Joseph Schrank
Hay gente que no se da cuenta
de su buena suerte. He aquí que Charlie Harris vivía en el mejor studio de
la rue Notre Dame des Champs. Una muchacha alsaciana le cocinaba, luego la comida
le era servida junto a las amplias ventanas que se abrían sobre el jardín. Sus modelos
eran simpáticas, sus amigos no lo criticaban, su digestión era perfecta, sus ingresos
constantes y regulares, y el capitán de meseros del Coupole lo llamaba familiarmente
por su nombre. ¿Qué más podría desear un hombre? Pero, como digo, hay gente que
no sabe darse cuenta de su buena suerte. Charlie quería una regadera. Desde que
había instalado sus menajes en el studio de la rue Notre Dame des Champs,
había deseado poseer una regadera. Quiero decir una regadera que le perteneciera.
Ahora bien, él tenía tina. Era uno de los escogidos con ese privilegio. Y cuando
ya no resistía el deseo de darse un buen baño de regadera, podría haber ido a los
Bains de l’Observatoire, casi a la vuelta de la esquina, donde por tres francos
podía uno bañarse con toalla, pero sin jabón. (Uno llevaba su jabón, o compraba
uno por un franco extra). Pero Charlie quería tener una regadera propia. De modo
que cuando llegó la primavera junto con un inesperado cheque, procedente de su tía,
se decidió definitivamente.
En primer
lugar, hizo confidente de su proyecto a la concierge para que ella le recomendara
a algún plomero. La concierge pareció divertirse inmensamente con la idea.
Sin embargo su divertimiento se hallaba un tanto menoscabado por su asombrada admiración.
Y había también otro elemento en su reacción psicológica, algo así como una sensación
sensual, como si tuviese entre las manos alguna fruta exótica o estuviese oliendo
algún pícaro perfume. Ella nunca había sospechado que el tan tranquilo Monsieur
Jaris fuese un voluptuoso. Y sin embargo –¡una regadera privada!–, ¡Mon Dieu!
Después de ese día, ella siempre lo miró con un aire como si entre los dos participaran
de un delicioso secreto.
El establecimiento
de la esquina de la rue du Fleurus tenía el rótulo de M. Pettit Cía., Fils. Plombiers.
Cuando Charlie penetró en él, vio dos muchachas, como de treinta años, sentadas
ante sendos escritorios amarillentos y desteñidos entre el polvo de antiquísimos
archivos. Ante otro escritorio, un joven lleno de barros estaba mirando vagamente
algunos papeles, mientras se rascaba el oído con una horquilla. En un rincón había
un aparador de vidrio con muestras de artefactos de plomería –un poco enmohecidos–.
Un viejo barandal de madera que atravesaba completamente el salón, resguardaba la
santidad de la oficina. Nadie le hizo caso a Charlie. Se quedó parado ante el barandal,
mientras las muchachas seguían su charla y el muchacho seguía su rascadero de orejas.
Por fin, Charlie
tosió y dijo:
–Perdón, pero…
Los tres oficinistas
lo miraron con severidad. Una de las muchachas, sin levantarse, interrogó ásperamente:
–¿Desea usted,
Monsieur?
Parecía como
si él fuera un intruso.
Charlie explicó
su caso. Los tres lo escucharon con indiferencia absoluta. La muchacha le respondió:
–Tendrá usted
que ver a M. Pettit.
–Bueno, no
deseo otra cosa. ¿Dónde lo puedo ver?
–M. Pettit
no está en este momento –dijo el muchacho, mientras se limpiaba las uñas con un
alfiler.
–Sí, entiendo
–asintió plácidamente Charlie–; pero, ¿cuándo estará él aquí?
–¡Ah! ¡Eso…!
El muchacho
se encogió de hombros. Las muchachas se miraron mutuamente con duda. Hubo un momento
de silencio desconcertante. Una de las muchachas se puso a revisar el archivo. El
muchacho comenzó a arreglarse la corbata, y la tercera le dijo:
–Vuelva usted
en alguna otra ocasión…
Charlie continuó
“volviendo” a cada rato, durante algún tiempo, hasta que los oficinistas comenzaron
a familiarizarse con él y a tratarlo con más consideración y aprecio. Por fin, una
tarde, una de las muchachas, en inesperado arranque de amistad, hizo notar que M.
Pettit estaba en ese momento tomando su apéritif en la terraza del café a
media cuadra. Lo describió bien: un hombre chaparrito, calvo, con barba, y trés
distingué. Charlie no podía equivocarse, añadió. Y, ¿qué creen ustedes? ¡Charlie
lo encontró!
M. Pettit
escuchó, paciente e interesado, asintiendo frecuentemente y bebiendo a pequeños
sorbos su copa.
–¿Qué dice?,
¿podría usted hacerlo? –interrogó Charlie al terminar.
–Eso… ¡claro!
–contestó M. Pettit–. Usted comprende, Monsieur, que esa es mi metier.
Pero permítame inquirir, ¿por qué quiere usted provocarse la molestia de instalar
una regadera en su baño?
–¿Que por
qué? Pues… –Charlie dudó, desconcertado, un poco–. Pues… simplemente la quiero tener,
¿ve?
–Sí, sí, veo,
veo –dijo M. Pettit–. Claro que usted comprende, Monsieur, que este asunto
será caro. Muy caro.
–¿Cuánto costará?
–¡Ah! ¡Eso…!
No es tiempo aún de decirlo con exactitud –M. Pettit se encogió de hombros y negó
pesimistamente con la cabeza–. Pero, usted comprende, será caro. –M. Pettit pareció
muy desanimado de repente–. ¿Dice usted que tiene una tina?
–Sí, Monsieur.
–Entonces,
¿por qué no usarla?
–Es que sí
la uso, y la usaré, aunque use también la regadera –dijo Charlie, apretando ligeramente
los dientes.
M. Pettit
volvió a mover lentamente la cabeza de un lado a otro.
–Bueno, si
así lo quiere…
Parecía pensar
que, al fin y al cabo, ése era el entierro de Charlie, no el de él.
–Iré, pues,
a su casa, el próximo jueves. ¿A las once estará bien?
–¿Y no podría
usted ir antes?
–Imposible,
Monsieur. Usted comprende, necesito prepararme.
Charlie se
quedó perplejo. ¿Qué necesitaría preparar? ¿Su estado de ánimo? Pero todo lo que
hizo fue preguntar:
–¿En cuánto
tiempo tendrá todo listo?
–¡Ah! –dijo
M. Pettit– No es tiempo aún de decirlo con exactitud. Pero… como le dije, va a resultar
caro. Este… ¿está usted seguro que quiere tener una regadera además de la tina?
–¡Positivamente!
–exclamó Charlie, notando que le subía la presión arterial.
–Muy bien
–dijo M. Pettit resignadamente–. A las once del jueves, pues.
M. Pettit
se incorporó, haciendo una cortés reverencia. Charlie se retiró con una inquietud.
Iba cavilando si no se habría metido en un lío.
El jueves
en la mañana, a eso de las once, Charlie estaba pintando con furor una “naturaleza
muerta” y estaba particularmente lleno de tranquilidad y contento, cuando sonó el
timbre. Era M. Pettit, el plomero. Traía bastón y usaba polainas junto con un ligero
abrigo. Se inclinó.
Lo primero
que llamó la atención de M. Pettit fue la “naturaleza muerta” que Charlie estaba
pintando. Con la inexorable lógica de los franceses, M. Pettit observó:
–¡Ah, Monsieur!
¡Usted es pintor!
Charlie no
tuvo más remedio que confesarlo. M. Pettit examinó la tela con aire de crítico,
inclinando a un lado la cabeza y acariciándose la barba.
–¿Le gusta?
–preguntó Charlie.
–Bueno, aparece
estar hábilmente pintada –dijo el plomero–. Pero yo, sabe usted, no estoy del todo
conforme con la técnica moderna. Creo que ha degenerado desde la época de Cezanne.
Yo derivo todo mi placer de la contemplación de las obras clásicas.
–Esto es…
–dijo Charlie–. Y en cuanto a la regadera…
–¿Monsieur
ha residido ya mucho tiempo en París?
–Como tres
años.
–¡Ah!… París
es encantador… ¿No cree usted? Debe ser maravilloso para un extranjero venir a vivir
a nuestra hermosa ciudad… Debe proporcionarle mucha inspiración, ¿no?
La indudable
cortesía de M. Pettit hacía imposible interrumpirlo en su largo discurso sobre París,
las artes, la cocina francesa, el vino, las mujeres y la cultura. Debe haber sido
la presencia de la hora para comer lo que lo detuvo en su conferencia. Hasta entonces
“se tomó la libertad de examinar” el baño. Ahí se ensombreció la frente de M. Pettit.
–Esto está
muy complicado –observó–. Muy complicado. Mucho.
Charlie no
podía comprender cómo fuera eso tan complicado; pero puesto que ya había vivido
en Francia tres años, sabía que era mejor no discutir nada, porque si no, nunca
terminaría. Sólo preguntó:
–¿Cuánto costará?
Una vez más
se oscureció la gálica frente de M. Pettit. Se encogió de hombros.
–Depende de
muchas cosas, Monsieur –replicó. Depende de la calidad de los materiales, de la
presión que usted desee. ¡Oh!, de muchas cosas… También del tiempo que tarde…
–¿Y cuánto
tiempo tardará?
–¡Ah! Eso
es imposible decirlo ahora. Unos cuantos días, sin duda.
–¿Y no podría
enviar más de un plomero? –sugirió Charlie.
–¡Naturalmente!
–dijo M. Pettit–. Nunca enviamos uno solo. No le sería grato el trabajo, porque
no tendría con quien platicar, Monsieur. ¿No?
Charlie tuvo
que admitir que tal era el caso.
Una mañana,
como diez días después, Charlie estaba hundido en el sueño más profundo, después
de una gran noche escandalosa, cuando el repicar ampuloso del timbre le partió la
cabeza en mil trozos titilantes. Charlie abrió un ojo:
–Váyanse…
Se había arrellanado
más en las cobijas, cuando por segunda vez la campana lo despertó con su repique.
El aparato auditivo de Charlie reaccionó como un pararrayos. Tembló. El tercer campanillazo
lo empujó de la cama a la puerta. La abrió. Tres obreros franceses con caras sonrosadas
por la mañana, lo miraron alegremente.
–Somos los
hombres de M. Pettit –declamó uno–. ¿Usted es el Monsieur que pidió una regadera?
–Sí –murmuró
Charlie.
Los obreros
se sonrieron, asintiendo, los unos a los otros, y entraron. Estaban felices. Comenzaron
a mirar todo en el estudio, riendo y charlando incesantemente. Charlie, en cambio,
con todo cuidado se tocó la cabeza. Parecía tener una existencia independiente.
Mientras él se vestía, los obreros se pusieron a examinar el baño, que daba directamente
al estudio. Repentinamente, sin previo aviso, comenzaron a trabajar con tremenda
energía, destrozando parte de la pared del baño.
Charlie corrió
desesperado.
–¡Por Dios!
¿Qué están haciendo?
El jefe dijo:
–Es necesario,
Monsieur. La tubería tiene que entrar por debajo del piso del estudio, hasta el
techo, y al baño a través de la pared. Por lo tanto, tenemos que agujerar la pared,
¿no?
–¿Y es esa
la única forma en que puede hacerse?
–La única
forma, Monsieur. No hay bastante lugar en el baño para la tubería. El agujero lo
vamos a hacer aquí–. E indicó un sitio en la pared. Charlie se trasladó al estudio,
donde quitó un tapiz fino de ese lado de la pared del baño. El martilleo se reanudó
con indiscutible vigor. Charlie huyó a la Closerie des Lilas para tomar su café
con croissants.
–Bueno –pensó–,
al paso que van estos tipos, van a terminar el trabajo en uno o dos días.
Se detuvo
cuanto pudo en el café, y cuando regresó, faltaban unos cuantos minutos para las
once. Un gran agujero se abría entre el estudio y el baño. Parecían haber progresado.
A las once en punto, los hombres dejaron caer sus herramientas, encendieron cigarros
e iniciaron la retirada.
–¿A dónde
van? –preguntó Charlie.
–Son las once,
Monsieur. Vamos al vino.
–¡Oh!
–No se preocupe.
Regresaremos.
Así que salían,
el jefe se detuvo:
–Perdone usted,
Monsieur, mis compañeros desearían saber: si usted tiene tina, ¿para qué quiere
regadera?
–Dígale a
sus hombres –replicó Charlie fríamente– que deseo una regadera porque deseo una
regadera.
–Oui,
Monsieur.
El jefe miró
a Charlie con algo de ansiedad. Desde entonces los tres trataron a Charlie a distancia,
con mucho cuidado, como un lunático potencialmente peligroso.
Después de
la primera mañana, le pareció a Charlie que durante días no se hacía nada. Los tres
plomeros llegaban todas las mañanas como a las ocho y media, abandonaban el trabajo
a las once para irse a beber una copa de vino, reanudando su trabajo en media hora,
salían a comer dos horas, regresaban en la tarde, y terminaban a las seis. Sostenían
largas conversaciones, meneando esto y lo otro, golpeando levemente con el martillo
todas las llaves de agua, cortando el agua durante horas a la vez, platicando con
la concergie, examinando con curiosidad sus libros en inglés. Aparentemente
no se realizaba ningún progreso. El agujero permanecía abierto en la pared durante
días y días. La energía de la primera mañana había desaparecido por completo. Reclamó,
rogó, todo en vano. Ellos lo trataban de calmar, asegurándole que no valía la pena
preocuparse. Una mañana no aparecieron, faltando dos días. Luego le explicaron que
un trabajo de emergencia los había entretenido. Otro día simplemente se sentaron
durante horas, sin hacer nada. Le explicaron que estaban esperando una pieza especial
que no llegaba. A veces Charlie los oía discutir durante horas enteras sobre la
técnica de la plomería. En tales ocasiones, dejaban a un lado su herramienta, y
se entregaban de corazón al debate. Charlie apeló a M. Pettit. Este caballero fue
aún más solícito en sus esfuerzos por calmarlo. Los obreros le habían confiado ya
su teoría acerca del estado mental de Charlie.
Charlie narró
sus vicisitudes a un amigo, que ya tenía muchos años de residir en Francia.
–¿No comprendes,
Charlie? Es muy sencillo. Se apresuraron a romper la pared, para que luego no te
arrepintieras del trabajo. Luego lo hacen con toda calma.
De verdad
parecía sencillo.
Después de
una semana de esto, cuando Charlie estaba ya desesperándose, llegó una tarde y encontró
dos tubos que iban del suelo al techo de su estudio, por la parte del baño, y a
través del agujero.
–¿Y esto qué
es?
–¿Dice usted,
Monsieur? –inquirió atentamente el jefe.
–Digo que
qué hacen esos tubos encima de la pared de este cuarto.
–Son los tubos
para el baño de regadera –explicó orgullosamente el jefe.
–¿Pero se
van a quedar así, encima de la pared?
–¿Y por qué
no? –interrogó asombrado el plomero.
–¡Qué por
qué no! ¡Echa a perder la vista de este cuarto!
Los plomeros
se miraron los unos a los otros, sorprendidos. Uno de ellos se atrevió a murmurar
débil e incrédulamente:
–¿No le gustan
los tubos, Monsieur?
–¡Gustarme
los tubos! Sí, sí me gustan. ¡Los adoro!
–Muchas gracias,
Monsieur –exclamó aliviadamente el plomero, mientras acariciaba afectuosamente los
tubos.
–Pero –la
voz de Charlie se hacía peligrosamente tranquila– los quiero escondidos dentro de
la pared.
–¡Escondidos
en la pared! –los obreros estaban espantados–. Pero, Monsieur, si están escondidos
en la pared, nadie sabrá que están allí. ¡Nadie los verá nunca!
–Sí, eso es.
Nadie los verá –Charlie comenzó a reír un poco locamente, y al fin, se largó a emborracharse
al Pernods.
Al día siguiente,
Charlie, sintiéndose como un convaleciente, estaba sentado ante M. Pettit en su
oficina. M. Pettit se portó muy bien y con paciencia. Explicó todo. Si los tubos
fueran a estar escondidos en la pared, tendría que tirarse ésta por completo, para
luego ser reconstruida. Sería muy caro. Tardaría mucho. Y además, ¿para qué quería
Monsieur esconder los tubos? Después de todo, no cualquiera en París podía darse
el lujo de poseer tan hermosos tubos. ¡Pero si Monsieur Jaris podía estar
orgulloso, orgullosísimo de ellos!
Cuando la
obra estuvo terminada, dos tubos de hierro adornaban su sala.
Poco después,
Charlie tenía una fiesta en casa, un domingo por la tarde, cuando sonó el timbre.
Abrió la puerta y se encontró con el jefe de los plomeros, acompañado de dos personas,
un hombre y una mujer. Los tres estaban ataviados con su ropa dominguera. Tenían
cara de expectación.
–Perdone que
sea un intruso –explicó el plomero–; pero ¿podría Monsieur tener la bondad de permitirme
mostrar a mis amigos la obra que hicimos en su estudio, el baño de regadera y los
tubos?
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