P’ou Song-Ling
He
aquí la historia que me contó Chen Lin-Cheng: Un viejo amigo suyo estaba echado
a la hora de la siesta, un día de verano, cuando vio, medio dormido, la vaga
figura de una mujer que, eludiendo a la portera, se introducía en la casa
vestida de luto: cofia blanca, túnica y falda de cáñamo. Se dirigió a las
habitaciones interiores y el viejo, al principio, creyó que era una vecina que
iba a hacerles una visita; después reflexionó: “¿Cómo se atrevería a entrar en
la casa del prójimo con semejante indumentaria?”
Mientras permanecía sumergido en la
perplejidad, la mujer volvió sobre sus pasos y penetró en la habitación. El
viejo la examinó atentamente: la mujer tendría unos treinta años; el matiz
amarillento de su piel, su rostro hinchado y su mirada sombría le daban un
aspecto terrible. Iba y venía por la habitación, aparentemente sin intención
ninguna de abandonarla; incluso se acercaba a la cama. Él fingía dormir para
mejor observar cuanto hacía.
De pronto, ella se levantó un poco la
falda y saltó a la cama, sentándose en el vientre del viejo; parecía pesar tres
mil libras. El viejo conservaba por completo la lucidez, pero cuando quiso
levantar la mano se encontró con que la tenía encadenada; cuando quiso mover un
pie, lo tenía paralizado. Sobrecogido de terror, trató de gritar, pero,
desgraciadamente, no era dueño de su voz. La mujer, mientras tanto, le
olfateaba la cara, las mejillas, la nariz, las cejas, la frente. En toda la
cara sintió su aliento, cuyo soplo helado lo penetraba hasta los huesos.
Imaginó una estratagema para librarse de aquella angustia: cuando ella llegara
al mentón, él trataría de morderla. Poco después ella, en efecto, se inclinó
para olerle la barbilla. El viejo la mordió con todas sus fuerzas, tanto que
los dientes penetraron en la carne.
Bajo la impresión del dolor la mujer se
tiró al suelo, debatiéndose y lamentándose, mientras él apretaba las mandíbulas
con más energía. La sangre resbalaba por su barbilla e inundaba la almohada. En
medio de esta lucha encarnizada el viejo oyó, en el patio, la voz de su mujer.
–¡Un fantasma! –gritó en el acto.
Pero apenas abrió la boca, el monstruo se
desvaneció, como un suspiro.
La mujer acudió a la cabecera de su
marido; no vio nada y se burló de la ilusión, causada, pensó ella, por una
pesadilla. Pero el viejo insistió en su narración y, como prueba evidente, le
enseñó la mancha de sangre: parecía agua que hubiera penetrado por una fisura
del techo y empapado la almohada y la estera. El viejo acercó la cara a la
mancha y respiró una emanación pútrida; se sintió presa de un violento acceso
de vómitos, y durante muchos días tuvo la boca apestada, con un hálito
nauseabundo.
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