miércoles, 19 de julio de 2023

Gente bella

Eraclio Zepeda

 

A Roque Dalton

Desde la víspera tuvimos ajetreo en negocios concernientes a los trajes. Había que cepillar uniformes, pulir espadas, espejear charreteras nuevas. Y los civiles vigilar que las cucarachas abandonaran las bolsas del chaleco. Las señoras hicieron ejercicios de respiración y controlaron comidas, preparándose para recibir, al otro día, la presión infame del corset. Los niños aprendieron saludos marciales y las niñas caravanas graciosas después de un breve cursillo familiar sobre cómo no arrastrar las faldas. La policía supo arrancar tiempo a las horas del sueño y el descanso justo para garantizar la moral y las buenas costumbres de los perros callejeros. Espectáculo anticipado resultó mirar a los músicos pulir bien sus cornos y soplar con esmero las vueltas y revueltas de trombones y tubas doradas. El gordo que toca el flautín con disimulo sudaba música al mediodía, mientras el negro del tambor mayor fabricaba retumbos apretando la sonrisa. Se mandó a los criados al peluquero en una hora apropiada a los descuentos y se lustraron los zapatos de la gente visible, y también de la invisible. Todas esas maniobras y mandados eran, recuerdo, la tarde anterior al Día. Aquel domingo en que habría de atracar el barco fletado para el Gran Viaje. ¡Si no iba a ser sueño venir a conocer a los meros húngaros en persona! Once meses atrás el Supremo había publicado un bando a tambor cuereado, diciendo a voz en cuello que tomaba nuestro parecer para informarnos que se le había ocurrido blanquear la raza para que la pereza acabara. Lo de blanquear la raza era porque unos sabios decían que los prietos estamos muy acrecentados de la varonía y que a causa de eso laboramos mal. Y ésta es la razón de que nos hayamos ido retrasando del progreso europeo. Y que también por esto, cuestión de huevos, hay pobres, ricos y militares. Aclaró el Supremo que esto no es materia de choteo ni de análisis fatuos “porque sépase de una vez, esto es Ciencia, así que paciencia”, agregando: “Asentada que queda la malsana condición de los prietos, cúmpleme informar que la mejor solución es blanquear la gente, aclarar la Patria de negruras.” Y como nadie iba a querer que se importaran garañones cristianos, ojiazules cuyos procederes naturales no dejarían de ofender costumbres familiares, el Supremo decidió que sería mejor traer familias completas de gente bella para así tener semilla y surco, paloma y nido y poder empezar las tareas. Para ello decidió mandar a Europa una comisión investigadora y tenaz integrada por los mejores varones de la República dispuestos al esfuerzo. Así fue como la mano de la justicia eligió a Robertito, Pancho y Joseíto, primos todos del Supremo, que muy contentos se embarcaron a pasar el mar. Después de estar en París cinco meses tratando blancas para conocerlas; y mes y medio en Lourdes para que Pancho curase un mal de amor ya supurado, la Comisión Investigadora del Supremo inició, formalmente, sus estudios. La República les había encomendado, por intermedio del Supremo en persona, la misión de localizar el pueblo más trabajador entre los blancos puros, los de más precisa acción en asuntos de agricultura y animales finos. No era tarea fácil venir a decidir, entre tanta belleza, quién era más. Se observó atentamente el comportamiento de los pueblos visitados, su vino, sus distintos aguardientes, alimentos y la técnica de conservación de carnes, frutas y mermeladas. Se estudió también el sistema de construcción, sus muebles populares, las sillas, las camas y Pancho tuvo que regresar apresuradamente a Lourdes, donde por fortuna había dejado varios amigos. La difícil tarea habría continuado por años, dado el esmero de la Comisión. Pero cuando recibieron el cable del Supremo, firmado con su propia mano, advirtieron de pronto que diez meses se les habían caído entre los dedos, asustados un poco de cómo era fácil olvidar la Patria, aun para patriotas. Desde luego era exagerada la opinión del Supremo, cuando en el cable les había preguntado “¿acaso quieren negrear a Europa, ciudadanos comisionados?”. Aquello había que tomarlo más bien como una exquisita muestra de humor que el cariño de primo mayor le había hecho aflorar de pronto atrás del mar. De cualquier manera las letras del Supremo hicieron apresurar las tareas y antes de quince días habían dictaminado cuál era el pueblo escogido: “Nuestras investigaciones nos indican que el pueblo adecuado para iniciar la reconstrucción nacional es el húngaro”, decía el cable que mandaron. El Supremo lo leyó complacido, y contestó en forma precisa, orientadora: “Traten con el Emperador en Viena y cómprenle 300 familias para empezar.” Francisco José estaba, por aquellos días, preocupado por el aumento real de gitanos en ciertas regiones de Transilvania, donde vagaban gozosamente. Escuchó atento al intérprete de la Comisión, ahora convertida en Misión Plenipotenciaria, Diplomática y Genética, y aceptó solemne. Exigió, ciertamente, un pago en oro por cada familia, que debía cubrirse por adelantado, pero esto se tomó como capricho de monarca anti-republicano. La Comisión regresó feliz por la tarea cumplida, informando al Supremo que el Emperador enviaría un cable avisando en qué barco y cuándo llegarían. Así, se informó al pueblo que mañana desembarcarían del “SS Balatón”. Y ahora, en el muelle adornado con banderas nuestras y austrohúngaras, con el pueblo bien vestido, y luciendo condecoraciones los prohombres, nos estremecimos todos cuando la banda de guerra tocó los honores para recibir al Supremo que en uniforme de gran gala descendió de su carroza y se fue a subir al estrado para observar, con catalejos, cómo el barco esperado estaba ya en aguas territoriales nuestras, saludando con sirenas, emocionando al pueblo de modo tal que sólo el ejército pudo evitar el caos. El Supremo mandó a llamar al comandante en jefe de la tropa y discretamente le ordenó: “controle el orden, general, pero que no se note la barbarie”. Así el ejército permitió demostraciones poco usuales como agitar pañuelos, entrecruzar banderitas de los dos países, y aun soltar vivas al Supremo por parte de ciudadanos no escogidos, con oficio y nombramiento previo, para las delicadas tareas de gritar los lemas y consignas de agradecimiento. Cuando el buque pasó la Isla del Faro y giró a estribor, aplaudimos todos. En realidad la maniobra era bastante mediocre pero quisimos destacarla porque en aquel giro a la costa veíamos ciertamente, no al timonel del mar sino al capitán de Historia que desde la tribuna nos conducía al blanqueo. Se distinguían perfectamente las figuras de los marineros ajetreados, recios. También en ciertos puentes, en algunas cubiertas, aparecieron los húngaros. Sus vestimentas oscuras perfilaban sus siluetas en los accesos del buque mientras las enaguas de sus mujeres iluminaban el mar con sus colores fuertes. El Supremo clavó sus prismáticos en uno de los puentes para admirar una muchacha con pañoleta roja, conteniéndole apenas la caída de sus trenzas. De pronto creyó advertir a su lado una presencia bestial extraña y enorme pero desvió la mirada a causa de un súbito estornudo mayúsculo y seco. La banda de guerra tocó Salud para contrarrestar el resfrío maligno y la multitud suspendió un momento la observancia del buque para apoyarlo. Pero cuando la banda varió, súbita, para tocar el Himno Nacional la emoción corrió por cada cuerpo y por cada familia, y por cada contingente organizado. Los funcionarios civiles empinaron sus republicanas anatomías tan gordas, para ver mejor el histórico desembarco que cambiaría la Patria totalmente. Los niños suspendieron carreras y visajes, sin duda impresionados, serios, sólo uno de ellos continuó, ajeno, orinando preciso las botas de un embajador. Algunos viejos veteranos inflaron el pecho haciendo tintinear sus medallas y una señorita vieja cayó, presa de la ansiedad, en un aparatoso desmayo impúdico.

Los jóvenes hacían cuentas con la imaginación, suponiendo el encuentro con una recién llegada, o bien con alguien que, siendo ahora niña, creciera en el país con el pelo casi pluma de tan rubio, enmarcando un rostro dorado con el golpe azul de sus ojos grandes, que al cabo de los años viniera a ser su esposa.

Los militares firmes, con los sables desnudos apuntando al cielo, casi besaban la empuñadura, cruz fría rozándoles los pelos de los bigotes engomados. Y luego el Himno extraño novísimo, del imperio austro-húngaro, sonando hueco, haciendo pensar a cada patriota que, de verdad, “sólo La Marsellesa nos supera”.

Para ese entonces el barco había ya terminado bien las maniobras del atraque y lucía ahora su gigantesca prestancia de ciudad escalonada, metálica, sonora.

La rampa del desembarco se deslizó chirriando sobre el muelle. El capitán del barco saludó correctamente a las banderas y ordenó gracioso, marinero, el inicio del desastre: porque desastre y sólo duro desastre vino a ser el estruendoso bajar de los carros y sus toldos viejos, oscilantes, el tumbo de los peroles de cobre sonando y resonando contra las maderas y las sogas, los caballos nerviosos, grandes y pesados, felices de poder pisar tierra y zurrarse en esta república que los recibía con música, festivales y vivas, llenando de boñiga el muelle y las botas de los oficiales y los músicos. Pero el espectáculo mayor, irrepetible, fue ver descender, serios, bípedos, a los enormes osos grises y pardos y negros, que derechitos, rectos, ahí bajaban cargando cubos, ollas, sillas, amordazados con el bozal de cuero fino y después verlos caminar rápido a los carros ya listos con los caballos y luego, todavía, las mujeres leyeron la buenaventura de algunos prohombres mientras sus maridos acababan de cargar los carros para iniciar el camino, rodando sus cantos con los panderos golpeados por las manos tan libres, alegres de ser gitanos y de no tener que trabajar nunca ni las tierras ni nada.

Mientras el Supremo le mentaba la Emperadora Madre al Emperador austriaco.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario