Miguel de Unamuno
El
veneno de la víbora, ¿lo es para ella misma? Es decir, si una víbora se picase a
sí misma, ¿se envenenaría? Es indudable que hay secreciones externas que si se vierten
en el organismo mismo que las segrega, le dañan y hasta le envenenan. Y basta sólo
para que le emponzoñen el que no puedan ser vertidas afuera. Hay humores que, retenidos,
atosigan a quien los retiene. ¿No ocurrirá algo así con la envidia? ¿No cabrá que
un hombre llegue a envidiarse a sí mismo, o una parte de él, uno de sus yos, a otra
de sus partes, o a su otro yo? ¿No podrá un hombre emponzoñarse mordiéndose a sí
mismo, en un ataque de rabia, a falta de otro hombre a mano en quien poder ensañarse
desahogando su mordaz rabia?
Estas
terribles cuestiones nos planteábamos escarbando en los más bajos fondo del alma,
debajo de su légamo, cuando conocimos, en las lóbregas postrimerías de su vida,
al pobre Artemio A. Silva, un vencido. Decíannos que era un fracasado, un raté,
y acabamos por descubrir que era un auto–envidioso.
Artemio
A. Silva se lanzó a su vida pública, a su carrera social, llevando en sí, como todo
hijo de hombre y mujer, por lo menos dos yos, acaso más, pero reunidos en torno
de estos dos que los acaudillaban. Llevaba su ángel bueno y su ángel malo, o, como
habría dicho Pascal, su ángel y su bestia. Eran como el doctor Jekyll y el Mr. Hyde
del maravilloso relato de Stevenson, relato que nadie que quiera saber algo de los
abismos del alma humana, debe ignorar.
El
un yo de Artemio A. Silva, el que podríamos llamar más externo o público, el más
cínico, era un yo sin escrúpulos, arribista o eficacista; su mira, lo que en el
siglo se llama medrar y triunfar y fuera como fuese. Su divisa, la del eficacismo,
esto es, que el fin justifica los medios. Y su fin, gozar de la vida, lo que se
llama así.
Pero
por más dentro tenía Artemio A. Silva otro yo, que diríamos más interno, un yo privado,
un yo hipócrita, lleno de escrúpulos y con la preocupación moral. Era el yo del
mandamiento moral; era la fuente del remordimiento. Y era su yo pesimista, así como
el otro era el optimista. Artemio le llamaba a ese yo su conciencia, como si el
otro también no lo fuera.
Las
luchas íntimas de Artemio eran entre su hombre de eficacia y su hombre de moralidad,
entre el egoísta y el deísta. Cuando se iba a meter en una acción de esas que los
puros políticos –la pura política es la suprema impureza moral– llaman eficaces,
de esas en que todo se pospone a la consecución del llamado triunfo, del inmediato,
su yo cínico le empujaba a los actos más implacables y a las convenciones y los
conchabamientos más perversos; pero su otro yo, el que llamaremos hipócrita le retenía.
Y su acción era siempre incierta y vacilante. Y concluía por encerrarse y decirse
a sí mismo: “¡Soy imposible!, ¡jamás llegaré a ser nada en este mundo!, ¡estos escrúpulos
de monja!… ¡estos remordimientos!… ¿Y para qué me sirve ser honrado, si nadie me
lo ha de agradecer?, ¿para qué si he de morir, de seguir así, pobre y despreciado?”.
Por donde se ve que ninguno de sus dos y os, ni su ángel ni su demonio, habían vencido,
sino que, en rigor, ambos eran vencidos, cada uno del otro, y vencedor ninguno.
Si
el demonio de Artemio –o el Artemio demonio– hubiese vencido al ángel de Artemio
–o al Artemio ángel–, habríase dado a medrar y a gozar de la vida del siglo y del
encanto del poder y de la fortuna sin rastro alguno de remordimiento; y si, por
el contrario, hubiese en él vencido el ángel, habríase contentado con la satisfacción
de su propia virtud, con el sentimiento de su propia humanidad vencedora. Pero no
le ocurrió ni lo uno ni lo otro, y acabó Artemio siendo mucho peor que un pícaro
redomado, mucho peor que uno de esos bandoleros de alto copete que han dejado la
conciencia moral al borde del camino, y campan y medran a sus anchas en el rodeo
del mundo del siglo, sin dársele de otra cosa, y menos de lo eterno, un ardite.
Acabó Artemio odiándose a sí mismo y despreciándose. Y este odio y este desprecio,
eran en mucha parte, envidia. El que empezó siendo el ángel de Artemio, concluyó
odiando a su demonio y siendo, por lo tanto, tan malo como él; y el que empezó siendo
su demonio, concluyó despreciando al otro.
El
escondido yo moral de Artemio admiraba ocultamente –pues quería ocultárselo a sí
mismo– a su yo eficacista o inmoral. En los diálogos que Artemio mantenía entre
sus dos yos, el angélico decíale al demoníaco: “¡Si yo hubiera podido ser como tú!,
¡si yo hubiera tenido para hacer el bien la osadía que tuviste tú para buscar tu
provecho!, ¡si yo hubiera tenido tu coraje!”. Y el yo demoníaco le respondía: “¡El
caso es, mellizo mío, que con tus eternos reproches no me has dejado ser como debí
haber sido, no me has dejado ser como debí haber sido, no me has dejado cumplir
mi provecho, y tampoco has hecho el tuyo, cobarde, cobarde!”. Y luego el yo exangélico
de Artemio tenía que callarse, porque había buscado su provecho moral, y la moralidad
no es provecho; había querido un premio para su virtud, y no supo que el premio
es la virtud. Y es que el ángel de Artemio había sido corrompido por el fracaso
de su demonio.
El
pobre Artemio, cuando le conocimos, no se consolaba del fracaso de sus ambiciones
mundanas, de no haber hecho una carrera brillante, según el siglo; pero tampoco
estaba satisfecho de la aparente austeridad y limpieza de su vida. “No tuvo valor
para ser malo” –se decían de él las gentes. Y él lo sabía.
No
conocimos en Renada alma más complicada y torturada que la del pobre Artemio A.
Silva, un nuevo heautontimoroumenos, el que se atormentaba a sí mismo. Y si Dios
nos da salud, humor y tiempo, hemos de contar detalladamente su historia, haciendo
que hablen solamente los hechos. Artemio era, en rigor, un envidioso de sí mismo.
Porque cuando se revolvía alguno que hubiese medrado en el siglo, decíase: “¡Así
pude haber sido yo si no me hubiesen contenido este maldito ángel, preocupado de
la justicia y del deber!”. Y cuando se revolvía contra alguno que mantuviese la
entereza de un corazón recto y justo y, con ella, el respeto de los mejores, decíase
Artemio: “¡Así pude haber sido yo si no me hubiese empujado, y sin eficacia, este
maldito demonio, que jamás pensó más que en su provecho”. Y así Artemio, al envidiar
al que medraba y triunfaba –lo que así llaman los eficacistas o arribistas– su medro
y triunfo, y al envidiar al que se mantenía entero y respetado su entereza y respeto,
no hacía sino envidiarse de sí mismo. Ninguno de sus dos yos consiguió dominar del
todo al otro, y acabaron por fundirse en un solo yo, en que lo angélico se perdió
en lo demoníaco. Fue cobarde para el bien y cobarde para el mal. La lucha entre
su ambición y su orgullo se resolvió en la destrucción de ambos, uno por otro.
Como
ve el lector, le damos aquí al orgullo un papel angélico. Nos queda por explicar
cómo fue por orgullo por lo que los ángeles buenos permanecieron fieles al Señor.
Porque el orgullo es el respeto a Dios, a quien se lleva dentro, y la resolución
de no venderlo al mundo.
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