Dashiell Hammett
Un
sedán con los faros apagados estaba parado en el arcén, más arriba del puente de
Piney Falls. Cuando lo adelanté, una chica asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:
–Por
favor.
Aunque
su tono era apremiante, no contenía la suficiente energía como para volverlo desesperado
o perentorio.
Frené
y puse la marcha atrás. Mientras hacía esta maniobra, un tipo se apeó del coche.
A pesar de la débil luz vi que se trataba de un joven corpulento. Señaló en la dirección
que yo llevaba y dijo:
–Amigo,
sigue tu camino.
–Por
favor, ¿quieres llevarme a la ciudad? –preguntó la chica. Tuve la sensación de que
intentaba abrir la portezuela del sedán. El sombrero le cubría un ojo.
–Encantado
–respondí.
El
joven que estaba en la carretera dio un paso hacia mí, repitió el ademán y ordenó:
–Eh,
tú, esfúmate.
Bajé
del coche. El hombre de la carretera echó a andar hacia mí, cuando del interior
del sedán surgió una voz masculina áspera y admonitoria..
–Tranquilo,
Tony, tranquilo. Es Jack Bye.
La
portezuela del sedán se abrió y la chica se apeó de un salto.
–¡Ah!
–exclamó Tony e, inseguro, arrastró los pies por la carretera. Al ver que la chica
se dirigía a mi coche, gritó indignado–. ¡Oye, no puedes largarte con…!
La
chica ya estaba en mi dos plazas, y murmuró:
–Buenas
noches.
Tony
me hizo frente, meneó testarudamente la cabeza y empezó a decir:
–Que
me cuelguen antes de permitir que…
Lo
sacudí. Fue un buen golpe porque le di duro, pero estoy convencido de que podría
haberse levantado si hubiese querido. Le concedí unos segundos y pregunté al tipo
del sedán, al que seguía sin ver:
–¿Te
parece bien?
–Tony
se recuperará –respondió deprisa–. Lo cuidaré.
–Muy
amable de tu parte.
Subí
a mi coche y me senté junto a la chica. Empezaba a llover y comprendí que no me
libraría de calarme hasta los huesos. En dirección a la ciudad nos adelantó un cupé
en el que viajaban un hombre y una mujer. Cruzamos el puente detrás de ellos.
–Has
sido realmente amable –declaró la chica–. La verdad es que no corría el menor peligro,
pero fue… fue muy desagradable.
–No
son peligrosos, pero pueden volverse… muy desagradables –coincidí.
–¿Los
conoces?
–No.
–Pues
ellos te conocen a ti. Son Tony Forrest y Fred Barnes –no dije nada.
La
chica añadió:
–Te
tienen miedo.
–Soy
un desesperado.
La
chica rio.
–Y
esta noche has sido muy amable. No me habría largado sola con ninguno, aunque pensé
que con los dos… –se subió el cuello del abrigo–. Me estoy mojando.
Volví
a parar y busqué la cortinilla correspondiente al lado del acompañante.
–De
modo que te llamas Jack Bye –dijo mientras colocaba la cortinilla.
–Y tú eres Helen Warner.
–¿Cómo
lo sabes? –se acomodó el sombrero.
–Te
tengo vista –terminé de colocar la cortinilla y volví a montar en mi dos plazas.
–¿Sabías
quién era cuando te llamé? –preguntó en cuanto volvimos a rodar por la carretera.
–Sí.
–Hice
mal en salir con ellos en esas condiciones.
–Estás
temblando.
–Hace
frío.
Añadí
que, lamentablemente, mi petaca estaba vacía.
Habíamos
entrado en el extremo oeste de Heilman Avenue. Según el reloj de la fachada de la
joyería de la esquina de Laurel Street eran las diez y cuatro. Un policía con impermeable
negro estaba recostado contra el reloj. Yo no sabía lo suficiente sobre perfumes
como para distinguir el que llevaba la chica.
–Estoy
aterida –declaró–. ¿Por qué no paramos en algún sitio a tomar una copa?
–¿Estás
segura de que es lo que quieres?
Mi
tono debió de desconcertarla, pues giró rápidamente la cabeza para mirarme bajo
la tenue luz.
–Me
encantaría, a menos que tengas prisa –respondió.
–Voy
bien de tiempo. Podemos ir a Mack’s. Sólo queda a tres o cuatro calles pero… es
un local para negros.
La
chica rio.
–Lo
único que espero es que no me envenenen.
–No
lo harán. ¿Estás segura de que quieres ir?
–No
tengo la menor duda –exageró sus temblores–. Estoy helada, y es temprano.
Toots
Mack nos abrió la puerta. Por la amabilidad con que inclinó su cabeza negra, calva
y redonda, y por el modo en que nos dio las buenas noches, supe que lamentaba que
no hubiésemos ido a otro bar, pero sus sentimientos me traían sin cuidado. Dije
con demasiada exaltación:
–Hola,
Toots. ¿Cómo te trata la noche?
Solo
había unos pocos parroquianos. Ocupamos una mesa en el rincón más alejado del piano.
Súbitamente la chica clavó la mirada en mí, y sus ojos tan azules se tomaron muy
redondos.
–En
el coche me pareció que veías –comenté.
–¿Cómo
te hiciste esa cicatriz? –me interrumpió y se sentó.
–¿Esta?
–me toqué la mejilla con la mano–. Fue hace un par de años, en una pelotera. Deberías
ver la que tengo en el pecho.
–Algún
día iremos a nadar –añadió alegremente–. Siéntate de una vez y no hagas que espere
más esa copa.
–¿Estás
segura…?
Se
puso a tararear y siguió el ritmo tamborileando con los dedos sobre la mesa.
–Quiero
una copa, quiero una copa, quiero una copa –su boca pequeña, de labios llenos, se
curvaba hacia arriba, sin ensancharse, cada vez que sonreía.
Pedimos
nuestros tragos. Hablamos demasiado rápido. Hicimos chistes y reímos aunque no tuvieran
gracia. Hicimos preguntas –entre ellas, el nombre del perfume que llevaba– y prestamos
demasiada o ninguna atención a las respuestas. Cuando creía que no lo veíamos, Toots
nos miraba severamente desde detrás de la barra. Todo era bastante malo.
Tomamos
otra copa y propuse:
–Bueno,
vámonos.
La
chica estuvo bien, pues no se mostró impaciente por irse ni por quedarse. Las puntas
de su cabello rubio ceniza se curvaban alrededor del ala del sombrero, a la altura
de la nuca.
Al
llegar a la puerta dije:
–Mira,
en la esquina hay una parada de taxis. Supongo que no te molestará que no te acompañe
a casa.
Me
cogió del brazo.
–Claro
que me molesta. Por favor… –la acera estaba mal iluminada. Su rostro parecía el
de una niña. Apartó la mano de mi brazo–. Pero si prefieres….
–Creo
que lo prefiero.
La
chica añadió lentamente:
–Jack
Bye, me caes bien y te agradezco mucho que…
–Está
bien, no te preocupes –la interrumpí, nos dimos la mano y yo volví a entrar en el
despacho clandestino de bebidas.
Toots
seguía detrás de la barra. Se acercó y dijo, meneando la cabeza con pesar:
–No
deberías hacerme estas cosas.
–Lo
sé y lo lamento.
–No
deberías hacértelas a ti mismo –acotó con la misma tristeza–. Chico, no estamos
en Harlem, y si el viejo juez Warner se entera de que su hija sale contigo y viene
aquí, puede ponernos las cosas difíciles a los dos. Me gustas, pero debes recordar
que por muy clara que sea tu piel, o por mucho que hayas ido a la universidad, no
dejas de ser negro.
–¿Y
qué coño crees que quiero ser? –repliqué–. ¿Un chino?
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