jueves, 31 de marzo de 2022

Aventura amorosa

Fernando Pessoa

 

Fue en Barrow in Furness, que es un puerto en la costa occidental de Inglaterra. Allí, cierto día, después de un trabajo de arqueo, estaba yo sentado sobre un barril, en un muelle abandonado. Acababa de escribir un soneto –eslabón de una cadena de varios– en el que el hecho de estar sentado en ese barril era un elemento de construcción. Se me aproximó una muchacha, por así decir –alumna, según después supe, del liceo–, y entró en conversación conmigo. Vio que estaba escribiendo versos y me preguntó, como en estas ocasiones se acostumbra a preguntar, si yo escribía versos.

Respondí, como en estos casos se responde, que no.

La tarde, según su obligación tradicional, caía lenta y suave. La dejé caer.

Es conocida la índole portuguesa y el carácter propicio de las horas, independientemente de las índoles y de los portugueses. ¿Fue esto una aventura amorosa? No alcanzo a decirlo. Fue una tarde, en un muelle lejos de la patria; y hoy es, ciertamente, un recuerdo de oro oscuro. La vida es extremadamente compleja, y los azares son, a veces, necesarios. El cuento no tiene moral, desde el principio. El oro oscuro quedó húmedo y la tarde cayó definitivamente.

 

Artificios

Macedonio Fernández

 

–Mujer, ¿cuánto te ha costado esta espumadera?

–1,90.

–¿Cómo, tanto? ¡Pero es una barbaridad!

–Sí; es que los agujeros están carísimos. Con esto de la guerra se aprovechan de todo.

–¡Pues la hubieras comprado sin ellos!

–Pero entonces sería un cucharón y ya no serviría para espumar.

–No importa; no hay que pagar de más. Son artificios del mercado de agujeros.

 

Argumentum ornithologicum

Jorge Luis Borges

 

Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.

 

miércoles, 30 de marzo de 2022

Te asienta lo fresa, dijo

Víctor Roura

 

Cuando pedí un helado de chocolate, en vez de un añejo, ella se retractó y ordenó un té helado, en lugar de la piña colada.

–No me digas que ya estás entrando en juicio –dijo, desconcertada.

Por la radio del restaurantebar se oía a Timbiriche.

–Verte me nostalgia –dije.

Tenía ganas de hablar. Saqué de la bolsa del saco un libro. Era uno de Og Mandino. Lo puse encima de la mesa.

–Me voy a adentrar a mi tiempo –dije con una sonrisa de fraile cruzando apresuradamente Avenida Patriotismo.

Ella tomó el libro. Me miró con ternura.

–Te lo podría leer por las noches –dijo.

Negué con la cabeza.

–Desde hace tres meses me acuesto a las nueve: la noche se hizo para dormir –acoté.

Llegaron el helado y el té. La mesera hizo un coqueto gesto. Su escote era prominente.

–Se le va a salir el corazón, señorita, le presto mi saco –dije, atento.

No entendió mi cortesía… la mesera. Ella, en cambio, se ruborizó.

–Pareces incluso caballeroso –dijo.

El chocolate no estaba rico. No tenía azúcar.

–Va en serio lo del cambio de personalidad –acoté.

Ahora cantaba Thalía.

–Te invito a un concierto de Mijares –dije.

Ella se removió gustosa en la silla.

–El rock no me va a convertir en satánico –expliqué, mirándola como un monje mira a la madre superiora a la hora de la cena.

La tarde caía con lentitud.

–Y yo que ya no quería saber nada de ti –dijo.

–Por eso preferí callar…

–Pero, si me lo dices, tal vez hubiera adelantado nuestra cita.

–No me corre prisa.

–Eres adorable…

Mis manos empezaron a sudar. Tenía un año de no verla.

–Ya me inscribí en un taller de aerobics literarios –dije.

–No me digas. No sé qué sea eso. Yo voy a uno normal.

–Mientras el maestro pasa lectura, por ejemplo, de un poema de Octavio Paz, nosotros tratamos de hacer la coreografía respectiva. Son movimientos en ascenso y descenso, precedidos de silencios breves. Aerobics sin música.

–Llévame a una sesión…

–Se lo plantearé al profesor.

El helado comenzaba a derretirse. Por la radio se escuchaba a María Sorté. Puse mi mano en su rodilla. Ella sonrió.

–Te asienta lo fresa –dijo.

–Ya me había dado cuenta.

–Vamos a caminar…

Llamé a la mesera. Pagué la exigua suma. Salimos a la calle. No hacía ni frío ni calor. La noche iniciaba. Ella me tomó del brazo. Caminamos un rato sin hablar. Vio su reloj.

–Ya casi es la hora –dijo.

Asentí.

–Yo también tengo que retirarme a mis aposentos.

Fuimos a su carro.

–¿Nos vemos mañana? –preguntó.

Abrí la puerta. La dejé pasar. Cerré.

–Mañana, después de trabajar, voy a ir a la Universidad para ver si puedo continuar mis estudios suspendidos hace casi dos décadas…

Me miró, sorprendida.

–¿Hasta piensas retornar a la Universidad?

–Mi código así me lo dicta –dije.

Sonrió. Hizo que me inclinara hacia ella. Me dio un largo beso.

–Les voy a decir a mis papás que un día vas a ir a comer a la casa –dijo, entusiasmada.

Le contesté que no se preocupara.

–El amor camina solo –indiqué.

Ella encendió el motor.

–En este caso, tú lo estás provocando. Antes nunca un beso te di. Tú lo sabes.

Se fue.

Di media vuelta. Caminé ciento veintitrés pasos y penetré al mismo restaurantebar. Tiré el libro de Mandino en el primer bote de basura que hallé. Se escuchaba por las bocinas a Guadalupe Pineda. Me senté en el mismo lugar. Llamé a la mesera. Le pedí un ron y le pregunté a qué hora salía. A la octava cuba me respondió que ya, en un momento más, abandonaba el sitio.

–Espérame en la esquina, para que no nos vea el administrador –dijo, ronca la voz.

Le pregunté si traía suéter o abrigo o algo que se le pareciera.

–Para cuidar, digo, su corazón –dije, mirándole el profundo escote.

Estaban a punto de dar las diez de la noche.

Ella, tal vez, iría ya en su quinto sueño.

 

Los triunfos de un taxidermista

H. G. Wells

 

He aquí algunos de los secretos de la taxidermia. Me los contó un taxidermista en estado de euforia, entre el primero y el cuarto whisky, cuando se ha dejado de ser cauteloso y todavía no se está borracho. Estábamos sentados en su guarida, exactamente en la biblioteca, que era a la vez sala de estar y comedor. Una cortina de cuentas la separaba, por lo que al sentido de la vista se refiere, del maloliente rincón donde ejercía su oficio.

Estaba sentado en una hamaca y, con los pies, en los que llevaba puestas, a modo de sandalias, las reliquias sagradas de un par de zapatillas, daba golpecitos a los carbones que no ardían bien o los quitaba de en medio poniéndolos sobre la chimenea, entre la cristalería. Los pantalones, dicho sea de pasada pues no tienen nada que ver con sus triunfos, eran del más horrible amarillo de tela escocesa, de los que hacían cuando nuestros padres llevaban patillas y había miriñaques en el país. Además tenía el pelo negro, la cara rosada y los ojos de un marrón fiero, y su chaqueta consistía fundamentalmente en grasa sobre una base de pana. La pipa tenía una cazoleta de porcelana con las Tres Gracias, y llevaba siempre las gafas torcidas de forma que el ojo izquierdo, pequeño y penetrante, le fulminaba a uno desde su desnudez, mientras que el derecho aparecía oscuro, engrandecido y suave a través del cristal.

Se expresaba en los siguientes términos:

–No hubo jamás un hombre que disecara como yo, Bellows, jamás. He disecado elefantes, he disecado polillas, y todo lo que he disecado parecía mejor y más animado que al natural. He disecado seres humanos, principalmente ornitólogos aficionados, aunque también disequé una vez a un negro. No, no hay ninguna ley que lo prohíba. Lo hice con todos los dedos extendidos y lo utilicé como percha para sombreros, pero ese tonto de Homersby tuvo una pelea con él una noche, ya muy tarde, y lo estropeó. Fue antes de que nacieras. Es muy difícil conseguir pieles, si no haría otro.

“Desagradable? No lo creo. A mi entender, la taxidermia es una prometedora tercera alternativa a la inhumación y a la cremación. La gente podría mantener a su lado a los seres queridos. Chucherías de ese tipo distribuidas por la casa harían tan buena compañía como la mayor parte de la gente, y mucho más barata. Se les podría poner mecanismos para que hicieran cosas. Por supuesto habría que barnizarlos, pero no tendrían que brillar más de lo que mucha gente brilla por naturaleza. La cabeza calva del viejo Manningtree… De todos modos, se podría hablar con ellos sin que interrumpieran. Incluso las tías. La taxidermia tiene un gran futuro por delante, ya lo verás. Están también los fósiles…”

De repente se quedó en silencio.

–No, creo que no debería contarte eso –chupó pensativo la pipa–. Gracias, sí. No demasiada agua. Desde luego, se entiende que lo que te cuente ahora no saldrá de aquí. ¿Sabes que he hecho algunos dodos y una gran alca? ¡No! Evidentemente no eres más que un aficionado a la taxidermia. Mi querido amigo, la mitad de las grandes alcas que hay en el mundo son tan auténticas más o menos como el pañuelo de la Verónica, como la Sagrada Túnica de Tréveris. Los hacemos con plumas de somormujo y cosas así. ¡Y también los huevos de la gran alca!

–¡Santo cielo!

–Sí, los hacemos de porcelana fina. Te aseguro que merece la pena. Llegan a valer… uno llegó a trescientas libras justo el otro día. Ése era realmente auténtico, según creo, pero desde luego nunca se está seguro. Es un trabajo muy fino, y posteriormente hay que envejecerlos porque ningún poseedor de estos preciosos huevos comete jamás la temeridad de limpiarlos. Eso es lo bonito del negocio. Incluso cuando sospechan de un huevo no les gusta examinarlo demasiado detenidamente. En el mejor de los casos es un capital tan frágil…

“No sabías que la taxidermia alcanzara semejantes cimas. Pues, amigo mío, las ha alcanzado mayores. Yo he rivalizado con las manos de la mismísima Naturaleza. Una de las grandes alcas auténticas –su voz se convirtió en un susurro–… una de las auténticas, la hice yo.

“No. Tienes que estudiar ornitología y descubrirlo por ti mismo. Es más, una agrupación de comerciantes me ha planteado poblar con especímenes uno de los inexplorados islotes rocosos al norte de Islandia. Quizá lo haga… algún día. Pero en estos momentos tengo otra cosita entre manos. ¿Has oído hablar del Diornis?

“Es uno de esos grandes pájaros que se han extinguido recientemente en Nueva Zelanda. Comúnmente se les llama moa, justo porque están extinguidos: no hay ningún moa vivo. ¿Comprendes? Bueno, se conservan huesos, y en algunas marismas han aparecido incluso plumas y fragmentos secos de la piel. Pues bien, yo voy a… bueno, no hay por qué ocultarlo, voy a falsificar un moa disecado completo. Conozco a un tipo por ahí que pretenderá haberlo encontrado en una especie de ciénaga antiséptica y dirá que lo disecó inmediatamente porque amenazaba con hacerse pedazos. Las plumas son muy peculiares, pero he logrado un método sencillamente maravilloso de trucar trozos chamuscados de pluma de avestruz. Sí, ése es el nuevo olor que has notado. Sólo pueden descubrir el fraude con un microscopio y difícilmente se molestarán en hacer pedazos un bonito espécimen para eso.

“De esta manera, como ves, aporto mi empujoncito al avance de la ciencia. Pero todo esto es pura imitación de la Naturaleza. En mi carrera profesional he hecho más que eso. La he… vencido.”

Quitó los pies de la chimenea y se inclinó confidencialmente hacia mí.

–He creado pájaros –dijo en voz baja–. Pájaros nuevos. Mejoras. Pájaros jamás vistos.

En medio de un silencio impresionante recobró su postura.

–Enriquecer el universo, realmente. Algunos de los pájaros que hice eran clases nuevas de colibríes, y eran animalitos muy bonitos, aunque alguno era simplemente raro. El más raro creo que fue el Anomalopteryx Jejuna. Del latín jejunus-a-um, vacío, se llamaba así porque realmente no tenía nada, era un pájaro totalmente vacío, salvo el disecado. El viejo Javvers es el que lo tiene ahora, y supongo que está casi tan orgulloso de él como yo mismo. Es una obra maestra, Bellows. Tiene toda la estúpida torpeza de tu pelícano, toda la solemne falta de dignidad de tu loro, toda la desgarbada delgadez de un flamenco con todo el extravagante conflicto cromático de un pato mandarín. ¡Qué pájaro! Lo hice con los esqueletos de una cigüeña y un tucán, y un montón de plumas. Para un verdadero maestro en el arte, querido Bellows, esa clase de taxidermia es puro gozo.

“¿Que cómo se me ocurrió? De manera bastante sencilla, como ocurre con todos los grandes inventos. Uno de esos jóvenes genios que nos escriben Notas Científicas en los periódicos se hizo con un folleto alemán sobre los pájaros de Nueva Zelanda, y tradujo parte de él a base de diccionario y de sentido común –con lo poco común que es este sentido–, y se hizo un lío con el Apteryx vivo y el Anomalopteryx extinto. Hablaba de un pájaro de cinco pies de altura que vivía en las selvas de la Isla del Norte, raro y asustadizo, cuyos ejemplares eran difíciles de obtener, y cosas así. Javvers, que incluso como coleccionista es una persona terriblemente ignorante, leyó esos párrafos y juró que conseguiría el ejemplar a cualquier precio. Acosó a los comerciantes con pesquisas. Eso muestra lo que puede hacer un hombre persistente, el poder de la voluntad. Ahí estaba un coleccionista de pájaros jurando que conseguiría un espécimen de un pájaro que no existía, que nunca había existido, y que a causa de la mismísima vergüenza de su propia y blasfema inelegancia probablemente no existiría en estos momentos de haber podido impedirlo. Y lo consiguió. Lo consiguió.

“–¿Un poco más de whisky, Bellows?” –preguntó el taxidermista despertándose de una pasajera contemplación de los misterios del poder de la voluntad y de las mentes de los coleccionistas. Y una vez llenados de nuevo los vasos, procedió a contarme cómo había montado la más atractiva de las sirenas, y cómo un predicador ambulante que no podía atraer a la audiencia por culpa suya la hizo pedazos en Burslem Wakes diciendo que aquello era idolatría o algo peor. Pero como la conversación de todas las partes implicadas en esta transacción, el creador, el presunto conservador y el destructor no es uniformemente adecuada para la publicación, este jocoso incidente debe permanecer sin imprimir.

El lector no familiarizado con los tortuosos procedimientos de los coleccionistas puede que se incline a dudar de mi taxidermista, pero por lo que respecta a los huevos de la gran alca y los falsos pájaros disecados me he encontrado con que tiene la confirmación de distinguidos escritores de ornitología. Y la nota sobre el pájaro de Nueva Zelanda ciertamente apareció en un periódico matinal de inmaculada reputación, pues el taxidermista tiene un ejemplar que me ha enseñado.

 

Si me tocaras el corazón

Isabel Allende

 

Amadeo Peralta se crio en la pandilla de su padre y llegó a ser un matón, como todos los hombres de su familia. Su padre opinaba que los estudios son para maricones, no se requieren libros para triunfar en la vida, sino cojones y astucia, decía, por eso formó a sus hijos en la rudeza. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que el mundo estaba cambiando muy rápido y que sus negocios necesitaban consolidarse sobre bases más estables. La época del pillaje desenfadado había sido reemplazada por la corrupción y el despojo solapado, era hora de administrar la riqueza con criterio moderno y mejorar su imagen. Reunió a sus hijos y les impuso la tarea de hacer amistad con personas influyentes y aprender asuntos legales, para que siguieran prosperando sin peligro de que les fallara la impunidad. También les encomendó buscar novias entre los apellidos más antiguos de la región, a ver si lograban lavar el nombre de los Peralta de tanta salpicadura de barro y de sangre. Para entonces Amadeo había cumplido treinta y dos años y tenía muy arraigado el hábito de seducir muchachas para luego abandonarlas, de modo que la idea del matrimonio no le gustó nada, pero no se atrevió a desobedecer a su padre. Comenzó a cortejar a la hija de un hacendado cuya familia había vivido en el mismo lugar por seis generaciones. A pesar de la turbia fama del pretendiente, ella lo aceptó, porque era muy poco agraciada y temía quedarse soltera. Ambos iniciaron entonces uno de esos aburridos noviazgos de provincia. Incómodo en su traje de lino blanco y sus botines lustrados, Amadeo la visitaba todos los días bajo la mirada atenta de la futura suegra o de alguna tía, y mientras la señorita servía café y pasteles de guayaba, él atisbaba el reloj calculando el momento oportuno de despedirse.

Pocas semanas antes de la boda, Amadeo Peralta tuvo que hacer un viaje de negocios por la provincia. Así llegó a Agua Santa, uno de esos lugares donde nadie se queda y cuyo nombre los viajeros rara vez recuerdan. Pasaba por una calle angosta, a la hora de la siesta, maldiciendo el calor y ese olor dulzón de mermelada de mangos que agobiaban el aire, cuando escuchó un sonido cristalino como de agua deslizándose entre piedras, que provenía de una casa modesta, con la pintura descascarada por el sol y la lluvia, como casi todas por allí. A través de la reja divisó un zaguán de baldosas oscuras y paredes encaladas, al fondo un patio y más allá la visión sorprendente de una muchacha sentada en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre las rodillas un salterio de madera rubia. Se quedó un rato observándola.

–Ven, niña –la llamó, por último. Ella levantó la cara y a pesar de la distancia él distinguió los ojos asombrados y la sonrisa incierta en un rostro todavía infantil–. Ven conmigo –mandó, imploró Amadeo con la voz seca.

Ella vaciló. Las últimas notas quedaron suspendidas en el aire del patio como una pregunta. Peralta la llamó de nuevo, ella se puso de pie y se acercó, él metió el brazo entre los barrotes de la reja, corrió el pestillo, abrió la puerta y la cogió de la mano, mientras le recitaba todo su repertorio de galán, jurándole que la había visto en sueños, que la había buscado toda su vida, que no podía dejarla ir y que era la mujer destinada para él, todo lo cual podía haber omitido, porque la muchacha era simple de espíritu y no comprendió el sentido de sus palabras, aunque tal vez la sedujo el tono de la voz. Hortensia había cumplido recién quince años y su cuerpo estaba listo para el primer abrazo, aunque ella no lo sabía ni podía darle un nombre a esas inquietudes y temblores. Para él fue tan fácil llevarla hasta su coche y conducirla a un descampado, que una hora después ya la había olvidado por completo. Tampoco pudo recordarla cuando una semana más tarde ella apareció de súbito en su casa, a ciento cuarenta kilómetros de distancia, vestida con un delantal de algodón amarillo y alpargatas de lona, con su salterio bajo el brazo, encendida por la fiebre del amor.

Cuarenta y siete años más tarde, cuando Hortensia fue rescatada del foso donde había permanecido sepultada y los periodistas viajaron de todas partes del país para fotografiarla, ni ella misma sabía ya su nombre ni cómo llegó hasta allí.

–¿Por qué la tuvo encerrada como una bestia miserable? –acosaron los reporteros a Amadeo Peralta.

–Porque se me dio la gana –replicó él calmadamente. Para entonces ya tenía ochenta años y estaba tan lúcido como siempre, pero no comprendía aquel alboroto tardío por algo ocurrido tanto tiempo atrás.

No estaba dispuesto a dar explicaciones. Era hombre de palabra autoritaria, patriarca y bisabuelo, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos y hasta los curas lo saludaban con la cabeza inclinada. En su larga vida acrecentó la fortuna heredada de su padre, se adueñó de todas las tierras desde las ruinas del fuerte español hasta los límites del Estado y después se lanzó a una carrera política que lo convirtió en el cacique más poderoso de la zona. Se casó con la hija fea del hacendado, con ella tuvo nueve descendientes legítimos y con otras mujeres engendró un número impreciso de bastardos, sin guardar recuerdos de ninguna porque tenía el corazón definitivamente mutilado para el amor. A la única que no pudo descartar del todo fue a Hortensia, porque se le quedó pegada en la conciencia como una persistente pesadilla. Después del breve encuentro con ella entre las yerbas de un terreno baldío, regresó a su casa, su trabajo y su desabrida novia de familia honorable. Fue Hortensia quien lo buscó hasta encontrarlo, fue ella quien se le atravesó por delante y se aferró a su camisa con una aterradora sumisión de esclava. Vaya lío, pensó él entonces, yo a punto de casarme con pompa y fanfarria y esta niña desquiciada se me cruza en el camino. Quiso deshacerse de ella, pero al verla con su vestido amarillo y sus ojos suplicantes le pareció un desperdicio no aprovechar la oportunidad y decidió esconderla mientras se le ocurría alguna solución.

Y así, casi por descuido, Hortensia fue a parar al sótano del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, donde permaneció enterrada durante toda su vida. Era un recinto amplio, húmedo, oscuro, asfixiante en verano y frío en algunas noches de la temporada seca, amoblado con unos cuantos trastos y un jergón. Amadeo Peralta no se dio tiempo para acomodarla mejor, a pesar de que algunas veces acarició la fantasía de convertir a la muchacha en una concubina de cuentos orientales, envuelta en tules leves y rodeada de plumas de pavo real, cenefas de brocado, lámparas de vidrios pintados, muebles dorados de patas torcidas y alfombras peludas donde él pudiera caminar descalzo. Tal vez lo habría hecho si ella le hubiera recordado sus promesas, pero Hortensia era como un pájaro nocturno, uno de esos guácharos ciegos que habitan al fondo de las cuevas, sólo necesitaba un poco de alimento y agua. El vestido amarillo se le pudrió en el cuerpo y acabó desnuda.

–Él me quiere, siempre me ha querido –declaró, cuando la rescataron los vecinos. En tantos años de encierro había perdido el uso de las palabras y la voz le salía a sacudones, como un ronquido de moribundo.

Las primeras semanas Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano con ella, saciando un apetito que creyó inagotable. Temiendo que la descubrieran y celoso hasta de sus propios ojos, no quiso exponerla a la luz natural y sólo dejó entrar un rayo tenue a través de la claraboya de ventilación. En la oscuridad retozaron en el mayor desorden de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón convertido en un cangrejo hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cualidad extrema. Al tocarse en las tinieblas lograban penetrar en la esencia del otro y sumergirse en las intenciones más secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco repetido, las paredes les devolvían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se convirtió en un frasco sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos navegando en aguas amnióticas, dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo se extraviaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor.

Cuando Hortensia se dormía, su amante salía a buscar algo de comer y antes de que ella despertara regresaba con renovados bríos a abrazarla de nuevo. Así debieron amarse hasta morir derrotados por el deseo, debieron devorarse el uno al otro o arder como una antorcha doble; pero nada de eso ocurrió. En cambio, sucedió lo más previsible y cotidiano, lo menos grandioso. Antes de un mes Amadeo Peralta se cansó de los juegos, que ya empezaban a repetirse, sintió la humedad royéndole las articulaciones y comenzó a pensar en todo lo que había al otro lado de aquel antro. Era hora de volver al mundo de los vivos y recuperar las riendas de su destino.

–Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico. Te traeré regalos, vestidos y joyas de reina –le dijo al despedirse.

–Quiero hijos –dijo Hortensia.

–Hijos no, pero tendrás muñecas.

En los meses siguientes Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y las muñecas. Visitaba a Hortensia cada vez que se acordaba, no siempre para hacer el amor, a veces sólo para oírla tocar alguna melodía antigua en el salterio, le gustaba verla inclinada sobre el instrumento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta prisa que no alcanzaba a cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de agua, le dejaba una bolsa de provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve días y la encontró moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que lo ayudara a cuidar a su prisionera, porque su familia, sus viajes, sus negocios y sus compromisos sociales lo mantenían muy ocupado. Una india hermética le sirvió para ese fin. Ella guardaba la llave del candado y entraba regularmente a limpiar el calabozo y raspar los líquenes que le crecían a Hortensia en el cuerpo como una flora delicada y pálida, casi invisible al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa abandonada.

–¿No tuvo lástima de esa pobre mujer? –le preguntaron a la india cuando también a ella se la llevaron detenida, acusada de complicidad en el secuestro, pero ella no contestó y se limitó a mirar de frente con ojos impávidos y lanzar un escupitajo negro de tabaco.

No, no tuvo lástima porque creyó que la otra tenía vocación de esclava y por lo mismo era feliz siéndolo, o que era idiota de nacimiento y, como tantos en su condición, mejor estaba encerrada que expuesta a las burlas y peligros de la calle. Hortensia no contribuyó a cambiar la opinión que su carcelera tenía de ella, jamás manifestó alguna curiosidad por el mundo, no intentó salir a respirar aire limpio ni se quejó de nada. Tampoco parecía aburrida, su mente estaba detenida en algún momento de la infancia y la soledad terminó por perturbarla del todo. En realidad se fue convirtiendo en una criatura subterránea. En esa tumba se agudizaron sus sentidos y aprendió a ver lo invisible, la rodearon alucinantes espíritus que la conducían de la mano por otros universos. Mientras su cuerpo permanecía encogido en un rincón, ella viajaba por el espacio sideral como una partícula mensajera, viviendo en un territorio oscuro, más allá de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse se habría aterrado de su propio aspecto, pero como no podía verse no percibió su deterioro, no supo de las escamas que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda que anidaron en su largo cabello convertido en estopa, de las nubes plomizas que le cubrieron los ojos ya muertos de tanto atisbar en la penumbra. No sintió cómo le crecían las orejas para captar los sonidos externos, aun los más tenues y lejanos, como la risa de los niños en el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de helados, los pájaros en vuelo, el murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas antes graciosas y firmes, se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta y de arrastrarse, ni que las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia, los huesos se le transformaron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y le salió una joroba. Sólo las manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siempre en el ejercicio del salterio, aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y en cambio le arrancaban al instrumento el llanto que no le salía del pecho. De lejos Hortensia parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una lástima infinita. Ella no tenía conciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su memoria guardaba intacta la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que vio reflejada por última vez en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo Peralta, el día que la condujo a su guarida. Se creía tan bonita como siempre y continuó actuando como si lo fuera, de este modo el recuerdo de su belleza quedó agazapado en su interior y cualquiera que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrarla bajo su aspecto externo de enano prehistórico.

Entretanto Amadeo Peralta, rico y temido, extendía por toda la región la red de su poder. Los domingos se sentaba a la cabecera de una larga mesa, con sus hijos y nietos varones, sus secuaces y cómplices, y con algunos invitados especiales, políticos y jefes militares a quienes trataba con una cordialidad ruidosa, no exenta de la altanería necesaria para que recordaran quién era el amo. A sus espaldas se rumoreaba de sus víctimas, de cuántos dejó en la ruina o hizo desaparecer, de los sobornos a las autoridades, de que la mitad de su fortuna provenía del contrabando; pero nadie estaba dispuesto a buscar pruebas. Decían también que Peralta mantenía a una mujer prisionera en un sótano. Esta parte de su leyenda negra se repetía con mayor certeza que la de sus negocios ilegítimos, en verdad muchos lo sabían y con el tiempo se convirtió en un secreto a voces.

Una tarde de mucho calor, tres niños se escaparon de la escuela para bañarse en el río. Pasaron un par de horas chapoteando en el lodo de la orilla y luego se fueron a vagar cerca del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, cerrado desde hacía dos generaciones, cuando la caña dejó de ser rentable. El lugar tenía fama de hechizado, decían que se escuchaban ruidos de demonios y muchos habían visto por allí a una bruja desgreñada invocando a las ánimas de los esclavos muertos. Exaltados por la aventura, los muchachos se metieron en la propiedad y se acercaron al edificio de la fábrica. Pronto se atrevieron a entrar en las ruinas, recorrieron los amplios cuartos de anchas paredes de adobe y vigas roídas por el comején, sortearon la maleza crecida del suelo, los cerros de basura y mierda de perro, las tejas podridas y los nidos de culebras. Dándose valor a fuerza de bromas, empujándose, llegaron hasta la sala de molienda, una habitación enorme abierta al cielo, con restos de máquinas despedazadas, donde la lluvia y el sol habían creado un jardín imposible y donde creyeron percibir un rastro penetrante de azúcar y sudor. Cuando empezaba a quitárseles el susto, oyeron con toda claridad un canto monstruoso. Temblando, trataron de retroceder, pero la atracción del horror pudo más que el miedo y se quedaron agazapados escuchando hasta que la última nota se les clavó en la frente.

Poco a poco lograron vencer la inmovilidad, se sacudieron el espanto y empezaron a buscar el origen de esos extraños sonidos, tan diferentes a cualquier música conocida, y así dieron con una pequeña trampa a ras del suelo, cerrada con un candado que no pudieron abrir. Sacudieron la plancha de madera que cerraba la entrada y un indescriptible olor a fiera enjaulada les golpeó la cara. Llamaron, pero nadie respondió, sólo oyeron al otro lado un sordo jadeo. Entonces partieron corriendo a avisar a gritos que habían descubierto la puerta del infierno.

El barullo de los niños no pudo ser acallado y así los vecinos comprobaron finalmente lo que sospechaban desde hacía décadas. Primero llegaron las madres detrás de sus hijos a atisbar por las ranuras de la trampa, y ellas también escucharon las notas terribles del salterio, muy diferentes a la melodía banal que atrajo a Amadeo Peralta al detenerse en una callejuela de Agua Santa para secarse el sudor de la frente. Detrás de ellas acudió un tropel de curiosos y por último, cuando ya se había juntado una muchedumbre, aparecieron los policías y los bomberos, que hicieron saltar la puerta a hachazos y se metieron al hoyo con sus lámparas y sus bártulos de incendio. En la cueva encontraron a una criatura desnuda, con la piel fláccida colgando en pálidos pliegues, que arrastraba unos mechones grises por el suelo y gemía aterrorizada por el ruido y la luz. Era Hortensia, brillando con fosforescencia de madreperla bajo las linternas implacables de los bomberos, casi ciega, con los dientes gastados y las piernas tan débiles que casi no podía tenerse de pie. La única señal de su origen humano, era un viejo salterio apretado contra su regazo.

La noticia produjo indignación en todo el país. En las pantallas de televisión y en los periódicos apareció la mujer rescatada del agujero donde pasó la vida, mal cubierta por una manta que alguien le puso sobre los hombros. La indiferencia que durante casi medio siglo rodeó a la prisionera, se convirtió en pocas horas en pasión por vengarla y socorrerla. Los vecinos improvisaron piquetes para linchar a Amadeo Peralta, atacaron su casa, lo sacaron a rastras y si la Guardia no llega a tiempo para quitárselo de las manos, lo habrían despedazado en la plaza. Para callar la culpa de haberla ignorado durante tanto tiempo, todo el mundo quiso ocuparse de Hortensia.

Se reunió dinero para darle una pensión, se juntaron toneladas de ropa y medicamentos que ella no necesitaba y varias organizaciones de beneficencia se dieron a la tarea de rasparle la mugre, cortarle el cabello y vestirla de pies a cabeza, hasta convertirla en una anciana común. Las monjas le prestaron una cama en el asilo de indigentes y durante meses la tuvieron amarrada para que no se escapara de vuelta al sótano, hasta que por fin se acostumbró a la luz del día y se resignó a vivir con otros seres humanos.

Aprovechando el furor público atizado por la prensa, los numerosos enemigos de Amadeo Peralta reunieron por fin el valor para lanzarse en picada en su contra. Las autoridades, que durante años ampararon sus abusos, le cayeron encima con el garrote de la ley. La noticia ocupó la atención de todos durante el tiempo suficiente para conducir al viejo caudillo a la cárcel y luego se fue esfumando hasta desaparecer del todo. Rechazado por sus familiares y amigos, convertido en símbolo de todo lo abominable y abyecto, hostilizado por los guardianes y por sus compañeros de infortunio, estuvo en prisión hasta que lo alcanzó la muerte. Permanecía en su celda, sin salir nunca al patio con los otros reclusos. Desde allí podía oír los ruidos de la calle.

Cada día, a las diez de la mañana, Hortensia caminaba con su vacilante paso de loca hasta el penal y le entregaba al vigilante de la puerta una marmita caliente para el preso.

–Él casi nunca me dejó con hambre –le decía al portero en tono de excusa. Después se sentaba en la calle a tocar el salterio, arrancándole unos gemidos de agonía imposibles de soportar. En la esperanza de distraerla y hacerla callar, algunos pasantes le daban una moneda.

Encogido al otro lado de los muros, Amadeo Peralta escuchaba ese sonido que parecía provenir del fondo de la tierra y que le atravesaba los nervios. Ese reproche cotidiano debía significar algo, pero no podía recordar. A veces sentía unos ramalazos de culpa, pero enseguida le fallaba la memoria y las imágenes del pasado desaparecían en una niebla densa. No sabía por qué estaba en esa tumba y poco a poco olvidó también el mundo de la luz, abandonándose a la desdicha.

 

Las muñecas

Juan Rodolfo Wilcock

 

Es un gran armario de madera de nogal, simple, vertical, al mismo tiempo pesado y elegante, casi un símbolo de la digna estabilidad; por otra parte está siempre cerrado. Por dentro, el armario está dividido con estantecitos, y en cada uno de estos estantes vive una escritora; en realidad son las viejas muñecas que se volvieron escritoras solamente por obra de la inacción, la oscuridad y el aburrimiento. Por esa razón todas llevan trajes coloridos, a menudo los trajes de alguna región o provincia, y la cabeza ligeramente desproporcionada respecto al cuerpo, demasiado aplanada, demasiado en punta o simplemente demasiado voluminosa; salvo una poetisa que la tiene pequeñísima, y esto hace reír mucho a las demás, como si tener la cabeza pequeña fuese más gracioso que tenerla grande.

De todas formas, y como el armario no se abre nunca, y los estantes no permiten otra comunicación que la habitual entre los presos, por medio de golpecitos dados en un sistema convencional, poco a poco casi todas las muñecas se han dedicado a la literatura, y así se volvieron novelistas, poetisas, críticas literarias, críticas teatrales y consultoras de editoriales. Allí dentro todo es un continuo repiqueteo: cada una quiere hacer oír a las otras sus propias obras. Pero éstas son, de más está decirlo, obras de muñecas. Está la novelista con gafas que después de diez años de trabajo consiguió escribir esta novela, titulada Huelga: “Hacía frío. Los obreros hacían huelga. Sobre el más frío el más joven murió de huelga”. Está la dramaturga de vanguardia que cada año presenta la misma comedia en un acto, titulada El otro: “ANA: Dame un beso, Edgardo. EDGARDO: No puedo, amo a otro”. Está la chica teatral que cada semana redacta su veredicto: “Brava la Breva en el papel de Briva”. Y está la poetisa de la cabeza pequeña, la más prolífica de todas, que una vez al mes rehace, cambiando la rima, la misma lírica:

 

Pobres
Los
Pobres.

 

En la oscuridad, convencidas de su importancia, las muñecas de la cabeza desproporcionada se mueven, toman posturas, amenazan a los gobiernos extranjeros si éstos quisieran seguir persistiendo en el error, y pasan todo el día transmitiéndose sus propias composiciones. En vano, porque ninguna de ellas quiere escuchar lo que escriben las otras, y por otra parte no todas manejan el mismo sistema convencional de golpecitos, así que sus esfuerzos caen inexorablemente en el vacío. A veces alguien se acerca al armario cerrado, acerca la oreja a las puertas de nogal, y comenta: “¡Pero este armario está lleno de ratones!” Por eso nadie quiere abrirlo.

 

martes, 29 de marzo de 2022

Aquella muerta

Ramón Gómez de la Serna

 

Aquella muerta me dijo:

–¿No me conoces?… Pues me debías conocer… Has besado mi pelo en la trenza postiza de la otra.

 

Aprendan geometría

Fredric Brown

 

Henry miró el reloj. A las dos de la mañana cerró el libro, desesperado. Seguramente lo suspenderían al día siguiente. Cuanto más estudiaba geometría, menos la comprendía. Había fracasado ya dos veces. Con seguridad lo echarían de la universidad. Solo un milagro podía salvarlo. Se enderezó. ¿Un milagro? ¿Por qué no? Siempre se había interesado por la magia. Tenía libros. Había encontrado instrucciones muy sencillas para llamar a los demonios y someterlos a su voluntad. Nunca había probado. Y aquel era el momento o nunca. Tomó de la estantería su mejor obra de magia negra. Era sencillo. Algunas fórmulas, ponerse a cubierto en un pentágono, llega el demonio, no puede hacernos nada y se obtiene lo que se desea.­ ¡El triunfo es nuestro! Despejó la sala retirando los muebles contra las paredes. Luego dibujó en el suelo, con tiza, el pentágono protector. Por fin pronunció los encantamientos. El demonio era verdaderamente horrible, pero Henry se armó de coraje.

–Siempre he sido un inútil en geometría… –comenzó.

–¡A quién se lo dices! –replicó el demonio, riendo burlonamente.

Y cruzó, para devorarse a Henry, las líneas del hexágono que aquel idiota había dibujado en vez del pentágono.

 

Ante la puesta de sol

Fernando Pessoa

 

Ayer por la tarde, un hombre de ciudad hablaba ante la puerta de la posada. También hablaba conmigo. Hablaba de la justicia y de la lucha por la justicia, y de los obreros que sufren, y del trabajo constante, y de los que pasan hambre, y de los ricos, que tienen anchas las espaldas por eso.

Y al mirarme vio lágrimas en mis ojos y sonrió complacido, creyendo que sentía el odio que él sentía y la compasión que él decía que sentía.

Pero yo apenas lo escuchaba. ¿A mí qué me importan los hombres y lo que sufren, o suponen que sufren? Que sean como yo, y no sufrirán. Todo el mal del mundo viene de que a unos les importen los otros, sea para hacer el bien, sea para hacer el mal. Nuestra alma y el cielo y la tierra nos bastan. Querer más es perderlos y ser desgraciados.

Lo que estaba pensando mientras el amigo de los hombres hablaba (y eso me había conmovido hasta las lágrimas) era en cómo el murmullo lejano de los cencerros, aquel atardecer, no parecía las campanas de una ermita donde fueran a misa las flores y los regatos y las almas sencillas como la mía.

Alabado sea Dios, que no soy bueno y tengo el egoísmo natural de las flores y de los ríos que siguen su camino preocupados sin saberlo tan solo por florecer e ir discurriendo. Es esta la única misión que hay en el mundo, esta: existir claramente y saber hacerlo sin pensar en ello.

El hombre había callado, y miraba la puesta del sol. Pero ¿qué tiene que ver con la puesta del sol quien odia y ama?

 

lunes, 28 de marzo de 2022

Viaje olvidado

Silvina Ocampo

 

Quería acordarse del día en que había nacido y fruncía tanto las cejas que a cada instante las personas grandes la interrumpían para que desarrugara la frente. Por eso no podía nunca llegar hasta el recuerdo de su nacimiento.

Los chicos antes de nacer estaban almacenados en una gran tienda en París, las madres los encargaban, y a veces iban ellas mismas a comprarlos. Hubiera deseado ver desenvolver el paquete, y abrir la caja donde venían envueltos los bebés, pero nunca la habían llamado a tiempo en las casas de los recién nacidos. Llegaban todos achicharrados del viaje, no podían respirar bien dentro de la caja, y por eso estaban tan colorados y lloraban incesantemente, enrulando los dedos de los pies.

Pero ella había nacido una mañana en Palermo haciendo nidos para los pájaros. No recordaba haber salido de su casa aquel día, tenía la sensación de haber hecho un viaje sin automóvil ni coche, un viaje lleno de sombras misteriosas y de haberse despertado en un camino de árboles con olor a casuarinas donde se encontró de repente haciendo nidos para los pájaros. Los ojos de Micaela, su niñera, la seguían como dos guardianes. La construcción de los nidos no era fácil; eran de varios cuartos: tenía que haber dormitorio y cocina.

Al día siguiente, cuando volvió a Palermo, buscaba los nidos en el camino de casuarinas. No quedaba ninguno. Estaba a punto de llorar cuando la niñera le dijo: “Los pajaritos se han llevado los nidos sobre los árboles, por eso están tan contentos esta mañana”. Pero su hermana, que tenía cruelmente tres años más que ella, se rio, le señaló con su guante de hilo el jardinero de Palermo que tenía un ojo tuerto y que barría la calle con una escoba de ramas grises. Junto con las hojas muertas barría el último nido. Y ella, en ese momento sintió ganas de lanzar, como si oyera el ruido de las hamacas del jardín de su casa.

Y después, el tiempo había pasado desde aquel día alejándola desesperadamente de su nacimiento. Cada recuerdo era otra chiquita distinta, pero que llevaba su mismo rostro. Cada año que cumplía estiraba la ronda de chicas que no se alcanzaban las manos alrededor de ella.

Hasta que un día jugando en el cuarto de estudio, la hija del chauffeur francés le dijo con palabras atroces, llenas de sangre: “Los chicos que nacen no vienen de París” y mirando a todos lados para ver si las puertas escuchaban dijo despacito, más fuerte que si hubiera sido fuerte: “Los chicos están dentro de las barrigas de las madres y cuando nacen salen del ombligo”, y no sé qué otras palabras oscuras como pecados habían brotado de la boca de Germaine, que ni siquiera palideció al decirlas.

Entonces empezaron a nacer chicos por todas partes. Nunca habían nacido tantos chicos en la familia. Las mujeres llevaban enormes globos en las barrigas y cada vez que las personas grandes hablaban de algún bebito recién nacido, un fuego intenso se le derramaba por toda la cara, y le hacía agachar la cabeza buscando algo en el suelo, un anillo, un pañuelo que no se había caído. Y todos los ojos se tornaban hacia ella como faroles iluminando su vergüenza.

Una mañana, recién salida del baño, mirando la flor del desagüe mientras la niñera la secaba envolviéndola en la toalla, le confió a Micaela su horrible secreto, riéndose. La niñera se enojó mucho y volvió a asegurarle que los bebés venían de París. Sintió un pequeño alivio.

Pero cuando la noche llegaba, una angustia mezclada con los ruidos de la calle subía por todo su cuerpo. No podía dormirse de noche aunque su madre la besara muchas veces antes de irse al teatro. Los besos se habían desvirtuado.

Y fue después de muchos días y de muchas horas largas y negras en el reloj enorme de la cocina, en los corredores desiertos de la casa, detrás de las puertas llenas de personas grandes secreteándose, cuando su madre la sentó sobre sus faldas en su cuarto de vestir y le dijo que los chicos no venían de París. Le habló de flores, le habló de pájaros; y todo eso se mezclaba a los secretos horribles de Germaine. Pero ella sostuvo desesperadamente que los chicos venían de París.

Un momento después, cuando su madre dijo que iba a abrir la ventana y la abrió, el rostro de su madre había cambiado totalmente debajo del sombrero con plumas: era una señora que estaba de visita en su casa. La ventana quedaba más cerrada que antes, y cuando dijo su madre que el sol estaba lindísimo, vio el cielo negro de la noche donde no cantaba un solo pájaro.

 

El bacilo robado

H. G. Wells

 

–Ésta, también, es otra preparación del famoso bacilo del cólera –explicó el bacteriólogo colocando el portaobjetos en el microscopio.

El hombre de rostro pálido miró por el microscopio. Evidentemente no estaba acostumbrado a hacerlo, y con una mano blanca y débil tapaba el ojo libre.

–Veo muy poco –observó.

Ajuste este tornillo –indicó el bacteriólogo–, quizás el microscopio esté desenfocado para usted. Los ojos varían tanto… Sólo una fracción de vuelta para este lado o para el otro.

–¡Ah! Ya veo –dijo el visitante–. No hay tanto que ver después de todo. Pequeñas rayas y fragmentos rosa. De todas formas, ¡esas diminutas partículas, esos meros corpúsculos, podrían multiplicarse y devastar una ciudad! ¡Es maravilloso!

Se levantó, y, retirando la preparación del microscopio, la sujetó en dirección a la ventana.

–Apenas visible –comentó mientras observaba minuciosamente la preparación. Dudó.

–¿Están vivos? ¿Son peligrosos?

–Los han matado y teñido –aseguró el bacteriólogo–. Por mi parte me gustaría que pudiéramos matar y teñir a todos los del universo.

–Me imagino –observó el hombre pálido sonriendo levemente– que usted no estará especialmente interesado en tener aquí a su alrededor microbios semejantes en vivo, en estado activo.

–Al contrario, estamos obligados a tenerlos –declaró el bacteriólogo–. Aquí, por ejemplo.

Cruzó la habitación y cogió un tubo entre unos cuantos que estaban sellados.

–Aquí está el microbio vivo. Éste es un cultivo de las auténticas bacterias de la enfermedad vivas –dudó–. Cólera embotellado, por decirlo así.

Un destello de satisfacción iluminó momentáneamente el rostro del hombre pálido.

–¡Vaya una sustancia mortal para tener en las manos! –exclamó devorando el tubito con los ojos.

El bacteriólogo observó el placer morboso en la expresión de su visitante. Este hombre que había venido a verlo esa tarde con una nota de presentación de un viejo amigo le interesaba por el mismísimo contraste de su manera de ser. El pelo negro, largo y lacio; los ojos grises y profundos; el aspecto macilento y el aire nervioso; el vacilante pero genuino interés de su visitante constituían un novedoso cambio frente a las flemáticas deliberaciones de los científicos corrientes con los que se relacionaba principalmente el bacteriólogo. Quizás era natural que, con un oyente evidentemente tan impresionable respecto de la naturaleza letal de su materia, él abordara el lado más efectivo del tema.

Continuó con el tubo en la mano pensativamente:

–Sí, aquí está la peste aprisionada. Basta con romper un tubo tan pequeño como éste en un abastecimiento de agua potable y decir a estas partículas de vida tan diminutas que no se pueden oler ni gustar, e incluso para verlas hay que teñirlas y examinarlas con la mayor potencia del microscopio: adelante, crezcan y multiplíquense y llenen las cisternas; y la muerte, una muerte misteriosa, sin rastro, rápida, terrible, llena de dolor y de oprobio se precipitaría sobre la ciudad buscando sus víctimas de un lado para otro. Aquí apartaría al marido de su esposa y al hijo de la madre, allá al gobernante de sus deberes y al trabajador de sus quehaceres. Correría por las principales cañerías, deslizándose por las calles y escogiendo acá y allá para su castigo las casas en las que no hervían el agua. Se arrastraría hasta los pozos de los fabricantes de agua mineral, llegaría, bien lavada, a las ensaladas, y yacería dormida en los cubitos de hielo. Estaría esperando dispuesta para que la bebieran los animales en los abrevaderos y los niños imprudentes en las fuentes públicas. Se sumergiría bajo tierra para reaparecer inesperadamente en los manantiales y pozos de mil lugares. Una vez puesto en el abastecimiento de agua, y antes de que pudiéramos reducirlo y cogerlo de nuevo, el bacilo habría diezmado la ciudad.

Se detuvo bruscamente. Ya le habían dicho que la retórica era su debilidad.

–Pero aquí está completamente seguro, ¿sabe usted?, completamente seguro.

El hombre de rostro pálido movió la cabeza afirmativamente. Le brillaron los ojos. Se aclaró la garganta.

–Estos anarquistas, los muy granujas –opinó–, son imbéciles, totalmente imbéciles. Utilizar bombas cuando se pueden conseguir cosas como ésta. Vamos, me parece a mí.

Se oyó en la puerta un golpe suave, un ligerísimo toque con las uñas. El bacteriólogo la abrió.

–Un minuto, cariño –susurró su mujer.

Cuando volvió a entrar en el laboratorio, su visitante estaba mirando el reloj.

–No tenía ni idea de que le he hecho perder una hora de su tiempo –se excusó–. Son las cuatro menos veinte. Debería haber salido de aquí a las tres y media. Pero sus explicaciones eran realmente interesantísimas. No, ciertamente no puedo quedarme un minuto más. Tengo una cita a las cuatro.

Salió de la habitación dando de nuevo las gracias. El bacteriólogo lo acompañó hasta la puerta y luego, pensativo, regresó por el corredor hasta el laboratorio. Reflexionaba sobre la raza de su visitante. Desde luego no era de tipo teutónico, pero tampoco latino corriente.

–En cualquier caso un producto morboso, me temo –dijo para sí el bacteriólogo–. ¡Cómo disfrutaba con esos cultivos de gérmenes patógenos!

De repente se le ocurrió una idea inquietante. Se volvió hacia el portatubos que estaba junto al vaporizador e inmediatamente hacia la mesa del despacho. Luego se registró apresuradamente los bolsillos y a continuación se lanzó hacia la puerta.

–Quizá lo haya dejado en la mesa del vestíbulo –se dijo.

–¡Minnie! –gritó roncamente desde el vestíbulo.

–Sí, cariño –respondió una voz lejana.

–¿Tenía algo en la mano cuando hablé contigo hace un momento, cariño?

Pausa.

–Nada, cariño, me acuerdo muy bien.

–¡Maldita sea! –gritó el bacteriólogo abalanzándose hacia la puerta y bajando a la carrera las escaleras de la casa hasta la calle.

Al oír el portazo, Minnie corrió alarmada hacia la ventana. Calle abajo, un hombre delgado subía a un coche. El bacteriólogo, sin sombrero y en zapatillas, corría hacia ellos gesticulando alborotadamente. Se le salió una zapatilla, pero no esperó por ella.

–¡Se ha vuelto loco! –dijo Minnie–. Es esa horrible ciencia suya.

Y, abriendo la ventana, lo habría llamado, pero en ese momento el hombre delgado miró repentinamente de soslayo y pareció también volverse loco. Señaló precipitadamente al bacteriólogo, dijo algo al cochero, cerró de un portazo, restalló el látigo, sonaron los cascos del caballo y en unos instantes el coche, ardorosamente perseguido por el bacteriólogo, se alejaba calle arriba y desaparecía por la esquina.

Minnie, preocupada, se quedó un momento asomada a la ventana. Luego se volvió hacia la habitación. Estaba desconcertada. Por supuesto que es un excéntrico, pensó. Pero correr por Londres, en plena temporada, además, ¡en calcetines! Tuvo una idea feliz. Se puso deprisa el sombrero, cogió los zapatos de su marido, descolgó su sombrero y gabardina de los percheros del vestíbulo, salió al portal e hizo señas a un coche que morosa y oportunamente pasaba por allí.

–Lléveme calle arriba y por Havelock Crescent a ver si encontramos a un caballero corriendo por ahí en chaqueta de pana y sin sombrero.

–Chaqueta de pana y sin sombrero. Muy bien, señora.

Y el cochero hizo restallar el látigo inmediatamente de la manera más normal y cotidiana, como si llevara a los clientes a esa dirección todos los días.

Unos minutos más tarde, el pequeño grupo de cocheros y holgazanes que se reúne en torno a la parada de coches de Haverstock Hill quedaba atónito ante el paso de un coche conducido furiosamente por un caballo color jengibre disparado como una bala.

Permanecieron en silencio mientras pasaba, pero cuando desaparecía empezaron los comentarios:

–Ése era Harry Hicks. ¿Qué le habrá picado? –se preguntó el grueso caballero conocido por El Trompetas.

–Está dándole bien al látigo, sí, le está pegando a fondo –intervino el mozo de cuadra.

–¡Vaya! –exclamó el bueno de Tommy Byles–, aquí tenemos a otro perfecto lunático. Sonado como ninguno.

–Es el viejo George –explicó El Trompetas–, y lleva a un lunático como dicen muy bien. ¿No va gesticulando fuera del coche? Me pregunto si no irá tras Harry Hicks.

El grupo de la parada se animó y gritaba a coro:

–¡A ellos, George! ¡Es una carrera! ¡Los cogerás! ¡Dale al látigo!

–Es toda una corredora esa yegua –dijo el mozo de cuadra.

–¡Que me parta un rayo! –exclamó El Trompetas–.Ahí viene otro. ¿No se han vuelto locos esta mañana todos los coches de Hampstead?

–Esta vez es una señora –dijo el mozo de cuadra.

–Está siguiéndolo –añadió El Trompetas.

–¿Qué tiene en la mano?

–Parece una chistera.

–¡Qué jaleo tan fantástico! ¡Tres a uno por el viejo George! –gritó el mozo de cuadra–. ¡El siguiente!

Minnie pasó entre todo un estrépito de aplausos. No le gustó, pero pensaba que estaba cumpliendo con su deber, y siguió rodando por Haverstock Hill y la calle mayor de Camden Town con los ojos siempre fijos en la vivaz espalda del viejo George, que de forma tan incomprensible la separaba del haragán de su marido.

El hombre que viajaba en el primer coche iba agazapado en una esquina, con los brazos cruzados bien apretados y agarrando entre las manos el tubito que contenía tan vastas posibilidades de destrucción. Su estado de ánimo era una singular mezcla de temor y de exaltación. Sobre todo temía que lo cogieran antes de poder llevar a cabo su propósito, aunque bajo este temor se ocultaba un miedo más vago, pero mayor ante lo horroroso de su crimen. En todo caso, su alborozo excedía con mucho a su miedo. Ningún anarquista antes que él había tenido esta idea suya. Ravachol, Vaillant, todas aquellas personas distinguidas cuya fama había envidiado, se hundían en la insignificancia comparadas con él. Sólo tenía que asegurarse del abastecimiento de agua y romper el tubito en un depósito. ¡Con qué brillantez lo había planeado, había falsificado la carta de presentación y había conseguido entrar en el laboratorio! ¡Y qué bien había aprovechado la oportunidad! El mundo tendría por fin noticias suyas. Todas aquellas gentes que se habían mofado de él, que lo habían menospreciado, ignorado o encontrado su compañía indeseable por fin tendrían que tenerlo en cuenta. ¡Muerte, muerte, muerte! Siempre lo habían tratado como a un hombre sin importancia. Todo el mundo se había confabulado para mantenerlo en la oscuridad. Ahora les enseñaría lo que es aislar a un hombre. ¿Qué calle era ésta que le resultaba tan familiar? ¡La calle de San Andrés, por supuesto! ¿Cómo iba la persecución? Estiró el cuello por encima del coche. El bacteriólogo los seguía a unas cincuenta yardas. Eso estaba mal. Todavía podían alcanzarlo y detenerlo.

Rebuscó dinero en el bolsillo y encontró medio soberano. Sacó la moneda por la trampilla del techo del coche y se la puso al cochero delante de la cara.

–Más –gritó– si conseguimos escapar.

–De acuerdo –respondió el cochero arrebatándole el dinero de la mano.

La trampilla se cerró de golpe, y el látigo golpeó el lustroso costado del caballo. El coche se tambaleó, y el anarquista, que estaba medio de pie debajo de la trampilla, para mantener el equilibrio apoyó en la puerta la mano con la que sujetaba el tubo de cristal. Oyó el crujido del frágil tubo y el chasquido de la mitad rota sobre el piso del coche. Cayó de espaldas sobre el asiento, maldiciendo, y miró fija y desmayadamente las dos o tres gotas de la poción que quedaban en la puerta.

Se estremeció.

–¡Bien! Supongo que seré el primero. ¡Bah! En cualquier caso seré un mártir. Eso es algo. Pero es una muerte asquerosa a pesar de todo. ¿Será tan dolorosa como dicen?

En aquel instante tuvo una idea. Buscó a tientas entre los pies. Todavía quedaba una gotita en el extremo roto del tubo y se la bebió para asegurarse. De todos modos no fracasaría.

Entonces se le ocurrió que ya no necesitaba escapar del bacteriólogo. En la calle Wellington le dijo al cochero que parara y se apeó. Se resbaló en el peldaño, la cabeza le daba vueltas. Este veneno del cólera parecía una sustancia muy rápida. Despidió al cochero de su existencia, por decirlo así, y se quedó de pie en la acera con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando la llegada del bacteriólogo. Había algo trágico en su actitud. El sentido de la muerte inminente le confería cierta dignidad. Saludó a su perseguidor con una risa desafiante.

–¡Vive l’anarchie! Llega demasiado tarde, amigo mío. Me lo he bebido. ¡El cólera está en la calle!

El bacteriólogo lo miró desde su coche con curiosidad a través de las gafas.

–¡Se lo ha bebido usted! ¡Un anarquista! Ahora comprendo.

Estuvo a punto de decir algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Cuando abrió la puerta del coche, como para apearse, el anarquista le rindió una dramática despedida y se dirigió apresuradamente hacia London Bridge procurando rozar su cuerpo infectado contra el mayor número de gente. El bacteriólogo estaba tan preocupado viéndolo que apenas si se sorprendió con la aparición de Minnie sobre la acera, cargada con el sombrero, los zapatos y el abrigo.

–Has tenido una buena idea trayéndome mis cosas –dijo, y continuó abstraído contemplando cómo desaparecía la figura del anarquista.

–Sería mejor que subieras al coche –indicó, todavía mirando.

Minnie estaba ahora totalmente convencida de su locura y, bajo su responsabilidad, ordenó al cochero volver a casa.

–¿Que me ponga los zapatos? Ciertamente, cariño –respondió él al tiempo que el coche comenzaba a girar y hacía desaparecer de su vista la arrogante figura negra empequeñecida por la distancia. Entonces se le ocurrió de repente algo grotesco y se echó a reír. Luego observó:

–No obstante es muy serio. ¿Sabes?, ese hombre vino a casa a verme. Es anarquista. No, no te desmayes o no te podré contar el resto. Yo quería asombrarlo, y, sin saber que era anarquista, cogí un cultivo de esa nueva especie de bacteria de la que te he hablado, esa que propaga y creo que produce las manchas azules en varios monos, y a lo tonto le dije que era el cólera asiático. Entonces él escapó con ella para envenenar el agua de Londres, y desde luego podía haber hecho la vida muy triste a los civilizados londinenses. Y ahora se la ha tragado. Por supuesto no sé lo que ocurrirá, pero ya sabes que volvió azul al gato, y a los tres perritos azules a trozos, y al gorrión de un azul vivo. Pero lo que me fastidia es que tendré que repetir las molestias y los gastos para conseguirla otra vez.

“¡Que me ponga el abrigo en un día tan caluroso! ¿Por qué? ¿Porque podríamos encontrarnos a la señora Jabber? Cariño, la señora Jabber no es una corriente de aire. ¿Y por qué tengo que ponerme el abrigo en un día de calor por culpa de la señora…? ¡Oh!, muy bien…