Hjalmar Söderberg
Érase una vez una muchacha
y un joven. Estaban sentados en una piedra, en una punta de tierra que se adentraba
en el mar, y las olas golpeaban hasta tocar sus pies. Estaban sentados, callados,
cada uno en sus pensamientos, y vieron ponerse el sol.
Él
pensó que tenía muchas ganas de besarla. Su boca parecía hecha para eso. Había visto
chicas más hermosas y, en realidad, estaba enamorado de otra, pero no creía poder
besarla nunca, ya que era un ideal y una estrella, y “a las estrellas uno no puede
desear poseerlas”. Ella pensó que querría que él la besara, porque entonces tendría
una oportunidad de enojarse con él y mostrarle lo mucho que lo despreciaba. Se levantaría,
levantando las faldas y ajustándolas en torno a sí; lo miraría con una mirada cargada
de helada burla y se iría, derecha y sin prisas innecesarias. Pero para que no pudiera
adivinar lo que pensaba, dijo en voz baja, muy lentamente:
–¿Cree
usted en otra vida después de esta?
Él
pensó que sería más fácil besarla si contestaba que sí. Pero no recordaba bien cómo
había respondido en otra oportunidad a la misma pregunta y tuvo miedo de contradecirse.
Por eso la miró profundamente a los ojos y dijo:
–Hay
momentos en que creo que sí.
Esa
respuesta agradó a la chica enormemente y pensó: “De todas maneras, me gusta su
pelo y también la frente. Es una lástima que la nariz sea tan fea y que no tenga
una posición. Es solo un estudiante”. Con un novio como ese no la envidiarían sus
amigas.
Él
pensó. “Ahora, decididamente, puedo besarla”. Pero tenía mucho miedo; no había besado
antes a ninguna joven de buena familia, y se preguntaba si sería peligroso. Su padre
dormía, tumbado en una hamaca, no muy lejos de allí, y era el alcalde de la ciudad.
Ella
pensó: “¿Será quizá mejor que le dé un bofetón cuando me bese?”. Y pensó de nuevo:
“¿Por qué no me besa, es que soy tan fea y desagradable?”
Y
se inclinó sobre el agua para mirarse reflejada, pero su retrato se rompió en las
olas que salpicaban.
Pensó
a continuación: “Me pregunto qué sentiré cuando me bese”. En realidad, la habían
besado una sola vez, un teniente, después de un baile en el hotel de la ciudad.
Pero olía muy mal, a cigarros y a ponche, y ella se había sentido un poco halagada
de que la hubiera besado, ya que era un teniente, pero, por otra parte, ese beso
no había sido gran cosa. Y, además, lo odiaba, porque después del beso ni le había
propuesto matrimonio ni había vuelto a mirarla.
Mientras
estaban allí sentados, cada uno en sus pensamientos, el sol se puso y oscureció.
Y
él pensó: “Ya que está todavía sentada a mi lado y el sol se ha ido, quizá no tenga
nada en contra de que la bese”.
Y
lentamente le pasó un brazo sobre los hombros.
Eso
ella no lo había previsto. Había creído que la besaría sin más preámbulos y que
entonces ella le daría una bofetada y se iría como una princesa. Ahora no sabía
qué hacer; quería enfadarse con él, pero no quería perder la oportunidad de ser
besada. Por eso se quedó sentada completamente quieta.
Entonces
él la besó.
Era
mucho más extraño de lo que ella había pensado; sintió que se quedaba pálida y sin
fuerzas, y que se había olvidado totalmente de darle un bofetón, y de que no era
nada más que un estudiante.
Pero
él pensó en un pasaje del libro de un médico muy religioso, llamado La especie
femenina, en donde decía: “Pero cuidado con dejar que el abrazo matrimonial
se supedite al dominio de las pasiones”. Y pensó que debía ser muy difícil cuidarse
si un solo beso podía ya hacer tanto.
Cuando
salió la luna, estaban todavía sentados besándose.
Ella
le susurró al oído:
–Te
amé desde el primer momento en que te vi.
Y
él respondió:
–Para
mí no ha habido otra en el mundo como tú.
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