Robert Sheckley
El
método seguido por Thomas Hanley para encontrar esposa merece la atención de
los antropólogos, sociólogos y especialistas en casos raros. Constituye un
humilde ejemplo de los extraños hábitos que regían la elección de pareja
en las postrimerías del siglo XX. Esta historia adquiere mayor importancia si se
considera el impacto que tuvo en la moderna industria norteamericana.
Thomas Hanley era un joven alto y
delgado, de tendencias conservadoras, moderado en sus vicios y modesto en
exceso. Sus conversaciones con ambos sexos eran extremadamente correctas, hasta
el punto de emplear los excesos verbales convenientes a su edad y a su
condición social. Poseía varios trajes de paño gris, y muchas corbatas de forma
y color de moda. Y si uno pensaba que era posible distinguirlo entre una
multitud por sus gruesos anteojos de carey, estaba en un error. Ése no era
Hanley; Hanley era otro.
¿Quién podría creer que bajo esa
apariencia humilde, descolorida, laboriosa y conformista latía un corazón
romántico hasta la locura? Por desgracia, cualquiera podría creerlo, puesto que
el disfraz sólo engaña a quien lo usa.
Los jóvenes como Hanley, con sus
armaduras de paño gris y sus viseras de carey, son los caballeros andantes de
nuestra época. Recorren por millones las calles de nuestras grandes ciudades,
con el paso firme y apresurado, la vista al frente, la voz mesurada, vestidos
como para pasar inadvertidos. Como en el caso
de los actores o de los poseídos, viven sombríamente; en su interior, mientras
tanto, arde una llama romántica que se resiste a morir.
Naturalmente, Hanley soñaba despierto con
grandes machetes sibilantes, con gigantescos navíos rumbo al sol desplegadas
las velas; con doncellas de ojos oscuros y terriblemente tristes que lo miraran
a través de velos transparentes. Y es fácil suponer que soñaba con romances más
modernos.
Pero el romance es algo muy difícil de encontrar en las
grandes ciudades. Este hecho fue descubierto no hace mucho por nuestros comerciantes
más emprendedores. Y una
noche, Hanley recibió la visita de un extraño tipo de vendedor.
Acababa de volver a su pequeño departamento
de un ambiente, después de un trajinado viernes en la oficina. Se aflojó la corbata y pensó, con cierta melancolía, en el largo fin
de semana que tenía por delante. Por televisión pasaban una pelea de box, pero eso
no le atraía, y ya había visto todas las películas en cartelera en su barrio. Para
peor, todas las muchachas que conocía le resultaban poco interesantes, y sus
perspectivas de conocer otra eran prácticamente nulas.
El resplandor azul del crepúsculo se
extendía sobre Manhattan; Hanley permaneció en el sillón, preguntándose dónde
podría encontrar una chica interesante, qué le diría si la encontrara y…
Sonó el timbre.
Por regla general, solamente los
vendedores ambulantes o los cobradores del Fondo de Bomberos lo visitaban sin
anunciarse. Pero esa noche resultaría agradable hasta la ínfima satisfacción de
echar a un vendedor. Por lo tanto, abrió la puerta.
Un hombrecito de baja estatura, vivaz y
llamativamente vestido, sonreía ante él.
–Buenas tardes, señor Hanley –dijo el
hombrecito, con desparpajo–. Soy Joe Morris, representante del Servicio de
Romances de Nueva York, con sede central en el
edificio de Empire State y sucursales en los distritos más importantes. Nuestra
misión, señor Hanley, es ayudar a las personas solitarias, y usted es una de
ellas. ¡Ah, no lo niegue! De otro modo no estaría en su casa un viernes por la
noche. Usted está solo, y serle útil es, a la vez, un negocio y una
satisfacción para nosotros. Un joven inteligente, sensible y bien parecido,
como usted, necesita una muchacha buena, agradable, bonita, comprensiva…
–Un momento –dijo Hanley, con severidad–.
Si usted tiene alguna de esas agencias sofisticadas con mujeres disponibles…
Se interrumpió, porque Joe Morris se había
puesto lívido. Con la garganta hinchada de cólera, giraba ya sobre sus talones
para marcharse.
–Espere –dijo Hanley–. Disculpe.
–Permítame informarle, señor, que soy padre
de familia –dijo Joe Morris, tiesamente–. Soy casado y tengo tres hijos; vivo
en el Bronx. Si usted imagina siquiera que puedo complicarme en algo
clandestino…
–Lo siento, de veras –dijo Hanley.
Hizo pasar a Morris y lo condujo hasta
el sillón. El vendedor recuperó de inmediato su tono animado y jovial.
–No, señor
Hanley –prosiguió–. Las muchachas a las que me refiero no son… ejem…
profesionales. Son jóvenes muy normales, dulces, con inclinaciones románticas.
Pero están solas. En esta ciudad hay muchas jóvenes solitarias, señor
Hanley.
–¿De veras? –preguntó el joven; por alguna razón, había pensado que solamente los
hombres podían encontrarse en esa situación.
–Naturalmente.
El propósito del Servicio de Romances
de Nueva York es hacer que las personas
jóvenes se encuentren en circunstancias apropiadas.
–Ajá. Es
decir, lo suyo es una especie de… si me permite la expresión, de Club de la Amistad.
–¡De ninguna
manera! ¡Nada de eso! Estimado señor Hanley, ¿alguna vez concurrió a un Club de la Amistad?
Hanley negó con la cabeza.
–Debería hacerlo, señor –dijo Morris–. Así podría apreciar mejor nuestros
servicios. ¡Clubes de la Amistad! Trate de imaginar un salón desmantelado, en
un primer piso de la zona barata de Broadway. En un extremo, cinco músicos con esmóquines
raídos tocan las canciones de moda, con una deprimente falta de entusiasmo. Los
ecos de esa música escuálida reverberan tristemente por el salón, mezclándose con
las estridencias del tránsito. A cada lado del salón hay una hilera de sillas:
de un lado, los hombres; del otro, las mujeres.
Todos se sienten avergonzados de estar allí.
“Todos se aferran a una lastimosa
indiferencia; fuman nerviosamente, un cigarrillo, otro, y aplastan las colillas
contra el piso. De vez en cuando, algún desdichado se arma de coraje y saca a
bailar a cualquiera de las chicas; la pareja
recorre tímidamente la pista, bajo las miradas procaces y cínicas de los
otros. El maestro de ceremonias, un idiota lleno de
amaneramientos, circula por allí con una sonrisa estereotipada, tratando de
inyectar alguna animación en esa velada
muerta. Pero es inútil.”
Morris hizo una pausa para recobrar el
aliento; después continuó:
–Tal es el anacronismo conocido como
Club de la Amistad; una institución forzada, nerviosa, desagradable, más acorde con la época victoriana que con la
nuestra. Con el Servicio de Romances de Nueva York, en cambio, hemos venido a llenar
un vacío de muchos años. Hemos aplicado la precisión
científica y el conocimiento tecnológico a un profundo estudio de los factores
esenciales, para lograr felices encuentros entre los dos sexos.
–¿Cuáles son esos factores? –preguntó
Hanley.
–Los más importantes –contestó Morris–
son: la espontaneidad y la idea de la predestinación.
–Espontaneidad y predestinación parecen
términos contradictorios –señaló el joven.
–Por
supuesto. Dada su naturaleza, el romance
debe estar compuesto por elementos contradictorios. Tenemos gráficos que así lo
demuestran.
–Entonces, ¿ustedes venden romances? –preguntó Hanley,
vacilante.
–¡Precisamente!
Esa sustancia pura e intangible. No el sexo, que cualquiera puede encontrar, ni el amor, puesto que no hay
manera de garantizar su duración, y resulta,
por lo tanto, poco comercializable. Vendemos romance, señor Hanley, el ingrediente que falta en la sociedad moderna, el sabor de la vida, el sueño de todas las épocas.
–¡Qué interesante! –dijo Hanley.
Sin embargo, lo que Morris afirmaba no
le parecía del todo verosímil. Podía tratarse de un charlatán o un visionario. De
cualquier modo, no era probable que se pudiera vender un verdadero romance,
esas visiones oscuras e inciertas por las cuales se veía acosado noche y día.
–Gracias, señor Morris –dijo,
levantándose–. Pensaré en lo que me ha dicho. En este momento no tengo mucho
tiempo, y si no le molesta…
–¡Pero señor mío! ¡No puede dejar escapar la oportunidad de un
romance!
–Lo siento, pero…
–¿Por qué no prueba nuestro sistema unos
días? No le cobraremos
absolutamente nada. Tome, póngase esto
en la solapa.
Y le entregó algo que parecía un pequeño radio de pilas con un diminuto
lente de video.
–¿Qué es esto? –preguntó Hanley.
–Un pequeño radio de pilas con un diminuto
lente de video.
–¿Y para qué sirve?
–Ya verá. Haga la prueba. Somos los más
importantes especialistas en romance dentro
del país, señor Hanley. Y tenemos la intención de conservar esa fama satisfaciendo las necesidades de millones de jóvenes estadunidenses. Recuerde: los
romances patrocinados por nuestra firma son producto del destino, espontáneos, estéticamente satisfactorios, físicamente gratos y moralmente justificables.
Así diciendo, Joe Morris estrechó la mano de Hanley y se marchó.
El joven hizo girar el diminuto radio
entre las manos; no le encontró perillas ni diales. Lo prendió en la solapa de
su chaqueta. Nada ocurrió.
Con un encogimiento de hombros, se ajustó la
corbata y salió a caminar.
Era una noche
fresca y clara, perfecta
para el romance, como casi todas las noches
en la vida de Hanley. A su alrededor se
extendía la ciudad, henchida de promesas y de infinitas posibilidades. Pero
estaba desprovista de satisfacciones. Mil noches había caminado por esas calles
con el paso firme, la vista al frente, dispuesto a cualquier cosa. Y nunca
había sucedido nada.
Tras las altas ventanas vacías de los
edificios habría mujeres, y quizá miraban hacia abajo, hacia aquel caminante solitario
en la calle oscura, y pensaban en él…
–¡Qué lindo sería estar en la azotea de
un edificio –dijo una voz–, y mirar la ciudad desde lo alto!
Hanley se detuvo bruscamente y se
volvió. Estaba completamente solo.
Tardó un instante en comprender que la
voz surgía del pequeño radio de pilas.
–¿Cómo –preguntó Hanley.
El radio guardó silencio.
“Mirar la
ciudad desde lo alto”, reflexionó Hanley. El
radio le sugería que mirara la ciudad desde lo alto. “Sí”, pensó; “sería lindo”.
–¿Y por
qué no? –se preguntó, dirigiéndose
hacia un edificio.
–Ése no –susurró el radio.
Hanley, obediente, pasó de largo y se
detuvo ante el siguiente.
–¿Éste? –preguntó.
No hubo respuesta, pero Hanley percibió
un pequeño gruñido de aprobación.
Bueno, debía reconocer una cosa: el
Servicio de Romances
sabía trabajar. Sus movimientos eran tan espontáneos como podía serlo cualquier
movimiento guiado.
Al entrar al edificio, Hanley se dirigió
al elevador y pulsó el botón del último piso. Desde allí subió un tramo de escaleras
hasta la azotea, y se dirigió a la parte oeste del edificio.
–Al otro lado –susurró el radio.
Hanley cambió de dirección. Desde el lado opuesto contempló la ciudad, con sus
ordenadas hileras de luces blancas, circundadas por
un leve halo. Aquí y allá, salpicadas, las luces verdes y rojas de los
semáforos y las manchas coloridas de los carteles luminosos. La ciudad se extendía hacia él, siempre
henchida de promesas y de infinitas posibilidades, pero desprovista de
satisfacciones.
De pronto notó la presencia
de otra persona en la azotea; como él, contemplaba arrobada el espectáculo de las luces.
–Disculpe –dijo Hanley–; no quise ser
indiscreto.
–Oh, no es nada –dijo la otra persona, y
Hanley se dio cuenta de que estaba hablando
con una mujer.
“Somos dos desconocidos”,
pensó Hanley. “Un hombre y una mujer que se encuentran por accidente, o por
predestinación, en una oscura azotea con vista a la ciudad.” ¿Cuántos sueños
habría analizado el Servicio de Romances, cuántas visiones habrían tabulado para
idear algo tan perfecto como aquello?
Comprobó, de un solo vistazo, que ella
era joven y encantadora. Guardaba una perfecta compostura,
pero él tuvo la sensación de que estaba tan conmovida como él por lo favorable de aquel encuentro: el sitio,
la hora, el estado de ánimo. Trató
desesperadamente de encontrar algo que decir, pero no
se le ocurría una sola palabra. Y el momento
se esfumaba.
–Las luces –apuntó el radio.
–Las luces son hermosas –dijo Hanley,
sintiéndose tonto.
–Sí –murmuró la muchacha–,
son como una alfombra de estrellas o como
puntas de flechas en
las tinieblas.
–Como centinelas en eterna vigilia nocturna
–agregó Hanley, sin saber si la idea
era suya o si repetía como loro las sugerencias apenas perceptibles del radio.
–Yo vengo aquí a menudo –dijo la muchacha.
–Yo no vengo nunca –confesó Hanley.
–Pero esta noche…
–Esta noche tenía que venir. Sabía que
iba a encontrarte.
El Servicio
de Romances necesitaba un escritor más competente. Esa clase de diálogos
resultarían ridículos a la luz del día. Sin embargo, era la conversación más
natural del mundo para un momento como ése, en
una azotea altísima, con el parpadeo de las luces
allá abajo y las estrellas tan próximas.
–No suelo
dar confianza a los desconocidos –dijo la muchacha,
avanzando un paso hacia él–, pero…
–No soy un desconocido –repuso Hanley,
avanzando a su vez.
El pelo rubio de la muchacha brilló bajo
la luz de las estrellas. Lo miró con los labios entreabiertos, transfigurado el
rostro por la emoción, por la atmósfera, por aquella luz suave y sentadora.
Se detuvieron, frente a frente, Hanley
percibió su delicado perfume y la fragancia de sus cabellos. Se sintió débil;
todo en él era confusión.
–Tómala en tus brazos –susurró el radio.
Hanley extendió los brazos como un autómata.
La chica se refugió en ellos con un leve suspiro. Se besaron…, simple, natural,
inevitablemente, con pasión cada vez más irresistible, como era de esperar.
En ese momento Hanley vio un pequeño radio
de pilas en la solapa de la muchacha. Sin embargo, se vio forzado a admitir que
el encuentro había sido no sólo espontáneo y predestinado, sino también sumamente
agradable.
Cuando Hanley volvió a su departamento,
el alba rozaba ya los rascacielos. Cayó exhausto en la cama, y durmió durante
todo el día. Se despertó hacia el atardecer, con un hambre terrible. Mientras
cenaba en un bar del vecindario, repasó los acontecimientos de la noche anterior.
Todo había sido descabellado, perfecto y
maravilloso al mismo tiempo: el encuentro en la azotea; después, el departamento
de la muchacha, tibio y oscuro; por último, su partida, ya al amanecer, con el
último beso todavía tibio en la boca. Sin embargo, y a pesar de todo, algo lo perturbaba.
No podía dejar de sentirse un tanto
extraño respecto a un encuentro romántico de ese tipo, donde los radios de
pilas lo arreglaban todo, y hasta daban el pie a los amantes para inducirlos a
adoptar las actitudes apropiadas, espontáneas y fatalistas a la vez.
Imaginó un millón de jóvenes en trajes
de paño gris y corbatas a tono, todos ellos recorriendo las calles de la ciudad
según las órdenes apenas audibles de un millón de pequeños radios. Imaginó a
los operadores de la central, ante el conmutador audiovisual; trabajadores serios
y responsables, que, tras cumplir las tareas nocturnas en bien del romance,
compraban el diario y tomaban el metro rumbo a sus casas, para reunirse con la
mujer y los hijos.
Aquello le disgustó. De cualquier modo,
debía admitir que era preferible pasar por eso a no conocer el romance. Eran tiempos
modernos. Hasta el romance debía apoyarse en una sólida base de organización si
no quería perderse en el trajín.
Además, ¿era acaso tan extraño, después de
todo? En la época medieval, la bruja daba al caballero algún filtro para
conducirlo hasta la dama hechizada. Hoy, el vendedor daba a un hombre un radio transistorizado
que lograba el mismo efecto, y sin duda con mayor rapidez.
Probablemente los romances espontáneos y
predestinados no existían, y el intermediario resultaba imprescindible.
Desechó de su mente cualquier otro
pensamiento. Después de pagar la cena, salió a caminar.
Esta vez, sus pasos firmes y apresurados
lo llevaron a un sector más pobre de la ciudad. Había cubos de basura alineados
en la acera; por las ventanas de las sucias casas de la vecindad surgía el sonido
de algún clarinete melancólico, o las chillonas disputas de las mujeres. En un
callejón, un gato listado con ojos de ágata le echó una mirada y desapareció a
toda velocidad.
Hanley se detuvo, estremecido, y decidió
volver a su vecindario.
–¿Por qué no sigues caminando? –lo instó
el radio, en tono muy suave, como si sonara directamente en su cerebro.
Volvió a estremecerse, pero siguió caminando.
Las calles estaban desiertas y
silenciosas como una tumba. Pasó de prisa ante los negocios cerrados y los
gigantescos depósitos sin ventanas. Le pareció entonces que algunas aventuras no
valían la pena. Ese escenario era muy poco apropiado para el romance. Tal vez
debía ignorar las indicaciones del radio y volver al mundo brillante y ordenado
que le era familiar.
En ese momento oyó ruido de pasos que se
arrastraban. En el extremo de un estrecho callejón, tres figuras forcejeaban violentamente.
Eran dos hombres y una muchacha, quien luchaba por liberarse.
La reacción de Hanley fue inmediata. Iba
a correr en busca de un policía, dos o tres, si era posible. Pero la radio lo detuvo.
–Tú solo puedes dominarlos –dijo.
“Qué voy a poder”, pensó. Los diarios estaban
llenos de noticias sobre hombres que se creían capaces de dominar a algún
malhechor. Terminaban, por lo común, en el hospital, con tiempo de sobra para considerar
sus escasas dotes de boxeadores.
Pero el radio lo instó a seguir.
Impulsado por una sensación de fatalidad, acuciado por los gritos quejosos de la
muchacha, Hanley se quitó los anteojos; los puso en el estuche, los guardó en el
bolsillo, y se lanzó hacia las negras fauces del callejón.
Tras dar de lleno contra un bote de
basura, que rodó por el suelo, llegó hasta donde estaban la muchacha y sus dos
atacantes. Éstos no habían reparado aún en su presencia. Hanley tomó a uno de ellos
por el hombro, lo hizo girar sobre sí mismo y le aplicó un golpe con la derecha.
El hombre retrocedió trastabillando hasta la pared. Su compañero soltó a la muchacha
y se dirigió hacia Hanley, quien lo atacó con ambos puños y con el pie derecho.
El hombre cayó, balbuceando:
–No se lo tome así, amigo.
Hanley se volvió hacia el primer malhechor,
quien se abalanzaba hacia él como un gato salvaje. Inexplicablemente, ninguno de
sus golpes alcanzó a Hanley, y éste lo derribó con un buen puñetazo de izquierda.
Con dificultad, los dos hombres se pusieron
en pie y huyeron. Mientras corrían, Hanley oyó que uno le comentaba a su compañero:
–¡Qué triste manera de ganarse la vida!
Pasando por alto esta intromisión en el libreto,
Hanley se volvió hacia la muchacha.
–Viniste –susurró ella, apoyándose en él.
–Tenía que hacerlo –dijo Hanley, bajo las
directivas apenas audibles provenientes del radio.
–Lo sé –murmuró ella.
Hanley vio que era joven y hermosa. Su cabellera
negra brillaba a la luz de la lámpara. Con los labios entreabiertos, lo miró, transfigurado
el rostro por la emoción, por la atmósfera, por esa luz suave y acogedora.
Esa vez Hanley no necesitó ninguna
indicación del pequeño radio para tomarla en sus brazos. Estaba aprendiendo en qué
consistía una aventura romántica y cómo se debía llevar a cabo un romance espontáneo
y fatalista al mismo tiempo.
Se dirigieron de inmediato al departamento
de la muchacha. Mientras caminaban, Hanley reparó en una gema de gran tamaño que
brillaba en su cabellera. Sólo bastante más tarde comprendió que se trataba de un
diminuto radio, artísticamente disimulado.
A la noche siguiente Hanley volvió a salir.
Recorrió las calles con el propósito de ahogar cierta voz insatisfecha que hablaba
a su conciencia. Recordó que la noche anterior había sido perfecta, llena de sombras
acogedoras, de cabellos suaves rozando sus ojos y de tibias lágrimas sobre su hombro.
Y sin embargo…
Lo triste del caso era que esa muchacha no
pertenecía a su tipo; tampoco la primera. No se puede reunir a dos extraños al azar
y confiar en que ese romance rápido y encendido se convierta en amor. El amor tiene
sus propias reglas inflexibles.
Hanley siguió caminando, con la convicción
creciente de que esa noche iba a encontrarse con el verdadero amor. La luna, a poca
altura, iluminaba la ciudad; una brisa del sur traía un aroma mezclado de especias
y nostalgia.
Caminó sin rumbo fijo; el radio guardaba
silencio. Ninguna orden lo condujo hacia el pequeño parque, a la orilla del río;
no hubo voz secreta que lo incitara a acercarse a aquella joven solitaria.
Se detuvo junto a ella para contemplar la
escena. A su izquierda había un puente enorme, cuyas grandes vigas, esfumadas en
la oscuridad, semejaban patas de araña. Las aguas oscuras y aceitosas del río se
deslizaban serpenteando sin cesar. Sonó la sirena de un remolcador; otro respondió
ululando, como un fantasma perdido en la noche.
El radio no dio señal alguna.
–Hermosa noche –dijo Hanley.
–Tal vez sí, tal vez no –dijo la muchacha,
sin mirarlo.
–La belleza está presente donde uno quiera
verla.
–Qué cosas raras dice usted.
–¿Le parece? –preguntó Hanley, acercándose
a ella–. ¿Tan extraño es? ¿Acaso es extraño que tú y yo nos encontremos aquí?
–Tal vez no –respondió la muchacha, volteando
por fin para mirar a Hanley de frente.
Era joven y hermosa. Su cabello del
color del bronce brillaba a la luz de la luna; tenía el rostro transfigurado por
la emoción, por la atmósfera, por la luz suave y cálida. Sus labios se entreabrieron
con asombro.
Y en ese momento Hanley comprendió: ¡esa
aventura era auténticamente espontánea y predestinada! Ninguna indicación de la
radio lo había guiado hasta allí, y nadie le había susurrado frases y respuestas
para que las repitiera. Observó a la muchacha; no tenía artefactos transistorizados
en la blusa ni en el pelo.
¡Había encontrado el amor sin la ayuda del
Servicio de Romances! Sus oscuros e inciertos presentimientos se estaban convirtiendo,
al fin, en realidad.
Extendió los brazos; con un leve suspiro,
la muchacha se refugió en ellos. Se besaron, y las luces de la ciudad mezclaron
sus destellos con las luces de las estrellas, y la luna en cuarto creciente se deslizó
por el cielo, y las sirenas de niebla bramaron su mensaje angustiado a través del
río aceitoso y negro.
La muchacha, sin aliento, retrocedió un paso.
–¿Te gusto? –preguntó.
–¿Que si me gustas? –exclamó Hanley–. Deja
que te cuente…
–Me alegro –dijo ella–. Porque soy una muestra
gratuita de romance, ofrecida por las Grandes Industrias del Romance, con casa central
en Newark, New Jersey. Nuestra firma es la única que ofrece romances realmente espontáneos
y predestinados. Gracias a nuestras investigaciones tecnológicas, podemos prescindir
de aparatos tan incómodos como los radios de transistores, evitando esas sensaciones
de control y rigidez. Estamos muy satisfechos de haberlo complacido con este romance
de muestra.
“Pero recuerde: esto es sólo una muestra,
un anticipo de lo que las Grandes Industrias del Romance, con sucursales en todo
el mundo, puede ofrecerle. Este folleto, señor, describe varios de nuestros planes.
Tal vez a usted le interese el Plan de romance
en múltiples países; o quizá, si tiene una imaginación aventurera, el excitante
Plan de romance a través de las épocas.
También está el Plan común urbano, y…”
Deslizó en la mano de Hanley un folleto llamativamente
ilustrado. Éste lo miró; miró después a la muchacha. Abrió los dedos, y el folleto
cayó al suelo.
–¡Señor, espero no haberlo ofendido! –exclamó
la muchacha–. Estas partes comerciales del romance son inevitables, pero en seguida
terminan. Después, todo es espontáneo y predestinado. Todos los meses recibirá nuestra
factura en un sobre sin membrete y…
Pero Hanley ya se alejaba a la carrera por
la calle. Mientras corría, se quitó de la solapa el radio de transistores y lo arrojó
a una alcantarilla.
Cuantos intentos de promoción se hicieron
con Hanley, a partir de ese momento, terminaron en el fracaso. El joven llamó por
teléfono a una tía, y ésta, nerviosa y excitada, le arregló de inmediato una cita
con la hija de cierta amiga. Los presentó en su propia sala, recargada de adornos,
donde pasaron varias horas tratando de charlar sobre el tiempo, la universidad,
los negocios, la política y los posibles amigos comunes. La tía de Hanley, sonriente,
entraba y salía de la iluminada sala para servirles café y pastel casero.
Ese ambiente tenía algo de formal, anacrónico
y almidonado, y resultó muy conveniente para ambos jóvenes. Comenzaron a verse con
regularidad, y se casaron al cabo de tres meses de noviazgo.
Resulta interesante destacar que Hanley fue
de los últimos en encontrar esposa a la usanza antigua, tan incierta, extraña y
azarosa, sin ayuda de la técnica. Las compañías que ofrecían tales servicios descubrieron
en seguida las potencialidades comerciales del Método Hanley; trazaron gráficas
sobre el efecto síquico de la turbación y hasta estudiaron el papel que cumplen
las tías durante el cortejo de los estadunidenses.
Al presente, uno de los servicios regulares
más apreciados es proporcionar tías garantizadas. Los jóvenes pueden llamarlas y
ellas se encargan de presentarles a chicas tímidas y turbadas; después les ofrecen
un ambiente adecuado consistente en una sala iluminada y llena de adornos, un diván
incómodo y una ansiosa viejecita que entra y sale a intervalos metódicamente inesperados,
con café y pastel casero.
Según dicen, el suspenso se torna prácticamente
irresistible.
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