José Antonio Ramos Sucre
Yo
había perdido la gracia del emperador de China. No podía dirigirme a los
ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi degradación.
Un rival me acusó de haberme sustraído a
la visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi
audiencia.
Mis criados me negaron a los dos ancianos,
caducos y desdentados, y los despidieron a palos.
Yo me prosterné a los pies del emperador
cuando bajaba a su jardín por la escalera de granito. Recuperé el favor
comparando su rostro al de la luna.
Me confió el develamiento y el gobierno de
un distrito lejano, en donde habían sobrevenido desórdenes. Aproveché la
ocasión de probar mi fidelidad.
La miseria había soliviantado a los
nativos. Agonizaban de hambre en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres
abandonaban sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar
el suelo sin provocar la salida y la difusión de miasmas pestilentes. Aquellos
seres lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban escrupulosamente para
comprarse un ataúd.
Yo restablecí la paz descabezando a los
hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Mis soldados cortaron después
las manos de las mujeres.
El emperador me honró con su visita, me
subió algunos grados en su privanza y me prometió la perdición de mis émulos.
Sonrió dichosamente al mirar los brazos de
las mujeres convertidos en bastones. Las hijas de mis rivales salieron a
mendigar por los caminos.
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