José Ángel Valente
El
condenado se sentó en la penumbra. El cura se paseaba lentamente a lo largo de
la celda, leyendo en un libro pequeño, de encuadernación negra y flexible,
frases que articulaba con cuidado pero que no llevaba a la voz. El condenado
emitió contra su voluntad un gemido. Sentía un vacío enorme en el estómago y a
la vez un deseo, al que no conseguía dar suelta, de vomitar. O le habría
gustado comer, comer hasta quedarse sordo para no oírse más. Morir ha de ser –pensó–
como tener hambre y náuseas a la vez. Luego dijo en alta voz:
–Volvería a ponerme el uniforme del
general.
El cura suspendió la lectura y se detuvo
para mirarlo con una mezcla de asombro y conmiseración. Después siguió
bisbiseando, pero sin moverse, clavado al suelo, mirando a uno y a otro lado de
soslayo y luego al libro y otra vez de soslayo, como si alguien pudiera entrar
y oír.
El uniforme del general se quita y pone
como otro igual.
Primero se lo había puesto Manuel y luego
su hijo y después él mismo y luego otros, porque les daba gusto y porque Manuel
gritó ¡viva la de‑mo-cra‑cia! y todos se pusieron a cantar y a beber vino con
el uniforme del general y se ensució un entorchado y porque el maestro con un
bigote postizo y el uniforme del general parecía un domador de circo y porque
el uniforme del general estaba allí entre otras cosas inútiles y para nada
serviría si ya no iba a haber generales ni madre que los crio y entonces fue
cuando Manuel dijo que a lo mejor los generales no tenían madre y los hacían en
una máquina con chapas de gaseosa, aluminio y paja, mucha paja, para que
apareciesen con el pecho hinchado por el aire de la victoria y después trajeron
un caballo y desfilaron todos y luego nos fuimos a dormir y al día siguiente a
trabajar y pronto la merienda se olvidó y nadie supo que estaba puesto en una
lista para ser condenados todos por impíos y ateos y por otras cosas que de
nosotros mismos ni siquiera sabríamos decir. Y así fue, pues todos fueron
apresados y juzgados debidamente por su miserable acción y él –pensó– no sabía
si era el último o el penúltimo en morir, pero por ahí andaba ya la lista y en
todo caso para él era el final.
El uniforme del general se quita y pone
como otro igual.
Se acordó de Manuel y del maestro y le dio
risa y la risa fue como si de nuevo, libre al fin, volviese a andar por los
campos comunes, igual que en otros tiempos.
El cura dejó el libro y se puso en oración
porque ya se avecinaba la hora y el condenado nada había querido oír. Él miró
la negra figura recogida sin inquietud. Sacó del bolsillo un lápiz que le
habían dado por si quería dejar alguna despedida escrita para su madre o para
alguien o para quién y dibujó despacio en la pared los entorchados, el fajín,
los ribetes, los oros del uniforme del general. Después se puso en pie y meó
largamente sobre el traje glorioso hasta quedar en paz.
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