Juan José Saer
Higinio Gómez nació en una casa
desde la que se veía el río Paraná, en 1915. Era una quinta de fin de semana, porque
en aquella época los ricos buscaban el río. Fue hijo único. Su madre murió en el
parto y, cuando Higinio cumplió diez años, el padre, que quería enseñarle a andar
a caballo “para que se haga hombre”, subió borracho a uno y se mató. El tutor de
Higinio vendió la casa de fin de semana y puso a Higinio en un colegio inglés, en
Buenos Aires. Cada tres meses, las tías lo visitaban. Cuando cumplió dieciocho años
dejó el colegio y se fue a Europa. Vagabundeó, tuvo amoríos con una inglesa y conoció
a André Breton y a los tipos de su gavilla. Asistía de vez en cuando a las clases
de poesía que Paul Valéry dictaba en el College de France. Un anochecer de abril
participó en una discusión literaria que terminó a los golpes y que produjo otro
cisma serio en el movimiento surrealista y después, cansado, tomó el vapor y se
volvió a Buenos Aires, justo antes de la segunda guerra mundial. Le dijo a unos
amigos que el extranjero lo mareaba, como el vino, y cuando se entrevistó con su
tutor, que estaba ciego, se enteró de que no le quedaba un centavo. La mujer de
Botana le consiguió un empleo en Crítica, después que pasaron los tiempos
heroicos. Discutía con los otros periodistas sobre la imposibilidad de amar pasados
los veinticinco años –pensaba en la inglesa mientras hablaba, sin que sus interlocutores
se diesen cuenta– pero en realidad él sabía para sí que desde ese punto de vista
ya le quedaba poco o nada por hacer. “Mi sexo”, sabía decir a sus íntimos, riéndose
suavemente, “es como un globo desinflado”. Y otras veces: “Ninguna compañía de seguros
me haría una póliza si yo quisiese asegurar mi sexo”. Escribía poemas narrativos,
larguísimos. Tomatis, que después compaginó y prologó una plaqueta con dos poemas
de Higinio –“El balneario” y “Regiones”– dice que entre sus papeles había un montón
de aforismos escritos, cosa curiosa, a lápiz. Le costó descifrarlos porque ya estaban
medio borrados. Uno de ellos decía que es más fácil caerse de un caballo y morir
que encontrar alguien digno de ser amado desde los talones hasta la cabeza, aunque
uno viva en un planeta donde no exista la especie de los caballos. Otro aforismo,
según Tomatis, decía que se muere de parto por remordimientos, y un tercero que
la poesía no es un río majestuoso y fértil sino una piedra firme en medio de la
corriente que se deja pulir por el agua.
Carlos Tomatis
tuvo el privilegio de conocer sus manuscritos porque una tarde de febrero, una vieja
actriz que había sido amiga de Higinio en Buenos Aires, apareció con ellos en la
oficina, en el diario La Región, y poco menos le puso una pistola en el pecho
para que se ocupara del asunto. La acompañaba un viejo de más de sesenta años, muy
flaco, con el pelo teñido y vestido con una chomba color ladrillo, vaqueros y sandalias.
Gracias a la actriz, porque el viejo ni se dignó abrir la boca, Tomatis se entusiasmó
y se ocupó de la publicación de la plaqueta. Higinio había vuelto a la ciudad alrededor
del año sesenta y estuvo medio mezclado con la vida literaria, pero un par de años
más tarde alquiló una pieza de hotel y se envenenó. Dejó los aforismos y un montón
de poemas narrativos en los que habla de un río amarillo y en los que se burla de
la transparencia del mar.
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