Arturo Souto
Rodaba el sol detrás del horizonte, dejando
una línea de fuego violeta en los confines del desierto; remolinos de viento levantaban
polvorientas espirales en las llanuras; nacía Venus cintilante en una esquina sombría
del cielo. Y el vaquero Juan, al paso cansino de su caballo exhausto, venía tocando
un ritmo melancólico en las cuerdas tensas de la guitarra. Doblado el cuerpo hacia
el arzón, con el sombrero en la nuca, baja la vista sobre el cuello sudoroso de
la bestia, cantaba el vaquero una canción triste de los llanos. Aquí y allá, engarzando
en cualquier punto de la melodía, brotaba el monólogo del solitario. Trece horas
de caballo, a la zaga del ganado fantasma; trece horas de jinetear la llanura, guiándose
por el sol; trece horas de cuero, de polvo y de sudor. El hombre, errabundo en las
inmensas soledades, perdía el sentido de la vida; se le secaba el alma como una
avellana; se le mineralizaba la piel, y después el corazón.
Hasta donde alcanzara
el poder de los ojos, veíase cielo y tierra, fundidos en el horizonte, en la línea
sangrienta del crepúsculo. A esa hora, las piedras candentes del desierto devolvían
al espacio las radiaciones diurnas; alargábanse hasta el infinito las sombras de
las nopaleras cenicientas. Y el vaquero Juan, adentrándose lentamente en aquellas
superficies reverberantes, se aferraba a su canción como una novia. Silbaban ya
los vientos, la trompetería de noche y muerte; y el temor a lo desconocido entraba
insidioso en las entrañas. Pero el vaquero Juan tenía la mente ocupada. Sin prisa,
avanzaba hacia un lugar bien sabido. Orientado por la brisa, olfateaba el aire,
rastreando un olor espeso de carne muerta.
Se oscurecía el cielo,
brotaba lejano y tembloroso el zodíaco, como rocío del espacio. Poco después, avistó
una alambrada de límites invisibles; una frontera de acero empolvado en el desierto.
El vaquero Juan avanzó hasta ella y se detuvo a pocos metros. Cortó en seco su canción
y permaneció inmóvil contemplando el alambre de púas. Libre de las riendas, el caballo
empezó a escarbar estúpidamente la tierra dura. Y su amo, envuelto en una atmósfera
viscosa de putrefacción, sonrió al contar los coyotes. Había doce. Doce coyotes
colgados de la cerca. Con las patas en cruz, tiesa la cola, inclinadas las cabezas
contra el pecho, pudríanse las bestias en el sol del desierto. Pequeños, de piel
rojiza, rezumantes los hocicos de sangre seca y carbonienta, parecían espantapájaros
o banderitas al viento. Éste, que barría las llanuras, jugaba con los pelillos oxidados
de los coyotes; tremolaban, se movían como si estuvieran vivos.
Pero el vaquero Juan
tenía manos grandes, callosas, de uña sucia y dedo corto. Sus manos eran las que
apretaban la soga áspera, el cuero y el tanino; sus manos eran las que imprimían
el sello de fuego en la piel suave de los ternerillos, y olían después al humo blanco
de la carne quemada; sus manos, duras y agrietadas, eran las mismas que martirizaban,
año con año, innumerables bestias. De ahí que el hombre adquiriese esa violencia
ciega, esa testarudez silenciosa, esa intensidad atávica de los animales de rebaño.
Y el vaquero Juan, señero y vagando en las inmensidades del llano, tenía un mundo
tan chico que le cabría en el sombrero. Lo demás, el cielo, la llanura, la soledad,
no era más que una interrogante angustiosa y amenazadora.
Ese día había venido
de muy lejos para contar sus coyotes. Predadores del ganado menor, que acechaban
con sus ojitos de fósforo; fantasmas del sueño, que mecían con su ulular selénico,
los coyotes eran los enemigos naturales de Juan vaquero. Y éste, cazándolos con
trampa y rifle, los sacrificaba para ejemplo de los demás. Por eso colgaban los
coyotes, prendidos en las púas relucientes del acero; su sangre formaba carámbanos
negros en los alambres; y sus sombras, alargadas por la luz violácea de Véspero,
dibujaban estrías mortales en el desierto. Pero el vaquero Juan, que hablaba consigo
mismo, y sonreía y amenazaba, y maldecía, hubiera querido tener trece coyotes en
aquel alambre. El más grande, el más viejo, el Coyote 13, se le escapaba siempre,
taimado, receloso, retador. Noche a noche, oculto en algún yerbazal reseco, en alguna
hondonada salina, en cualquier punto de aquella coordenada mineral, le aullaba a
la luna. Y el vaquero Juan, temblando de frío bajo las mantas, fija la vista en
las estrellas, lo escuchaba; y parecía verle, encorvado el espinazo, tensa la cola,
puntiagudo el hocico; parecía verle trotar proféticamente por la llanura, fosfórico
y salvaje; y después, meses después, cuando tuviera que rendir cuentas al dueño,
al petrolero de San Antonio, le diría que un coyote viejo se había llevado más de
una cabeza.
Le pidió a Dios o al
diablo Juan vaquero que le diera el Coyote 13, y metiendo la última bala en la cámara
de su rifle, empezó a alejarse de aquel signo maloliente. Atrás, tremolando al viento,
quedaban los coyotes; sus contornos pelirrojos traslucían las luces últimas del
ocaso. Pero su imagen, clavada en la memoria del vaquero Juan, persistía indeleble
como recuerdo de solitario. Imaginaba al Coyote 13 en cruz, sangrante, humillada
la cabeza, vencido. Esa idea le gustaba y llenaba su pensamiento, borrando dolores,
cansancio, soledad. Envejecido prematuramente por el sol, tenía la piel cuadriculada
por infinitas arrugas. Cuadrado el rostro, de expresión brutal, con los labios tenues
y agrietados, permanente en ellos la colilla amarillenta, Juan vaquero tenía mucho
de bestia y de anacoreta. La barba rubia y las cejas casi albinas le nacían entre
las arrugas como espinas de luz. Y los ojos diminutos, contraída la pupila por años
de blancura solar, eran azulgrises, inocentes y, al tiempo, duros y secos, porque
en ellos sólo se reflejaba el desierto, la superficie de inmensas soledades, geométrica
y abstracta.
Esas llanuras perdieron
al fin su brillo; y la noche, límpida, cubrió la tierra. Desmontando, apostóse Juan
vaquero detrás de una nopalera y esperó. Para no encender fuego, empezó a mascar
tabaco. Acariciaba el gatillo y esperaba, rumiando un gusto anticipado. En poco
tiempo, cuando la luna subiera a su órbita exacta, el Coyote 13 se sentaría y alzaría
su cuello de peludo collar para cantar su canción nocturna. Y una bala, veloz y
acertada, vendría a cortar su aullido en la yugular o en la cabeza. El vaquero Juan
así lo pensaba; y sonreía dentro de la manta, cohibido por el acecho y el silencio.
Y subió la luna, pero no hubo señal del Coyote 13. Oíase el viento; la vibración
de las estrellas; la respiración profunda del caballo; y nada más. El Coyote 13
no venía. Y Juan vaquero sintió muy frío el metal de su rifle. Qué raro le parecía
que no hubiese llegado ya. ¡Cuán vacío, muerto, estéril, le parecía el desierto!
La piedra y el hombre, el espacio y el hombre. Se le durmió una pierna y dejó que
las hormiguitas de la sangre quieta se la apelmazaran.
Y un silencio, un enorme
silencio le fue apagando el alma. Era una radiación de su ser, una fuga de todo
lo que había de impalpable en su cuerpo. El vaquero Juan sentía que se iba, que
algo importante se escapaba, su espíritu sin duda alguna. Se le quedaban vacías
las botas de cuero recurtido, y los pantalones de mezclilla, y la manta, hueca,
parecía conservar rígida la forma de un bulto inexistente, la huella fósil de un
ser. Como las piedras calcinadas que de noche devuelven al espacio los rayos del
sol, Juan vaquero se quedó sin alma. Esforzábase por pensar, por recordar; pero
sólo conseguía imágenes relampagueantes, vacías. En la pantalla incolora de su mente
cruzaron las torres extrañas y metálicas de los pozos petroleros; el sabor amargo
de la cerveza; los enormes torsos blancos y fofos de los trabajadores. En ella bailaron
fugaces e incoherentes los rebaños que levantan nubes de polvo; el cráneo desnudo
de un novillo que se murió de sed en el desierto; los cuerpos morenos de las muchachas
que conoció de tarde en tarde en los prostíbulos fronterizos de la llanura. Pero
esas imágenes no le servían, por vacías y efímeras.
El silencio llegó a
hacerse total, absoluto, y el vaquero Juan, tiritando por la helada, con el alma
ausente, se convirtió en un pequeño punto perdido en la soledad. Apretado el rifle
contra las rodillas, masticaba la pasta agria del tabaco y aguardaba. Esperaba descorazonado
cuando escuchó de pronto un breve ladrido. El sonido, cortísimo, le hizo brincar.
Erguido, tembloroso, con el rifle en las manos, miró en rededor. ¡El Coyote 13 había
llegado! Por allí, muy cerca, brillarían sus ojitos amarillos. Y Juan vaquero, quitándole
el seguro a su arma, corrió por la llanura. Repitióse el ladrido, seguido de otro.
Acercóse poco a poco el hombre hacia el lugar de donde salían aquellos sonidos;
sentía que la vida le había vuelto al cuerpo; conocía sus manos, y sus pies grandes
metidos en las botas viejas y familiares. Y cuando aún vacilaba, desorientado, escuchó
un aullido lastimero que le llevó a un raquítico y desecado yerbazal. Allí estaba
el Coyote 13. Era grande, canoso; abrió sus fauces, enseñando los colmillos blancos
y afilados. Ovillado, sangrante la pata, negra e hinchada la lengua colgante, el
animal luchaba desesperadamente por huir. Sus ojitos, iluminados de odio y terror,
miraron al hombre que se acercaba gradualmente; erizábanse los pelos del lomo y
los labios negros se fruncían, exhalando gruñidos sordos. Y el hombre, adivinando
lo que pasaba, apuntó con toda calma. La bestia estaba muriéndose de sed. Exangüe
y lastimada, no pudo aullarle a la luna como siempre hacía; y esa noche era la última.
El vaquero Juan sonrió. Pensó en los coyotes crucificados, y hasta percibió el olor
de su carne muerta; y en seguida, poco a poco, fue apretando el gatillo de manera
suave, como si fuera un arco que se tiende. Y así, hombre y bestia se miraron unos
instantes; pero el disparo no hizo blanco nunca.
Juan vaquero mudó súbitamente
de sentimientos y tiró al aire, al cielo. Retumbó el sonido en las inmensas soledades
y el coyote, agitados sus costados como un fuelle, permaneció vivo en el yerbazal.
El hombre lo contempló, le dijo unas palabras y fue a buscar agua. Cuando se inclinó
para verter la cantimplora en la escudilla de aluminio, el animal se retorcía espantado.
Y el vaquero Juan, para dejarlo beber tranquilo, volvió a la nopalera. Entre la
manta, con las estrellas verticales sobre la frente, pensó que de haber matado al
Coyote 13, habría vuelto aquel silencio mineral y horrible que acababa de sentir
esa noche. Y durmió tranquilo, contento, con las botas llenas otra vez; y durmió
mecido por el sonido que el coyote producía al beber con lengüetazos ávidos. Y es
así como, mucho después, años quizá, aún vivía el Coyote 13; y en las noches de
luna llena, aullaba sin cesar; y atacaba al ganado; y Juan vaquero, tozudo e indignado,
le perseguía. Y sin embargo, el hombre no sintió nunca más aquella terrible soledad
mineral en las inmensidades de la llanura. Y para él, un enemigo sagrado, intocable,
fue el Coyote 13.
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