Iván Turguéniev
I
Por esa época yo vivía con mi madre en
una pequeña ciudad del litoral. Tenía diecisiete años y mi madre, apenas treinta
y cinco: se había casado muy joven. Yo tenía solamente seis cuando falleció mi padre,
pero lo recordaba muy bien. Mi madre era baja, rubia, de rostro encantador, pero
con expresión triste, voz apagada y cansina y movimientos tímidos. Había sido muy
bella de joven, y hasta el final de sus días fue atractiva y amable. Recuerdo sus
ojos profundos, dulces y tristes; sus cabellos finos y suaves; sus manos elegantes.
Yo la adoraba y ella me quería… Sin embargo, nuestra vida transcurría sin alegría:
se hubiera dicho que un dolor oculto, incurable y sin causa, consumía permanentemente
la raíz misma de su existencia. La explicación de aquel dolor no estaba sólo en
el duelo por mi padre, aun cuando fuera muy grande, aun cuando mi madre lo hubiera
amado con pasión, aun cuando honrara piadosamente su memoria… ¡No! Allí había algo
más que yo no entendía, pero que llegaba a percibir de modo confuso y hondo apenas
contemplaba sus ojos quietos y sus maravillosos labios, endurecidos por la amargura.
Dije que mi madre me
quería; sin embargo, había momentos en que me rechazaba, en que mi presencia se
le hacía insoportable. Era evidente que en esos momentos experimentaba una especie
de involuntaria repulsión hacia mí, de la que luego se espantaba, por lo que se
deshacía en lágrimas y me abrazaba. Yo adjudicaba esos brotes de hostilidad a la
alteración de su salud y a su desgracia… Aunque estas reacciones hostiles también
podrían haber sido provocadas por unos extraños arrebatos de sentimientos malignos
y criminales, incomprensibles para mí mismo, que brotaban de tarde en tarde dentro
de mí… Pero estos arrebatos míos no coincidían con aquellos instantes de repulsión.
Ella vestía siempre de negro, como si estuviera de permanente luto.
II
Mi madre concentraba en mí todas sus atenciones
y pensamientos. Su vida y la mía parecían fundidas en una. Este género de relaciones
entre padres e hijos no favorece generalmente a los hijos… Suele ser más bien nocivo.
Por añadidura, mi madre no tenía otro hijo más que yo… y los hijos únicos, por lo
general, no se desarrollan adecuadamente. Yo no me volví caprichoso ni duro (ambas
debilidades suelen tener los hijos únicos), pero mis nervios se alteraban fácilmente;
además, tenía una salud bastante precaria (en eso salí a mi madre, a quien también
me parecía mucho de cara). Yo evitaba a los chicos de mi edad, rehuía a la gente
e incluso con mi madre hablaba poco. Lo que más me gustaba era leer, pasear a solas
y soñar… ¡soñar…! ¿De qué trataban mis sueños? No podría explicarlo. A veces me
parecía estar delante de una puerta entornada que ocultaba extraños misterios; y
yo permanecía allí, a la espera de algo, anhelante, sin decidirme a entrar y ver
con mis propios ojos; yo prefería imaginar qué había del otro lado. Seguía esperando
y me quedaba acongojado. Si hubiera sido poeta, me habría dedicado a escribir versos;
de haber tenido más interés por lo religioso, quizá me hubiera hecho fraile. Pero
como no experimentaba nada de eso, continuaba soñando y esperando.
III
Ya dije que muchas veces me quedaba acongojado,
bajo el influjo de ensoñaciones. En general, yo dormía mucho y los sueños ocupaban
una parte importante en mi vida. Soñaba casi todas las noches. Los sueños no se
me olvidaban; los consideraba premoniciones e intentaba desentrañar su sentido oculto.
Algunos se repetían de tanto en tanto, lo que siempre me parecía prodigioso y extraño.
Había un sueño que me preocupaba especialmente. Me parecía que iba caminando por
una calle angosta y empedrada de una vieja ciudad, entre altos edificios de piedra
con los tejados en punta. Yo buscaba a mi padre, que no había muerto, sino que se
escondía de nosotros, ignoro por qué razón, y vivía precisamente en una de aquellas
casas. Entraba por una puerta cochera, baja y oscura, cruzaba un largo patio repleto
de troncos y tablones y llegaba a un cuarto con ventanas redondas. En medio de la
habitación estaba mi padre, con una bata y fumando en pipa. No se parecía en absoluto
a mi padre verdadero: era un hombre alto, delgado, con el pelo negro, la nariz ganchuda
y ojos sombríos y penetrantes, que aparentaba unos cuarenta años. Manifestaba disgusto
porque lo había encontrado; tampoco yo me alegraba de nuestro encuentro y permanecía
parado, indeciso. Él gritaba un poco, empezaba a murmurar algo entre dientes y a
ir de un lado para otro. Luego se alejaba, sin dejar de murmurar y mirando a cada
momento hacia atrás; la habitación, entonces, parecía más larga y él desaparecía
en la niebla… La idea de volver a perder a mi padre me espantaba y entonces corría
tras él, pero ya no lo veía, y sólo escuchaba su rezongo, ronco como el de un oso…
Me despertaba y ya no podía volver a dormir. Me pasaba todo el día siguiente pensando
en este sueño, sin que mis cavilaciones me llevaran a ninguna conclusión.
IV
Llegó junio, época en que la ciudad donde
vivíamos mi madre y yo se animaba extraordinariamente. En el muelle atracaban multitud
de barcos y en las calles aparecían caras nuevas. Entonces me gustaba caminar por
la costanera, delante de los cafés y los hoteles, y observar las siluetas de marineros
y demás gentes sentadas bajo los toldos de lona, con sus jarros de cerveza.
Y sucedió que una vez,
al pasar delante de un café, vi a un hombre que atrajo de inmediato mi atención.
Vestía un largo guardapolvo negro, llevaba el sombrero de paja encasquetado hasta
los ojos y estaba inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho. Unos rizos negros
y ralos le caían casi hasta la nariz; los labios finos apretaban la boquilla de
una pipa corta. Tenía tan grabado cada rasgo de su rostro moreno, así como toda
su figura, que no pude evitar detenerme ante él y preguntarme quién era ese hombre.
Al notar que yo lo miraba fijamente, levantó hacia mí sus ojos negros y… No pude
reprimir una ahogada exclamación… ¡Aquel hombre era el padre que yo veía en mis
sueños!
Imposible equivocarse.
Incluso el largo guardapolvo que envolvía sus delgadas extremidades se parecía a
la bata con que se me había aparecido en los reiterados sueños.
“¿Estaré dormido?”,
me pregunté. “No… Es de día, hay gente a mi alrededor, el sol brilla en el cielo
y lo que veo no es un fantasma, es un hombre de carne y hueso…”
Me dirigí hacia una
mesa desocupada, pedí una jarra de cerveza y un periódico y me senté a escasa distancia
de aquel ser misterioso.
V
Desplegué el diario y simulé leer, aunque
en realidad miraba al desconocido, que apenas hacía algún movimiento y sólo de tanto
en tanto alzaba un poco la cabeza. Evidentemente, esperaba a alguien. Yo seguía
mirando. De a ratos, pensaba que todo era invención mía, que en realidad no existía
la menor semejanza, que yo había cedido a una fantasía de mi imaginación… Pero el
hombre giraba un poco en su silla o alzaba ligeramente una mano, y de nuevo veía
yo al padre de mi sueño.
El hombre acabó por
advertir mi insistente curiosidad y, a poco de mirarme, primero perplejo y luego
contrariado, hizo el amago de levantarse. Un pequeño bastón que tenía recostado
contra la mesa cayó entonces al suelo. Yo me apuré a alzarlo y se lo entregué. El
corazón me latía con fuerza. Él me dio las gracias con una sonrisa forzada y, aproximando
su cara a la mía, enarcó las cejas y entreabrió los labios como si algo lo sorprendiera.
–Es usted muy amable,
joven –pronunció de pronto con voz gangosa, áspera y dura–. Por los tiempos que
corren, es cosa rara. Permítame que lo felicite: le han dado a usted una buena educación.
No me acuerdo bien qué
le contesté, pero pronto entablamos conversación. Supe que era compatriota mío,
que había vuelto recientemente de América, donde había vivido muchos años y adonde
regresaría en breve plazo… Se presentó con el título de barón, pero no pude escuchar
bien el nombre. Lo mismo que mi padre del sueño terminaba cada una de sus oraciones
con una especie de confuso murmullo. Se interesó por conocer mi apellido… Al oírlo,
pareció sorprenderse otra vez; luego me preguntó si llevaba mucho tiempo residiendo
en aquella ciudad y con quién. Contesté que vivía con mi madre.
–¿Y su padre?
–Mi padre falleció hace
mucho.
Preguntó el nombre de
pila de mi madre y al oírlo soltó una risita extraña, de la que luego se disculpó
diciendo que se debía a sus modales americanos y que, además, él era un tipo bastante
raro. Luego tuvo la curiosidad de conocer nuestro domicilio. Yo se lo dije.
VI
La emoción que sentí al comienzo de nuestra
charla fue cediendo gradualmente; nuestro acercamiento me pareció algo extraño,
pero nada más. No me gustaba la sonrisita con que el señor barón me interrogaba,
ni tampoco me agradaba la expresión de sus ojos cuando me miraba de modo tan penetrante…
Había en ellos algo entre rapaz y protector… algo que sobrecogía. Aquellos ojos
yo no los había visto en mi sueño. ¡Qué rostro tan extraño tenía el barón! Marchito,
cansado, pero aparentando al mismo tiempo menos años, lo que causaba una impresión
desagradable. El padre de mi sueño tampoco estaba marcado por la profunda cicatriz
que cruzaba oblicuamente toda la frente de mi nuevo conocido y que yo no advertí
hasta hallarme más cerca de él.
Apenas había yo informado
al barón del nombre de la calle y el número de la casa donde habitábamos, cuando
un negro de elevada estatura, embozado en su capa hasta las cejas, se le acercó
por detrás y le rozó un hombro. El barón volvió la cabeza, dijo: “¡Ah! ¡Por fin!”
y, haciéndome una leve inclinación de cabeza se dirigió con el negro hacia el interior
del café. Yo seguí bajo el toldo con la idea de esperar a que saliera el barón,
no tanto para reanudar la conversación, como para cotejar nuevamente mi primera
impresión. Pero transcurrió media hora, luego una hora entera… El barón no salía.
Entré en el establecimiento, recorrí todas las salas, pero en ninguna vi al barón
ni al negro… Se ve que los dos habían salido por la puerta de atrás.
Esto me produjo un ligero
dolor de cabeza y, para refrescarme, caminé por la orilla del mar hasta un vasto
parque, en las afueras. Después de pasear un par de horas a la sombra de los árboles,
volví a casa.
VII
No bien entré al hall, nuestra sirvienta
corrió a mí toda alarmada. Por su expresión adiviné al instante que algo malo había
sucedido en casa durante mi ausencia. Y así supe que, hacía cosa de una hora, habían
escuchado un grito terrible que provenía del dormitorio de mi madre. La sirvienta
acudió corriendo y la encontró tendida en el suelo, sin conocimiento; su desmayo
había durado varios minutos. Mi madre recobró al fin el sentido, pero se vio obligada
a acostarse; estaba asustada. No decía ni una palabra, ni contestaba a las preguntas
y miraba a su alrededor estremeciéndose. La sirvienta envió al jardinero en busca
de un médico. Llegó el doctor, la revisó y le recetó un calmante, pero tampoco a
él quiso decirle nada.
El jardinero afirmaba
que a los pocos instantes de escucharse el grito en la habitación de mi madre, él
había visto a un desconocido que corría hacia la puerta de calle, pisoteando los
macizos de flores. (Vivíamos en una casa de una sola planta, cuyas ventanas daban
a un jardín bastante grande). El jardinero no tuvo tiempo de fijarse en la cara
de aquel hombre, pero recordaba que era alto, delgado, llevaba un sombrero de paja
muy encasquetado y una levita de faldones largos… “¡Así estaba vestido el barón!”,
pensé enseguida. El jardinero no pudo darle alcance. Además, lo llamaron inmediatamente
de la casa y lo enviaron en busca del médico. Pasé a ver a mi madre. Estaba acostada,
más blanca que la almohada sobre la que reposaba su cabeza. Sonrió débilmente al
reconocerme y me tendió una mano. Me senté a su lado y le hice algunas preguntas.
Al principio eludía las respuestas, pero acabó confesando haber visto algo que la
asustó mucho.
–¿Ha entrado alguien
aquí? –pregunté.
–No –se apresuró a contestar–.
No ha venido nadie, pero a mí me pareció… se me figuró…
Calló y se cubrió los
ojos con una mano. Iba yo a decirle lo que me había contado el jardinero y a hablarle,
de paso, de mi encuentro con el barón… pero ignoro por qué, las palabras no salieron.
Sin embargo, hice observar a mi madre que los fantasmas no suelen aparecerse de
día.
–Olvida eso, por favor
–susurró–. No insistas ahora. Algún día lo sabrás…
De nuevo enmudeció.
Tenía las manos frías y el pulso acelerado e irregular. Le di los remedios y me
aparté un poco para no molestarla. No se levantó en todo el día. Estaba quieta y
callada; sólo de vez en cuando exhalaba un profundo suspiro y abría los ojos con
sobresalto. Todos en la casa estaban extrañados.
VIII
Por la noche le subió la fiebre; mi madre
misma me pidió que me retirara. Sin embargo no me fui a mi cuarto sino que me tendí
sobre un diván en la habitación contigua. Cada cuarto de hora me levantaba, iba
hasta la puerta y trataba de escuchar… Todo continuaba en silencio, pero no creo
que mi madre durmiera. Cuando entré a verla a primera hora de la mañana, me pareció
que tenía un extraño brillo en los ojos; durante el día pareció aliviarse un poco;
al atardecer volvió a subir la fiebre. Hasta entonces había guardado un silencio
pertinaz, pero de pronto se puso a hablar con voz anhelante y entrecortada. No deliraba:
sus palabras tenían sentido, aunque ninguna ilación. Poco antes de la medianoche
se incorporó de repente en la cama (yo estaba sentado junto a ella) y con la misma
voz precipitada se puso a hablar otra vez, apurando a sorbos un vaso de agua y moviendo
débilmente las manos, sin mirarme. Cada tanto se interrumpía, y sus ademanes eran
tan extraños como si los hiciera en sueños, como si fuera otra persona quien hablara
por su boca.
IX
–Escucha bien lo que te voy a contar –comenzó–.
Ya no eres un niño y lo debes saber todo. Yo tenía una amiga… se casó con un hombre
al que amaba mucho y era muy feliz con su marido. El primer año de matrimonio hicieron
un viaje a la capital para pasar allí algunas semanas divirtiéndose. Se alojaban
en un buen hotel y salían mucho, a teatros y fiestas. Mi amiga era muy bonita, llamaba
la atención y los hombres la cortejaban. Pero entre ellos había uno, un oficial,
que la seguía siempre, y adondequiera que ella fuera se encontraba con sus ojos
negros y duros. No se hizo presentar ni jamás habló con ella, solamente la miraba
de manera descarada y extraña, echando a perder con su presencia las diversiones
en la capital. Mi amiga le propuso a su marido que regresaran pronto. Pero antes
de irse, una tarde, el marido se fue a un club: lo habían invitado a jugar a las
cartas unos oficiales del mismo regimiento al que pertenecía aquel otro… Por primera
vez ella se quedó sola. Como su marido iba a tardar en volver, despidió a la doncella
y se acostó… de pronto le entró tanto miedo que se quedó fría y se puso a temblar.
Le pareció oír del otro lado de la pared un extraño ruido, somo si arañara un perro,
y se puso a mirar fijamente hacia aquel sitio. En el rincón, una lámpara iluminaba
toda la habitación que estaba tapizada de tela… Súbitamente, algo se agitó, estalló,
se abrió… Y de la pared surgió, todo negro, aquel hombre horrible de los ojos duros.
Ella quería gritar, pero como en las pesadillas, no podía. Estaba totalmente paralizada
del susto. El hombre se abalanzó sobre ella como una fiera salvaje y le cubrió la
cabeza con algo asfixiante y pesado… De lo que sucedió después, no me acuerdo. ¡No
me acuerdo! Fue algo parecido a la muerte, a un asesinato… Cuando la espantosa niebla
se disipó al fin, cuando yo… cuando mi amiga volvió en sí, no había nadie en la
habitación. De nuevo se encontró sin fuerzas para gritar, hasta que por fin llamó…
Después todo es confuso… Llegó el marido, que había sido retenido en el club hasta
las dos de la madrugada… Estaba transfigurado y se puso a hacerle preguntas, pero
ella no le dijo nada… Después cayó enferma… Sin embargo, recuerdo que al quedarse
sola en la habitación fue a ver ese sitio de la pared. Debajo de la tapicería había
una puerta secreta. Y a ella le había desaparecido de la mano el anillo de casada.
Era un anillo muy singular, con siete estrellitas de oro alternando con otras siete
de plata: una antigua joya de familia. El marido le preguntaba qué había sido del
anillo, pero ella no podía contestar nada. Él lo buscó por todas partes. No lo encontró.
Presa de extraña angustia, decidió que abandonarían el hotel y regresarían a su
casa lo antes posible y, en cuanto lo permitió el doctor, el matrimonio abandonó
la capital… Pero el día mismo de su marcha se toparon en la calle con una camilla
en la que yacía un hombre con la cabeza partida. Y ese hombre era el terrible visitante
nocturno de los ojos duros. Se enteraron que lo habían matado durante una partida
de cartas… Mi amiga se trasladó luego al campo… fue madre por primera vez… y vivió
varios años en compañía de su marido. Él nunca supo nada. Además, ¿qué podría haberle
dicho, si ella misma no sabía nada? Sin embargo, su anterior felicidad desapareció.
En sus vidas se instaló algo oscuro que no se disipó nunca… No tuvieron más descendencia…
Y aquel hijo…
Toda temblorosa, mi
madre se cubrió el rostro con las manos.
–Y ahora, ¿qué piensas?
–prosiguió con redoblada energía–. ¿Tenía alguna culpa mi amiga? ¿Qué podía reprocharse?
Fue castigada; pero, ¿no tenía derecho a declarar, incluso ante Dios, que el castigo
era injusto? Entonces, ¿por qué se le representa después de tantos años y en forma
tan horrible lo ocurrido, como si fuera una criminal atormentada por los remordimientos?
Macbeth mató a Baco, y no es sorprendente que se le apareciera… Pero yo…
Al llegar a este punto,
el discurrir de mi madre se hizo tan incoherente, que dejé de comprenderlo. Ya no
dudaba de que estaba delirando.
X
Pueden imaginarse la extraordinaria impresión
que me produjo el relato de mi madre. Desde sus primeras palabras adiviné que estaba
hablando de sí misma y no de una amiga. Esta manera de contarme las cosas confirmó
mis sospechas. De lo cual deduje que el que yo había encontrado en sueños, y había
visto en persona, era efectivamente mi padre. No lo habían matado, como suponía
mi madre tras verlo en la camilla, sino que sólo estaba herido. Y ahora había ido
a verla, pero asustado por el susto de ella, había huido por el jardín. De repente,
comprendí el involuntario sentimiento de repulsión que yo despertaba a veces en
mi madre, su constante pesar, nuestra vida de aislamiento… Recuerdo que me estallaba
la cabeza y la sostuve con ambas manos, como queriendo mantenerla en su sitio. Pero
tomé una decisión, la de encontrar a aquel hombre costara lo que costara. ¿Para
qué? ¿Con qué fin? No me lo planteaba, pero el hecho de dar con él se había convertido
para mí en cuestión de vida o muerte. A la mañana siguiente, mi madre se calmó…
cedió la fiebre y se quedó dormida. La dejé al cuidado de la servidumbre y salí.
XI
Lo primero que hice fue ir al café donde
había encontrado al barón, pero allí nadie lo conocía. Ni siquiera habían advertido
su presencia. Era un cliente casual. En el negro sí se habían fijado, pues llamaba
demasiado la atención.
Después de dejar mi
dirección en el café, por si se presentara una novedad, me fui a recorrer las calles.
Anduve por los muelles, por las avenidas, asomándome a todos los establecimientos
públicos. No encontré a nadie que se pareciera al barón o a su acompañante. Como
no había retenido el apellido del barón, no podía acudir a la policía. Sin embargo,
di a entender a dos o tres guardias del orden (que me miraron curiosos, sin dar
del todo crédito a mis palabras) que recompensaría generosamente cualquier dato
si encontraban la pista de los dos individuos. Cuando se hizo la hora del almuerzo,
regresé a mi casa rendido de cansancio. Mi madre se había levantado. Su habitual
tristeza tenía un matiz nuevo, una extraña fijeza que se me clavaba en el corazón
como un cuchillo. Pasamos la tarde juntos. Apenas hablamos; ella hacía solitarios
y yo contemplaba en silencio los naipes. No hizo la menor alusión a su relato ni
a lo sucedido la víspera. Parecía contrariada y cohibida por lo que se le había
escapado sin querer. O quizá no recordara muy bien lo que había dicho durante aquel
estado de delirio febril y tuviera la esperanza de que yo lo tomara como un desvarío…
Ella rehuía mi mirada lo mismo que la víspera. No pude dormir en toda la noche.
Se había desencadenado un tormenta terrible. El viento aullaba y se arremolinaba
con furia; los cristales de las ventanas temblaban; silbidos y lamentos desesperados
cruzaban el aire, como si algo se desgarrara en las alturas. Poco antes del amanecer,
me quedé absorto… Tuve la súbita impresión de que alguien había entrado en mi cuarto
y me llamaba, pronunciando mi nombre a media voz, pero imperiosamente. Levanté un
poco la cabeza y no vi nada. Pero, cosa extraña, lejos de asustarme, me alegré:
tuve la convicción de que ahora lograría mi propósito. Me vestí rápidamente y salí
de casa.
XII
La tormenta se había aplacado, pero todavía
se notaban sus últimos estremecimientos. Era muy temprano y las calles estaban desiertas.
En muchos sitios había tejas, tablas arrancadas a los cercos, ramas partidas. “La
noche ha debido ser terrible en el mar”, me dije al ver semejantes destrozos. Pensé
dirigirme al embarcadero, pero los pies me llevaron hacia otra parte, como si obedecieran
a una irresistible atracción. Caminé unos diez minutos y me encontré en un lugar
de la ciudad que nunca había visitado. Iba sin apuro, pero también sin detenerme,
con la extraña sensación de esperar algo imposible y al mismo tiempo saber que se
ha de realizar.
XIII
Y efectivamente, ocurrió lo que esperaba.
De repente descubrí, a unos veinte pasos delante de mí, al mismo negro que había
hablado con el barón en el café. Embozado en la misma capa, pareció surgir del suelo
mismo y, dándome la espalda, echó a andar a buen paso por la estrecha acera de una
calleja tortuosa. Fui tras él, pero aceleró el paso y, sin volver la cabeza, de
pronto, dobló la esquina. Corrí, doblé yo también y… ¡Qué cosa tan extraña! Apareció
ante mí una calle larga, estrecha y totalmente desierta, enrarecida por el gris
de la niebla matutina, aunque mi mirada podía llegar hasta el extremo opuesto, permitiéndome
discernir cada uno de los edificios… No había nadie. El negro de la capa había desaparecido
tan misteriosamente como surgió. Me quedé sorprendido, pero sólo un instante. Enseguida
me embargó otra sensación: ¡había reconocido la calle que se extendía ante mis ojos!
Era la calle de mi sueño. Me estremecí, pero avancé sin la menor vacilación.
Empecé a buscar con
los ojos… Allí estaba: a la derecha, próxima a una esquina, la casa de mi sueño;
allí estaba la vieja puerta cochera, con adornos de piedra labrada a ambos lados…
Las ventanas no eran redondas, sino cuadradas, pero eso no tenía importancia… Llamé
a la puerta. Llamé dos veces, tres veces, cada vez más fuerte. Hasta que se abrió,
lentamente, rechinando mucho, como si bostezara. Me encontré de frente ante una
criada joven, con el cabello alborotado y ojos de sueño. Al parecer, acababa de
despertarse.
–¿Vive aquí un barón?
–pregunté, mientras inspeccionaba con rápida mirada el patio profundo y estrecho…
Todo, todo era igual: allí estaban los tablones y los troncos que había visto en
mi sueño.
–No –contestó la criada–.
Aquí no vive ningún barón.
–¿Cómo que no? ¡Imposible!
–Ahora no está… Se marchó
ayer.
–¿A dónde?
–A América.
–¡A América! –repetí,
sin querer–. ¿Volverá?
La criada me miró con
aire suspicaz.
–Eso no lo sabemos.
Quizá no vuelva nunca.
–¿Ha vivido aquí mucho
tiempo?
–No. Apenas una semana.
Ahora ya no está.
–¿Y cuál es el apellido
de ese barón?
La criada me observó
extrañada.
–¿No lo sabe? Nosotros
lo llamábamos barón, nada más. ¡Eh! ¡Piotr! –gritó, al ver que yo intentaba pasar–.
Ven. Hay alguien que hace muchas preguntas.
Desde la casa se acercó
a nosotros la recia figura de un criado.
–¿Qué pasa? ¿Qué desea?
–preguntó. Y después de escucharme hoscamente, repitió lo dicho por la joven.
–Está bien, pero, ¿quién
vive aquí? –murmuré.
–Nuestro amo.
–¿Y quién es su amo?
–Un carpintero. En esta
calle todos son carpinteros.
–¿Podría verlo?
–Ahora no. Está durmiendo.
–¿Y podría entrar en
la casa?
–Tampoco. Retírese.
–Bueno, pero más tarde,
¿podré ver a su amo?
–¿Por qué no? Claro
que se le puede ver… Para eso es un comerciante. Pero ahora, retírese. ¿No ve que
es muy temprano?
–¿Y el negro, quién
es? –inquirí de pronto.
El criado nos miró perplejo,
primero a mí y luego a la sirvienta.
–¿A qué negro se refiere?
–profirió finalmente–. Retírese, caballero. Vuelva luego y hable con el amo.
Salí a la calle. La
puerta se cerró detrás de mí, pesada y bruscamente; esta vez, sin rechinar.
Me fijé bien en la calle
y en la casa, y me alejé de allí. Me sentía decepcionado. Todo lo que me había ocurrido
era tan extraño, tan inusitado… Y, por otra parte, el final resultaba tan absurdo…
Yo hubiera apostado que encontraría en aquella casa la habitación que recordaba
y, en el centro de ella, a mi padre, el barón, con su bata y su pipa… Pero el amo
de la casa era un carpintero, al que se podía visitar cuantas veces se deseara e
incluso encargarle algún mueble…
¡Y mi padre se había
marchado a América! ¿Qué iba a hacer yo, ahora? ¿Contárselo a mi madre o no hacerlo
jamás?… Era inconcebible la idea de que un comienzo tan sobrenatural y misterioso
condujera a un final tan descabellado y prosaico.
No quería volver a casa
y eché a andar sin rumbo, alejándome de la ciudad.
XIV
Iba completamente ensimismado, sin ver
ni pensar en nada, cuando un ruido acompasado, sordo y amenazador, me sacó de aquella
abstracción. Levanté la cabeza: era el mar que rumoreaba y zumbaba a unos cincuenta
pasos de mí. Me percaté de que caminaba por la arena de una duna. Agitado por la
tormenta nocturna, el mar estaba salpicado de espuma hasta el mismo horizonte, y
las altas crestas de las olas llegaban, rodando una tras otra, a romperse en la
orilla lisa. Me acerqué a ellas y caminé en el filo húmedo que dejaban en la arena
gruesa, salpicada de retazos de largas plantas marinas, restos de caracolas y las
cintas serpenteantes de los carrizos. Gaviotas de alas puntiagudas y grito plañidero
bajaban desde las alturas y remontaban el vuelo, blancas como la nieve en el cielo
gris nublado; luego se desplomaban verticalmente y, como metiéndose entre ola y
ola, volvían a alejarse y a desaparecer en destellos plateados entre las franjas
de espuma arremolinada. Algunas, según observé, giraban tenazmente sobre una roca
grande que despuntaba, solitaria, en medio del lienzo uniforme de la orilla de arena.
Los ásperos carrizos marinos crecían en montones desiguales a un lado de la roca
y allí, donde sus tallos enmarañados emergían, observé algo alargado, no muy grande…
me fijé más. Había allí un bulto oscuro, inmóvil, junto a la roca…
A medida que me acercaba,
sus contornos aparecían más nítidos y definidos… Me quedaban sólo treinta pasos
para llegar a la roca…
¡Era la silueta de un
cuerpo! ¡Era un cadáver, un ahogado que había arrojado el mar! Llegué hasta la misma
roca.
¡Aquel era el cadáver
del barón, de mi padre! Me detuve como petrificado. Sólo entonces comprendí que
desde las primeras horas del día me habían conducido ciertas fuerzas extrañas. Durante
unos momentos, no hubo en mi alma más que el incesante rumor del mar y algo de miedo
ante el destino que estaba dominando mi vida.
XV
Estaba de espaldas, un poco ladeado, con
el brazo izquierdo extendido sobre la cabeza y el derecho doblado debajo del cuerpo.
Un lodo viscoso tapaba sus altas botas de marinero; vestía una chaqueta azul y rodeaba
su cuello una bufanda roja. La cara, vuelta hacia el cielo, parecía burlarse; bajo
el labio superior asomaban unos dientes pequeños; sus ojos entreabiertos dejaban
ver unas pupilas opacas; el cabello enmarañado, salpicado de espuma, se esparcía
por el suelo, descubriendo la frente lisa con la línea violácea de la cicatriz;
la fina nariz trazaba en relieve una neta raya blancuzca entre las mejillas hundidas.
La tormenta de la noche anterior había hecho su obra… ¡No había llegado a ver América!
El hombre que había agraviado a mi madre, mutilando su vida, mi padre –¡sí, mi padre!,
pues no podía dudarlo– estaba muerto allí, a mis pies. Me embargaba un sentimiento
de venganza satisfecha, compasión, asco y horror… incluso de doble horror: por lo
que estaba viendo y por lo sucedido. Por ese fondo malvado y criminal del que he
hablado ya, esos impulsos incomprensibles que nacían dentro de mí… “Por eso soy
así… De esa manera se manifiesta la sangre”, me decía. De pie junto al cadáver,
lo contemplaba atento por ver si se estremecían aquellas pupilas muertas o temblaban
aquellos labios helados. ¡No! Todo estaba inmóvil. Incluso los carrizos adonde lo
había arrojado la marea parecían estáticos. Hasta las gaviotas se habían alejado.
No se veía ni un signo del naufragio; una tabla rota, nada. Solamente él y yo y
el mar rumoreando, a lo lejos. Miré hacia atrás. Idéntico vacío. Una cadena montañosa
recortándose sobre el horizonte… ¡Nada más! Me angustiaba dejar a aquel desdichado
en semejante soledad, sobre el barro de la orilla, como pasto para los peces y las
aves. Una voz interior me decía que yo debía llamar a alguien para retirarlo de
allí. Pero un incomprensible terror me embargó de pronto. Me pareció como si aquel
hombre muerto supiera que yo había llegado allí, como si él mismo hubiera preparado
aquel último encuentro, y hasta creí escucharlo murmurar, igual que otras veces.
Me aparté un poco y, de repente, un objeto brillante llamó mi atención. Había algo
de oro en la mano extendida del cadáver. Reconocí el anillo de matrimonio de mi
madre. Recuerdo el esfuerzo que me impuse para acercarme, inclinarme… Recuerdo el
contacto viscoso de los dedos; me puse a jadear, cerré los ojos al tirar del anillo
que se resistía…
Por fin cedió y me alejé
del lugar a toda carrera, como si algo me persiguiera.
XVI
Cuando volví a casa, todo lo padecido
se reflejaba en mi expresión. Apenas entré en su habitación, mi madre se incorporó
súbitamente y me miró de tal modo que yo terminé por presentarle el anillo, sin
palabras. Ella se puso horriblemente pálida, sus ojos se abrieron mucho, desorbitados
y sin vida. Exhaló un grito débil, me arrebató el anillo, vaciló y cayó sobre mi
pecho, donde quedó como paralizada, vencida, con el rostro hacia mí y devorándome
con aquellos ojos dementes. Yo la sostuve por la cintura y allí mismo, sin moverme
y sin prisa, le referí todo a media voz: mi sueño, el encuentro, todo… No le oculté
el menor detalle. Ella me escuchó hasta el final. No dijo ni una palabra, pero su
respiración se hacía más agitada, hasta que de pronto sus ojos se animaron y bajó
los párpados. Luego se puso el anillo en el dedo y, con determinación, buscó un
chal y un sombrero. Le pregunté adónde pensaba ir. Levantó hacia mí una mirada sorprendida
y quiso contestarme, pero le falló la voz. Se estremeció varias veces, frotó sus
manos una contra la otra, como intentando calentarlas, y al fin dijo:
–Vámonos allá ahora
mismo.
–¿Adónde, madre?
–Donde está tendido…
quiero ver… quiero saber…
Intenté convencerla
de no ir, pero estuvo a punto de sufrir un ataque de nervios. Comprendí que lo mejor
sería acompañarla.
XVII
De nuevo caminaba yo por la arena de la
duna, pero esta vez iba con mi madre. El mar se había retirado, alejándose más.
Se había calmado, pero aún rugía. Por fin se divisaron la roca solitaria y los carrizos.
Yo miraba con atención, tratando de discernir el bulto oscuro tendido en tierra,
pero no veía nada. Nos acercamos más. Yo aminoraba instintivamente el paso. Pero,
¿dónde estaba aquello negro, inmóvil? Sólo los tallos de los carrizos resaltaban
sobre la arena ya seca. Llegamos hasta la roca… El cadáver no estaba; sólo quedaba
una huella que permitía adivinar el sitio de los brazos, de las piernas. Los carrizos
parecían aplastados en torno, y se veían pisadas de una persona que cruzaban la
duna y se borraban al llegar a las rocas.
Mi madre y yo nos miramos,
asustados.
–¿No lo viste muerto?
–preguntó ella.
Yo sólo pude asentir
con la cabeza. No habían transcurrido ni tres horas desde que tropecé con el cadáver
del barón…
Quizá alguien lo había
descubierto y lo había retirado de allí. Habría que averiguarlo.
XVIII
Mi madre estaba febril, pero se dominaba.
La desaparición del cadáver la había impresionado como una desdicha irreparable.
Yo temía por su razón. Me costó gran trabajo llevarla de vuelta a casa. De nuevo
hice que se acostara y de nuevo llamé al médico. Pero en cuanto se recobró un poco,
me exigió que partiera inmediatamente en busca de “esa persona”. Obedecí. Acudí
varias veces a la policía, visité todas las aldeas próximas, puse anuncios en los
periódicos, busqué datos por todas partes, y todo fue en vano. Me llegó la noticia
de que habían llevado a un náufrago a uno de los pueblos de la costa. Allá fui,
pero lo habían enterrado y, por lo que me dijeron, no se parecía al barón. Supe
del barco que había tomado para irse a América. Al principio, todo el mundo pensó
que se había ido a pique durante la tempestad; sin embargo, al cabo de algunos meses
empezaron a cundir rumores de que lo habían visto anclado en el puerto de Nueva
York. No sabiendo ya qué hacer, me puse a buscar al negro, ofreciéndole a través
de los periódicos una recompensa bastante fuerte si se presentaba en nuestra casa.
Cierto negro, alto y vestido con una capa, vino a casa en ausencia mía… Pero después
de hacerle algunas preguntas a la sirvienta, se fue y no volvió.
Así se perdió la pista
de mi… de mi padre. Así desapareció irremediablemente en la secreta niebla. Mi madre
y yo no hablamos nunca de él. Una vez me preguntó por qué no le había contado antes
mi extraño sueño. Sólo eso. Más tarde se enfermó, y cuando al fin se repuso, no
volvieron ya a su cauce nuestras relaciones anteriores. Hasta su muerte, noté su
incomodidad de estar a mi lado. Diría que estaba violenta, sí; y ésa es una desgracia
que no se puede remediar. Todo se embota con el tiempo. Incluso los recuerdos de
los sucesos familiares más trágicos pierden gradualmente su fuerza. Pero si entre
dos personas entrañables se introduce una sensación de violencia, eso no hay nada
que lo atenúe. No volví a tener aquel sueño que tanto me angustiaba, pero sí me
ocurrió escuchar alaridos lejanos y tristes lamentos entre sueños. Los oigo sonar
en algún lugar, me desgarran el corazón y lloro con los ojos cerrados, incapaz de
comprobar si es un ser vivo el que gime o si es simplemente el prolongado y salvaje
rumor del mar encrespado. Y de pronto se transforma en el rugido de una fiera, y
yo me despierto con angustia y pavor en el alma.
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