H. G. Wells
–Ésta, también, es otra preparación del
famoso bacilo del cólera –explicó el bacteriólogo colocando el portaobjetos en el
microscopio.
El hombre de rostro
pálido miró por el microscopio. Evidentemente no estaba acostumbrado a hacerlo,
y con una mano blanca y débil tapaba el ojo libre.
–Veo muy poco –observó.
Ajuste este tornillo
–indicó el bacteriólogo–, quizás el microscopio esté desenfocado para usted. Los
ojos varían tanto… Sólo una fracción de vuelta para este lado o para el otro.
–¡Ah! Ya veo –dijo el
visitante–. No hay tanto que ver después de todo. Pequeñas rayas y fragmentos rosa.
De todas formas, ¡esas diminutas partículas, esos meros corpúsculos, podrían multiplicarse
y devastar una ciudad! ¡Es maravilloso!
Se levantó, y, retirando
la preparación del microscopio, la sujetó en dirección a la ventana.
–Apenas visible –comentó
mientras observaba minuciosamente la preparación. Dudó.
–¿Están vivos? ¿Son
peligrosos?
–Los han matado y teñido
–aseguró el bacteriólogo–. Por mi parte me gustaría que pudiéramos matar y teñir
a todos los del universo.
–Me imagino –observó
el hombre pálido sonriendo levemente– que usted no estará especialmente interesado
en tener aquí a su alrededor microbios semejantes en vivo, en estado activo.
–Al contrario, estamos
obligados a tenerlos –declaró el bacteriólogo–. Aquí, por ejemplo.
Cruzó la habitación
y cogió un tubo entre unos cuantos que estaban sellados.
–Aquí está el microbio
vivo. Éste es un cultivo de las auténticas bacterias de la enfermedad vivas –dudó–.
Cólera embotellado, por decirlo así.
Un destello de satisfacción
iluminó momentáneamente el rostro del hombre pálido.
–¡Vaya una sustancia
mortal para tener en las manos! –exclamó devorando el tubito con los ojos.
El bacteriólogo observó
el placer morboso en la expresión de su visitante. Este hombre que había venido
a verlo esa tarde con una nota de presentación de un viejo amigo le interesaba por
el mismísimo contraste de su manera de ser. El pelo negro, largo y lacio; los ojos
grises y profundos; el aspecto macilento y el aire nervioso; el vacilante pero genuino
interés de su visitante constituían un novedoso cambio frente a las flemáticas deliberaciones
de los científicos corrientes con los que se relacionaba principalmente el bacteriólogo.
Quizás era natural que, con un oyente evidentemente tan impresionable respecto de
la naturaleza letal de su materia, él abordara el lado más efectivo del tema.
Continuó con el tubo
en la mano pensativamente:
–Sí, aquí está la peste
aprisionada. Basta con romper un tubo tan pequeño como éste en un abastecimiento
de agua potable y decir a estas partículas de vida tan diminutas que no se pueden
oler ni gustar, e incluso para verlas hay que teñirlas y examinarlas con la mayor
potencia del microscopio: adelante, crezcan y multiplíquense y llenen las cisternas;
y la muerte, una muerte misteriosa, sin rastro, rápida, terrible, llena de dolor
y de oprobio se precipitaría sobre la ciudad buscando sus víctimas de un lado para
otro. Aquí apartaría al marido de su esposa y al hijo de la madre, allá al gobernante
de sus deberes y al trabajador de sus quehaceres. Correría por las principales cañerías,
deslizándose por las calles y escogiendo acá y allá para su castigo las casas en
las que no hervían el agua. Se arrastraría hasta los pozos de los fabricantes de
agua mineral, llegaría, bien lavada, a las ensaladas, y yacería dormida en los cubitos
de hielo. Estaría esperando dispuesta para que la bebieran los animales en los abrevaderos
y los niños imprudentes en las fuentes públicas. Se sumergiría bajo tierra para
reaparecer inesperadamente en los manantiales y pozos de mil lugares. Una vez puesto
en el abastecimiento de agua, y antes de que pudiéramos reducirlo y cogerlo de nuevo,
el bacilo habría diezmado la ciudad.
Se detuvo bruscamente.
Ya le habían dicho que la retórica era su debilidad.
–Pero aquí está completamente
seguro, ¿sabe usted?, completamente seguro.
El hombre de rostro
pálido movió la cabeza afirmativamente. Le brillaron los ojos. Se aclaró la garganta.
–Estos anarquistas,
los muy granujas –opinó–, son imbéciles, totalmente imbéciles. Utilizar bombas cuando
se pueden conseguir cosas como ésta. Vamos, me parece a mí.
Se oyó en la puerta
un golpe suave, un ligerísimo toque con las uñas. El bacteriólogo la abrió.
–Un minuto, cariño –susurró
su mujer.
Cuando volvió a entrar
en el laboratorio, su visitante estaba mirando el reloj.
–No tenía ni idea de
que le he hecho perder una hora de su tiempo –se excusó–. Son las cuatro menos veinte.
Debería haber salido de aquí a las tres y media. Pero sus explicaciones eran realmente
interesantísimas. No, ciertamente no puedo quedarme un minuto más. Tengo una cita
a las cuatro.
Salió de la habitación
dando de nuevo las gracias. El bacteriólogo lo acompañó hasta la puerta y luego,
pensativo, regresó por el corredor hasta el laboratorio. Reflexionaba sobre la raza
de su visitante. Desde luego no era de tipo teutónico, pero tampoco latino corriente.
–En cualquier caso un
producto morboso, me temo –dijo para sí el bacteriólogo–. ¡Cómo disfrutaba con esos
cultivos de gérmenes patógenos!
De repente se le ocurrió
una idea inquietante. Se volvió hacia el portatubos que estaba junto al vaporizador
e inmediatamente hacia la mesa del despacho. Luego se registró apresuradamente los
bolsillos y a continuación se lanzó hacia la puerta.
–Quizá lo haya dejado
en la mesa del vestíbulo –se dijo.
–¡Minnie! –gritó roncamente
desde el vestíbulo.
–Sí, cariño –respondió
una voz lejana.
–¿Tenía algo en la mano
cuando hablé contigo hace un momento, cariño?
Pausa.
–Nada, cariño, me acuerdo
muy bien.
–¡Maldita sea! –gritó
el bacteriólogo abalanzándose hacia la puerta y bajando a la carrera las escaleras
de la casa hasta la calle.
Al oír el portazo, Minnie
corrió alarmada hacia la ventana. Calle abajo, un hombre delgado subía a un coche.
El bacteriólogo, sin sombrero y en zapatillas, corría hacia ellos gesticulando alborotadamente.
Se le salió una zapatilla, pero no esperó por ella.
–¡Se ha vuelto loco!
–dijo Minnie–. Es esa horrible ciencia suya.
Y, abriendo la ventana,
lo habría llamado, pero en ese momento el hombre delgado miró repentinamente de
soslayo y pareció también volverse loco. Señaló precipitadamente al bacteriólogo,
dijo algo al cochero, cerró de un portazo, restalló el látigo, sonaron los cascos
del caballo y en unos instantes el coche, ardorosamente perseguido por el bacteriólogo,
se alejaba calle arriba y desaparecía por la esquina.
Minnie, preocupada,
se quedó un momento asomada a la ventana. Luego se volvió hacia la habitación. Estaba
desconcertada. Por supuesto que es un excéntrico, pensó. Pero correr por Londres,
en plena temporada, además, ¡en calcetines! Tuvo una idea feliz. Se puso deprisa
el sombrero, cogió los zapatos de su marido, descolgó su sombrero y gabardina de
los percheros del vestíbulo, salió al portal e hizo señas a un coche que morosa
y oportunamente pasaba por allí.
–Lléveme calle arriba
y por Havelock Crescent a ver si encontramos a un caballero corriendo por ahí en
chaqueta de pana y sin sombrero.
–Chaqueta de pana y
sin sombrero. Muy bien, señora.
Y el cochero hizo restallar
el látigo inmediatamente de la manera más normal y cotidiana, como si llevara a
los clientes a esa dirección todos los días.
Unos minutos más tarde,
el pequeño grupo de cocheros y holgazanes que se reúne en torno a la parada de coches
de Haverstock Hill quedaba atónito ante el paso de un coche conducido furiosamente
por un caballo color jengibre disparado como una bala.
Permanecieron en silencio
mientras pasaba, pero cuando desaparecía empezaron los comentarios:
–Ése era Harry Hicks.
¿Qué le habrá picado? –se preguntó el grueso caballero conocido por El Trompetas.
–Está dándole bien al
látigo, sí, le está pegando a fondo –intervino el mozo de cuadra.
–¡Vaya! –exclamó el
bueno de Tommy Byles–, aquí tenemos a otro perfecto lunático. Sonado como ninguno.
–Es el viejo George
–explicó El Trompetas–, y lleva a un lunático como dicen muy bien. ¿No va gesticulando
fuera del coche? Me pregunto si no irá tras Harry Hicks.
El grupo de la parada
se animó y gritaba a coro:
–¡A ellos, George! ¡Es
una carrera! ¡Los cogerás! ¡Dale al látigo!
–Es toda una corredora
esa yegua –dijo el mozo de cuadra.
–¡Que me parta un rayo!
–exclamó El Trompetas–.Ahí viene otro. ¿No se han vuelto locos esta mañana todos
los coches de Hampstead?
–Esta vez es una señora
–dijo el mozo de cuadra.
–Está siguiéndolo –añadió
El Trompetas.
–¿Qué tiene en la mano?
–Parece una chistera.
–¡Qué jaleo tan fantástico!
¡Tres a uno por el viejo George! –gritó el mozo de cuadra–. ¡El siguiente!
Minnie pasó entre todo
un estrépito de aplausos. No le gustó, pero pensaba que estaba cumpliendo con su
deber, y siguió rodando por Haverstock Hill y la calle mayor de Camden Town con
los ojos siempre fijos en la vivaz espalda del viejo George, que de forma tan incomprensible
la separaba del haragán de su marido.
El hombre que viajaba
en el primer coche iba agazapado en una esquina, con los brazos cruzados bien apretados
y agarrando entre las manos el tubito que contenía tan vastas posibilidades de destrucción.
Su estado de ánimo era una singular mezcla de temor y de exaltación. Sobre todo
temía que lo cogieran antes de poder llevar a cabo su propósito, aunque bajo este
temor se ocultaba un miedo más vago, pero mayor ante lo horroroso de su crimen.
En todo caso, su alborozo excedía con mucho a su miedo. Ningún anarquista antes
que él había tenido esta idea suya. Ravachol, Vaillant, todas aquellas personas
distinguidas cuya fama había envidiado, se hundían en la insignificancia comparadas
con él. Sólo tenía que asegurarse del abastecimiento de agua y romper el tubito
en un depósito. ¡Con qué brillantez lo había planeado, había falsificado la carta
de presentación y había conseguido entrar en el laboratorio! ¡Y qué bien había aprovechado
la oportunidad! El mundo tendría por fin noticias suyas. Todas aquellas gentes que
se habían mofado de él, que lo habían menospreciado, ignorado o encontrado su compañía
indeseable por fin tendrían que tenerlo en cuenta. ¡Muerte, muerte, muerte! Siempre
lo habían tratado como a un hombre sin importancia. Todo el mundo se había confabulado
para mantenerlo en la oscuridad. Ahora les enseñaría lo que es aislar a un hombre.
¿Qué calle era ésta que le resultaba tan familiar? ¡La calle de San Andrés, por
supuesto! ¿Cómo iba la persecución? Estiró el cuello por encima del coche. El bacteriólogo
los seguía a unas cincuenta yardas. Eso estaba mal. Todavía podían alcanzarlo y
detenerlo.
Rebuscó dinero en el
bolsillo y encontró medio soberano. Sacó la moneda por la trampilla del techo del
coche y se la puso al cochero delante de la cara.
–Más –gritó– si conseguimos
escapar.
–De acuerdo –respondió
el cochero arrebatándole el dinero de la mano.
La trampilla se cerró
de golpe, y el látigo golpeó el lustroso costado del caballo. El coche se tambaleó,
y el anarquista, que estaba medio de pie debajo de la trampilla, para mantener el
equilibrio apoyó en la puerta la mano con la que sujetaba el tubo de cristal. Oyó
el crujido del frágil tubo y el chasquido de la mitad rota sobre el piso del coche.
Cayó de espaldas sobre el asiento, maldiciendo, y miró fija y desmayadamente las
dos o tres gotas de la poción que quedaban en la puerta.
Se estremeció.
–¡Bien! Supongo que
seré el primero. ¡Bah! En cualquier caso seré un mártir. Eso es algo. Pero es una
muerte asquerosa a pesar de todo. ¿Será tan dolorosa como dicen?
En aquel instante tuvo
una idea. Buscó a tientas entre los pies. Todavía quedaba una gotita en el extremo
roto del tubo y se la bebió para asegurarse. De todos modos no fracasaría.
Entonces se le ocurrió
que ya no necesitaba escapar del bacteriólogo. En la calle Wellington le dijo al
cochero que parara y se apeó. Se resbaló en el peldaño, la cabeza le daba vueltas.
Este veneno del cólera parecía una sustancia muy rápida. Despidió al cochero de
su existencia, por decirlo así, y se quedó de pie en la acera con los brazos cruzados
sobre el pecho, esperando la llegada del bacteriólogo. Había algo trágico en su
actitud. El sentido de la muerte inminente le confería cierta dignidad. Saludó a
su perseguidor con una risa desafiante.
–¡Vive l’anarchie!
Llega demasiado tarde, amigo mío. Me lo he bebido. ¡El cólera está en la calle!
El bacteriólogo lo miró
desde su coche con curiosidad a través de las gafas.
–¡Se lo ha bebido usted!
¡Un anarquista! Ahora comprendo.
Estuvo a punto de decir
algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Cuando abrió la
puerta del coche, como para apearse, el anarquista le rindió una dramática despedida
y se dirigió apresuradamente hacia London Bridge procurando rozar su cuerpo infectado
contra el mayor número de gente. El bacteriólogo estaba tan preocupado viéndolo
que apenas si se sorprendió con la aparición de Minnie sobre la acera, cargada con
el sombrero, los zapatos y el abrigo.
–Has tenido una buena
idea trayéndome mis cosas –dijo, y continuó abstraído contemplando cómo desaparecía
la figura del anarquista.
–Sería mejor que subieras
al coche –indicó, todavía mirando.
Minnie estaba ahora
totalmente convencida de su locura y, bajo su responsabilidad, ordenó al cochero
volver a casa.
–¿Que me ponga los zapatos?
Ciertamente, cariño –respondió él al tiempo que el coche comenzaba a girar y hacía
desaparecer de su vista la arrogante figura negra empequeñecida por la distancia.
Entonces se le ocurrió de repente algo grotesco y se echó a reír. Luego observó:
–No obstante es muy
serio. ¿Sabes?, ese hombre vino a casa a verme. Es anarquista. No, no te desmayes
o no te podré contar el resto. Yo quería asombrarlo, y, sin saber que era anarquista,
cogí un cultivo de esa nueva especie de bacteria de la que te he hablado, esa que
propaga y creo que produce las manchas azules en varios monos, y a lo tonto le dije
que era el cólera asiático. Entonces él escapó con ella para envenenar el agua de
Londres, y desde luego podía haber hecho la vida muy triste a los civilizados londinenses.
Y ahora se la ha tragado. Por supuesto no sé lo que ocurrirá, pero ya sabes que
volvió azul al gato, y a los tres perritos azules a trozos, y al gorrión de un azul
vivo. Pero lo que me fastidia es que tendré que repetir las molestias y los gastos
para conseguirla otra vez.
“¡Que me ponga el abrigo
en un día tan caluroso! ¿Por qué? ¿Porque podríamos encontrarnos a la señora Jabber?
Cariño, la señora Jabber no es una corriente de aire. ¿Y por qué tengo que ponerme
el abrigo en un día de calor por culpa de la señora…? ¡Oh!, muy bien…