Silvina Ocampo
Para
cumplir con una promesa, durante la internación de Rosalía, se dejó crecer la
barba. Gracias a esa circunstancia el fotógrafo Ersalis, sin cobrarle nada,
para propaganda, lo fotografió y expuso en el escaparate de la tienda la
fotografía cuya copia en un marco de madera, está colgada sobre la cabecera de
la cama matrimonial. Cuando Rosalía, de noche, se arrodillaba a rezar, la
presencia de ese cuadro le parecía un sacrilegio; ahora, como si el marido
fuera un santo, la aceptaba como algo natural. Es claro que al rato de mirar el
retrato, a pesar de la barba sedosa y negra que llama la atención como un
adorno religioso, la mujer más desprevenida o depravada advierte que el barbudo
tiene cejas de demonio y probablemente olor a sapo o a culebra.
Jamás comprendí por qué ese hombre gusta
a las mujeres. Tal vez su cara de demonio, su habilidad para ganar dinero o
aquel retrato que ha modificado, a mi juicio, la forma de su verdadera cara, lo
vuelve atrayente.
Antes de casarse, Rosalía le tenía asco,
y después de casada, parece mentira, aún más asco. No me lo dijo, pero yo lo sé
de buena fuente. Creyó que nunca llegaría a soportarlo y a quererlo, pero a
veces uno se engaña sobre las cosas que son o que no son posibles. Bien se dice
“sobre gustos no hay nada escrito” y otras tonterías, siempre las mismas.
La casa de Rosalía es preciosa; queda
frente a la peluquería donde yo trabajo. Dos rosales rojos que en primavera, de
lejos, parecen manojos de uñas pintadas, una bignonia cuyas flores me recuerdan
mi carpeta de paño, un jazmín del cielo que no tiene que envidiar a ninguna
cretona floreada, llaman la atención de cualquier indiferente que pasa por la
calle.
Nosotras, empleadas de la peluquería,
sabemos todo lo que sucede en el barrio, las idas y venidas de la gente,
cualquier cosa turbia que pasa. Somos como los confesores o como los médicos:
nada se nos escapa. Pocos hombres y pocas mujeres pueden vivir sin nosotros.
Cuando teñimos, ondulamos o cortamos el cabello, la vida de la clienta se nos
queda en las manos, como el polvillo de las alas de las mariposas. ¡Con razón
nuestros abuelos hacían cuadros tan memorables con las cabelleras de todos los
miembros de la familia! Nada es más elocuente, más efusivo ni más confidencial.
El hecho de que la casa de Rosalía fuera
preciosa y envidiada por todo el barrio no le servía de consuelo, sino más bien
de mortificación. Tal vez pensaba que en esa casa tan bonita hubiera sido feliz
con otro hombre y que las comodidades eran superfluas, un derroche de la
suerte, para su vida de padecimientos.
Tenía una heladera donde cabían media
docena de pollos, cualquier cantidad de frutas, manteca y botellas, una máquina
de lavar importada, una máquina de coser eléctrica, con un mueble de madera
clara, para adorno y entretenimiento tenía un televisor, una vajilla y una
mantelería envidiable. En el patio, que en verano servía de comedor, por su
frescura, había un sinfín de jaulas con pájaros como violinistas que cantaban
en concierto. Pero todo esto no la satisfacía, porque una mujer debe amar a su
marido por sobre todas las cosas, después de Dios, se entiende.
En los primeros tiempos de su vida de
casada, Rosalía mantenía la casa como una casa de muñecas. Todo estaba ordenado
y limpio. Para su marido, preparaba comidas muy complicadas. En la puerta de
calle, ahí no más, se tomaba olor a frituras apetitosas. Que una mujer tan
delicada como ella, sin mayor conocimiento de lo que es manejar una casa,
supiera desenvolverse, causaba admiración. El marido embobado no sabía qué
regalos hacerle. Le regaló un collar de oro, una bicicleta, un abrigo de piel y
finalmente, como si no fuera bastante, un reloj, engarzado con pequeños
brillantes, muy costoso.
Rosalía sólo pensaba en una cosa: en
cómo perder el asco y la repulsión por el hombre. Durante días imaginó maneras
de volverlo más simpático. Trataba de que sus amigas se enamoraran de él, para
poder de algún modo llegar al cariño, a través de los celos, pero dispuesta a
abandonarlo, eso sí, a la menor traición.
A veces cerraba los ojos para no verle
la cara, pero su voz no era menos odiosa. Se tapaba las orejas, como alisándose
el pelo, para no oírlo: su aspecto le daba náuseas. Como una enferma que no
puede vencer su mal, pensó que no tenía cura. Durante mucho tiempo, como pan
que no se vende, anduvo perdida, con los ojos extraviados. Para sufrir menos,
la pobrecita comía siempre caramelos, como esas criaturas que se consuelan con
pavadas. Mi socia me decía:
–¿Qué le pasa a esa señora? El marido
anda loco por ella, ¿qué más quiere?
–Ser amada no da felicidad, lo que da
felicidad es amar, señora –yo le respondía.
Pero todo se logra cuando hay voluntad.
A fuerza de proponérselo, Rosalía llegó a amar de verdad a su marido, más que
la mayoría de las mujeres que pretenden ser fieles o virtuosas.
En el primer momento me pareció
imposible verla libre de esa pesadilla que nos entristecía. Hasta el color de
su cara cambió. Adiós píldoras para el hígado, adiós tisanas. Pero el alivio
duró poco. Simultáneamente aquel barbudo que en verdad era un demonio, empezó a
abandonar a Rosalía. Varias personas, principalmente nosotras, las empleadas de
la peluquería, lo vieron en la calle, abrazado a una chica, que todos los días
no era la misma. Algún mal intencionado, de los que no faltan, dijo que la
chica era yo, pues suelo cambiar de peinado y de anteojos y que para algo me
sirve ser peinadora y miope. ¡Qué desgraciados! No soy miope: tengo una pequeña
desviación en un ojo.
El hombre entraba como un ladrón en su
casa, a las horas más indebidas, con zapatos embarrados oliendo a tabaco y a
alcohol como un marinero. No regalaba ni un alfiler a Rosalía. ¡Qué abandono!
Ella, a su vez, empezó a descuidar la casa. Murieron los canarios y las
plantas. Los celos la trabajaban todo el día, como ella a su costura, con
puntadas largas y cortas, con pespuntes torcidos, pues era mala costurera.
Cada uno de los cabellos de mi clienta y
amiga llevaba una etiqueta con estas interrogaciones: ¿Estará mi esposo?
¿Cuándo volverá? ¿En qué lugar de Buenos Aires citará a aquellas chicas?
La heladera dejó de funcionar. En los
cuartos se amontonaban los trastos viejos, por los cuales Rosalía ya no se
interesaba. Algo malo tenía que suceder.
Un día me enseñó un cuchillo que usaba
en la cocina para deshuesar los pollos; blandiéndolo me dijo:
–Se lo clavaré, si seguimos así, con
grasa y todo.
Creí que tenía fiebre, pero hablaba por
amor. Le aconsejé que se acostara, pero no hubo forma de que lo hiciera.
Durante todo el día, con los ojos clavados en la casa de enfrente, cumplí con
mis tareas, esperando, de un momento a otro, que el desastre ocurriera. Las
persianas estaban cerradas y parecía que alguien había muerto en la casa; no
ocurrió nada.
–Tanto trabajo me dio amar a este
hombre, para que ahora me cueste tanto dejar de amarlo –me dijo Rosalía al día
siguiente.
Estaba cambiada. Como quien deshace un
tejido o descose una costura comenzó a deshacer, a descoser su amor. Descubrir
que le había repugnado en él aquello que más la seducía, la desanimó. Era
difícil, casi imposible, verse libre de un sentimiento logrado a costa de tanta
pena, pero todo se consigue con voluntad y tiempo.
Durante las comidas, la pareja no se
hablaba. Dormían casi todo el tiempo los días de fiesta, cuando el sinvergüenza
no salía a pasear o no pretendía salir conmigo. El colchón de la cama de bronce
se había desformado por causa de los bruscos movimientos de odio de los
cónyuges, que dormían dándose la espalda.
Tardó un tiempo, pero de nuevo la
repulsión se apoderó de Rosalía. De nuevo la casa parecía una casa de muñecas, porque
Rosalía no tenía preocupaciones; volvió a ordenarla y a limpiarla. Para
conquistar de nuevo a Rosalía, el marido le regaló un anillo.
¡Qué anillo! Cualquier apretón de mano
hacía sangrar el dedo que llevaba el anillo puesto. Hay que decir la verdad: el
hombre era dadivoso y volvió a ser puntual para las horas de las comidas. No
trasnochaba y nadie lo veía, en la calle, con chicas. Rosalía usa el anillo,
que es de oro, con una aguamarina, cuando sale a pasear o cuando la invitan a
una fiesta. Yo lo usaría siempre. Ella es parca en sus gustos. Ahora tiño el
cabello de Rosalía: le salieron hebras blancas, a fuerza de querer amar, de no
querer amar y de querer amar de nuevo. El barbudo, después de todo, no es tan
malo. Es como todos los hombres.
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