Silvina Ocampo
Para llegar hasta el comedor, había que
atravesar hileras de puertas que daban sobre un corredor estrechísimo y frío, con
paredes recubiertas de algunas plantas verdes que encuadraban la puerta del excusado.
En el comedor había
manteles muy manchados y sillas de Viena donde se habían sentado muchas mujeres
y profesores gordos.
Mme. Renard, la dueña
de la pensión, recorría el corredor golpeando las manos y contemplaba a los pensionistas
a la hora de las comidas. Había un profesor de griego que miraba fijamente, con
miedo de caerse, el centro de la mesa; había un jugador de ajedrez; un ciclista;
había también un vendedor de estatuas y una comisionista de puntillas, acariciando
siempre con manos de ciega las puntas del mantel. Un chico de siete años corría
de mesa en mesa, hasta que se detuvo en la del vendedor de estatuas. No era un chico
travieso, y sin embargo una secreta enemistad los unía. Para el vendedor de estatuas
aun el beso de un chico era una travesura peligrosa; les tenía el mismo miedo que
se les tiene a los payasos y a las mascaritas.
En un corralón de al
lado el vendedor de estatuas tenía su taller. Grandes letras anunciaban sobre la
puerta de entrada: “Octaviano Crivellini. Copias de estatuas de jardines europeos,
de cementerios y de salones”; y ahí estaba un batallón de estatuas temibles para
los compradores que no sabían elegir. Había mandado construir una pequeña habitación
para poder vivir confortablemente. Mientras tanto vivía en la casa de pensión de
al lado y antes de dormirse les decía disimuladamente buenas noches a las estatuas.
Sentado en la mesa del
comedor Octaviano Crivellini era un hombre devorado de angustias. Estaba delante
de los fiambres desganado y triste, repitiendo: “No tengo que preocuparme por estas
cosas”, “No tengo que preocuparme por estas cosas”.
El chico de siete años
se alojaba detrás de la silla y con perversidad malabarista le daba pequeñas patadas
invisibles, y esta escena se repetía diariamente; pero eso no era todo. Las patadas
invisibles a la hora de las comidas, las hubiera podido soportar como picaduras
de mosquitos de otoño, terribles y tolerables porque existe el descanso del mosquitero
por la noche, las piezas sin luz y el alambre tejido en las ventanas, pero las diversas
molestias que ocasionaba Tirso, el chico de siete años, eran constantes y sin descanso.
No había adónde acudir para librarse de él. Debía de tener una madre anónima, un
padre aterrorizado que nadie se atrevía a interpelar.
Hacía ya una semana
de aquella noche en que se había escapado de la casa detrás de él. Sin duda lo había
visto repartir besos con un movimiento habitual de limpieza sobre las cabezas de
yeso que se movían en la noche con frialdad de estrella. Tirso se rio destempladamente
y cabalgó sobre un león con melena suelta y abultada. La luna hacía de la tierra
un lago relleno de sombras donde lloraban ángeles de cementerio, alguna Venus de
ojos vacíos, alguna Diana Cazadora corriendo contra el viento, algún busto de Sócrates.
Octaviano, al ver a Tirso cabalgando sobre uno de sus leones preferidos, abrevió
rápidamente su despedida nocturna y se fue abrumado de vergüenza y terror.
Tirso, creyendo que
el vendedor inmóvil de estatuas no lo había visto, sintió que tenía un poder prodigioso
de invisibilidad, y volvió a acostarse en puntas de pie con la sensación de haber
presenciado un milagro. Desde ese día todas las noches lo había seguido hasta el
corralón, se había familiarizado con las estatuas, con las manos y los pies de yeso
guardados en los armarios, con los perros blancos. Octaviano en cambio se había
distanciado de sus estatuas, las limpiaba ahora con escasas caricias delante del
chico.
Tirso empezó a cansarse
de ese don de invisibilidad del que gozaba desde hacía poco tiempo. El jugador de
ajedrez le había hablado dos o tres veces. El ciclista le había dado un caramelo.
La comisionista le había probado un cuello de puntillas, confundiéndolo con una
chica, un día que llevaba un delantal, pero el vendedor de estatuas no le hablaba.
Cuando terminaron de
comer, Octaviano se levantó como un chico en penitencia, sin postre –él, que hubiera
deseado que Tirso se quedara sin postre. Se ató un pañuelo alrededor del pescuezo
y salió como de costumbre. Tirso lo siguió. Empezaba a grabar su nombre con tiza
colorada en las estatuas y Octaviano creía enloquecer de pena. Tirso lo desalojaba,
le robaba su tranquilidad, lo asesinaba subterráneamente, y Tirso era inconmovible
e independiente como lo son raras veces los grandes criminales. Cuando volvió a
acostarse, al querer cerrar la puerta de su cuarto sintió una fuerza gigante que
la retenía; hizo tentativas inútiles por cerrarla, hasta que de pronto, inesperadamente,
se le vino encima, aplastándole casi el brazo. Pocos minutos después la puerta volvió
a abrirse. No era necesario ver quién abría la puerta con esa fuerza, no podía ser
sino Tirso; y esta escena, como las otras, se repitió todas las noches.
Las primeras veces trató
de juntar toda su fuerza en los ojos al clavarlos sobre Tirso, pero los ojos de
Tirso eran duros como paredes metálicas. Tenía unos ojos que nunca debían de haber
llorado, y solamente matándolo se lo podía quizás lastimar un poco.
En el fondo del corralón
había un gran armario donde el hombre desesperado se refugió una noche. Tirso, al
ver que no estaba allí el vendedor de estatuas, se fue decepcionado. Pero persistió
en sus cabalgatas nocturnas. Empezó a notar que sus actos eran tan invisibles como
su cuerpo: los nombres que había grabado en las estatuas, no los encontraba nunca
la noche siguiente; por eso sacó su cortaplumas para grabarlos, como en los árboles
de una manera más segura.
Una noche llena de perros
que ladraban a la luna, el vendedor de estatuas se retiró más temprano que de costumbre
en el refugio del armario. Tirso no se resolvía a bajarse de encima del león, pero
al fin empezó a trotar en círculos y semicírculos enloquecidos, arrastrando un ruido
de fierros oxidados por el suelo. El vendedor de estatuas después de un rato no
oyó más nada; el silencio y el bienestar habían entrado de nuevo en la noche circundante.
Iba a salirse del armario cuando oyó dar a la llave dos vueltas que lo encerraban.
Quedaba poco aire respirable,
quizás alcanzaría para unas horas de vida; sintió desfilar todas las estatuas que
había vendido y que no había vendido a lo largo de su existencia. Un ángel de cementerio
estaba cerca de él y le indicaba el camino al cielo. Llevaba un nombre grabado sobre
la frente. Tuvo miedo: sacó el pañuelo y borró largamente el nombre en la obscuridad
del armario donde se acababan las últimas gotas de aire y de luz que todavía le
permitían vivir.
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