José de la Colina
–De modo que para eso acudiste a la cita,
para decirme que por fin te casas con él.
–Sí. Lo siento.
–No lo sientas. En realidad
no hay nada que sentir, nada que lamentar. Todo está bien. ¿Y cuándo te casas?
–A comienzos de julio.
–Perfectamente. Que
sean muy felices. Creo que harás una magnífica ama de casa.
–Por Dios, no son de
tu estilo esos sarcasmos.
–Si crees que a esto
se le puede llamar un sarcasmo, estás muy equivocada. Puro y simple rencor, puras
y simples ganas de mandarte a la chingada, ¿qué te parece?
–Que no lo tomas con
mucha elegancia que digamos.
–¿Y qué me dices de
la elegancia con que vienes aquí, después de llevar yo una hora esperándote, y me
dices así, tranquilamente, que es la última vez que nos vemos? ¿Qué me dices de
eso?
–Pensé que no te tomaría
de sorpresa. Ya habíamos hablado de ello. En realidad, desde que iniciamos nuestra
relación estaba claro que seríamos libres y que no habría ningún sentimentalismo
entre nosotros. Tú estuviste de acuerdo.
–Sí, es verdad, no me
toma de sorpresa. Y confieso que estuve de acuerdo. Pero creí que habías olvidado
ya el pacto. Creí que sería tan hombre, que serías tan mujer y que habría tanto
amor entre nosotros, que el pacto quedaría olvidado.
–Sabes que te quiero.
No soy una ramera. Imposible haber tenido una relación así contigo y no quererte.
Pero…
–Pero no me amas, eso
es todo.
–No sé si te amo. Sé
que te quiero. Y que agradezco profundamente haberte conocido.
–No es nada, el agradecido
soy yo.
–Por Dios, no hables
así.
–¿Y cómo no he de estar
agradecido? Imagínate, haber podido acostarme contigo, haber tenido el honor de
que tú te permitieras gozar conmigo. Mucho más de lo que podía soñar, ¿no es cierto?
–Hablas como un perfecto
cínico.
–Hablo como un perfecto
cínico. Exacto. Como un perfecto cínico. ¿Y tú? ¿Y tú, querida? ¿No hablas como
una perfecta cínica? ¿No es cinismo eso de “no mezclaremos el amor en nuestras relaciones”?
¿No es cinismo acostarse con un hombre y no amarlo?
–Estás haciendo todo
esto muy desagradable.
–¿Cómo dices? ¿Muy desagradable?
O sea: que no lo tomo con elegancia, ¿verdad?
–Oh, por favor, querido.
Tú sabías que no iba a durar, que eso no dura, que lo mejor es vivir ese maravilloso
instante y no intentar desesperadamente alargarlo toda una vida.
–Sigue, sigue hablando.
–¿Crees que no voy a
recordarte? Claro que voy a recordarte. Y a desearte. Pero, ¿no es mejor quedar
con el recuerdo que llegar a cansarse uno de otro, llegar a conocerse tanto que
ya no hay misterio ni nada?
–Hablas muy bien, amor
mío, sigue, sigue hablando, me encanta oírte.
–Oh, ya sé, ya sé que
tienes razón y que merezco tus reproches y tus injurias, merezco que me mates, pero…
trata de comprender… trata de…
–Habla, ¿por qué callas?
–No sé, yo quería tanto
que nos separáramos como amigos.
–¡Ja!
–Si al menos no me guardaras
rencor, si no me odiaras.
–¿Rencor? ¿Odio? ¿De
qué hablas? Todo esto son tonterías, amor mío. Ven. Vamos. Vamos al departamento
y olvidemos estas tonterías. Te amo y te deseo. Y luego me dirás si aún quieres
casarte con ese animal. Ven, vamos al departamento. Vamos…
–No querido, sabes que
no iré. No terminemos mal esto.
–Sí, sé que no irás.
No irás. Porque esta vez sería por amor, y no hay que mezclar en esto eso que llamas
amor, ¿verdad? Pero no puedo prometerte que no voy a guardarte rencor, que no voy
a odiarte. Porque quiero odiarte. Eso será lo que me quede de ti. Tu odiado nombre,
tu odiado rostro, tus odiados labios. Y vete mucho al demonio, puta.
Hubo un pequeño silencio
entre ellos, y luego ella se levantó y se fue, y él se quedó oyendo el jazz
estúpido y diciendo puta por lo bajo, hasta que la palabra perdió todo sentido.
Había una vez un maharajá
en Eschnapur que amaba con locura a una bailarina del templo y tenía un amigo llegado
de lejanas tierras, pero la bailarina y el extranjero se amaban y huyeron, y el
corazón del maharajá albergó tanto odio como había albergado amor, y entonces persiguió
a los amantes por selvas y desiertos, los acosó de sed, los hizo adentrarse en el
reino de las víboras venenosas, de los tigres sanguinarios, de las mortíferas arañas,
y en el fondo de su dolorido corazón el maharajá juró matarlos, porque ellos lo
habían traicionado dos veces, en su amor y en su amistad, y por ello mandó llamar
al constructor y le dijo que debía erigir en el más bello lugar de Eschnapur una
tumba grande y fastuosa para la mujer que él había amado…
Vio su propio rostro
en las losetas negras de la pared, un rostro oscurecido y borroso, irreal como una
imagen cinematográfica mal proyectada, y luego el rostro de ella, tan oscurecido,
borroso e irreal, y se dijo todo esto es una historia de fantasmas, una historia
de amor y separación entre fantasmas, y miró un momento en torno y distinguió
las otras mesas, los rostros de hombres y mujeres suavemente iluminados por las
lámparas, hablando en murmullo, oyendo distraídos la dulzona caricatura de jazz
que el pianista extraía del piano, y después miró el rostro de ella, no el irreal
reflejo en las losetas negras, sino el pálido y bello rostro real de ojos verdes,
frente alta y abombada y cabello peinado en corto, cuyos mechones castaños rodeaban
la frente y los ojos, y el fino vello sobre los labios humedecidos por el minyulep.
Voy a darle una bofetada, pensó.
–De modo que para eso
acudiste a la cita, como venías antes, como viniste la segunda vez que nos vimos:
traías el traje sastre y el cabello rociado de pequeñas gotas titilantes, y frías
las manos, y tomaste un minyulep que yo te sugerí, y hablamos de tonterías hasta
que de pronto me dijiste que querías conocer mi departamento y que así añorarías
tus días de estudiante, para decirme que por fin te casas con él, con el
idiota ese que no tardará en ser el mejor médico de la ciudad, porque, como él nos
decía, “el consultorio hace al médico”, y su papi va a ponerle el mejor consultorio
de la ciudad.
–Sí –dijo ella–. Lo
siento.
–Lo siente, la maldita
puta. No lo sientas. En realidad, ¿en cuál realidad, en la de esos rostros
fantasmales y borrosos que gesticulan en esas losetas oscuras, recordando que fueron
nosotros?, no hay nada que sentir, nada que lamentar, salvo lo ya perdido:
las tardes caminadas por el Paseo de la Reforma, el ocaso desde el alto edificio
de la Latinoamericana y la ciudad vasta y minúscula a nuestros pies, y los juegos
en el lecho, y el sabor de tu vientre en mi lengua, y las citas en el pequeño café
estilo suizo donde comías aquellos pasteles cuyo hojaldre deliciosamente crujía
en tus dientes, y la insistencia del piano y el contrabajo y los tambores en los
discos de Brubeck, y tu manera de acariciarme la espalda casi rasguñándomela cuando
llegabas al placer. Todo está bien. ¿Y cuándo te casas? ¿Cuándo te tiendes
bocarriba y le abres los muslos, puta?
–A comienzos de julio
–dijo ella.
–Perfectamente, perfectamente,
perfectamente, perfectamente. Que sean muy felices. Creo que harás una magnífica
ama de casa, una especie de barredora eléctrica o lavadora automática dotada
de sexo, lista y eficiente para barrer, lavar y fornicar en cuanto el amo oprima
el botón, aunque por supuesto, como eres una señora, o vas a serlo, delegarás en
un simple ser humano las dos primeras funciones para limitarte a la tercera, que
es muy de señora, y de puta, y de perra.
–Por Dios, no son de
tu estilo estos sarcasmos –dijo ella.
–Si crees que a esto
se le pude llamar un sarcasmo, estás muy equivocada. Puro y simple rencor, puras
y simples ganas de mandarte a la chingada, pero decirte ven conmigo, ven, vamos
al departamento, pondré el disco de Brubeck que te gusta y lo oiremos mientras te
desnudo dulcemente, y besaré tus senos y seré más impetuoso y tierno y salvaje y
delicado que nunca en el acto de amor, ¿qué te parece?
–Que no lo tomas con
mucha elegancia que digamos –dijo ella.
–¿Y qué me dices
de la elegancia con que me has envenenado, víbora, viborita fatal moviendo el culo
como un cascabel? ¿Y qué me dices de la elegancia con que vienes aquí, después
de llevar yo una hora esperándote, y me dices, así, tranquilamente, que es la última
vez que nos vemos? ¿Qué me dices de eso? Dime, arrastrada, perra vendida al mejor
postor.
–Pensé que no te tomaría
de sorpresa –dijo ella–. Ya habíamos hablado de ello. En realidad, desde que iniciamos
nuestra relación estaba claro que seríamos libres y que no habría ningún sentimentalismo
entre nosotros. Tú estuviste de acuerdo.
–Sí, es verdad, no me
toma de sorpresa. Fue esa segunda vez que nos vimos, y tú estabas vistiéndote,
estirando cuidadosamente la media sobre una pierna y sacando la lengua entre los
labios, con esa repentina indiferencia hacia todo lo que no sea presente que hay
en la mujer poco después de haberse entregado, como si con ello recuperase un tiempo
propio y nada más que suyo, y me dijiste: “esto tiene que ser así siempre, una relación
entre dos que se gustan y se entienden sexualmente, no hay que mezclar en esto eso
que llaman amor”. Y confieso que estuve de acuerdo, que te dije viéndote
desde la cama donde yacía, “perfectamente”, y sin saber por qué eché a reír y tú
también reíste, y de repente te echaste sobre mí y empezaste a hacerme cosquillas
y caricias y luego, de modo que tuvimos que empezar de nuevo, a pesar de que yo
estaba un poco cansado, pero creí que habías olvidado ya el pacto. Creí que
sería tan hombre, que serías tan mujer y que habría tanto amor entre nosotros, que
el pacto quedaría olvidado.
–Sabes que te quiero
–dijo ella, mirándolo con una tierna sonrisa, como a un niño–. No soy una ramera.
Imposible haber tenido una relación así contigo y no quererte. Pero…
–Pero no me amas, eso
es todo. ¿Y cómo te atreves a decirlo, cómo te atreves, cómo te atreves si nos
hemos acostado juntos, si conozco cada curva, cada rincón y cada lunar de tu cuerpo,
si conozco tu piel, tu calor, tu sabor, tu aroma, si he visto la frialdad fundirse
en tus ojos verdes, si te he oído pedir más, gimiendo de placer, si conoces mi cuerpo
y lo has besado sin pudores, si conoces el sabor de mi lengua, si me has dicho durante
el acto que la gloria sería morir así, cómo te atreves, di, cómo te atreves a decir
que todo ese placer será entregado al olvido, que todo ese placer fue sin amor?
–No sé si te amo –dijo
ella–. Sé que te quiero. Y que agradezco profundamente haberte conocido.
–Ten cuidado con
eso que dices, maldita puta víbora venenosa, ten cuidado con eso que dices, porque
ardo en deseos de abofetearte. No es nada, el agradecido soy yo.
–Por Dios –dijo ella–,
no hables así.
–¿Y como no he de estar
agradecido? Imagínate, haber podido acostarme contigo, un futuro medicucho como
yo, alguien que probablemente seguirá el camino del fracaso, a menos de que me saque
la lotería o consiga una viuda millonaria, cosas para las cuales no tengo suerte
o estoy dotado, un joven que tiene lo más que se puede tener y que no tiene nada,
porque esa riqueza que es juventud se pierde día con día, y por tanto habría que
gozarla día con día, alegre, frenéticamente, para sólo dejarle a la muerte un cuerpo
enteramente gastado, vacío, sin una gota de vida por vivir, pero el placer es sólo
un instante, poco más que un abrir y cerrar de ojos, que un fuerte latido, y el
amor está solitario, aullando en el vacío, mientras las mujeres de la tierra, las
bellas, espléndidas, terribles mujeres de la tierra, pasan a nuestro lado, se quedan
unas noches con nosotros y luego parten para convertirse en recuerdo, para olvidarnos,
para hacerse eternamente ajenas, haber tenido el honor de que tú te permitieras
gozar y bien gozaste conmigo. Mucho más de lo que podía soñar, ¿no es cierto?
–Hablas como un perfecto
cínico –dijo ella.
–Hablo como un perfecto
cínico. Exacto. Como un perfecto cínico. ¿Y tú? ¿Y tú, querida? ¿No hablas como
una perfecta cínica, como una perfecta puta cínica? ¿No es cinismo eso de
“no mezclaremos el amor en nuestras relaciones”? ¿No es cinismo acostarse con un
hombre y no amarlo? ¿No es cinismo acostarse con un hombre, abrirle las piernas,
dejarlo penetrar en tu cuerpo y no ponerlo como un sello sobre el corazón, como
una marca sobre tu brazo?
–Estás haciendo todo
esto muy desagradable –dijo ella.
–¿Cómo dices? Sí, muy
desagradable. O sea: que no lo tomo con elegancia, ¿verdad?
–Oh, por favor, querido
–dijo ella–. Tú sabías que no iba a durar, que eso no dura, que lo mejor es vivir
ese maravilloso instante y no intentar desesperadamente alargarlo toda una vida.
–Sigue, sigue hablando,
pero cállate, maldita puta de muslos abiertos, cállate y mira que muero de sed
y la serpiente del olvido anida en mi corazón, se retuerce, muerde y devora muerde
y devora mi corazón.
–¿Crees que no voy a
recordarte? –dijo ella–. Claro que voy a recordarte. Y a desearte. Pero ¿no es mejor
quedar con el recuerdo que llegar a cansarse uno de otro, llegar a conocerse tanto
que ya no hay misterio ni nada?
–Hablas muy bien, amor
mío, sigue, sigue hablando y di todo eso del recuerdo, dilo, como si yo no supiera
que la mente recuerda pero la carne olvida, di que vas a preferir un cuerpo recordado,
un cuerpo oscurecido y borroso, cada vez más humo, cada vez más nada en tus manos,
a mi cuerpo real, tangible, carnal, hecho para que lo toquen tus dedos, tus labios,
tu lengua, anda, di, dile a mi pobre cuerpo desesperado, a mi loco sexo disparado
hacia ti, que ya nunca tendrán tu cuerpo y tu sexo, diles que van a buscar inútilmente,
que van a buscar con el grito feroz del que muere porque lo ha mordido la serpiente
que anidaba en su corazón, que mis dedos van a rozar sólo el recuerdo de tu cuerpo,
sólo el recuerdo que es el primer tiempo del olvido, nada más que un fantasma oscurecido
y borroso, cada vez más humo, cada vez más nada, sigue hablando, miente que la carne
recuerda lo que la mente olvida, sigue hablando, me encanta oírte.
–Oh –dijo ella–, ya
sé, ya sé que tienes razón y que merezco tus reproches y tus injurias, merezco que
me mates, pero… trata de comprender… trata de…
–Tú lo has dicho,
mereces que te mate, y eso es lo que voy a hacer, amor mío, putita mía, viborita
venenosa, eso es lo que voy a hacer, lo que hago, lo que estoy haciendo: matarte,
matarte lentamente, con estas manos, estas manos, las mismas del amor, míralas curvar
poco a poco los dedos y avanzar hacia tu garganta, crispadas como garras, siéntelas
acariciar primero y desgarrar después, siente el loco saltar y tamborilear de esa
vena tuya, mira brotar la sangre, asume tu muerte, amor, esta dulce cruel muerte
que te doy con toda mi dulzura y toda mi crueldad. Habla, ¿por qué callas?
–No sé –dijo ella–,
yo quería tanto que nos separásemos como amigos.
–¡Ja! O quizá sea
mejor, amada putilla mía, matarte con el puñal, desnudarte y meter el puñal en tu
sexo clavándolo bien hondo y luego dar un tirón hacia arriba desgarrándote, abriéndote
en canal de modo que se vean al aire tus vísceras palpitantes y tus venas y tus
huesos y quede apaciguada la serpiente que muerde mi corazón, que muerde y devora
mi corazón.
–Si al menos no me guardaras
rencor, si no me odiaras –dijo ella.
–¿Rencor? ¿Odio? Hay
tres cosas en mi corazón: todas las cobras amarillas de Birmania, todos los hongos
mortíferos de Bengala, todas las flores venenosas del Nepal. ¿De qué hablas?
Todo esto son tonterías, amor mío. Ven. Vamos al departamento y olvidemos estas
tonterías. Te amo y te deseo. Y luego me dirás si aún quieres casarte con ese animal.
–No, querido –dijo ella–,
sabes que no iré. No terminemos mal con esto.
–Sí, sé que no irás.
No irás, no irás, no irás, no irás. Porque esta vez sería por amor, y no
hay que mezclar en esto eso que llaman amor, ¿verdad? Te pierdo, la carne te
pierde y te olvida, empiezas a no ser más que recuerdo, y giro en la oscuridad para
abrazarte y mis dedos se hunden en humo, en nada, en recuerdo, mientras la carne
olvida, inexorablemente olvida. Pero no puedo prometerte que no voy a guardarte
rencor, que no voy a odiarte. Porque quiero odiarte. Eso será lo que me quede de
ti, el odio que te recordará viva, de carne y no de humo. Tu odiado nombre,
tu odiado rostro, tus odiados labios. Las muchas aguas no podrán apagar el rencor,
ni lo ahogarán los ríos. Y vete mucho al demonio, puta, pero quédate, pero
vete, pero quédate.
Y cuando ella se fue,
después del silencio que hubo entre ellos, silencio que inútilmente trató de llenar
la música del piano, él se quedó llamándola puta por lo bajo, sintiendo que la palabra
iba perdiendo todo sentido.
Y entonces el constructor
dijo: “Señor, siento que la mujer que amáis haya muerto”, pero el maharajá preguntó:
“¿Quién dice que ha muerto? ¿Quién dice que la amo?”, y el constructor se turbó
y dijo: “Señor, creí que la tumba sería un monumento a un gran amor”, y entonces
le contestó el maharajá: “No, te equivocas: la tumba la construye ahora mi odio.
Pero cuando pasen muchos años, tantos años que esta historia será olvidada, y mi
nombre, y el de ella, la tumba quedará sólo como un monumento que un hombre mandó
construir en memoria de un gran amor”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario