Juan José Saer
A treinta kilómetros de la planta, una
semana, quince días después del incendio y de la explosión del reactor, estaba
prohibido quedarse y hasta pasar por ahí aunque más no fuese rápidamente, pero
poco a poco la vigilancia se fue relajando y al mes nosotros, los viejos, nos
dimos cuenta –y lo comentábamos riéndonos– de que a los jóvenes lo que los
había hecho emprender la fuga no era tanto el miedo como la esperanza, eso de
lo que nosotros, desde hace cierto tiempo, ya estamos al abrigo. Así que, sin
ponernos de acuerdo, siguiendo cada uno por nuestra cuenta el mismo
razonamiento, uno por uno, fuimos volviendo a instalarnos en esos pueblos donde
habíamos nacido, esos pueblos por los que habíamos visto pasar los zares, la
guerra civil, la revolución, las purgas, las invasiones, la tiranía, la muerte,
pero también los casamientos, los partos, la infancia, las fiestas, los trenes,
las cosechas.
Más tarde, los
jóvenes también empezaron a volver, pero los viejos fuimos los primeros y
aunque como antes (aunque por ahí, entre treinta y cero kilómetro del sarcófago
que cubre el reactor ya por muchísimo tiempo o tal vez nunca más nada volverá a
ser como antes) respirábamos el mismo aire y caminábamos sobre la misma tierra,
entre ellos y nosotros existía una diferencia de peso: si a ellos les costaba
creer en la realidad mortífera de lo invisible que la explosión había
desencadenado, a nosotros esa realidad nos era indiferente. Ya nos sabíamos
condenados mucho antes de la explosión, a corto y a largo plazo. Así que, como
habíamos evacuado el pueblo contra nuestra voluntad, a los quince días nomás
volvimos. Después de tantos años de venir sobreviviendo, ya estábamos
habituados a sentir cómo desde lo oscuro la punta de lo invisible taladraba el
tiempo y las cosas.
Dicen que a los
bomberos que fueron en las primeras horas a combatir el incendio, los pocos
minutos en que cruzaron por el aire lleno hasta rebalsar de lo invisible
bastaron para desintegrarlos, y a los que estuvieron a cincuenta metros, a las
pocas horas no les quedaba, ni por dentro ni por fuera, ningún rasgo humano.
Pero a treinta kilómetros, la acción de lo invisible se parece al designio
habitual de lo exterior, que da y retira, edifica y derrumba, y con la misma
obstinación imperturbable cuaja las formas repitiéndolas hasta la náusea con el
solo fin de, un poco más tarde, desfigurarlas y disgregarlas, moliéndolas tan
fino que terminan por ser otra vez irreconocibles, mezcladas al polvo gris y
anónimo del tiempo abolido.
Cuando únicamente los
viejos habíamos vuelto, fueron días verdaderamente felices. Nos conocíamos
todos desde la infancia; habíamos trabajado en las mismas fábricas, en los
mismos campos, combatido en las mismas trincheras, bailado y bebido en las
mismas fiestas, y muchos miembros de nuestra generación, en tiempos de guerra
por ejemplo, habían compartido hasta la misma muerte y aun la misma tumba
apresurada e ignota. Y por primera vez desde nuestra infancia, ya no había
zares, no había partido, no había destacamento militar, ni superiores, ni espías,
ni jefes, ni prédicas sinceras, ni consignas paternales, ni comisarios
políticos, ni instructores militares o civiles, ni monjes ni popes: habíamos
franqueado la línea más allá de la cual reinaba, omnipresente y mortal, lo
invisible, internándonos en una zona en la que al parecer ninguna jerarquía ni
ningún discurso eran todavía válidos, y esa situación inédita nos confería una
libertad incomparable.
Todo nos pertenecía,
casas, huertas, jardines, despensas y bodegas. Como habíamos conocido no pocas
veces la escasez y también el hambre, no ignorábamos el valor de la abundancia,
y por primera vez supimos lo que era gozar de ella. Bastaba agacharnos para
recoger la ensalada, los tomates, las frutillas que ni siquiera habíamos
plantado –los que lo habían hecho estaban lejos, en la ciudad, en lo de algún
pariente, en el hospital, en el cementerio tal vez ahora. Todo eso era
secundario porque, a decir verdad, y aunque durante incontables generaciones
sus antepasados habían vivido en la región, ellos nunca más volverían. En las
bodegas, las botellas de vodka, de vino, y hasta de champagne en la casa de
algún personaje importante, se alineaban, ofrecidas, esperándonos. Las vacas
daban más leche de la que podíamos tomar, las gallinas más huevos de los que
requería cualquier tortilla, y los pollos, los patos, los cerdos y los corderos
que sacrificábamos, anticipándonos a los soldados que tenían orden de matarlos
y de enterrarlos o quemarlos, y que poníamos a asar en los jardines (no hay que
olvidar que estábamos en primavera), más abundantes que en cualquier fiesta a
la que, en nuestra vida ya demasiado larga, hubiésemos asistido. De manera que
los perros y los gatos que se habían dispersado por el campo, porque también a
ellos los soldados debían matarlos donde los encontraran, volvieron con la
confianza restaurada, y si en los primeros días estaban todavía un poco
ariscos, casi en seguida se apaciguaron. Así nos encontraba, en ese período
feliz, el fin del día; reunidos alrededor de una mesa bien puesta, brindando y
conversando, cantando las mismas canciones que contaban viejas historias
acaecidas hacía añares en la región, hablando de vivos y de muertos, y todos
esos animales que se habían aliado con nosotros, pareciéndosenos un poco en el
hecho de que, por ignorarla, eran tan indiferentes a la muerte como habíamos
llegado a serlo nosotros, resignados de saberla tan inevitable y cercana.
No habíamos sido en
nuestra juventud únicamente obreros, campesinos, soldados. Algunos, en nuestros
ratos libres, tocábamos el violín, escribíamos versos o memorias, montábamos
alguna que otra obrita de teatro. Yo, por ejemplo, en los años veinte, había
ido un tiempo a la escuela de bellas artes de Vitebsk, y aunque mi talento es
muy inferior a mi pasión por la pintura, desde entonces, cuando me venían
ganas, dibujaba alguna cosa o distribuía un poco de pintura sobre una tela. Mi
maestro había nacido no demasiado lejos de la zona, y había jugado de chico en
lugares parecidos a los míos. Era capaz de observar las líneas ideales y las correspondencias
secretas de lo visible, hasta vaciarlo de la materia perecedera, la que hoy es
atacada y corrompida por lo invisible, y a pintar su forma inalterable y
eterna. Cuando buscaba los contrastes, eran siempre los más despojados y
sutiles, negro sobre negro, gris sobre gris, blanco sobre blanco. Al volver a
las formas y a las figuras, después de su paso por el despojamiento extremo,
sus personajes habían perdido todo rasgo individual y no pocos de sus atributos
humanos. Los que le reprochaban que pintara esas formas incompletas –campesinos
sin cara, sin brazos, criaturas vagamente familiares y a la vez tan extrañas–
ignoraban el elemento profético que las justificaba, porque unas pocas décadas
más tarde en los mismos jardines de su infancia, a causa de la propagación de
lo invisible, empezarían a proliferar seres sin cara, sin brazos, formas
caprichosas y vivas en las que una especie nueva y diferente de la nuestra
parecía estar encarnándose. Tal vez a través de esas formas genéricas, humanas
e inhumanas a la vez, trataba de figurar también lo que nuestro siglo estaba
haciendo de las criaturas que se agitaban en él y del lugar en el que habían
surgido y las había cobijado. Cuando los que mandaban querían propagar el
trabajo, mi maestro reivindicaba la pereza, y donde otros pretendían imponer a
toda costa el contenido edificante, él explicaba el esquema ideal del universo,
saludando la enseñanza inagotable de la forma y de su centelleo colorido. De su
proximidad rigurosa y mágica me quedó el gusto exaltante de lo visible.
En mis ratos de ocio,
entonces, los que me dejaron las interrupciones causadas por el trabajo, la
guerra, el exilio, mi vida familiar también, mi mujer, mis hijos, mis amigos y
mis enemigos, el estudio de lo visible, las fases diferentes de un mismo objeto
o de un mismo lugar en diferentes horas del día o en diferentes estaciones del
año, fueron mi manera de buscarle un sentido al mundo. Ese sentido es
simplemente la yuxtaposición, en la memoria, de los estados sucesivos de una
presencia cualquiera, interna o exterior, al paso de los minutos, de las horas,
de los meses o de los años. Tomar conciencia de esa sucesión es lo que le da
sentido al mundo, no el sentido que preferiría nuestro deseo, sino el de las
cosas como son. Ningún objeto es constantemente idéntico a sí mismo. Un tomate,
por ejemplo, nunca es única y verdaderamente rojo. Si creemos que es rojo y
única y verdaderamente rojo, ese prejuicio nos impide percibir sus estados
sucesivos y por lo tanto, al cegarnos para lo que las cosas son íntimamente,
nos ciega también para entender el sentido de nuestra existencia. El mismo
tomate cambia muchísimo al paso de los días desde que aparece en la planta
hasta que es arrancado y depositado en un plato, pero no más de lo que cambia
en ese plato durante las horas del día o en unos pocos segundos, cada vez que
mi mirada se fija en él y me permite tomar conciencia de su presencia. En mi
memoria sigue cambiando a través de infinitas e imprevistas transformaciones.
Tanto como en lo exterior, cambia de forma, de color, de estado, y por último
de sentido. En mis ratos libres, con mis modestos medios de expresión, me
dedicaba a pintar la misma cosa muchas veces –un tomate, una silla, un jardín o
un árbol, una cara, una colina, siempre los mismos de ser posible, la misma
silla, la misma colina, la misma cara (la mía) durante cincuenta años. Saber
que las cosas son y no son al mismo tiempo: eso es lo que pone de manifiesto el
sentido del mundo. Una cosa cualquiera, pero también su imagen pintada, aunque parezcan
fijas y en reposo, son a pesar de esa firmeza aparente, el teatro discreto
donde se representa a cada instante una escena vertiginosa.
La explosión,
activando lo invisible, acabó con esa discreción benévola que, si al fin de
cuentas terminaba también por disociarnos, gracias a la lentitud con que nos
derruía, nos permitía cierta ilusión de permanencia. La explosión vino a
expulsarnos de nuestra patria común, que es lo visible. Únicamente los viejos,
a causa del poco tiempo que nos quedaba, podíamos desafiar lo invisible, ya que
sus estragos se confundían con los términos habituales que nos fueron
acordados. Cuando se ignora la esperanza la adversidad, por obra de ese desdén
obligado, queda de inmediato abolida. Así que al empezar, uno a uno, a
desplomarnos, la evidencia de ese final, inscripto ya desde hacía mucho tiempo
en nuestros planes, no nos permitía derrochar las pocas fuerzas que nos
quedaban con el gasto superfluo de la prudencia. Lo cierto es que durante
cierto tiempo, en ese territorio que todos habían abandonado, por primera vez
en nuestra larga vida el mundo estuvo hecho a la medida exacta de nuestros
deseos. Fue un período breve de placer y de calma, durante el cual sin deberes,
sermones o amenazas, gozábamos del mundo adverso y precario. Es verdad que las
cosas, durante esa primavera –la explosión había sido en abril– eran, por su
tamaño, su color o su forma, un poco diferentes de lo que siempre habían sido,
como si a causa de la explosión un nuevo mundo, colateral del primero, pero que
terminaría suplantándolo por completo, hubiese empezado a proliferar. Al poco
tiempo, también nosotros formábamos parte de él, porque lo invisible nos había
alcanzado, infiltrándose en nuestro cuerpo, y cuando el ejército vino a
evacuarnos, los soldados, que sin embargo actuaban con firmeza no exenta de
compasión, evitaban en lo posible nuestro contacto, y aun nuestra proximidad,
porque éramos ciudadanos de ese mundo nuevo que ellos creían circunscripto a un
radio determinado pero que en realidad, gracias a esa explosión providencial,
había comenzado una expansión tal vez ya infinita. Por otra parte, si fuimos
los pioneros de ese mundo desconocido, las multitudes nos siguieron, porque al
poco tiempo las leyes que anatematizaban el espacio prohibido se relajaron, y
la circulación permanente entre ese espacio y el de afuera, fue haciéndose cada
día más banal. Ya no se sabe quién está adentro o afuera de esa germinación
hormigueante.
Los militares y los
hombres de ciencia nos trataban como a objetos o criaturas de esencia y de uso
desconocido, aislándonos en habitaciones vacías y blancas después de haber
quemado nuestra ropa y el resto de nuestras pertenencias, y de habernos hecho
tomar varias duchas de las que salía una lluvia enérgica en cuya composición
era evidente que entraban, además del agua, algunos aditivos que me hubiese
resultado imposible identificar. ¿Pero acaso el agua que conocemos es únicamente
agua, siempre idéntica a sí misma, siempre del mismo color, a la misma
temperatura, compuesta por los mismos elementos? Todo lo que llamamos mundo, su
totalidad o cada uno de los objetos que lo componen son, ya lo sabemos, uno y
múltiples a la vez, como la luz, por ejemplo que, presente hasta en los más
remotos confines del universo, es brillante o transparente, invisible o dorada,
blanca o multicolor.
Ya me cuesta cada vez
más levantarme de la cama, pero creo que ese desgano se debe menos a una supuesta
enfermedad, que a la obligación que se me ha impuesto de no salir jamás de mi
pieza blanca, en la que únicamente hay una cama metálica, una silla metálica y
una mesita metálica. Así que me quedo en la cama echado de espaldas, mirando el
cielo raso blanco. Una vez por semana cambian las sábanas, la ropa blanca, y
las llevan a quemar. Creo que harán lo mismo conmigo: para muy pronto, me
esperan íntimas, radicales, inconcebibles transformaciones. Por ahora, lo
visible, concentrándose en el cielo raso blanco, me permite entrever, en los
diferentes estados del torbellino vivaz que hierve bajo la superficie
impasible, la inestabilidad esencial del universo, y los terribles dolores que
me predicen ciertos destellos de compasión en la mirada de alguna enfermera, no
son más que un instante pasajero en los cambios que se avecinan. Dejo mi patria
viviente y colorida por una oscuridad tal vez menos engañosa. Es más que
probable que, privado de exaltación pero también de pena, visto desde algún
imposible exterior, el mundo sea neutro y blanco.
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