José Revueltas
Sin cabeza, y aun sin brazos, los maniquíes
parecían ver con aire incrédulo las huellas duras, sobre el barro seco, que estaban
ahí en la calle, originadas por inverosímiles vehículos. Tan duras que parecían
de piedra y súbitamente uno sentía deseos de pisarlas por darse cuenta si, a influjo
de la presión, se resolverían en polvo, abatiendo cualquier rastro, no dejando más
síntomas ni más presencia.
Aquellos maniquíes daban
una extraña impresión, con sus pequeñísimas cinturas, desnudos por completo, algo
grotescos y algo monstruosamente humanos, sin pudor: de tela endurecida y de contornos
absurdos, a lo mil novecientos, como si una señora descocada estuviese a media calle
haciendo visajes cómicos e irritantes. Frente al barro y sobre los maniquíes encontrábase
también un paraguas, con su negro esqueleto al aire, pues todo ello, maniquíes y
paraguas y sin duda alguna el fingido sombrero de copa al que simulaba maravillosamente
el cartón, constituía como un museo de la elegancia, como un espejo convexo del
estilo, como si de un antiguo baúl se hubiesen extraído, ante los ojos asombrados
de otro siglo, cosas un poco muertas y a la vez un poco vivas. El sombrero ocupaba
su sitio encima del decapitado maniquí masculino que, de esta suerte, adquiría una
cabeza extraordinaria, de ser tímido, cuyos hombros subían más allá de las orejas
ocultándolo y defendiéndolo. La inanimada señora sin muslos debía tener, si los
tuviera, un brazo erguido a la altura del pecho y una mano, la contraria, graciosamente
colocada en la cintura; debía tener todo eso que le faltaba para ser un bello daguerrotipo
junto al caballero. Pero ahí estaban los dos, de tela oscura y endurecida, al descubierto,
melancólicos como trastos de utilería, como objetos prisioneros y vivos de una tramoya
singular, en el mismo sitio donde el turbio sastre vigilaba.
Sobre las puertas se
veía un viejo lienzo, desgarrado por las lluvias, donde, con seguridad, se inscribió
el nombre, fantástico y conmovedor a un tiempo, de La Nueva Moda.
El barrio donde La Nueva
Moda ofrecía sus discutibles lujos, era un barrio de madera y tierra; tierra y madera
agregadas de hollín por la brutal locomotora que, sollozando largamente con su desgarrador
silbato, pasaba por los extremos. A su paso, las aplastadas casitas de madera se
sacudían como si un latido poderoso y grave cruzara por un subterráneo, y también
los braseros, humildes y pequeños, dejaban escapar voladoras cenizas, ahí en sus
rincones, dentro de las casitas. En La Nueva Moda los maniquíes temblaban a su vez,
con el mismo temor que las gentes de su tiempo tuvieron hacia las cosas mecánicas
y con el mismo afecto añorativo, sin duda, que las propias gentes experimentaron
por los caballos, por la elemental naturaleza sin Graham Bell y sin Stephenson,
llena de ventura.
Temblaban, asimismo,
los sin-trabajo, tendidos al amparo del ruidoso techo de sus chozas. Los sin-trabajo
recogían tuercas, alambres y rondanas cerca de las fábricas y en las proximidades
de la Casa Redonda. Una ocupación sin fruto, pues cuando el hombre no tiene empleo
sus ojos permanecen en el suelo. Ahí están, sin ver las nubes, sin mirar. Abajo
existe un mundo de cosas importantes y nuevas; la vida sin derechos, que puede transcurrir
o quedar: tornillos y tuercas, papeles y cartas, todo sin habitación verdadera y
sin destino. Volviendo la prosperidad, los tornillos y las tuercas, no obstante,
perderían sentido, se volverían absurdos, absurdos. Pero hoy eran importantes, mucho,
ahí sobre el trastero del sin-trabajo, con su moho polvoriento y agrio que ensuciaba
las manos como si se hubiese penetrado a la fábrica, a su ruido orquestal, a su
fragancia de aceite y petróleo crudo.
Por las mañanas los
obreros que aún iban al trabajo hacían un ruido cálido que, allá dentro, despertaba
envidiosamente a los sin-empleo. Ojos atentos miraban entonces el relampaguear de
las linternas por las hendiduras, y cómo su luz rápida, en movimiento, guiaba el
pie sobre la tierra. Más tarde otros obreros cruzaban el alba, pisando su claridad
vaporosa y estremecida. En el fondo de sus casucas los sin-trabajo sentían una angustia
densa, avergonzada y humillante, y de súbito algo en extremo fuerte, rudo, hacía
como si los callos de sus manos hubiesen desaparecido. Al pasar esta angustia por
las manos –antes que en el corazón, era por las manos donde transcurría y después
en la garganta– los sin-trabajo estrechaban el hombro de la esposa, incomprensiblemente,
ahí entre las cobijas negras. Los ojos eran grandes, absortos, aun los de la mujer,
sin facultad alguna, cual si una gran cosa, ancha, estuviera enfrente, con linternas
y pasos, con silbatos y algo así como la sed o el rencor, que era el no salir, el
no caminar, el no estar con los obreros, el quedarse quieto, aprisionado en la casa,
turbia de tan sin amparo.
Más tarde otros ruidos;
mucho más tarde, claros y distintos: a lavandera y a perro, a olanes y a mezclillas.
Antes de las diez La
Nueva Moda abría sus puertas y entonces los maniquíes tornaban a su sitio, extraídos
de las anteriores profundidades nocturnas donde el sastre los guardaba, junto a
los armarios; él con su sombrero de copa, y ella como una Friné descompuesta en
sus más primitivos elementos.
En seguida el sastre,
con unos ojos de misterio, casi felinos, aguardaba que algo en la casa frontera
se moviese, insinuara su forma blanca y menuda. A poco, en efecto, se abría una
puerta y dos niñas iguales, extrañamente iguales, echaban a correr hacia La Nueva
Moda. El sastre oía –como si una raya de hielo, cascabeleante y equívoca, le recorriera
la garganta hasta el abdomen– las vocecillas trémulas:
–¡Ya estamos aquí…!
Pronunciaban con ambigüedad
y lentitud las palabras, y como para esconderlas, como para no evidenciar la especie
de turbación insana que las envolvía, y aplicábanse de inmediato a sus labores,
zurciendo algún casimir viejo o alguna manga atroz.
Eran de los mismos ojos,
profundos y extraviados, con una chispa, con una luz, ligerísima, de cosa en desorden.
Niñas reales, de rostro ingenuo, reales y vivas, pues existían repetidamente y sin
duda. Pero niñas y a la vez algo distinto, con unas manos donde había más edad que
en todo el resto, como si fueran de una persona distinta. Trabajaban sin que hubiese
presión alguna que las obligase a ello, simplemente con rencor, desprovistas de
infantilidad verdadera, sin distraerse con las musarañas.
El sastre las veía desde
el mostrador desolado, y su cuerpo viejo se conservaba atento, con la respiración
golpeada como si el aire fuese de olas.
A las once llegaba Molotov,
llamado así gracias a una corrupción de la palabra molote, invariablemente todos
los días, con sus manos hinchadas, de uñas negras, su rostro grande y su gran barriga.
Sucio. Permanecía de pie, la mano apoyada en la mejilla, sin hablar. Un gorro informe
cubría su cabeza y debajo nacía la cara un tanto maligna y astuta, calculadora y
avisada. De su cuerpo se desprendía un olor curioso y apenas desagradable. Era un
olor a caspa, a grasa humana y a comida, pero nada más; flotaba en el aire de una
manera común y en cierto sentido uno sentía como si ese olor fuera propio, como
si se tratase de un olor familiar que alguna vez, al levantarse de la cama, se sintió
salir del cuerpo.
El sastre no escondía
su contrariedad casi hostil al ver a este hombre, y los ojillos indeterminados brillaban
con relámpagos de cólera dentro de su rostro gris, de cuero mojado. Los ojos del
sastre eran trágicos: menudos, mas sin embargo trágicos, con las cejas canosas.
Ojos de perseguido, aprensivos, que, no obstante, infundían cierto vago terror,
pues de pronto se imaginaba la capacidad sin límites que podían tener para las cosas
ilógicas, fuera de razón, animales.
Se contrariaba en extremo
con la presencia de Molotov y para descargar su cólera en algún sentido se ponía
a maldecir contra las dos pequeñas costureras. Había una inflexión particular en
su voz, al maldecir; una inflexión rencorosa y como con celos. Se tornaba inhabitual,
con cierto timbre femenino pero sin gracia, que parecía brotar de alguna garganta
vieja que aún se sobrevivía con poderes sordos y sensuales. Una voz, sin duda, para
herir a Molotov, para rebajarlo, para impedir que apareciese ahí, de intruso, en
mitad de un mundo que no le pertenecía, que era un mundo cerrado, de invisibles
elementos.
El rostro del intruso
permanecía sin alterarse, fijo en el techo de la sastrería. Por fin, ante el silencio
cada vez más largo, ante la situación cada vez más sola y absurda, exclamaba con
un aire superior y digno:
–¡Quiero mi desayuno!
–subrayando el mi con arrogancia.
La inmediata reacción
del sastre era de rabia sorda, de cólera absolutamente ruin, pero a poco el rostro
se le iba transformando por la prisa –por la prisa tan sólo, pues se veía que deseaba
largar cuanto antes al importuno–, adoptando un aire de fingida bondad. Con una
mezcla de indignación y descanso –lo exasperaba aún más que todo el presenciar la
figura de Molotov, ahí, mirando el techo, hostil y sin pronunciar palabra– hurgaba
los bolsillos de su chaleco polvoriento para arrojar después unas monedas sobre
el mostrador.
–¡Ahí está! –y sus ojos
negativos se velaban como si una pantalla gris se les interpusiera.
Aquel gesto era algo
inexplicable, que movía a sospecha, pues el sastre no abrigaba la menor generosidad
dentro de su corazón. Sin embargo, todos los días era lo mismo. Todos los días,
a las once de la mañana.
Pero esa mañana Molotov
ocurrió a La Nueva Moda con fines distintos a los habituales. Llevaba consigo a
El Pescador. Éste tenía un rostro enflaquecido, de pómulos salientes y unos ojos
luminosos y famélicos, de Francisco de Asís. Hoy esos ojos brillaban con una especie
de alegría, pero de cualquier forma no eran suficientes para borrar la impresión
general del rostro, demasiado flaco, demasiado largo, de español pobre. El mentón
y la nariz habían crecido, como crecen siempre en las gentes necesitadas; las mejillas
permanecían hundidas, acentuando el color violeta de la barba sin rasurar; la camisa
sin cuello, finalmente, y el pantalón roto, desgarrado, completaban la figura sin
garbo ya, golpeada. Pescador en Málaga, minero en Asturias, campesino en Castilla,
soldado del Tercio extranjero en Marruecos, estibador en Tampico, bracero en Oklahoma,
conservaba con orgullo su profesión esencial: pescador.
(Las playas son hermosas
con sus redes junto a la espuma. Los peces brillan al sol como móviles cuchillos
en intermitente esgrima, y aquello representa un trabajo rudo y masculino que agota
los músculos y los distiende como cuerdas en descanso. Y esto encierra también la
ciencia de las redes, que es una ciencia bíblica: tejerlas armoniosamente, como
pulsando un arpa marina de la cual brotaran sonidos graves y extensos como el mismo
mar. Luego, aún, la ciencia de las barcas, amazonas del agua, y la de las estrellas
y la del viento…)
El Pescador clavó sus
ojos llenos de misteriosa alegría en los ojos macilentos de Molotov. (En la sastrería
se reunían todos ellos: era allí el punto de “contacto”; el sitio de las contraseñas
y los informes.)
–He de decirte algo
importante –musitó volviendo a mirarlo con devota solemnidad, muy feliz.
Molotov consideró atentamente
las cosas.
–¿De veras? –Traslucía
su emoción no obstante los esfuerzos.
–Trabé relaciones con
uno –dijo El Pescador–. Entramos a la cantina…
Interrumpióse un instante
para juzgar el rostro de Molotov. Luego prosiguió:
–Fue ayer, por la mañana…
Había estado rondando
las inmediaciones, hasta no descubrir el tipo ideal de obrero –de rasgos comunicativos,
fácil a la cordialidad– que se transformase en “contacto” con la gran empresa metalúrgica–.
El que encontró –sí, no podía menos que acertar con el hallazgo–, era de baja estatura,
con una frente sucia, donde las arrugas tenían polvo de hierro; una frente oxidada
y amarilla. En la cantina, de pronto, ante El Pescador, el obrero se sintió incómodo
e invadido por una sensación penosa de inferioridad. Tenía unas manos gruesas, ya
nada más callos, que parecían artificiales, como guantes orgánicos, de carne, insensibles.
Era difícil abordarlo, pues experimentaba un poco la impresión de estar con alguien
ajeno a su clase, ajeno al metal fundido, ajeno a los hornos. (El Pescador no lo
convencía por completo, con aquel rostro flaco y aquella nariz aguileña, extremadamente
aguileña, que recordaba a un buitre apresurado, malévolo.) Tragaba su bebida con
placer y agradecimiento, lo que le impedía desenvolver en forma verdadera su capacidad
de comunicación, de amistad. Palpó, empero, con sus manos gruesas, la ínfima moneda
que traía en la bolsa, y después de invitar (era preciso invitar; sufriría tonta
y estúpidamente al no ofrecer también, de su parte y con su dinero, otras dos copas)
se sintió tan reconfortado, tan igual ya, que la conversación pudo entablarse de
una vez.
Primero la propia historia
de El Pescador, viviente, ágil: Málaga, Asturias, Castilla; soldado del Tercio en
Marruecos, estibador en Tampico, bracero en Oklahoma. (Oh, los atardeceres en Málaga,
bajo las redes; y Asturias, con sus minas, y su castillo en Santander; la diafanidad
de Castilla; la vida de perros en Ceuta; el espantoso trabajo con los gringos de
Oklahoma…)
El obrero, que tenía
unas manos dobles, internas unas y de sangre, sensibles al dolor, y externas otras,
como hechas sólo de epidermis, las dejó caer, exclamando simplemente, convencido:
–¡Aquí también son gringos!
Sí, gringos. La fundición
tenía su propio cielo rojo. Por las noches principiaba en los altos hornos para
extenderse sobre toda la ciudad, y era como una bóveda llena de sacramentos, religiosa
de tanto estar amaneciendo.
Pero el obrero explicaba
todo simplemente, apenas con palabras, y eran, mejor, sus manos las que parecían
decir aquellas cosas profundas, cercanas.
Un cielo rojo. El cielo
rojo se desvanecía, abandonando su mito, su religiosidad de cielo trabajado, labrado
por el fuego. El viento helado, inmovilizador, ya recorría la tierra. Un viento
que tenía nombre: desnudaba a las familias y paraba en seco el engranaje de las
máquinas; agostaba los campos de trigo y ensombrecía los surcos. El viento cíclico:
la crisis que grita en las esquinas, que clama por las noches terribles, que agranda
los ojos de las mujeres.
Molotov interrumpió
el informe de El Pescador.
–¿Quiere decir que pararán
la empresa? ¿Y después?
¿Después? Después estaban
las tuercas, las alcayatas y los tornillos –todo aquello que, nostálgicamente, recoge
el sin-trabajo en las inmediaciones de las fábricas, en las calles–, para guardar
en casa como fantasmas del esfuerzo, esperando la prosperidad y todo lo que con
ella viene, las sonrisas, los pantalones del domingo, el cielo rojo y sagrado, los
altos hornos.
–¿Y cómo demonios?
El sastre, que había
escuchado con atención, encogió el tórax y un peso fuerte, amargo, le cayó encima,
aplastándolo de inquieta tristeza, llena de cobardía.
Molotov volvió los ojos
al cielo, con solemne comicidad. Era un hombre de costumbres escénicas, que actuaba
siempre para el público –sin mala fe, desde luego– y que envolvía sus gestos en
un ambiente de ingenua hechicería, retrasando las contestaciones y sujetando todo
a una especie de misterio, grave y denso, como el de los herbolarios y curanderos.
–¡Hay que redactar un
volante! –dijo después como si hubiera meditado mucho.
El Pescador le dirigió
una mirada cariñosa y húmeda, llena de agradecimiento. Lo quería. Quería sus mañas
de viejo astuto pero noble; quería su barriga dramática; su abnegación desesperada
y en cierto modo altiva; su rostro maligno, capaz, no obstante, de ternura.
–¡Sí, desde luego!
Entonces Molotov inclinó
los ojos hacia él, como con desprecio y mal humor, aunque todo esto no era más que
afecto.
–¡Bah!
Haciendo innumerables
gestos reflexivos –inútiles, por lo demás–, escribió en seguida sobre un papel que
ya tenía prevenido.
En el ventrudo y sucio
caserón de madera todo era silencioso. El papel blanco hería la vista, no por blanco
ni porque la luz, pobre y macilenta, provocase algún reflejo hostil, sino por su
soledad y el poder oculto, la virtud –que iba a darle la palabra– de voz angustiosa,
de pequeño grito esperanzado.
El sastre se revolvió
con malignidad.
–¡No habrá dinero para
la imprenta! –exclamó, a tiempo de que le brillaban los ojos con un resplandor lechoso.
Había dicho “no habrá dinero”; es decir, afirmando con seguridad, de una manera
fatalista, como si en el mundo no existiese ni la más remota posibilidad de imprimir
nunca un solo volante.
Y aún más:
–¡Si lo imprimen no
servirá para nada!
Quería vengarse. Quería
maldecir su vida estúpida y negra, sin amor, y negar cuanto fuera esfuerzo, esperanza.
¡Un volante…! Palabras; palabras inimaginables, verdaderamente sin sentido, muy
por debajo del enorme vacío que era la vida; esta vida con sus dos maniquíes de
tela dura y nalgas deformes; con su sastrería de madera; con sus dos niñas de espanto,
cosiendo, los ojos grandes y profundos. ¡Que lucharan ellos! ¡Que impidieran, si
podían, el que la fundición cerrara sus puertas! ¡Que impidieran, en general, el
que las puertas se cerraran, cuando para eso estaban hechas, para obstruir toda
salida, toda rendija de luz!
(–¡Obreros! Defended
vuestros hogares. ¡No dejéis que el hambre se apodere de ellos!)
“¿Por qué –pensaba Molotov–,
escribiendo, usar la forma castiza del plural, cuando en la conversación misma,
en la oratoria, nos valemos del “ustedes”? ¿Por qué diablos?”
Clavó la mirada en la
figura polvosa y ruin del hombrecillo:
–¡Diantre de viejo!
(–Es preciso que ustedes,
obreros, luchen eficazmente contra el paro. Es preciso…)
–¡Tendremos el dinero!
–finalizó como un iluminado.
Su letra corría sobre
el papel con cierta gracia ordenada. Las iniciales, sin modernidad alguna, se complicaban
en rasgos llenos de desinteresada coquetería, casi romántica de no ser tan sólo
una denuncia de las épocas anteriores a la máquina de escribir, cuando por fuerza
había que tener una letra clara y elegante. Redactaba sin pasión, calculando la
profundidad de las palabras y como midiendo el alcance exacto: maniobra, empresa,
trabajadores, crisis, imperialismo. Hubiese querido poner también: mierda. Pero
evidentemente no era debido.
–Mira –le dijo a El
Pescador–, la única manera de tener dinero… –y cuchicheó a su oído algo misterioso.
A la mañana siguiente. El Pescador se
encaminó al “barrio”. Era un día lleno de claridad y de música. Las nubes –tan de
algodón, tan de azúcar– volaban pausadamente, como en una danza, como en una coreografía
gentil, menuda. Las casas, sin exceptuar una, habían abierto sus ventanas y de ahí
el sol se derramaba por la calle, sonoro, saliendo de mágicas esclusas.
El “barrio” estaba situado
fuera de la ciudad. Para llegar a él era preciso dejar muy atrás los últimos arrabales,
cruzando tiraderos de basura y abandonadas vías de escape donde dormían viejos carros
de ferrocarril.
Componían el “barrio”
un grupo de pequeños edificios, todos idénticos, y dispuestos, todos también, en
la misma forma: un salón relativamente amplio, con piso de cemento, y al fondo,
por el sitio de la orquesta, dos pasillos estrechos a través de los cuales se penetraba
en los cuartos, pequeñitos y malolientes. “Yoshiwara.” Los gringos creían, en realidad,
que era una especie de Yoshiwara vernáculo, con “geishas” y todo, geishas mexicanas.
Pensaban en cierto ambiente de misterio y de vicio oriental, hecho al trópico. Al
penetrar ahí, en el salón frenético, donde la música era como notas de alcohol,
escogían ciegamente a las negras, a las mulatas. Invariablemente a las negras y
a las mulatas, a su carne colonial, exótica, donde el sexo rubio intentaría vanos
y escandalosos descubrimientos. No se avergonzaban los gringos, pues se aturdían
expresamente de alcohol, mal o buen whisky, para hundirse con torpeza entre las
piernas negras, entre los lejanos úteros, negros y secos. “Yoshiwara.” El Japón
o la Malasia, Singapur o El Cairo o México; nunca Nueva Jersey o Columbia; nunca
la Iglesia Bautista o la Christian Church o el Adviento del Séptimo Día. Los gringos
gritaban a voz en cuello con su negra encima. Gritaban, convertidos en “niños terribles”,
convertidos en marineros de paso, usando el slang que tanto reprimían sus esposas,
allá, en el hogar, blanco de refrigeradores y conservas enlatadas.
No sólo los gringos
iban al “barrio”, al Yoshiwara mestizo. También los obreros calificados de las fundiciones
aparecían para bailar con el sombrero puesto. Enseñaban sus rostros cansados, que
la lubricidad tornaba como de ebrios, de ebrios sucios y sensuales, con los ojos
a punto de ensombrecerse en espasmo. La música gritaba, chillaba, pataleaba. Estridencias
modernas, gesticulantes, que los obreros hacían ritmo extraño, contorsionándose,
con un grotesco prestigio de copulación sin freno, al través de las vestiduras.
Los músicos quedaban ahí, en la plataforma, acostumbrados. Podría ser dramática
su situación, angustiosa, allá por los burdeles románticos del siglo XIX. Hoy, eunucos
cansadísimos, cansadísimos, con sus caras largas de violonchelo. Eunucos ante los
gringos y los trabajadores de la fundición; ante la dueña de la casa, infame y gorda,
de carnes húmedas y calientes. Ante sus propios instrumentos tan sin sonido.
Pero hoy en la mañana
el “barrio” era frío y ceniciento. Por sus calles sin puerta sólo las alcantarillas
chorreaban un poco de cosas nocturnas, de agua humana con apagados espermatozoides.
Observando con un poco
de asombro, El Pescador cruzó la amplia sala de cemento. Había ahí un aire de alcohol
agrio, de licores descompuestos por cosas intestinales. Nunca había contemplado
un burdel bajo el sol, a plena luz del día. Siempre de noche, en las sombras y con
la cabeza turbia por la bebida, pues un hombre cínicamente honesto debe entrar siempre
borracho en esos sitios.
La sala, con su cemento,
con su papel crepé por el suelo, con su plataforma desolada, parecía una cárcel,
y esto contribuía a que El Pescador experimentara con más angustia el desasosiego
indeterminado que al despertar se había apoderado de su ser, aun antes de encontrarse
ahí. El día anterior –es decir, apenas veinticuatro horas no cumplidas– Molotov
le encomendó la extraña tarea. Pero ya por la noche una serie de emociones y sentimientos
tenaces le embargaron el espíritu de manera inquietante: algo había sido tocado
en su ser más íntimo. Algo que ignoraba y que no había sospechado poseer, pero que
era muy parecido al remordimiento y a la vergüenza, como si hubiese cometido una
acción turbia o abrigado un pensamiento excepcionalmente monstruoso y bajo, como
esos que se ocurren, a veces, al amparo del pensamiento mismo, de su impunidad,
y que el hombre no confesará ni en el último juicio.
En el pasillo de los
cuartuchos malolientes llamó a golpes. Una pacífica voz se escuchó del otro lado,
con lentitud, sin aprensiones de ninguna especie:
–¿Eres Fernando? ¿No
traías la llave?
El Pescador enmudeció
sin querer, tímido. (Él no era Fernando. Era otra persona. Una persona distinta,
con nariz larga y ojos afilados; con unas manos enflaquecidas y enormemente sucias
y con una cabeza revuelta.)
–De parte de Molotov…
–musitó.
Entonces un ruido de
sábanas y luego de pies descalzos se anticipó al de la puerta, de par en par en
seguida. (“No faltaba más. Aquí está en su casa. Qué se le ofrecía.”)
La mujer regresó a su
lecho apenas con un recato convencional y distraído, mostrando los muslos blandos
y gruesos al echarse. Tendría unos treinta años en toda su carne; treinta en el
rostro, así como en los hombros, así como en el vientre. Años repartidos ya sin
suma, uniformes, sin contradicción. Los hombros completamente desnudos –ceñíase
el corpiño de una manera extraña, sin tirantes– creaban la ilusión de que el cuerpo,
bajo las mantas, no tenía vestidura, era sólo él, cálido, sin broches, sin hilos,
descubierto.
(¿Qué sería lo que le
daba tanta vergüenza a El Pescador; aquello ruin, como de haber cometido un incesto,
y que le subía por la memoria, por la geología de la memoria, aludiendo a un pecado
sin materialidad, inobjetivo?)
–De parte de Molotov…
–balbuceó, y parecía un niño– pues queremos imprimir un volante…
Chole le dirigió una
mirada llena de simpatía, amigable y amorosa. En modo alguno Chole tenía aspecto
de prostituta. Mejor dicho: ahí, en la cama, con las sábanas calientes como debían
estar, modelando el cuerpo, con los hombros, con los cabellos en vigilia, con las
axilas, sí, desde luego, era una prostituta. Una prostituta casi particular, casi
con nombre, casi al alcance de la mano. Mas de pie, vestida, el rostro suave, neutro,
la impresión era diferente.
El Pescador la había
conocido en México, dirigiendo una extraña Liga Femenil. Chole aceptó, en numerosas
ocasiones, que los “muchachos” del partido fuesen a dictar conferencias en la sedicente
Liga, con lo cual pudo encubrir aún mejor y con mejor maña su actividad verdadera,
consistente en reclutar pupilas para los lupanares.
Llenos de ingenuidad,
los conferencistas disertaban sobre el voto femenino, el derecho de las embarazadas,
la jornada de siete horas y otros temas. El público oía; oían las criaditas jóvenes,
absortas y llenas de esperanza; las coléricas señoras amantes de los enredos políticos;
las obreras. El público oía y Chole se insinuaba en lo privado con las que le ofrecían
ocasión para ello.
Sin embargo, Chole no
era una mala mujer. Entendía, sin duda por instinto, algunas cosas profundas. Es
difícil explicarlo tratándose de una persona que ejerce profesión tan equívoca,
pero en la medida de sus posibilidades, ella practicaba el bien; no era un ser grosero
y desconsiderado; creía que el hombre es susceptible de mejoramiento y, convicta
de su propia corrupción, hubiera llegado a cualquier sacrificio –el de su propia
vida, por ejemplo– cuando las cosas, según ella, hubiesen llegado a un punto crucial
y definitivo. Fundamentalmente era un ser heroico, romántico, de barricada. No era
capaz aún del gesto supremo, porque la historia la tenía en un rincón; mas como
las prostitutas que van a la iglesia, en el fondo de su alma tenía un sedimento
místico, una fe en quién sabe qué destinos, en quién sabe qué vientos nuevos y renovadores.
Tornó a mirar dulcemente
el rostro de El Pescador.
–¿Cuánto van a necesitar?
–dijo, acariciando con la voz. (¿Qué era aquello sucio que no podía apartarse de
El Pescador? ¿Aquello como de grasa moral, como de humo terco, que le envolvía el
espíritu y no le permitía ser libre y sano?)
–¡No sé…! Diez pesos…
acaso más –exclamó atropelladamente. Y tanto más atropelladamente cuanto su mirada,
en ese minuto, no podía apartarse de su seno inverosímil, ahí, sobre la colcha,
saliendo de la mujer, un seno a la vez plástico y sexual. Un dibujo de las escuelas
surrealistas de pintura, los senos de Santa Olalla en una bandeja o la cabeza de
Juan Bautista, y, a la vez, sin fisiología alguna, sin retórica, carne viva en lo
absoluto, seno vivísimo.
(Oh, sí. Fue un recuerdo
de ésos que la memoria censura; de ésos que se sumergen en la pesadilla de la inhibición
y que luego, después, salen dando gritos en la borrachera. Ahora comprendía que
el sueño, los ángeles negros de la almohada, habíanle encargado una tarea inconfesable.
Lo del volante resultaba un pretexto, una envoltura que los ángeles nocturnos escogieran
para realizar las profecías del sueño. Aquel velo sucio, aquel humo desamparado
y persistente, que lo había hecho esclavo, era esto: la mujer de la carne, la mujer
de los hombros, la mujer de las axilas.)
–¡Claro que sí, mucho
más! –dijo ella.
Y entonces permanecieron
callados. Mudos porque las cosas ya hablaban en lugar de ellos. Las cosas. Y otras,
desde luego, que no eran los diez pesos para la impresión de propaganda y que tenían
su punto, su más importante relación, en la bacinica de junto a la cama, en las
sábanas, en la mesita de noche –tan pálida de día– y en el seno sexual, en el seno
alucinante que permanecía ahí, porque Chole no lo ocultaba ya, con toda intención,
mirando con ojos de locura los ojos del hombre.
–¿Ahora te quedarás a comer, te quedarás
aquí conmigo y después, en la noche, para que bailes? –pedía como una niña después
de que El Pescador se hubo desprendido de su cuerpo, quedando ahí, sobre la cama,
con sueño. (Había sido instantáneo aquello, como acordado hacía muchos siglos, sin
que mediaran voces; apenas diferido unos segundos por el rumor de las vestiduras
al salir del cuerpo.)
El Pescador asintió,
casi llorando con la garganta.
(¡Y bajo la luz del
sol! ¡Sin sombras, Dios mío! Con el cuarto lleno de mañana, impúdicamente, mirándose
los cuerpos.)
El Pescador sentía cariño
y desprecio, y algo nuevo, que parecía agradecer lo ocurrido, batía lentamente en
su pecho, con un ritmo inocente y casto.
En seguida se durmieron
con profundidad, con devoción.
Molotov acarició el impreso recién nacido
llevándoselo hasta el rostro, para olfatearlo: fragante, aromático, aquel “camaradas”
del centro y luego el tipo menudo, alegre, que le seguía.
–¡Vamos! –exclamó, abriendo
sus labios de profeta pobre.
El Pescador miraba rencorosamente
el impreso. Sentía cólera contra sí mismo, pero no podía expresar qué clase de cólera.
Un coraje como si todo el mundo lo hubiese sorprendido en pleno acto sexual. Deseaba
bañarse; bañarse y que después alguien le aplicara una buena bofetada.
“Camaradas: el paro
de la fundición…”
(La fundición roja;
la fundición con pulmones. Sus vigas de acero, pendientes de la grúa, con algo celeste,
de ángeles varoniles. Y el departamento de laminación, con su olor fuerte, de pan
metálico; la orquesta de martillos y forjas reidoras; el ardor del fuego; las palmeras
musculares. Oponerse con toda el alma a que la fundición cerrara; levantar olas
de obreros; aglomerar cosas, vientos y manos, pechos y consignas.)
–Tengo vergüenza –dijo
mirando a Molotov de soslayo.
La cara de comediante
de Molotov adoptó un aire sarcástico.
–¡Tonterías!
–Sí –repitió obstinadamente–,
vergüenza… tú no sabes… La moral no existe –dijo con exagerada rotundidad–, pero
hay algo raro… cuando contradices tu propio ser, cuando tu propio ser te contradice
a ti mismo… cuando se pierde el sentido de la fecundidad y es como si te masturbaras…
Molotov prestó atención
con el entrecejo fruncido.
–Al menos si hubiera
amor –continuaba–, aquello perdería todos los elementos oscuros, todos los subterfugios
innobles de que se vale…
Molotov se sintió ennegrecer
por dentro como si hubiese bebido tinta:
–¿Quieres decir que…
te acostaste con ella? –preguntó con su cara de comediante lívido, de comediante
a quien se le muere la novia o la hermana y tiene que salir a escena.
Al hacer esta pregunta,
las cosas que lo rodeaban perdieron interés, y la fundición hízose pequeñita en
su cerebro, como un alfiler rojo. Tenía una moral; una moral fuerte y objetiva.
Alterarse por un hecho “tan lógico” era absurdo.
–¡Es una puta! –dijo
a su pesar.
–¡Sí! –musitó El Pescador.
El burdel vertiginoso
daba vueltas en la cabeza de Molotov. Se le ocurrían hirientes proverbios populares,
de esos que se usan para calificar incidentes de tal naturaleza. El burdel giraba.
Los gringos hendían el cielo con sus gritos, y entonces, como rasgando una cortina,
bajaban prostitutas negras y blancas y mulatas, con alas apocalípticas, a semejanza
de las del tiempo, en las alegorías. Pero en mitad del vértigo Chole estaba en su
cama, inmóvil, con un hombro desnudo. Y su figura era lo único inalterable en medio
de todas las imágenes rencorosas que aparecían y desaparecían en el corazón de Molotov.
–¡Bien! Yo tengo la
culpa –explicó–. No te dije que tengo relaciones con ella…
El Pescador permaneció
mudo. La noticia le había causado estupor, pero un estupor agradable, que parecía
absolverlo. Un brutal sentimiento, lleno de egoísmo, lo afirmaba; no se había traicionado,
no había contradicho su ser. Alguien, que en lo moral era su semejante, Molotov,
había incurrido en la misma pasión oscura, en el mismo viaje de pesadilla, arrastrado,
quizá también, por los siniestros ángeles del sueño, los involuntarios ángeles del
pecado. No obstante, había una duda: “¿Y si la ama?”. Recordó entonces sus propias
palabras: “…al menos, si hubiese amor, aquello perdería todos los elementos
oscuros…”
–¿Y acaso… la quieres?
Por la mente de Molotov
cruzó un relámpago: “No soy tan bueno o tan malo para decirte la verdad”, pensó.
–¡No! –dijo rotundamente.
Habían tomado sendos
paquetes de propaganda. Propaganda fresca y húmeda, caliente como la vida. “Obreros,
trabajadores, camaradas.” Se encaminaron hacia la fundición.
El cielo era tranquilo.
Tan profundamente azul que pintaría las manos. La ciudad, de aristas blancas, mostraba
sus limpias avenidas. Se notaba, sin embargo, algo inusitado. Algo inhabitual en
la ciudad, de suyo tan tranquila. Obreros inclinados iban hacia el norte, hacia
la carretera internacional. Y por sus pasos, por su cara de angustia, parecían de
la fundición.
Molotov corrió para
darle alcance a uno que renqueaba.
–¿Es usted de la fundición?
–preguntó casi dolorosamente, por dos veces y seguro de obtener una verdad desconsolada.
El obrero miró sin comprender.
–No. Ya no –dijo– desde
hoy en la mañana…
Los ojos de Molotov
relampaguearon.
–¿Es posible? –inquirió
como cuando se ha muerto alguna persona.
–Ya nadie somos de ahí.
Nadie.
Entonces Molotov sintió
que el corazón se le había puesto verde, como el cobre que envejece bajo la tierra.
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