miércoles, 30 de agosto de 2023

Elisabeth

Kjell Askildsen

 

Era domingo por la mañana temprano. Yo había cogido una tumbona de la terraza y me la había bajado hasta un rincón del jardín, al fondo, junto al asta. Allí me puse a leer Esch o la anarquía. Mi hermano y mi cuñada no se habían levantado aún. De vez en cuando echaba una mirada hacia la casa, hacia la ventana de su dormitorio, pero la persiana seguía echada. Llegué a la parte en la que Esch seduce a la madre Hentjen, empujándola hasta su cama de matrimonio dentro de la oscura alcoba, y noté cómo esa escena, parecida a una violación, me excitaba. Y cuando Elisabeth, mi cuñada, justo en ese instante apareció en la ventana abierta del dormitorio, fingí no haberla visto.

Al poco rato me llamó para que fuera a desayunar. Estábamos los dos solos. Dijo que a Daniel le dolía la cabeza. Estaba sentada frente a mí, y yo encontré aún más placer en mirarla ahora que la noche anterior, lo que en parte podría deberse a que la excitación aún no me había abandonado del todo. La mayor parte del tiempo Elisabeth miraba el plato, y las pocas veces que su mirada se cruzaba con la mía, se apresuraba a desviarla. Más bien con el fin de alejar un silencio ya muy embarazoso le hice alguna que otra pregunta de las que resulta natural hacer a una cuñada a la que hace sólo veinticuatro horas que conoces. Y ella contestaba con una solicitud inusual, como si cada nueva pregunta fuera una tabla de salvación. Pero seguía evitando que nuestras miradas se cruzaran, y ese retraimiento en ella dejaba gran libertad de movimiento a mis ojos. Y lo que vi me hizo fantasear con imágenes que tenían un referente claro en la reticente sumisión de madre Hentjen en la oscura alcoba.

Después del desayuno atravesé andando la ciudad y fui a ver a mi madre. Hijo mío, dijo, acariciándome la mejilla. Había envejecido mucho, apenas quedaba nada de lo que había sido. Fui delante de ella hasta la cocina y me senté junto a la mesa. Pero, Frank, dijo, vamos a sentarnos en la sala. ¿Por qué no nos quedamos aquí?, pregunté. Puso agua para el café y me dio las gracias por las postales, sobre todo por la de Jerusalén. Imagínate, has estado en Jerusalén, dijo. ¿Estuviste en el Gólgota? No, contesté, allí no. ¿Ah, no?, qué pena, exclamó ella. Tu padre y yo hablábamos a menudo de ello, el lugar que más nos hubiera gustado visitar era Jerusalén, y en especial el Gólgota y Getsemaní. No contesté pero le sonreí. Puso dos tazas en la mesa y me preguntó si quería bizcocho. Contesté que acababa de desayunar. Miró el reloj del estante de la cocina junto a la ventana y me preguntó qué opinaba de Elisabeth. Dije que me parecía muy agradable. ¿Te lo parece?, preguntó. Bueno, espero que tengas razón. ¿Qué quieres decir con eso?, pregunté. Pues no sé, contestó, pero no creo que sea muy buena para Daniel. Ninguna es lo suficientemente buena para Daniel, señalé. Bueno, dijo ella, dejemos el tema. Estuvimos un rato sin hablar de eso ni de nada. Llevaba dos años sin verla; el tiempo y la distancia me habían hecho reprimir mi aversión hacia ella, pero ahora volvió a aparecer. No has cambiado, dijo ella. No, contesté, lo hecho, hecho está.

Permanecí sentado en su cocina casi una hora; evité cuanto pude los temas que acentuaban la distancia entre los dos, y la visita podría haber acabado con una nota conciliadora de no haber sido porque se sintió obligada a contarme cuántas oraciones había dirigido a Jesucristo para que yo volviera a encontrarlo. La escuché un rato, y al final dije: deja eso, madre. No puedo, contestó, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Me levanté. Entonces es mejor que me vaya, dije. Qué duro eres, exclamó. ¿Yo?, pregunté. Me acompañó hasta fuera. Gracias por haber venido, dijo. Que te vaya bien, madre, contesté. Dale recuerdos a Daniel, dijo ella. ¿Y a Elisabeth no?, pregunté. Sí, sí, a ella también. Dios te bendiga, hijo mío.

Me fui derecho al restaurante de la estación y me bebí dos jarras grandes de cerveza. Me tranquilicé un poco. Llegó un tren procedente del sur. Estuvo un par de minutos detenido, y justo antes de ponerse en marcha, Daniel salió de uno de los vagones. Con una sensación intuitiva de haber visto algo no debido, giré con rapidez la cabeza en otra dirección. Cuando ya no podía ver el tren, volví a mirar el andén. Estaba desierto. Seguí un rato sentado, apuré el vaso y me fui.

Cuando volví a casa de mi hermano, él aún no había llegado. Dije a Elisabeth que mi madre había enviado saludos para ella. ¿No te encontraste con Daniel?, preguntó. No, contesté. Fue a buscarte, dijo ella. ¿A casa de mi madre?, pregunté. Sí, respondió.

Fui a la sala por Esch y la anarquía y luego bajé a la tumbona del jardín. Estaba al sol, y me la llevé a la sombra del manzano. Elisabeth salió a la terraza, me preguntó si quería un café y al poco rato me lo trajo. Era menuda y delgada, y viéndola cruzar el césped pensé que sería fácil cogerla en brazos. Muchas gracias, Elisabeth, dije. Sonrió y volvió a entrar enseguida. Yo me quedé sentado, reflexionando sobre la distancia entre un pensamiento atrevido y un acto concreto.

Media hora más tarde llegó Daniel. Se había puesto un pantalón corto y una camisa de colores chillones que no se había abrochado, dejando al descubierto ese pecho velludo que hacía mucho tiempo yo le había envidiado. Se tumbó en la hierba y cerró los ojos al sol. Charlamos un poco sobre casi nada. Una mujer abrió una ventana en la casa de al lado, y al instante salió al jardín y se sentó de tal manera que yo podía verla. Daniel habló de un colega al que yo, según él, conocía y que había muerto de cáncer de colon hacía poco. La mujer del jardín vecino volvió a entrar en la casa. Me aburría. Dije que necesitaba ir al baño, y me llevé la taza vacía. Elisabeth no estaba ni en la sala ni en la cocina. Subí a mi habitación. Por la ventana vi que Daniel se había levantado y estaba hojeando Esch o la anarquía. No creo que este libro esté indicado para ti, pensé. La vecina volvió a salir de la casa; la vi abrir la boca y a Daniel acercarse a la valla. Me tumbé en la cama y pensé que no debería haber ido allí, que debería haberme acordado de lo poco que Daniel y yo tenemos en común. Sólo me quedé tumbado unos minutos, luego volví a bajar y salí al jardín. Daniel ya no estaba allí. Me senté en la tumbona, cogí el libro y me puse a leer. Al cabo de un rato retrocedí unas páginas para leer una vez más aquella escena entre Esch y la madre Hentjen, pero en ese instante Daniel salió por la puerta de la terraza de la casa de al lado. Parecía muy contento. He tenido que ayudar a la vecina a mover un armario, dijo. Acto seguido fue hasta el grifo del sótano y se lavó las manos. ¿Quieres una cerveza?, gritó. Sí, gracias, contesté. Dejé el libro en la hierba. Volvió con dos botellas de medio litro de cerveza. ¿Elisabeth nos ha abandonado?, pregunté. Enseguida vuelve, contestó. Se tumbó en la hierba y me dijo que no debería estar a la sombra. No contesté. Ay, qué bien que se está, dijo. Yo seguía sin contestar. ¿No te parece? Pues sí, dije.

Llegó Elisabeth. Me levanté. Siéntate aquí, dije, voy por otra silla. Dijo que ella misma podía ir por una. Subí a la terraza y volví con una silla plegable. Ella aún no se había sentado. Gracias, dijo. Mi hermano es un caballero, intervino Daniel. Sí, asintió Elisabeth. Se sentó de forma que podía vernos tanto a Daniel como a mí. Quiero causarle una buena opinión, dije. ¿Lo oyes, Elisabeth?, preguntó Daniel. Sí, contestó ella. Cuando eras un chiquillo, dijo Daniel, siempre le traías ramos de flores silvestres a mamá, ¿te acuerdas? Me acordaba. No, contesté, no me acuerdo. ¿No te acuerdas? Ella decía siempre que tú eras su niño, y a veces te daba una rebanada de pan blanco con un montón de azúcar encima. ¿No recuerdas que una vez te la quité de la mano y la pisoteé en la gravilla delante de la escalera? No, contesté, no lo recuerdo. No recuerdo nada de cuando era pequeño. Tendrías al menos siete u ocho años, señaló él. Yo tampoco recuerdo apenas nada de cuando era pequeña, apuntó Elisabeth. Daniel se rio. ¿De qué te ríes?, preguntó Elisabeth. De nada, contestó. Elisabeth agachó la cabeza y la mirada, no pude ver sus ojos. Luego hizo un brusco movimiento con la cabeza y se levantó. Tengo que ir a… dijo. Y se fue. Cerré los ojos. Daniel se quedó callado.

Me puse a pensar en que mi hermano había cambiado algo en la historia de la rebanada de pan: él se había comido la mitad de la rebanada, y yo fui el que se la quitó de las manos de tal forma que acabó en la gravilla. Abrí los ojos, lo miré, y sentí un ligero malestar al contemplar su pecho cubierto de vello. Estaba haciendo chasquear sus finos labios, luego dijo: ¿Qué te parece ella? Me gusta, contesté. Se incorporó y le dio un trago a la botella, luego se echó hacia atrás y miró al cielo, pero no dijo nada. Yo me levanté y fui por el césped hacia la pequeña huerta donde cultivaban lechuga, cebollino y una fila de guisantes. Pensé: ¿Cómo voy a aguantar aquí una semana entera? Tomé una vaina de guisantes, y Daniel gritó: Elisabeth juega al autoabastecimiento. Me comí los guisantes, volví a donde estaba Daniel, y dije: Siempre he deseado tener una huerta con guisantes, rábanos y nabos. En ese caso, dijo Daniel, Elisabeth sería la mujer ideal para ti. ¿Ya no la quieres?, pregunté. Me miró. ¿Qué quieres decir? Era una broma, contesté. Siguió mirándome un rato, luego se tumbó y cerró los ojos. Dije que tenía que escribir una carta, cogí el libro y me fui. En la escalera hacia el primer piso me crucé con Elisabeth. Qué huerta tan bonita tienes, dije. Ah, sí, contestó. He probado los guisantes, añadí. Ella estaba un escalón por encima de mí y nos hallábamos justo frente a frente. De nuevo pensé: Sería muy fácil tomarla en brazos. Cómete todos los que quieras, dijo ella. Gracias, contesté.

Aparté la mirada y ella acabó de bajar. Podría haberle mantenido la mirada un poco más, pensé. Entré en mi habitación y me tumbé en la cama.

Me despertó un rayo. El cielo estaba oscuro y noté frío. Me levanté y cerré la ventana. Un rayo reventó la capa de nubes, y al cabo de unos instantes empezó a caer un tremendo aguacero. Era bonito verlo.

Bajé a la sala. Daniel estaba en la puerta de la terraza. La tormenta me había vuelto conciliador; me acerqué a él y dije: ¿A que es fantástico? ¿Fantástico?, se extrañó. Se caerán todos los frutos verdes de los manzanos, y mira los guisantes. Los miré: algunos tallos estaban aplastados. Pues sí, es una pena, dije, pero se pueden atar. No creo, objetó él. Pues sí, dije, yo lo haré.

Al cabo de un rato la tormenta se alejó, y las hojas y la hierba brillaban al sol. Le pedí una cuerda a mi hermano. Pídesela a Elisabeth, dijo. Ella estaba en la cocina. Parecía haber llorado. Me dio un rollo de cuerda y unas tijeras. Salí al jardín. No había más que cuatro o cinco frutos verdes debajo de los tres manzanos. No tardé ni un minuto en atar los tallos de los guisantes, así que subí a la terraza y me senté. No me apetecía entrar en la casa.

Durante el almuerzo se respiraba tanta tensión entre Daniel y Elisabeth que todos mis intentos por iniciar una conversación se vieron frustrados. Acabamos por callarnos del todo. Algo irresistible iba creciéndome por dentro, y antes de terminar de comer dejé los cubiertos en el plato, me levanté, y dije: Gracias. Me di cuenta de que Daniel me estaba mirando, pero no quise que nuestras miradas se cruzaran. Subí a mi habitación, cogí la chaqueta y salí de la casa. Atravesé la ciudad y llegué al restaurante de la estación. Me senté con una cerveza y noté un desasosiego martilleándome por dentro. Se acercó a mi mesa un hombre con un vaso de cerveza en la mano, y me preguntó si me importaba que se sentara. Lo rechacé con bastante brusquedad, pero el hombre se sentó. Me levanté en busca de otra mesa. Él se sentó tres mesas más allá y se me quedó mirando. Hice como si no lo viera. Me acabé la cerveza y fui por otra. Me senté al otro lado de la mesa, de espaldas a él. Pensé en Daniel, en que había bajado del tren, en que se había lavado las manos después de haber estado en casa de la vecina, y en que se había reído de Elisabeth. También pensé en Elisabeth. En ese momento llegó otra vez ese pelmazo y se me sentó enfrente. No es tan fácil librarse de mí, dijo. Fuera de aquí, dije. Bah, dijo él. ¡Fuera de aquí!, exclamé. Bah, bah, bah, bah, dijo él. Me levanté, cogí el vaso, le tiré el contenido a la cara y me marché. Andaba deprisa, y no me volví hasta llegar a la puerta. No me siguió, se quedó secándose la cara con el mantel.

Volví a casa cuando estaba poniéndose el sol. Abrí con la llave. Todo estaba en silencio. Entré en la sala. Daniel estaba allí sentado. Así que has vuelto, dijo. No contesté. ¿Dónde has estado?, preguntó. Dando una vuelta, respondí, y me senté. Te fuiste sin decir nada, señaló. No contesté. Él no dijo nada más; estaba mirando por la ventana. ¿Elisabeth ha salido?, pregunté. Se ha acostado, contestó. Daniel seguía mirando por la ventana, luego dijo: Tal vez sea mejor que te marches. Ya lo había pensado, dije. No por mí, dijo. ¿Ah no?, pregunté. Me miró un instante, pero no contestó. Me levanté. Me acerqué a la mesa que había junto a la puerta de la terraza y cogí Esch o la anarquía. Se trata de Elisabeth, dijo, últimamente no está del todo bien. ¿Ah no?, pregunté. No me apetece hablar de ello, contestó. Me encaminé hacia la puerta. Me marcho mañana, dije. Pronunció mi nombre en el instante en que cerré la puerta al salir, pero hice como si no lo hubiera oído. Subí la escalera y entré en mi habitación. Había empezado a oscurecer, pero no encendí la luz. Me senté junto a la ventana. Se oían los grillos; por lo demás, todo estaba tranquilo y en silencio. No me sentía cansado, tenía demasiado frío por dentro para eso. Al cabo de un buen rato oí pasos en la escalera, luego una puerta. Volvió a hacerse el silencio.

Me desnudé en la oscuridad porque tenía dentro una imagen inventada de Elisabeth que me temía que no aguantara la luz. Y tal vez llevé conmigo esa imagen hasta que me dormí porque durante la noche tuve un sueño en el que una mujer estaba atada al vientre de un gran animal.

A la mañana siguiente llovía, una lluvia silenciosa y densa. Oí ruidos en el piso de abajo. No quise levantarme, prefería esperar hasta que Daniel y Elisabeth se hubiesen ido a trabajar. Mientras esperaba me quedé dormido.

Volví a despertarme sobre las nueve, y veinte minutos más tarde bajé la escalera y entré en la sala. Ya no llovía e intenté salir al jardín, pero la llave de la puerta de la terraza no estaba. Entré en la cocina. La mesa estaba puesta para mi desayuno, y junto al plato había una nota: Qué pena que tengas que marcharte. También Elisabeth lo siente. Espero que no sea nada grave. Por favor, deja la llave debajo de uno de los asientos de la terraza. Daniel.

Leí la nota dos veces. Por fin entendí.

Dejé la nota exactamente donde la había encontrado, subí al piso de arriba y entré en el dormitorio de Elisabeth y Daniel. Nunca había estado allí. La cama estaba hecha. No buscaba nada en especial. De los respaldos de las sillas no colgaba prenda alguna, y no había nada en las mesitas que indicara quién dormía dónde. Abrí la puerta de un armario empotrado donde colgaban vestidos y trajes. No buscaba nada en especial. Salí del dormitorio y fui a mi habitación. Me puse a hacer la maleta. No tardé mucho. La bajé hasta la entrada. Faltaban aún casi dos horas para la salida del tren. Me senté en la sala. Tenía en la cabeza un obstinado pensamiento que no había cesado desde que leí su nota: Siento lo de Elisabeth. Espero que no sea nada grave. Dale recuerdos. Dejo las llaves en el buzón. Frank.

 

lunes, 28 de agosto de 2023

El parecido

Juan José Saer

 

Un amigo mío escritor que descubrió que la mujer lo engañaba con un empleado de banco cuando lo más común es que las mujeres de los empleados de banco sueñen que engañan a sus maridos con escritores, se fue un día de su casa y después de vagabundear un tiempo por la cordillera, trabajando en un diario de Mendoza, Los Andes, creo, y viviendo a costillas de un bodeguero que protegía a los poetas y a los pintores, desapareció por completo, sin que yo o algún otro de sus amigos tuviese la más mínima idea de dónde podía estar, hasta que una mañana de marzo en que tuve que levantarme temprano para ir a la ciudad (yo vivo en las afueras, en Colastiné Norte), cuando abrí la puerta de calle, me encontré de golpe con un hombre de a caballo que me dijo que había pasado por la estafeta y que como había dicho que venía en dirección de mi casa le dieron para que me la trajera una carta que amarilleaba en la estafeta desde hacía más de dos meses: era correo aéreo, porque el sobre, de papel fino, estaba bordeado de franjas coloradas y azules, y cuando lo abrí comprobé que traía una postal –la reproducción de un cuadro de Hans Memling, el retrato de Sibylla Sambetha– al dorso de la cual mi amigo, desde Brujas, Bélgica, me mandaba decir que estaba lo más bien, que había rejuvenecido diez años, y que vivía con una japonesa chiquitita que no hablaba nunca y que había aprendido a cebarle mate.

La gente que no vive en la zona no puede imaginarse el calor que hace todavía en marzo, así que al sol de las ocho el rocío desde hacía horas ya no estaba en las hojas y la luz me calentaba la cabeza mientras esperaba el colectivo, al costado del camino, mirando el retrato de Sibylla Sambetha, tan familiar para mí, aunque era la primera vez que lo veía, que la cara de la que me hacía acordar, aun cuando yo no supiese exactamente de quién era, crecía en mí desde la amplia y rígida mancha de rosa marmóreo, extendida todavía más porque los cabellos tensos desaparecían hacia atrás recogidos en un rodete cónico cubierto por un tul que caía en pliegues geométricos hacia los hombros, y porque el vestido de un color que llamaré petróleo se abría alrededor del cuello en un escote circular. Tenía la revelación de ese recuerdo, la identidad de ese rostro, en la punta de la lengua, por decirlo de algún modo, y con todas mis fuerzas trataba de saber por fin de quién era, trataba de conseguir que por fin el recuerdo avanzara desde las bambalinas negras hacia el círculo errático de luz en el gran escenario de la mente, que dejara de ser recuerdo que no tenía de qué acordarse y se convirtiera en una imagen palpable y actual. Estaba todavía en eso cuando llegó el colectivo, semivacío, lento, plateado, solitario en la cinta azul del asfalto, brillando al sol y lleno de ruidos de metal y motores. Saqué el boleto y me iba a sentar cuando de golpe vi a Sibylla, sola y plácida, mirándome con sus ojitos pensativos desde el último asiento. La luz oblicua y porosa del sol le daba en la cara en la que el rosa marmóreo se había convertido en un resplandor dorado. Toda la piel estaba salpicada de pecas y de granitos, algunos coronados por un puntito blanco de pus. Pero la frente amplia era la misma y el cuello se elevaba también, libre, desde el escote redondo de un vestido de algodón estampado en grandes flores verdes y coloradas. Yo la había visto muchas veces –la cara estragada, el pelo oscuro y tenso recogido hacia atrás, la mirada más plácida y pensativa que una mano golpeando a la otra con un ramo de glicinas mojadas–, sentada en un banquito de madera, mirando el río desde la puerta del rancho de su padre, un pescador que yo iba a ver de tanto en tanto para encargarle un amarillo o una yunta de patos salvajes. Estuve a punto de mostrarle el retrato pero soy un hombre tímido, casi débil de carácter, y después de todo ¿qué importaba?

He visto gemelos muy parecidos entre sí, pero nunca tan parecidos como Sibylla Sambetha y la chica de la costa. Y sin embargo, ¿puede haber dos personas más diferentes? Nada me hizo pensar que eran tan diferentes como el hecho de verlas tan parecidas. Durante muchos días ese parecido me inquietó y me hizo sentir, por contraste, la realidad de lo diverso más que la de lo semejante, porque la realidad de lo diverso revela la realidad de lo único, de la que Marx se burló, y, melancólicamente, pensé mucho en la infinidad de las piedras y de los árboles, de las caras, de los pájaros, de los excrementos, de las raíces, cada uno irrepetible y solitario, único; experimenté el lugar común de las impresiones, la de las infinitas olas del mar y la de la arena innumerable, la del pasado, el presente y el porvenir que fluyen, según cómo se los mire, en distintas direcciones y se entrechocan entre sí formando nudos y colisiones que creemos inteligibles, y de golpe (era mediodía y yo estaba echado desnudo, al sol, para que la luz me socarrara, los ojos cerrados y los poros abriéndose lentamente con un estridor secreto), eufórico, deseé por un momento ser una clase especial de cantor, el cantor del mundo visible, el cantor de todas las cosas, considerándolas una por una, el cantor de las dos Sibyllas, para darle a cada cosa su lugar con una voz ecuánime que las iguale y las recupere, para mostrar en el centro del día un mundo completo en el que estén presentes todos los paraísos y todas las hojas de todos los paraísos y todas las nervaduras de todas las hojas de todos los paraísos, para que el mundo entero se contemple a sí mismo en cada parte y en el honor de la luz y nada quede anónimo.

 

La caja vacía

Emilio Carballido

 

Hacia el fin de la semana la oferta corrió de boca en boca; para el lunes todos los hombres pensaban en dedicarse a buscar la yerba; después, el miércoles, Porfirio murió ahogado al cruzar el río. Aunque fue un accidente, estuvo tan minuciosamente elaborado como si todos supieran lo que iba a ocurrir.

Los americanos tenían las básculas en una tienda de campaña. Cerca de ahí habían instalado los cables para cruzar el barranco. Entre las dos paredes rocosas, llenas de helechos y matas de orquídea, el río corre con bastante ímpetu, porque un poco más allá cae un gran salto borboteante. El trabajo era pagado a destajo. Quien quisiera podía cruzar en el flamante malacate, buscar y juntar las matas de “cabeza de negro”, regresar y vender tantas como hubiera sido capaz de reunir. El precio, por kilogramo, era bastante atractivo, pero nada más los hombres se atrevían a internarse en el monte, pues hay peligros, animales.

El miércoles hubo más cosechadores que los otros dos días. Formaron cola, esperaron, pero aun así la canasta del malacate se bamboleó peligrosamente. Porfirio, en la orilla, esperaba a que regresara cuando cambió de opinión: decidió cruzar a nado, cosa que no era demasiado difícil y que cualquiera de ellos había hecho alguna vez; todo consistía en cortar la corriente en una diagonal adecuada, para contrarrestar, y aun utilizar en cierto modo su fuerza. Él se desnudó, dio la ropa a un compañero, después de doblarla con pulcritud, y muy serio bajó la pendiente musgosa, asiéndose a las piedras con los dedos de los pies.

Después, casi en el momento en que entró al agua, todos supieron que había equivocado el cálculo; la diagonal no era correcta y la corriente lo arrastraba ante la certidumbre y los comentarios de todos aun con el conocimiento del mismo Porfirio, que lo notó a la mitad del río; ni siquiera intentó regresarse: siguió luchando. Un poco antes del salto gritó algo y alzó los brazos; los amigos supusieron que rezaba, o que recomendaba algo relativo a la familia. Desapareció entre la espuma y no volvió a salir.

Todos daban voces. Alguien, que había bajado para ayudarle, se regresó oportunamente a las dos o tres brazadas, viendo que el intento era inútil. Los americanos eran los más afectados, pese a que no tenían ni la menor responsabilidad legal. Gritaban, frenéticos, corrían alocados de un lado a otro, con sogas en las manos; cuando todo pasó, uno de ellos, pesado y sanguíneo, tuvo que ir a acostarse. Duró enfermo todo el día.

Los compañeros discutieron mucho qué debían hacer. Al fin, varios hombres corrieron río abajo, para tratar de pescar el cuerpo, y uno de los más jóvenes fue enviado por todos para que diera la noticia: Erasto, muchacho lento y lleno de presencia de ánimo.

La casa de Porfirio era de palma y bejucos, igual a todas las de la ranchería, pero estaba un poco más lejos que las otras, cerca de la vía del tren, que pasaba trepidando, con su peste de aceite quemado, sin parar nunca.

Cuando Erasto llegó, la madre molía maíz en el umbral, dos niños panzoncitos y desnudos jugaban con un perro gordo y la esposa embarazada iba a lavar la ropa. El mensaje se le atragantó a Erasto, pero con la mitad que pudo echar fue suficiente: la viuda empezó a llorar y la madre lanzó gritos abrazando a los dos niños:

–¡Huérfanos, hijitos, ya se quedaron huérfanos!

Con esto vinieron las vecinas y Erasto volvió a contar la historia ya mucho más hábilmente. La esposa se enfermó, tuvo varios vómitos y hubo que atenderla con agua de brasa y té de azahar. La madre se quedó muda después, sentada en un rincón, viendo fijamente al suelo y con los ojos secos; los niños aullaban en la mitad de la pieza, desnudos, sin entender nada, sintiendo que algo terrible había ocurrido.

La búsqueda del cuerpo se continuó toda la noche. Las autoridades, avisadas, vigilaron algunos tramos del río; los pescadores facilitaron redes que fueron fijadas en diversos puntos. Los extranjeros prestaron varias camionetas que permanecieron toda la noche con los fanales apuntando a la veloz superficie. El agua no era turbia, pero sí profunda; a veces veían brillar el lomo oscuro de algún gran pez y no faltaba nunca el cabrilleo de los pequeños, en círculos tenaces bajo la luz, como mariposas acuáticas. Los que aguardaban, aprovecharon para pescarlos. El alba volvió más lúgubres las luces, les comió al fin todo brillo, y el cuerpo siguió sin aparecer.

La familia de Porfirio se encontró de pronto sin el menor recurso. No ya para vivir, ni siquiera para el velorio: ni una vela, ni un trago de café que ofrecer. Los cirios que ardieron esa primera noche fueron regalo de las vecinas.

La pregunta general era: “¿qué irán a hacer ahora?”, y ni la madre ni la esposa habrían sabido contestar.

La Domitila contó que a ella la había ayudado el gobierno cuando su madre estuvo tan mala; le habían dado medicinas primero, después se la habían internado en un sanatorio, hasta que murió, y todavía le habían pagado los servicios fúnebres. Claro, para esto había que ver a doña Leonela.

Doña Leonela era tía del gobernador. Había que buscarla en la capital del Estado; hacía ya dos años que el sobrino la había puesto al frente de la Asistencia Pública. Ella había sido siempre una señora católica, triste y nerviosa. El día que tomó posesión del puesto, varios sacerdotes, desde los púlpitos, agradecieron el nombramiento a Dios. Se publicaron extensas biografías de ella en los periódicos locales. Leonela hizo un álbum con todo y lloró un poco cuando por última vez recibió a los pobres en ese cuartito posterior de su casa; era una pieza a la calle y en la puerta tenía un letrero: “Refugio Guadalupano”. Durante largos años Leonela lo había atendido tres veces a la semana. Compraba ropa, medicinas, libros escolares, alimentos; llegaba a gastar buenas cantidades para atender a esos desdichados que le llegaban recomendados por sacerdotes o por otros pobres. Cada vez que terminaba de aliviar tanta miseria parecía que se le ennobleciera el rostro y que los ojos se le dulcificaran. Después de algunos años, ésta se había vuelto su expresión habitual. Se sentía querida, respetada. Su viudez había adquirido sentido.

Cuando el sobrino (que ella veía como un hijo) le puso tamaña responsabilidad sobre los hombros, muchos gratos sentimientos la invadieron: un resignado heroísmo, un buen tanto de orgullo (que su confesor le aseguró que era sano), un júbilo de niña con juguete nuevo. Le pareció que su refugio crecía, se extendía al tamaño del Estado. Sólo la molestaba verlo disfrazado con ese título tan desprovisto de sentimientos: “Asistencia Pública”.

La primera puñalada se la dio el mismo Tiquín. Resultó que, de pronto, ya no era Tiquín. Fue en Palacio, poco después de la toma de posesión. Ella estaba orgullosa, halagada, atendida y solicitada por todos. Su velo de viuda, que no se quitaba nunca, había adquirido de pronto un peso palpable; sus manos se llenaron de gestos sabios; agitaba la cabeza de una manera especial y el velo se convertía en un tocado regio. A todos contaba la biografía de su sobrino. En un momento dado lo llamó por su nombre, “Tiquín”, gozando un poco la deliciosa familiaridad que se le había vuelto, por primera vez, consciente. Tiquín se volvió, con la boca apretada y los ojos duros:

–Ahora, tía, soy el señor gobernador.

Leonela se vino abajo, deseó que se la tragara la tierra y entendió en carne viva la despiadada sugerencia. Sólo la angustiaba pensar si en la intimidad debería usar también el título oficial, pero ya no hubo mucha intimidad en esos dos años.

Después vino la oficina, diariamente con tanto problema, con tanta noticia de pueblitos desconocidos, de rancherías, de las ciudades mismas. Debía dar órdenes a un ejército de jóvenes groseras e incomprensibles: las trabajadoras sociales, que se consideraban mal pagadas, se burlaban de ella a escondidas y la adulaban torpe y descaradamente. Y lo que era peor: nadie parecía notar sus generosidades. Sus virtudes se habían convertido en deberes y obligaciones. Los mismos periódicos parecían resfriados, con todo y que recibían subsidios.

Los pobres llegaban y llegaban. Ningún dinero era bastante. El primer año se le acabó el presupuesto a los cuatro meses. Tuvo que ir, llorando, a hablar con el sobrino. Recibió un regaño espantoso. Aprendió que el dinero debía durar forzosamente todo el año. No se le había ocurrido que podía renunciar, hasta que el señor gobernador (ya nunca era Tiquín, nunca) habló de pedirle la renuncia. Con eso se volvió cauta. Aprendió a seleccionar y a decir que no. Siguió adelante, aunque a su orgullo se mezclaran tantas gotas amargas de humillación. No entendía uno solo de los papeles que le traían a firmar; tenía que usar entonces algo nuevo, que había descubierto: la inflexibilidad y el don de mando. Los descubrió un día en que había mucho ruido y alzó la voz. Poco a poco aprendió a alzarla más, a golpear el escritorio, a fruncir el ceño y a pronunciar adjetivos ásperos. Sus nuevas cualidades fueron bautizadas por la secretaria.

A veces se sentía agotada; a veces la conducta del sobrino era como una estaca en el corazón. Luego pensaba: “Pero me ha honrado con este puesto, me quiere, mucho, sólo que...”, y entraba la secretaria con otro cerro de papeles.

De los pobres aprendió al fin la verdad: eran mendaces y adulones. Eran muchos, demasiados. Al final del segundo año los odiaba a todos. Rompía las cartas de recomendación sin leerlas; eran sucios; hacían crecer las montañas de papeles en su escritorio; trataban de quitarle hasta el último centavo del presupuesto. Habría querido volver a los tiempos del “Refugio Guadalupano” para darse el gusto de echarlos a empujones y cerrarlo, y con todo el dinero que gastó allí comprarse un pasaje a Europa y no regresar nunca.

La antesala era eterna. Domitila acompañaba a la madre; ésta se sentía mal y lloraba de vez en cuando. Le contaron la historia a dos de las trabajadoras sociales, pero las dos se limitaron a expresar una gran compasión. Esperaron hasta el fin de las labores, esperaron después a la salida, por donde Domitila sabía que era el camino de doña Leonela.

–Verá usted, es tan buena doña Leonela –prometía–. Nada más que siempre está muy ocupada.

Y la madre decía “sí”, pensando si el cuerpo aquel ya habría sido hallado; si ya, cuando menos, podría enterrar la carne que había echado al mundo.

La dama de negro apareció al fin, con la frente alta, buscando el viento como un velero, para sentir flotar la tela de su toca.

La escoltaban dos empleadas.

Domitila y la madre realizaron el abordaje: la alcanzaron con pasos menudos y Domitila empezó a hablar, pero durante algún tiempo la dama no parecía oír. Al cabo, se detuvo:

–¿Y qué es lo que quieren?

Domitila se cohibió, le pegó con el codo a la madre.

–¿Y qué es lo que quieren? –repitió.

La otra se sobresaltó, no supo lo que querían. Al fin propuso:

–No tenemos dinero para el velorio.

–Aquí no damos dinero para festejos. Ya sé lo que son sus velorios. Aguardiente, balazos, orgía. Eso no es respeto a la muerte ni es nada.

Iba a seguir de largo. La muchacha a su lado la detuvo.

–Han de querer ayuda para el entierro–. Silencio. Siguió: –Si quiere voy a investigar.

–Pues vaya usted–. Y subió al coche.

La trabajadora social quedó con las dos suplicantes. Les pidió más datos, la dirección. Les dio dinero para los pasajes de regreso. Cuando volvieron a la ranchería, el cuerpo seguía sin aparecer. Seguía la vigilancia en diversos puntos del trayecto, que no era muy largo, pues el mar estaba cerca. Se mencionaron los tiburones. Algunos aseguraban haberlos visto corriente arriba, y no parecía imposible, porque el río es muy hondo.

La trabajadora social llegó al anochecer. Visitó la choza, acarició a los niños, habló con Domitila y con Erasto, fue tomando notas de todo en una libreta. La acompañaron hasta el río, vio brillar los fanales y habló con los extranjeros. Cuando supieron que la enviaba el gobierno se aterrorizaron. Explicaron muchas veces que no tenían ninguna responsabilidad, volvieron a detallar el accidente y entregaron a la trabajadora una gratificación de cien pesos, que ella dio a la familia. Regresó a la capital en el último camión, y al día siguiente rindió un informe.

Doña Leonela lo leyó, saltándose muchas líneas.

–¿Y qué es lo que quieren?

–Ayuda.

–¿Son las del velorio?

–Sí.

Meditó: –Que se les pague el entierro. No les den el dinero. Lo gastarían en aguardiente. Mande usted comprar la caja, una caja humilde. Y que pasen acá la cuenta de gastos del entierro. Se les liquidará.

Empezó a leer otro informe.

–Pero no podemos pagarles el entierro –interrumpió la trabajadora.

–¿Por qué no?

–Porque no hay cuerpo que enterrar, no aparece.

–¡Pero esa gente es el colmo!

La trabajadora volvió a explicar todo.

–Son pretextos, los conozco. Ellos mismos escogieron el muerto para recibir el dinero y bebérselo. Pues no: no hay entierro, no hay dinero–. Y golpeó la mesa.

–Está muy bien–. Pero pensó: “vieja tacaña”. Y decidió que la caja, cuando menos, no sería nada humilde.

La mañana del cuarto día todos estaban ya convencidos de que el cuerpo no iba a aparecer jamás. Erasto aseguró haber visto un tiburón, río arriba. Empezaron a desinteresarse en la búsqueda, o siguieron esperando porque sí, por no dejar. Entonces fue cuando la familia recibió la caja. Una camioneta la trajo, dos hombres les pidieron que firmaran, y la esposa puso una cruz.

Parecía una caja muy fina, forrada de tela negra, con una ventanita en la tapa, unas asas ligeramente oxidadas y adornos de metal en derredor. La agradecieron mucho, pero no supieron qué hacer con ella. Se les advirtió que les pagarían el entierro, pero ya habían perdido toda esperanza de que hubiera entierro.

Los vecinos admiraron también el ataúd. Domitila pensó, por un momento, que deberían enterrarlo así vacío, pero a todos les pareció una tontería.

Lo guardaron debajo de la cama, pero ahí asustaba a los niños (ya les habían dicho que era una caja de muerto); lo metieron al corral, pero las gallinas empezaron a ensuciarlo. Afuera de la casa era imposible que estuviera. Al fin, lo pusieron de pie: esquinaron un ropero y lo acomodaron detrás, pero los adornos de metal, muy grandes, no permitían un equilibrio permanente y se venía súbitamente de boca, balanceaba así al frágil ropero, amenazando tirarlo; esto ocurría cada vez que pasaba el tren. Allí lo dejaron, sin embargo, porque las dos mujeres ya estaban hartas de andar acarreando el fúnebre mueble de un lado a otro.

Estaban preparando café para el final del novenario. Domitila les preguntó:

–¿Y de qué van a vivir?

–Pues de milagro, tú, ¿de qué otra cosa? –dijo la viuda, y así el punto quedó aclarado. Después, se arrodillaron todos.

Una anciana, doña Dalia, dirigía al pequeño coro, que respondía: “ruega por él, ruega por él”. Pasó el tren, y detrás del ropero sonó el estruendo del derrumbe. Acudieron la madre y la esposa, fastidiadas, abrumadas, sintiendo por vez primera que aquel cajón vacío acabaría tomando proporciones ridículas.

Iban a arrodillarse de nuevo cuando doña Dalia empezó a toser angustiosamente, como si se le fuera la existencia. Tardó un poco en reponerse, reanudó el rosario. La viuda y la madre tuvieron una misma idea, que no se comunicaron de momento. Pero disimuladamente empezaron a ver las caras de todos, escrutando las marcas de agotamiento, o de los años, o de la enfermedad.

 

Todos tienen premio, todos

Emiliano Pérez Cruz

 

Nadie me comprende. Por eso prefiero refugiarme aquí. Sí, aquí hay buenas compañías. El Maistro nunca me dice nada y deja que me lleve las revistas a mi casa, aunque tengo que esconderlas. Todos son mentirosos, pero tengo muchísimos amigos: Tarzán, Batman, Supermán, Lulú… Todos ellos me gustan. Otros no, son para niños tontos. ¡Rolando el Rabioso! Es el que más me encanta. Otro poco, los Supersabios.

El Maistro es muy buena gente. Tampoco tiene amigos. Yo lo acompaño a traer los periódicos a la calle de Bucareli. Antes de tomar el camión nos sentamos un rato a ver cómo la niebla empieza a levantarse y el sol pinta de colores las nubes. Luego, cuando tenemos los paquetes, vamos a tomar atole y tamales calientitos frente a la iglesia de La Santísima.

Las putas no me gustan. A mi amigo Alfonso, que el otro día se detuvo a mirarlas, lo trataron muy mal. Dice que ellas son como yo: les gusta leer mucho, pero en horas de trabajo. Mi papá decía que cuando es a trabajar, a trabajar. Al Maistro igual lo trataron mal, pero con él fue diferente. “¿No vas, muñeco?”, le dijeron, y como no tenía dinero, nomás estaba mirando, le picaron un güevo con una aguja así, grande. Y otra vez, se enroñó. Por eso ellas no me gustan.

Mi mamá es muy extraña. Sale con su vitrina llena de gelatinas y no quiere que yo la acompañe. Siempre estoy solo. Alfonso también, pero él tiene un negocio de vaselinas, espejitos y pasadores con punta de goma. A su puesto llegan muchas muchachas. Dicen que es idiota. Pero no. Se parece a Pitoloco, el escudero de Rolando. Es muy trabajador. Quiere comprar una pistola para matar al Güero, el de la pollería. El Güero dice que se acostó con la hermana de Alfonso, la monja. Ella es vieja, cerca de cincuenta años, y siempre habla de Dios. Tiene dinero, porque al pollero varias veces le ha surtido el negocio y por eso Alfonso lo quiere matar. El Güero lo amenaza: dice que va a meterlo al manicomio. Se aprovecha porque la mamá de Alfonso no quiere a éste. Es que tiene cara de buena gente. A mí me da gusto como es. Dice que no le da miedo ir al manicomio, sino irse sin matar al pollero, y de paso a su hermana, la monja. La odia, aunque es de su familia.

El Güero es quien cobra las cuotas a los locatarios. Tiene dientes amarillos y ojos azules. Su cara es fea, arrugada. Posee mucha fuerza, aguanta hasta cien pollos en la espalda. Pero no quiere a Alfonso. El otro día le pegó y él tuvo que meterse bajo el mostrador; el pollero se burlaba y le decía: “Sal de ahí, perro sarnoso, sal de ahí.” Cuando se asomaba, El Güero hacía “¡BUUUUH!” Alfonso regresaba temblando a su escondite. El pollero es malo. Y no le gusta Rolando, sólo ve revistas de viejas encueradas. En los guáteres del mercado lo he visto hacerse una puñeta. Una vez me salpicó y se carcajeó.

La hija del Güero es bonita, igual a su padre en los ojos. Me gusta su risa; parece el arroyo que hay en el rancho de mi abuelito: es claro, de agua fresca y siempre corre, corre hasta allá, hasta el bosque. Y hay salamandras de manecitas transparentes. El bosque me gusta mucho. Con mi hermana íbamos a poner trampas para las ardillas. Mi hermana se murió el año pasado. Mi papá está en la cárcel, en las Islas. Dicen que mi hermana se murió a causa de mi padre. Ni mi mamá ni el Maistro ni Alfonso saben qué quiere decir “incesto”. Yo sí, pero no les digo.

Las gelatinas de mi mamá son riquísimas. Yo les ponía uvas, pasas y fresas grandes. Los flanes no me gustan, parecen caca. Mamá no quiere que le ayude porque pongo una uva y me como otra. Mi abuelito ya no vive. No le gustaba que amarráramos las ardillas. Era maestro rural y le faltaba un pie. Tenía el pelo blanco y nos leía cosas bonitas. Pero me gusta más lo de Rolando.

Juana, la hija de doña Praxedis, es muy caliente. La otra vez hizo que me acostara con ella. Pero no tiene chiste. Esconde unos pelos muy feos y le falta el pitirrín. Se enojó porque no le hice caso. Luz, la hija del Güero, sí es bonita. Es igual a mí. No tiene pelos ni pitirrín, pero cuando estamos solos le hago uno con una zanahoria y jugamos a los espadazos. Su cabello es largo, rubio. Cuando ríe, los ojos se le hacen chiquitos y en las mejillas se le hacen hoyuelos. Su papá dice que le gusto para yerno. Es porque no sabe que se va a morir. Alfonso lo juró ahí, frente al altar del Señor de las Maravillas. Los hoyuelos de Luz se repiten en sus nalgas.

Ayer vimos una revista. Ni a Luz ni a mí nos gustó. Todos tienen pelos por todos lados y no saben hacerse el amor. A mí me agrada hacerlo con Luz, porque con Juana no. Si no tuviera vellos, tal vez. Pero es tonta. Su mamá dice que es una resbalosa y le grita que cuando quede panzona la correrá de la casa.

Luz no puede quedar panzona. El Maistro dice que eso sólo les pasa a las que reglan. A mí todavía no me salen mocos, por eso jugamos a gusto. Ella dice que siempre vamos a jugar. Le creo. Alfonso juega con nosotros algunas veces. También tiene pelos, pero desde que se metió con una puta ya no se le para. Ella le dijo que pagara por adelantado y lo calentó, pero a la hora de la hora lo dejó plantado. Él comenzó a hacerse una puñeta y quiso a fuerzas, pero la puta llamó al padrote y lo quitaron de encima cuando ya iba a terminar. Ya no se le para, nomás nos ve y aplaude. Su mamá dice que es tonto. No, lo que pasa es que es buena gente.

El puesto del Maistro es grande, pero no cabemos porque tiene montañas de cuentos y novelas. Las alquila o las cambia. Cuando llueve, el papel huele bonito y Luz y yo leemos bajo el mostrador. El Maistro es viudo. Su esposa murió hace tres años, cuando yo tenía nueve. Después, su casa se incendió y de las láminas de chapopote no quedó nada. Ni sus dos hijitos. Se murieron. Le pasó igual que a Pepe el Toro. Quizá por eso nunca habla. Entre todos tratamos de apagarla con tierra, porque agua no hay. De todas maneras murieron.

Luz ya va a la escuela. A mí me corrieron por burro. Le dijeron a mi mamá que tengo que ir a un centro especial. La maestra se enojó porque atrás de la escuela encontramos un nido de ratones. Luz fue y pidió alcohol en la Dirección. Como había llovido, a todos los pusimos en una lata de sardinas y en el patio del recreo se fueron navegando. Les habíamos rociado la piel y prendimos un cerillo. No les gustó. Saltaron de la lata y nadaron bastante, pero no alcanzaron la orilla del charco. Nos vio el conserje y tuvimos que correr. Luz sí escapó, pero yo caí en un hoyo de los que habían hecho para poner arbolitos. Estaba cubierto de agua y me hundí hasta el cuello. Luego, me expulsaron.

De la doctrina salí también porque me dormía o prestaba cuentos a los demás. La catequista me acusó con el padre y le entregó los cuentos de Rolando. Los rompió. Nunca digo groserías, pero ese día se la menté. Se enojó mucho. Al otro día, con Alfonso y Luz le cobré las revistas rotas. A Luz le dio un coscorrón, a mí una patada en el culo y a Alfonso le mencionó el manicomio (como tiene que cumplir su promesa, no nos defendió). Otra mentada de madre, y a correr.

Ayer vi a Juana y Nemesio, el hijo del elotero, haciendo el amor sobre la taza del guáter, en el mercado. No saben. Luz y yo, sí. Primero, nos contemplamos desnudos bajo el mostrador, cuando el Maistro se ha ido. Luego buscamos qué hay de nuevo en nuestro cuerpo. Me empiezan a salir vellitos en los sobacos. A Luz se le está hinchando el pecho. Creo que le van a salir chiches. Después ella juega con mi pitirrín y yo le beso la pepa. Jugamos y jugamos hasta que me orino. Ella ríe. Cantamos un rato, nos dormimos y nos vamos. Pero ellos no saben. Hacen sus cosas rápido. Mi mamá tampoco sabe. Con mi papá, tal vez. Mi hermana, la que se murió, quién sabe. No lo creo. Era guapa, cuatro años mayor que yo. Mi papá llegaba borracho porque no tenía trabajo. Ahora me da gusto porque dicen que allá, en las Galletas, hay mucho quehacer.

Mi mamá vivió medio año con mi tía. Ella es solterona y mi mamá cuidaba su enfermedad, pero regresó al morir mi hermana. Las gelatinas que hace son ricas, los flanes no.

Hoy fue un día triste y alegre. Se murió doña Jova, la que vendía suertes. A Luz y a mí nos dejaba escogerlas, a los demás no. Veinte centavos por una bolsita. Luz siempre las palpaba y compraba las que traían anillos o cámaras de televisión. Eran espejos adentro de un cubo de madera o de papel manila. Con ellas podíamos ver sin que nos vieran. Los pies de Luz son bonitos y se ven mejor con los anillos que se pone en los dedos. Doña Jova nunca hablaba. Gritaba: “Vengan, niños, vengan por sus suertes. Todos tienen premio, todos tienen premio”. Eso era todo. La encontraron afuera de la pulquería Aquí me quedo. Dicen que venía de Mi ranchito. Estaba despatarrada y con su delantal vomitado. Tomó pulque con arsénico. Es extraño, porque nunca bebía. Para otros hoy será día triste también. Van a llorar.

Pero hoy fue un día triste y alegre. A Alfonso se le paró de nuevo. Andaba feliz. Vino y nos dijo al Maistro y a mí y a Luz. Luego fue y se metió al guáter, y quiso cogerse a Veva, la frutera. Ella comenzó a gritar como los cerdos que mata el Gordoismael, el carnicero que a veces se acuesta con mi mamá. Llegaron los policías del mercado. No son tan malos. No se llevaron a Alfonso, aunque le rajaron el coco a macanazos. Y ya no se le ha parado de nuevo. Veva no terminó de miar.

El otro día, Alfonso me regaló unos espejos y unos listones para Luz. Ella se vio reflejada y lloró, tal vez porque es muy bonita. Tiramos los espejos. Son malos. Los listones, por si las dudas, los usamos como corbatas para las lagartijas que cogemos en las bardas. Su caca es negra y ovalada, con otra bolita blanca en un extremo.

Ya van a salir de la escuela. Luz y yo vamos a nadar al Chocolatito. Es un charco enorme, profundo. Atrapamos culebras de agua y catarinas. Es por acá, por el aeropuerto. Allí las lagartijas son más bonitas, con panza azul y traje de rayas amarillas. Con el moño rojo que les ponemos se ven mucho más bonitas y coquetas. El Maistro y Alfonso iban a venir, pero no han cumplido su tarea aquí y tienen que esperar. No nos denunciarán. Luz me acompaña y nos quedaremos a vivir siempre en el agua. Hay charales, quién quita y ellos nos comprendan. No sabemos nadar, pero doña Jova nos dará la bienvenida. Y aguardaremos a los demás.

 

domingo, 27 de agosto de 2023

Odio desde la otra vida

Roberto Arlt

 

Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:

–Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?

El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:

–Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole la espalda era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.

Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo:

–Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.

Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró:

–Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla.

Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:

–Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo verde.

Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:

–Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo –y acto seguido el misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha.

Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural. Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba loco. Quizás el desconocido era un bribón que lo había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía.

El árabe prosiguió:

–Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: “Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así”. Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto que ella le dijo eso?

Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:

–Usted y Lucía se odian desde la otra vida.

–...

–Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones.

Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda lo aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía.

–Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de ustedes podría odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya.

Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:

–¿Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.

Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro “assani”, presto como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.

Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el Raisuli.

Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y lo invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:

–Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad.

Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos:

–Rakka, trae la pipa –y dirigiéndose a Fernando, aclaró:

–Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.

Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.

Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa.

Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!

Fernando examinó el filo de su yatagán –era reciente y tajante–, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.

Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.

Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte.

Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente lo protegían.

No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.

De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no lo conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:

–Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.

Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:

–Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.

Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.

–Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo?

Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:

–Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar...

Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.

Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros lo tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos lo obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que lo había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:

–Lucía, Lucía, soy inocente.

Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.

El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:

–Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él.

–Soy inocente –exclamó Fernando–. Lo encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.

Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a “Lucía”. Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. “Lucía”, rodeada de sus eunucos, lo observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. “Lucía” lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:

–Afcha, échalo a los perros.

El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y...

El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo:

–¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.

Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:

–Todo esto es extraño e increíblemente verídico.

Tell Aviv continuó:

–Si tú quieres puedes matar a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.

–No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.

Tell Aviv insistió.

–No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.

Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:

–Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.

Y levantándose, salió.

Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí lo encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:

–Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre...