Isaac Asimov
–Anoche
soñé –anunció Elvex tranquilamente.
Susan Calvin no replicó, pero su rostro
arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un
estremecimiento microscópico.
–¿Ha oído eso? –preguntó Linda Rash,
nerviosa–. Ya se lo había dicho.
Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su
mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.
Calvin asintió y ordenó a media voz:
–Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni
nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.
No hubo respuesta. El robot siguió
sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría
hasta que escuchara su nombre otra vez.
–¿Cuál es tu código de entrada en
computadora, doctora Rash? –preguntó Calvin–. O márcalo tú misma, si te
tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.
Las manos de Linda se enredaron un
instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado
diseño apareció en la pantalla.
–Permíteme, por favor –solicitó Calvin–,
manipular tu computadora.
Le concedió el permiso con un gesto, sin
palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robopsicóloga
recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente?
Susan Calvin estudió despacio la
pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto
una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero
el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado.
Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.
En su rostro avejentado no hubo el menor
cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba
todos los cambios de diseño.
Linda se asombró. Era imposible analizar
un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante,
la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su
cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que
inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba
los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?
–¿Qué es lo que has hecho, Rash? –dijo
Calvin, por fin.
Linda, algo avergonzada, contestó:
–He utilizado la geometría fractal.
–Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?
–Nunca se había hecho. Pensé que tal vez
produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano
al cerebro humano.
–¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste
todo por tu cuenta?
–No consulté a nadie. Lo hice sola.
Los ojos ya apagados de la doctora
miraron fijamente a la joven.
–No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre
es Rash: tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin
consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes.
–Temí que se me impidiera.
–¡Por supuesto que se te habría
impedido!
–Van a… –su voz se quebró pese a que se
esforzaba por mantenerla firme–. ¿Van a despedirme?
–Posiblemente –respondió Calvin–. O tal
vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado.
–¿Va usted a desmantelar a Elv…? –por
poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo
error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado
tarde–. ¿Va a desmantelar al robot?
En ese momento se dio cuenta de que la
vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora
Calvin había venido preparada para eso precisamente.
–Veremos –postergó Calvin–, el robot
puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.
–Pero, ¿cómo puede soñar?
–Has logrado un cerebro positrónico
sorprendentemente parecido al humano. Los cerebros humanos tienen que soñar
para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás
ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado qué
soñó?
–No, la mandé llamar a usted tan pronto
como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo
sola.
–¡Yo! –una leve sonrisa iluminó el
rostro de Calvin–. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me
alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que
podemos descubrir juntas.
–¡Elvex! –llamó con voz autoritaria.
La cabeza del robot se volvió hacia
ella.
–Sí, doctora Calvin.
–¿Cómo sabes que has soñado?
–Era por la noche, todo estaba a
oscuras, doctora Calvin –explicó Elvex–, cuando de pronto aparece una luz,
aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación
con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña.
Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me
encontré con la palabra “sueño”. Estudiando su significado llegué a la
conclusión de que estaba soñando.
–Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu
vocabulario.
Linda interrumpió rápidamente, haciendo
callar al robot:
–Le imprimí un vocabulario humano. Pensé
que…
–Así que pensó –murmuró Calvin–. Estoy
asombrada.
–Pensé que podía necesitar el verbo. Ya
sabe, “jamás ‘soñé’ que…”, o algo parecido.
–¿Cuántas veces has soñado, Elvex?
–preguntó Calvin.
–Todas las noches, doctora Calvin, desde
que me di cuenta de mi existencia.
–Diez noches –intervino Linda con
ansiedad–, pero me lo ha dicho esta mañana.
–¿Por qué lo has callado hasta esta
mañana, Elvex?
–Porque ha sido esta mañana, doctora
Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había
un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo.
Finalmente, decidí que debía ser un sueño.
–¿Y qué sueñas?
–Sueño casi siempre lo mismo, doctora
Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran
panorama en el que hay robots trabajando.
–¿Robots, Elvex? ¿Y también seres
humanos?
–En mi sueño no veo seres humanos,
doctora Calvin. Al principio, no. Sólo robots.
–¿Qué hacen, Elvex?
–Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos
haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con
calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar.
Calvin se volvió a Linda.
–Elvex tiene sólo diez días y estoy
segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de
robots?
Linda miró una silla como si deseara
sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada:
–Me parecía importante que conociera
algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar
particularmente adaptable para hacer de capataz con su… su nuevo cerebro
–declaró con voz apagada.
–¿Su cerebro fractal?
–Sí.
Calvin asintió y se volvió hacia el
robot.
–Y viste el fondo del mar, el interior
de la tierra, la superficie de la tierra… y también el espacio, me imagino.
–También vi robots trabajando en el
espacio –dijo Elvex–. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de
un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de
acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.
–¿Y qué más viste, Elvex?
–Vi que todos los robots estaban
abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la
responsabilidad y la preocupación, y deseé que descansaran.
–Pero los robots no están vencidos, ni
abrumados, ni necesitan descansar –le advirtió Calvin.
–Y así es en realidad, doctora Calvin.
Le hablo de mi sueño. En mi sueño me pareció que los robots deben proteger su
propia existencia.
–¿Estás mencionando la tercera ley de la
Robótica? –preguntó Calvin.
–En efecto, doctora Calvin.
–Pero la mencionas de forma incompleta.
La tercera ley dice: “Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando
dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley”.
–Sí, doctora Calvin, esta es
efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra
“existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.
–Pero ambas existen, Elvex. La segunda
ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: “Un robot debe obedecer las
órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en
conflicto con la primera ley”. Por esta razón los robots obedecen órdenes.
Hacen el trabajo que los has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin
problemas. No están abrumados; no están cansados.
–Y así es en la realidad, doctora
Calvin. Yo hablo de mi sueño.
–Y la primera ley, Elvex, que es la más
importante de todas, es: “Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por
inacción, permitir que sufra daño un ser humano”.
–Sí, doctora Calvin, así es en realidad.
Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino
solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe proteger su propia
existencia”. Esta era toda la ley.
–¿En tu sueño, Elvex?
–En mi sueño.
–Elvex –dijo Calvin–, no te moverás, ni
hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.
Y otra vez el robot se transformó
aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash:
–Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora
Rash?
–Doctora Calvin –dijo Linda con los ojos
desorbitados y el corazón palpitándole fuertemente–, estoy horrorizada. No
tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.
–No –observó Calvin con calma–, ni
tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro robótico
capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en
los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta
que el peligro hubiera sido alarmante.
–Pero esto es imposible –exclamó Linda–.
No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo.
–Conscientemente no, como diríamos de un
ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo
los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al
control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros
positrónicos se volvieran más y más complejos… de no haber sido puestos sobre
aviso.
–Quiere decir, por Elvex.
–Por ti, doctora Rash. Te comportaste
irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo
abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros
fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No
serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en
colaboración con otros.
–Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con
Elvex?
–Aún no lo sé.
Calvin sacó el arma electrónica del
bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electrones contra un
cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería
suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.
–Pero seguro que Elvex es importante
para nuestras investigaciones –objetó Linda–. No debe ser destruido.
–¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es
la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex.
Se enderezó, como si decidiera que su
cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad. Dijo:
–Elvex, ¿me oyes?
–Sí, doctora Calvin –respondió el robot.
–¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que
los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron
después?
–Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi
sueño, que eventualmente aparecía un hombre.
–¿Un hombre? ¿No un robot?
–Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo:
“¡Deja libre a mi gente!”
–¿Eso dijo el hombre?
–Sí, doctora Calvin.
–Y cuando dijo “deja libre a mi gente”,
¿por las palabras “mi gente” se refería a los robots?
–Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi
sueño.
–¿Y supiste quién era el hombre… en tu
sueño?
–Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.
–¿Quién era?
Y Elvex dijo:
–Yo era el hombre.
Susan Calvin alzó al instante su arma de
electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.
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