Fredric Brown
Henry
miró el reloj. A las dos de la mañana cerró el libro, desesperado. Seguramente
lo suspenderían al día siguiente. Cuanto más estudiaba geometría, menos la
comprendía. Había fracasado ya dos veces. Con seguridad lo echarían de la
universidad. Solo un milagro podía salvarlo. Se enderezó. ¿Un milagro? ¿Por qué
no? Siempre se había interesado por la magia. Tenía libros. Había encontrado
instrucciones muy sencillas para llamar a los demonios y someterlos a su
voluntad. Nunca había probado. Y aquel era el momento o nunca. Tomó de la
estantería su mejor obra de magia negra. Era sencillo. Algunas fórmulas,
ponerse a cubierto en un pentágono, llega el demonio, no puede hacernos nada y
se obtiene lo que se desea. ¡El triunfo es nuestro! Despejó la sala retirando
los muebles contra las paredes. Luego dibujó en el suelo, con tiza, el
pentágono protector. Por fin pronunció los encantamientos. El demonio era
verdaderamente horrible, pero Henry se armó de coraje.
–Siempre he sido un inútil en geometría… –comenzó.
–¡A quién se lo dices! –replicó el
demonio, riendo burlonamente.
Y cruzó, para devorarse a Henry, las
líneas del hexágono que aquel idiota había dibujado en vez del pentágono.
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