Juan José Arreola
Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo,
la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé
junto a un hombre de aspecto distinguido.
–Perdone usted –le dije–,
¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?
–Sí. Daniel Brown, a
quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
–Gracias. Ahora quiero
saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
–Con mucho gusto. El
diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años.
Naturalmente, a cambio de su alma.
–¿Siete nomás?
–El contrato puede renovarse.
No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.
Yo podía completar con
estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo
más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel
Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
–En su concepto, ¿quién
de los dos se ha comprometido más?
–El diablo.
–¿Cómo es eso? –repliqué
sorprendido.
–El alma de Daniel Brown,
créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
–Entonces el diablo…
–Va a salir muy perjudicado
en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown
gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche,
mi vecino añadió:
–Ya llegarás al séptimo
año, ya.
Tuve un estremecimiento.
Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
–Usted, perdóneme, ¿no
se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino,
esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde
ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
–Ignoro en qué consiste
la pobreza, ¿sabe usted?
–Siendo así…
–En cambio, sé muy bien
lo que puede hacerse en siete años de riqueza.
Hice un esfuerzo para
comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un
traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:
–Usted acaba de decirme
que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
–El alma de ese pobre
muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer –contestó filosóficamente
mi vecino, agregando luego con malicia–: entonces el diablo no habrá perdido su
tiempo.
–¿Y si Daniel se arrepiente?…
Mi interlocutor pareció
disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar,
pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:
–Porque Daniel Brown
podría arrepentirse, y entonces…
–No sería la primera
vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos
a pesar del contrato.
–Realmente es muy poco
honrado –dije, sin darme cuenta.
–¿Qué dice usted?
–Si el diablo cumple,
con mayor razón debe el hombre cumplir –añadí como para explicarme.
–Por ejemplo… –y mi
vecino hizo una pausa llena de interés.
–Aquí está Daniel Brown
–contesté–. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado
su alma y debe cumplir.
A mi compañero le desconcertaron
mucho estas razones.
–Perdóneme –dijo–, hace
un instante usted estaba de parte de Daniel.
–Y sigo de su parte.
Pero debe cumplir.
–Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En
la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle
olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente
triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!
Los años transcurrían
veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla.
Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
–Daniel debe cumplir.
Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su
mujer, lo demás no importa.
–Dice usted bien. Usted
comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
–Daría cualquier cosa
porque nada le faltase a Paulina.
–¿Su alma?
Hablábamos en voz baja.
Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían
pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación,
me dijo:
–¿No quiere usted que
salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.
No pude rehusar y salimos.
Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el
pacto que había hecho con el diablo.
Yo seguía pensando en
Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba
dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel
Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
–Usted, ¿es pobre?
Habíamos atravesado
el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad.
Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
–Usted, ¿es muy pobre?
–En este día –le contesté–,
las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera
usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que
viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
–Entonces, un hombre
que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
–Es cosa de pensarlo.
Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier
modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma
sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo
cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
–Le prometo hacerme
su cliente –dijo mi interlocutor, compadecido–; en esta semana le encargaré un par
de trajes.
–Gracias. Tenía razón
Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
–Podría hacer algo más
por usted –añadió el nuevo cliente–; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio,
hacerle una compra…
–Perdón –contesté con
rapidez–, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina…
–Piense usted bien,
hay algo que quizás olvida…
Hice como que meditaba
un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:
–Reflexione usted. Mire,
allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada
para vender, y, sin embargo…
Noté, de pronto, que
el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en
la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación
y dijo con voz clara y distinta:
–A estas alturas, señor
mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente
la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció
quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata,
dijo con toda calma:
–Aquí, en la cartera,
llevo un documento que…
Yo estaba perplejo.
Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido,
en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las
manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna
estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría
manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa.
¿El alma?
Mientras me hallaba
sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una
de sus manos brillaba una aguja.
“Daría cualquier cosa
porque nada te faltara.” Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier
cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras.
Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me
decidí:
–Trato hecho. Sólo pongo
una condición.
El diablo, que ya trataba
de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
–¿Qué condición?
–Me gustaría ver el
final de la película –contesté.
–¡Pero qué le importa
a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo
usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre
esta raya.
La voz del diablo era
insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:
–Si usted gusta, puedo
hacerle ahora mismo un anticipo.
Parecía un comerciante
astuto. Yo repuse con energía:
–Necesito ver el final
de la película. Después firmaré.
–¿Me da usted su palabra?
–Sí.
Entramos de nuevo en
el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.
En la pantalla, es decir,
en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no
sé qué misteriosas circunstancias.
Una casa campesina,
destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida.
Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado,
con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.
Apoyado en la azada,
permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron
el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche.
Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia
pobreza de la casa, preguntó:
–Pero, ¿no echas tú
de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?
La mujer respondió lentamente:
–Tu alma vale más que
todo eso, Daniel…
El rostro del campesino
se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del
paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes.
Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas
que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
Sin saber cómo, me hallé
de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome
paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran
energía me solté, y pronto salí a la calle.
Era de noche. Me puse
a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No
volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente
que pude y cerré la puerta con cuidado.
Paulina me esperaba.
Echándome los brazos
al cuello, me dijo:
–Pareces agitado.
–No, nada, es que…
–¿No te ha gustado la
película?
–Sí, pero…
Yo me hallaba turbado.
Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse
contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me
había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
–¿Es posible que te
hayas dormido?
Estas palabras me tranquilizaron.
Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:
–Es verdad, me he dormido.
Y luego, en son de disculpa,
añadí:
–Tuve un sueño, y voy
a contártelo.
Cuando acabé mi relato,
Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía
contenta y se rio mucho.
Sin embargo, cuando
yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza
la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario