Isabel Allende
Amadeo Peralta se crio en la pandilla
de su padre y llegó a ser un matón, como todos los hombres de su familia. Su padre
opinaba que los estudios son para maricones, no se requieren libros para triunfar
en la vida, sino cojones y astucia, decía, por eso formó a sus hijos en la rudeza.
Con el tiempo, sin embargo, comprendió que el mundo estaba cambiando muy rápido
y que sus negocios necesitaban consolidarse sobre bases más estables. La época del
pillaje desenfadado había sido reemplazada por la corrupción y el despojo solapado,
era hora de administrar la riqueza con criterio moderno y mejorar su imagen. Reunió
a sus hijos y les impuso la tarea de hacer amistad con personas influyentes y aprender
asuntos legales, para que siguieran prosperando sin peligro de que les fallara la
impunidad. También les encomendó buscar novias entre los apellidos más antiguos
de la región, a ver si lograban lavar el nombre de los Peralta de tanta salpicadura
de barro y de sangre. Para entonces Amadeo había cumplido treinta y dos años y tenía
muy arraigado el hábito de seducir muchachas para luego abandonarlas, de modo que
la idea del matrimonio no le gustó nada, pero no se atrevió a desobedecer a su padre.
Comenzó a cortejar a la hija de un hacendado cuya familia había vivido en el mismo
lugar por seis generaciones. A pesar de la turbia fama del pretendiente, ella lo
aceptó, porque era muy poco agraciada y temía quedarse soltera. Ambos iniciaron
entonces uno de esos aburridos noviazgos de provincia. Incómodo en su traje de lino
blanco y sus botines lustrados, Amadeo la visitaba todos los días bajo la mirada
atenta de la futura suegra o de alguna tía, y mientras la señorita servía café y
pasteles de guayaba, él atisbaba el reloj calculando el momento oportuno de despedirse.
Pocas semanas antes
de la boda, Amadeo Peralta tuvo que hacer un viaje de negocios por la provincia.
Así llegó a Agua Santa, uno de esos lugares donde nadie se queda y cuyo nombre los
viajeros rara vez recuerdan. Pasaba por una calle angosta, a la hora de la siesta,
maldiciendo el calor y ese olor dulzón de mermelada de mangos que agobiaban el aire,
cuando escuchó un sonido cristalino como de agua deslizándose entre piedras, que
provenía de una casa modesta, con la pintura descascarada por el sol y la lluvia,
como casi todas por allí. A través de la reja divisó un zaguán de baldosas oscuras
y paredes encaladas, al fondo un patio y más allá la visión sorprendente de una
muchacha sentada en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre las rodillas
un salterio de madera rubia. Se quedó un rato observándola.
–Ven, niña –la llamó,
por último. Ella levantó la cara y a pesar de la distancia él distinguió los ojos
asombrados y la sonrisa incierta en un rostro todavía infantil–. Ven conmigo –mandó,
imploró Amadeo con la voz seca.
Ella vaciló. Las últimas
notas quedaron suspendidas en el aire del patio como una pregunta. Peralta la llamó
de nuevo, ella se puso de pie y se acercó, él metió el brazo entre los barrotes
de la reja, corrió el pestillo, abrió la puerta y la cogió de la mano, mientras
le recitaba todo su repertorio de galán, jurándole que la había visto en sueños,
que la había buscado toda su vida, que no podía dejarla ir y que era la mujer destinada
para él, todo lo cual podía haber omitido, porque la muchacha era simple de espíritu
y no comprendió el sentido de sus palabras, aunque tal vez la sedujo el tono de
la voz. Hortensia había cumplido recién quince años y su cuerpo estaba listo para
el primer abrazo, aunque ella no lo sabía ni podía darle un nombre a esas inquietudes
y temblores. Para él fue tan fácil llevarla hasta su coche y conducirla a un descampado,
que una hora después ya la había olvidado por completo. Tampoco pudo recordarla
cuando una semana más tarde ella apareció de súbito en su casa, a ciento cuarenta
kilómetros de distancia, vestida con un delantal de algodón amarillo y alpargatas
de lona, con su salterio bajo el brazo, encendida por la fiebre del amor.
Cuarenta y siete años
más tarde, cuando Hortensia fue rescatada del foso donde había permanecido sepultada
y los periodistas viajaron de todas partes del país para fotografiarla, ni ella
misma sabía ya su nombre ni cómo llegó hasta allí.
–¿Por qué la tuvo encerrada
como una bestia miserable? –acosaron los reporteros a Amadeo Peralta.
–Porque se me dio la
gana –replicó él calmadamente. Para entonces ya tenía ochenta años y estaba tan
lúcido como siempre, pero no comprendía aquel alboroto tardío por algo ocurrido
tanto tiempo atrás.
No estaba dispuesto
a dar explicaciones. Era hombre de palabra autoritaria, patriarca y bisabuelo, nadie
se atrevía a mirarlo a los ojos y hasta los curas lo saludaban con la cabeza inclinada.
En su larga vida acrecentó la fortuna heredada de su padre, se adueñó de todas las
tierras desde las ruinas del fuerte español hasta los límites del Estado y después
se lanzó a una carrera política que lo convirtió en el cacique más poderoso de la
zona. Se casó con la hija fea del hacendado, con ella tuvo nueve descendientes legítimos
y con otras mujeres engendró un número impreciso de bastardos, sin guardar recuerdos
de ninguna porque tenía el corazón definitivamente mutilado para el amor. A la única
que no pudo descartar del todo fue a Hortensia, porque se le quedó pegada en la
conciencia como una persistente pesadilla. Después del breve encuentro con ella
entre las yerbas de un terreno baldío, regresó a su casa, su trabajo y su desabrida
novia de familia honorable. Fue Hortensia quien lo buscó hasta encontrarlo, fue
ella quien se le atravesó por delante y se aferró a su camisa con una aterradora
sumisión de esclava. Vaya lío, pensó él entonces, yo a punto de casarme con pompa
y fanfarria y esta niña desquiciada se me cruza en el camino. Quiso deshacerse de
ella, pero al verla con su vestido amarillo y sus ojos suplicantes le pareció un
desperdicio no aprovechar la oportunidad y decidió esconderla mientras se le ocurría
alguna solución.
Y así, casi por descuido,
Hortensia fue a parar al sótano del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, donde
permaneció enterrada durante toda su vida. Era un recinto amplio, húmedo, oscuro,
asfixiante en verano y frío en algunas noches de la temporada seca, amoblado con
unos cuantos trastos y un jergón. Amadeo Peralta no se dio tiempo para acomodarla
mejor, a pesar de que algunas veces acarició la fantasía de convertir a la muchacha
en una concubina de cuentos orientales, envuelta en tules leves y rodeada de plumas
de pavo real, cenefas de brocado, lámparas de vidrios pintados, muebles dorados
de patas torcidas y alfombras peludas donde él pudiera caminar descalzo. Tal vez
lo habría hecho si ella le hubiera recordado sus promesas, pero Hortensia era como
un pájaro nocturno, uno de esos guácharos ciegos que habitan al fondo de las cuevas,
sólo necesitaba un poco de alimento y agua. El vestido amarillo se le pudrió en
el cuerpo y acabó desnuda.
–Él me quiere, siempre
me ha querido –declaró, cuando la rescataron los vecinos. En tantos años de encierro
había perdido el uso de las palabras y la voz le salía a sacudones, como un ronquido
de moribundo.
Las primeras semanas
Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano con ella, saciando un apetito que creyó inagotable.
Temiendo que la descubrieran y celoso hasta de sus propios ojos, no quiso exponerla
a la luz natural y sólo dejó entrar un rayo tenue a través de la claraboya de ventilación.
En la oscuridad retozaron en el mayor desorden de los sentidos, con la piel ardiente
y el corazón convertido en un cangrejo hambriento. Allí los olores y sabores adquirían
una cualidad extrema. Al tocarse en las tinieblas lograban penetrar en la esencia
del otro y sumergirse en las intenciones más secretas. En ese lugar sus voces resonaban
con un eco repetido, las paredes les devolvían ampliados los murmullos y los besos.
El sótano se convirtió en un frasco sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos
navegando en aguas amnióticas, dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo
se extraviaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor.
Cuando Hortensia se
dormía, su amante salía a buscar algo de comer y antes de que ella despertara regresaba
con renovados bríos a abrazarla de nuevo. Así debieron amarse hasta morir derrotados
por el deseo, debieron devorarse el uno al otro o arder como una antorcha doble;
pero nada de eso ocurrió. En cambio, sucedió lo más previsible y cotidiano, lo menos
grandioso. Antes de un mes Amadeo Peralta se cansó de los juegos, que ya empezaban
a repetirse, sintió la humedad royéndole las articulaciones y comenzó a pensar en
todo lo que había al otro lado de aquel antro. Era hora de volver al mundo de los
vivos y recuperar las riendas de su destino.
–Espérame aquí, niña.
Voy afuera a hacerme muy rico. Te traeré regalos, vestidos y joyas de reina –le
dijo al despedirse.
–Quiero hijos –dijo
Hortensia.
–Hijos no, pero tendrás
muñecas.
En los meses siguientes
Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y las muñecas. Visitaba a Hortensia
cada vez que se acordaba, no siempre para hacer el amor, a veces sólo para oírla
tocar alguna melodía antigua en el salterio, le gustaba verla inclinada sobre el
instrumento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta prisa que no alcanzaba
a cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de agua, le dejaba una
bolsa de provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve días y la encontró
moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que lo ayudara a cuidar
a su prisionera, porque su familia, sus viajes, sus negocios y sus compromisos sociales
lo mantenían muy ocupado. Una india hermética le sirvió para ese fin. Ella guardaba
la llave del candado y entraba regularmente a limpiar el calabozo y raspar los líquenes
que le crecían a Hortensia en el cuerpo como una flora delicada y pálida, casi invisible
al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa abandonada.
–¿No tuvo lástima de
esa pobre mujer? –le preguntaron a la india cuando también a ella se la llevaron
detenida, acusada de complicidad en el secuestro, pero ella no contestó y se limitó
a mirar de frente con ojos impávidos y lanzar un escupitajo negro de tabaco.
No, no tuvo lástima
porque creyó que la otra tenía vocación de esclava y por lo mismo era feliz siéndolo,
o que era idiota de nacimiento y, como tantos en su condición, mejor estaba encerrada
que expuesta a las burlas y peligros de la calle. Hortensia no contribuyó a cambiar
la opinión que su carcelera tenía de ella, jamás manifestó alguna curiosidad por
el mundo, no intentó salir a respirar aire limpio ni se quejó de nada. Tampoco parecía
aburrida, su mente estaba detenida en algún momento de la infancia y la soledad
terminó por perturbarla del todo. En realidad se fue convirtiendo en una criatura
subterránea. En esa tumba se agudizaron sus sentidos y aprendió a ver lo invisible,
la rodearon alucinantes espíritus que la conducían de la mano por otros universos.
Mientras su cuerpo permanecía encogido en un rincón, ella viajaba por el espacio
sideral como una partícula mensajera, viviendo en un territorio oscuro, más allá
de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse se habría aterrado de su propio
aspecto, pero como no podía verse no percibió su deterioro, no supo de las escamas
que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda que anidaron en su largo cabello
convertido en estopa, de las nubes plomizas que le cubrieron los ojos ya muertos
de tanto atisbar en la penumbra. No sintió cómo le crecían las orejas para captar
los sonidos externos, aun los más tenues y lejanos, como la risa de los niños en
el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de helados, los pájaros en vuelo,
el murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas antes graciosas y
firmes, se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta y de arrastrarse,
ni que las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia, los huesos se le
transformaron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y le salió una joroba.
Sólo las manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siempre en el ejercicio del
salterio, aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y en cambio
le arrancaban al instrumento el llanto que no le salía del pecho. De lejos Hortensia
parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una lástima infinita. Ella
no tenía conciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su memoria guardaba
intacta la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que vio reflejada
por última vez en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo Peralta, el día
que la condujo a su guarida. Se creía tan bonita como siempre y continuó actuando
como si lo fuera, de este modo el recuerdo de su belleza quedó agazapado en su interior
y cualquiera que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrarla bajo su aspecto
externo de enano prehistórico.
Entretanto Amadeo Peralta,
rico y temido, extendía por toda la región la red de su poder. Los domingos se sentaba
a la cabecera de una larga mesa, con sus hijos y nietos varones, sus secuaces y
cómplices, y con algunos invitados especiales, políticos y jefes militares a quienes
trataba con una cordialidad ruidosa, no exenta de la altanería necesaria para que
recordaran quién era el amo. A sus espaldas se rumoreaba de sus víctimas, de cuántos
dejó en la ruina o hizo desaparecer, de los sobornos a las autoridades, de que la
mitad de su fortuna provenía del contrabando; pero nadie estaba dispuesto a buscar
pruebas. Decían también que Peralta mantenía a una mujer prisionera en un sótano.
Esta parte de su leyenda negra se repetía con mayor certeza que la de sus negocios
ilegítimos, en verdad muchos lo sabían y con el tiempo se convirtió en un secreto
a voces.
Una tarde de mucho calor,
tres niños se escaparon de la escuela para bañarse en el río. Pasaron un par de
horas chapoteando en el lodo de la orilla y luego se fueron a vagar cerca del antiguo
ingenio de azúcar de los Peralta, cerrado desde hacía dos generaciones, cuando la
caña dejó de ser rentable. El lugar tenía fama de hechizado, decían que se escuchaban
ruidos de demonios y muchos habían visto por allí a una bruja desgreñada invocando
a las ánimas de los esclavos muertos. Exaltados por la aventura, los muchachos se
metieron en la propiedad y se acercaron al edificio de la fábrica. Pronto se atrevieron
a entrar en las ruinas, recorrieron los amplios cuartos de anchas paredes de adobe
y vigas roídas por el comején, sortearon la maleza crecida del suelo, los cerros
de basura y mierda de perro, las tejas podridas y los nidos de culebras. Dándose
valor a fuerza de bromas, empujándose, llegaron hasta la sala de molienda, una habitación
enorme abierta al cielo, con restos de máquinas despedazadas, donde la lluvia y
el sol habían creado un jardín imposible y donde creyeron percibir un rastro penetrante
de azúcar y sudor. Cuando empezaba a quitárseles el susto, oyeron con toda claridad
un canto monstruoso. Temblando, trataron de retroceder, pero la atracción del horror
pudo más que el miedo y se quedaron agazapados escuchando hasta que la última nota
se les clavó en la frente.
Poco a poco lograron
vencer la inmovilidad, se sacudieron el espanto y empezaron a buscar el origen de
esos extraños sonidos, tan diferentes a cualquier música conocida, y así dieron
con una pequeña trampa a ras del suelo, cerrada con un candado que no pudieron abrir.
Sacudieron la plancha de madera que cerraba la entrada y un indescriptible olor
a fiera enjaulada les golpeó la cara. Llamaron, pero nadie respondió, sólo oyeron
al otro lado un sordo jadeo. Entonces partieron corriendo a avisar a gritos que
habían descubierto la puerta del infierno.
El barullo de los niños
no pudo ser acallado y así los vecinos comprobaron finalmente lo que sospechaban
desde hacía décadas. Primero llegaron las madres detrás de sus hijos a atisbar por
las ranuras de la trampa, y ellas también escucharon las notas terribles del salterio,
muy diferentes a la melodía banal que atrajo a Amadeo Peralta al detenerse en una
callejuela de Agua Santa para secarse el sudor de la frente. Detrás de ellas acudió
un tropel de curiosos y por último, cuando ya se había juntado una muchedumbre,
aparecieron los policías y los bomberos, que hicieron saltar la puerta a hachazos
y se metieron al hoyo con sus lámparas y sus bártulos de incendio. En la cueva encontraron
a una criatura desnuda, con la piel fláccida colgando en pálidos pliegues, que arrastraba
unos mechones grises por el suelo y gemía aterrorizada por el ruido y la luz. Era
Hortensia, brillando con fosforescencia de madreperla bajo las linternas implacables
de los bomberos, casi ciega, con los dientes gastados y las piernas tan débiles
que casi no podía tenerse de pie. La única señal de su origen humano, era un viejo
salterio apretado contra su regazo.
La noticia produjo indignación
en todo el país. En las pantallas de televisión y en los periódicos apareció la
mujer rescatada del agujero donde pasó la vida, mal cubierta por una manta que alguien
le puso sobre los hombros. La indiferencia que durante casi medio siglo rodeó a
la prisionera, se convirtió en pocas horas en pasión por vengarla y socorrerla.
Los vecinos improvisaron piquetes para linchar a Amadeo Peralta, atacaron su casa,
lo sacaron a rastras y si la Guardia no llega a tiempo para quitárselo de las manos,
lo habrían despedazado en la plaza. Para callar la culpa de haberla ignorado durante
tanto tiempo, todo el mundo quiso ocuparse de Hortensia.
Se reunió dinero para
darle una pensión, se juntaron toneladas de ropa y medicamentos que ella no necesitaba
y varias organizaciones de beneficencia se dieron a la tarea de rasparle la mugre,
cortarle el cabello y vestirla de pies a cabeza, hasta convertirla en una anciana
común. Las monjas le prestaron una cama en el asilo de indigentes y durante meses
la tuvieron amarrada para que no se escapara de vuelta al sótano, hasta que por
fin se acostumbró a la luz del día y se resignó a vivir con otros seres humanos.
Aprovechando el furor
público atizado por la prensa, los numerosos enemigos de Amadeo Peralta reunieron
por fin el valor para lanzarse en picada en su contra. Las autoridades, que durante
años ampararon sus abusos, le cayeron encima con el garrote de la ley. La noticia
ocupó la atención de todos durante el tiempo suficiente para conducir al viejo caudillo
a la cárcel y luego se fue esfumando hasta desaparecer del todo. Rechazado por sus
familiares y amigos, convertido en símbolo de todo lo abominable y abyecto, hostilizado
por los guardianes y por sus compañeros de infortunio, estuvo en prisión hasta que
lo alcanzó la muerte. Permanecía en su celda, sin salir nunca al patio con los otros
reclusos. Desde allí podía oír los ruidos de la calle.
Cada día, a las diez
de la mañana, Hortensia caminaba con su vacilante paso de loca hasta el penal y
le entregaba al vigilante de la puerta una marmita caliente para el preso.
–Él casi nunca me dejó
con hambre –le decía al portero en tono de excusa. Después se sentaba en la calle
a tocar el salterio, arrancándole unos gemidos de agonía imposibles de soportar.
En la esperanza de distraerla y hacerla callar, algunos pasantes le daban una moneda.
Encogido al otro lado
de los muros, Amadeo Peralta escuchaba ese sonido que parecía provenir del fondo
de la tierra y que le atravesaba los nervios. Ese reproche cotidiano debía significar
algo, pero no podía recordar. A veces sentía unos ramalazos de culpa, pero enseguida
le fallaba la memoria y las imágenes del pasado desaparecían en una niebla densa.
No sabía por qué estaba en esa tumba y poco a poco olvidó también el mundo de la
luz, abandonándose a la desdicha.
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