que el alcalde esperaba de hora en hora para distribuirles billetes
de alojamiento. Aquel joven caminaba con un andar pesado pero aún firme y su marcha
parecía anunciar que estaba familiarizado desde hacía mucho tiempo con la rudeza
de la vida militar.
Aunque la luna iluminara
los pastizales próximos a Carentan, había observado gruesas nubes blancas prestas
a arrojar nieve sobre la campiña; y el temor de verse sorprendido por un huracán
animaba sin duda su ritmo, más vivo aún de lo que habría impuesto su fatiga. Llevaba
a la espalda un petate casi vacío, y en la mano un palo de boj cortado en los altos
y anchos setos que este arbusto forma alrededor de la mayoría de las propiedades
en la Baja Normandía.
El viajero solitario
entró en Carentan, cuyas torres, rodeadas de los resplandores fantásticos de la
luna, había divisado desde hacía un rato. Sus pasos despertaron los ecos de las
calles silenciosas donde no encontró a nadie; se vio obligado a preguntar dónde
estaba la casa del alcalde a un tejedor que aún se hallaba trabajando.
El magistrado vivía
a corta distancia y pronto se vio el movilizado al abrigo bajo el porche de la casa
del alcalde donde se sentó en un banco de piedra, a la espera de que le entregaran
el billete de alojamiento que había solicitado. Pero, llamado por el funcionario,
compareció ante él y fue objeto de un escrupuloso examen. El soldado de infantería
era un hombre joven de buen aspecto que parecía pertenecer a una familia distinguida.
Su expresión demostraba nobleza. La inteligencia originada por una buena educación
se percibía en su rostro.
–¿Cómo te llamas? –le
preguntó el alcalde echándole una mirada llena de sutileza.
–Julien Jussieu –contestó
el movilizado.
–¿Y vienes…? –dijo el
magistrado dejando escapar una sonrisa de incredulidad.
–De París.
–Tus compañeros deben
estar lejos –prosiguió el normando con tono
socarrón.
–Le llevo tres leguas
de ventaja al batallón.
–¿Algún sentimiento
te atrae a Carentan, ciudadano movilizado? –dijo el alcalde con malicia–. Está bien,
–añadió imponiendo silencio con un gesto de la mano al joven dispuesto a hablar–
sabemos dónde enviarte. ¡Ten –prosiguió entregándole su billete de alojamiento,–
márchate, ciudadano Jussieu!
Un tono de ironía se
hizo sentir en el acento con el que el magistrado pronunció las dos últimas palabras,
tendiéndole un billete en el que estaba indicada la casa de la señora de Dey. El
joven leyó la dirección con curiosidad.
–Sabe bien que no tiene
que ir muy lejos. Y cuando salga, cruzará inmediatamente la plaza –exclamó el alcalde
hablando consigo mismo, mientras el joven salía–. ¡Es realmente osado! ¡que Dios
lo acompañe! Tiene respuesta para todo. Sí, pero si cualquiera que no fuera yo le
hubiera pedido que mostrara su documentación, se habría visto perdido.
En aquellos momentos,
los relojes de Carentan habían dado las nueve y media, los faroles se encendían
en la antecámara de la señora de Dey; los criados ayudaban a sus señoras y señores
a ponerse los zuecos, las hopalandas o las manteletas; los jugadores habían saldado
cuentas, e iban a retirarse todos a la vez, siguiendo la costumbre establecida en
todas las ciudades pequeñas.
–Parece que el acusador
quiere quedarse, –dijo una dama al percatarse de que aquel personaje importante
no estaba con ellos en el momento en que se separaron todos en la plaza para dirigirse
cada cual a su domicilio, después de haber agotado todas las fórmulas de despedida.
Aquel terrible magistrado
se encontraba, efectivamente, a solas con la condesa que, temblando, esperaba que
él tuviera a bien marcharse.
–Ciudadana, –dijo por
fin tras un largo silencio que tuvo algo de horrible,– estoy aquí para hacer cumplir
las leyes de la República…
La señora de Dey se
estremeció.
–¿No tiene pues nada
que revelarme? –preguntó él.
–Nada, –contestó ella
sorprendida.
–¡Ah! señora, –exclamó
el acusador sentándose junto a ella y cambiando de tono,– en este momento, con sólo
una palabra, usted o yo, podemos conducir nuestra cabeza al cadalso. He observado
demasiado bien su carácter, su alma, sus maneras, como para compartir el error en
el que ha sabido colocar a todos sus invitados esta noche. Usted espera a su hijo,
no me cabe la menor duda.
La condesa dejó escapar
un gesto negativo, pero había palidecido, los músculos de su rostro se habían contraído
por la necesidad en la que se encontraba de manifestar una firmeza engañosa, y el
ojo implacable del acusador público no perdió ninguno de sus movimientos.
–¡Está bien!, recíbalo,
–prosiguió el magistrado revolucionario; pero que no permanezca más allá de las
siete de la mañana bajo su techo. Mañana, al amanecer, provisto de una denuncia
que yo mismo haré que me presenten, vendré a su casa…
Ella lo miró con una
expresión estúpida que habría apiadado a un tigre.
–Demostraré –continuó
él con voz suave– la falsedad de esa denuncia por detenidos registros y, por la
naturaleza de mi informe, quedará usted al abrigo de cualquier tipo de sospecha.
Hablaré de sus donativos patrióticos, de su civismo, y todos estaremos a salvo.
La señora de Dey, temiendo
que fuera una trampa, permanecía inmóvil pero su rostro estaba encendido y su lengua
helada. Un aldabonazo resonó en la casa.
–¡Ah! –exclamó la madre
aterrorizada cayendo de rodillas–¡Salvarlo, salvarlo!
–Sí, ¡salvémoslo! –prosiguió
el acusador público lanzándole una mirada apasionada–, aunque nos cueste la vida.
–Estoy perdida –exclamó
mientras el acusador la ayudaba a levantarse con cortesía.
–¡Ah!, señora, –respondió
él con un hermoso gesto oratorio,– yo no quiero deberla a nada… nada más que a usted
misma.
–Señora, el via…, –exclamó
Brigitte creyendo que su señora estaba sola.
Al ver al acusador público,
la anciana doncella, pasó de roja y feliz a inmóvil y lívida.
–¿Quién es, Brigitte?
–preguntó el magistrado con expresión suave e inteligente.
–Un movilizado que el
alcalde nos envía para que lo alojemos, –contestó la criada mostrando el billete.
–Es verdad, –dijo el
acusador después de haber leído la nota.– Esta noche nos llega un batallón. –Y salió.
La condesa tenía demasiada
necesidad de creer en aquel momento en la sinceridad de su antiguo procurador como
para concebir la menor duda; subió rápidamente la escalera, teniendo apenas fuerzas
para sostenerse; luego, abrió la puerta de la habitación, vio a su hijo y se precipitó
en sus brazos, medio muerta:
–¡Ah! ¡Hijo mío, hijo
mío! –exclamó sollozando y cubriéndolo de besos impregnados de una especie de frenesí.
–Señora… –dijo el desconocido.
–¡Ah! ¡no es él! –gritó
retrocediendo aterrorizada y permaneciendo de pie frente al movilizado que contemplaba
con expresión sorprendida.
–¡Oh!, ¡Dios santo,
qué parecido! –dijo Brigitte.
Hubo un momento de silencio,
y hasta el extraño temblaba al ver el aspecto de la señora de Dey.
–¡Ah! señor, –dijo ésta
apoyándose sobre el marido de Brigitte, y sintiendo entonces en toda su intensidad
un dolor cuyo primer envite había estado a punto de causarle la muerte–; señor,
no tengo valor para verlo por más tiempo, permita que mis empleados me sustituyan
y se ocupen de usted.
Y bajó a su aposento,
transportada a medias por Brigitte y el viejo criado.
–¡Cómo, señora! –exclamó
la doncella sentando a su señora,– ¿ese hombre va a dormir en la cama del señor
Auguste, va a ponerse las zapatillas del señor Auguste, y a comerse el paté que
he preparado para el señor Auguste?, aunque me guillotinen, yo…
–¡Brigitte! –gritó la
señora de Dey.
Brigitte enmudeció.
–¡Cállate pues, charlatana!
–le dijo su marido en voz baja– ¿es que quieres matar a la señora?
En ese momento, el movilizado
hizo un ruido en la habitación al sentarse a la mesa.
–No quiero permanecer
aquí –dijo la señora de Dey,– voy a irme al invernadero, desde donde oiré mejor
lo que pase fuera durante la noche.
Aún flotaba entre el
temor de haber perdido a su hijo y la esperanza de verlo reaparecer. La noche fue
horriblemente silenciosa. Hubo un momento horroroso para la condesa cuando el batallón
de movilizados llegó a la ciudad y cada hombre buscó el lugar en que debía alojarse.
Sus esperanzas se vieron defraudadas a cada paso, a cada ruido; luego la naturaleza
recuperó una horrible calma. Al amanecer, la condesa se vio obligada a volver a
la casa. Brigitte, que observaba los movimientos de su señora, al no verla salir,
entró en su habitación y la encontró muerta.
–¡Probablemente ha oído
a ese soldado que está terminando de vestirse y que se mueve por la habitación del
señor Auguste cantando su condenada Marsellesa, como si estuviese en una cuadra!
–exclamó Brigitte. ¡Eso la habrá matado!
Pero la muerte de la
condesa se produjo por un sentimiento más grave y, sin duda, por alguna terrible
visión. A la hora exacta en la que la señora de Dey moría en Carentan, su hijo era
fusilado en el Morbihan. Podemos unir este hecho trágico a todas las observaciones
sobre las simpatías que desconocen las leyes del espacio; documentos que reúnen
con erudita curiosidad algunos solitarios, y que servirán un día para sentar las
bases de una ciencia nueva que ha necesitado hasta el presente un hombre de genio.