Silvina Ocampo
Era el día de su santo y era un día como
todos los demás. Un vals brotaba en ondas, de la casa de al lado; no era la radio,
debía de ser alguien que estudiaba piano siguiendo las notas sobre una música salpicada
de indecisiones. Y era cada día ese mismo vals nunca aprendido que se asomaba por
las persianas y se filtraba por las paredes de la casa vecina. Esa música se extendía
muy lejos desde el día de su nacimiento y se repetía cada año en un día de santo
huérfano de regalos. El mes pasado Fulgencia la había invitado para su cumpleaños;
había regalos tan abundantes que hubieran podido llenar la vidriera de una juguetería.
Celinita estaba con botines nuevos; extrañaba sus pies desnudos de todos los días
que corrían como palomas sobre las baldosas floreadas, dos palomas asustadas resbaladizas
sobre el piso encerado de los cuartos.
Había muchas visitas,
muchas primas, muchas señoras sentadas en las sillas viendo jugar las chicas como
en un teatro, pero Fulgencia prefería jugar sola y sin juguetes con Celinita, porque
ella sola llevaba en la frente un nimbo lacio de pobreza, porque sabía subirse sobre
los árboles mejor que nadie, y porque vivía en una casa vieja y despintada, con
plantas verdes en el techo. Las personas grandes habían conspirado ese día para
hacer llorar a las chicas si no jugaban con bastante entusiasmo o si estaban avergonzadas.
Fulgencia hubiera imaginado
una fiesta distinta, jugando como con nieve con el barro del Tigre, haciendo moldes
de pescados o de magdalenas polvoreadas con tierra seca. Solamente en el Tigre podía
realizarse ese sueño; allí en esa quinta llamada Las Glicinas porque llovían cascadas
de glicinas en los embarcaderos. En esa quinta había nacido. La casa tenía cuartos
de baño decorados con paisajes, enormes bañaderas tapizadas de madera, como confesionarios,
donde se escondían de noche las arañas. Ventanitas con vidrios irisados, donde el
agua color elefante del Tigre se tornaba del color del mar. Las mareas aprisionaban
frecuentemente la casa.
Esos días no llegaban
ni maestras ni visitas, eran días seguros y largos, llenos de figuras iluminadas
con lápices de colores. Los dragones azules, con las bocas abiertas para jugar al
sapo, nadaban en el jardín.
Habían ido juntas una
sola vez a Las Glicinas. Por culpa de las mareas muchas veces, de la distancia otras
veces, se volvían tan temibles y apreciados esos paseos al Tigre durante los meses
de invierno.
Fulgencia era única
hija, por eso sus padres la mataban de cuidados que transformados en penitencias
involuntarias despertaban venganzas aviesas. Un día se había escondido detrás de
un bote que navegaba la mayor parte del tiempo sobre el pasto contra una planta
de bambú. Llevaba en los bolsillos una provisión de terrones de azúcar y galletitas
Iris. La madre, la niñera y el jardinero la buscaban por el jardín y por la casa.
La madre lloraba mirando las aguas marrones del Tigre: “¡Dónde está mi hija!” “¡Dónde
está mi hija!”… Escondida detrás del bote, Fulgencia oía todo. Su madre se arrodillaba
sobre el pasto llorando, veía muerta a su hija flotando entre las frutas de los
canales, con el pelo enredado de yuyos; la veía robada por un lanchero excursionista
de los domingos; la veía secuestrada en un recreo bebiendo agua de los canales,
muriéndose de tifus sin la ayuda de los termómetros y de los médicos.
Fulgencia apretaba los
remos del bote, cómplice de su risa que iba disminuyendo. Ya no se atrevía a resucitar
ante los ojos asombrados de su madre. La noche sobrevenía con canto de lanchas sobre
el agua, con canto de grillos y de remos sobre el agua. Crecía un olor triste a
barro mezclado con plantas húmedas y pescados: era el olor de la obscuridad, sonora
de bagres, quizás, o de sapos que florecen a la hora de los mosquiteros.
Ella sabía que su madre
a esa hora soñaba con un paseo remoto en Venecia. Era la hora en que hablaba, con
las visitas de San Giorgio, de la Ca’D’oro, de Santa María Dell’Orto. Pero Venecia
se hundía en la noche, devorada por las aguas negras del Tigre. Fulgencia se creyó
perdida y después muerta en sus lágrimas; hizo movimientos ahogados entre las ramas
de bambú hasta que la descubrió el jardinero.
Celinita desde ese día
había tratado en vano de reproducir la misma escena en su casa. Nadie la buscaba.
Además la casa donde vivía era demasiado pequeña para permitirle esconderse y tenía
demasiados hermanos para que se dieran cuenta de que ella faltaba.
Pero esta vez cumplía
siete años, no se había querido esconder y sin embargo estaba perdida en su propia
casa; nadie la veía, nadie la buscaba. Fulgencia se había olvidado de mandarla llamar
para jugar con ella. Era el día de Santa Cecilia, y Santa Celina debía de ser una
santa anónima que no figuraba en los libros de misa ni en el calendario. La madre
remendaba un delantal a cuadros cuando corriendo por los corredores le llegó el
nombre de su hija desde el zaguán. Suspiró de alivio; venían a buscarla para que
jugara con Fulgencia.
Celinita salió corriendo.
La otra casa quedaba a media cuadra.
Lo primero que dijo
cuando llegó fue: “Hoy es mi cumpleaños”, y Fulgencia, subiendo los escalones que
llevaban al cuarto de juguetes, contestó: “Bajemos al sótano, no hay nadie. ¿Es
tu cumpleaños o tu santo? Si es tu santo, entonces no vale”. Celinita no sabía,
y se resignó a perder su cumpleaños para quedarse con la soledad del santo.
Bajaron al sótano; las
ventanas daban sobre paisajes misteriosos de cables de ascensor, enrejados, plumeros
y botellas rotas, baúles llenos de grandes polleras, de cortinas gigantes. Crecía
una vegetación obscura y sin cielo de candelabros viejos, alambres tejidos y bolsas
de leña como en los invernáculos abandonados del Tigre. Entre los pliegues de una
cortina encontraron una muñeca sin ojos, una muñeca definitivamente nueva a fuerza
de ser vieja, tiznada de golpes y desteñiduras, que se llevaron repartiéndosela
en los brazos.
Al apagar la luz, el
sótano se cubrió de un firmamento de pizarrón negro. Dos pupilas brillaban: las
pupilas sueltas de la muñeca ciega volaban en busca de sus ojos. Fulgencia reconoció
su muñeca preferida, la que tenía el pelo arrancado a fuerza de rulos y de lavados,
la sonámbula de las noches que bajaba en el ascensor hasta el sótano y paseaba sus
ojos por las ventanas vacías…
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