Juan José Saer
Un amigo mío escritor que descubrió que
la mujer lo engañaba con un empleado de banco cuando lo más común es que las
mujeres de los empleados de banco sueñen que engañan a sus maridos con
escritores, se fue un día de su casa y después de vagabundear un tiempo por la
cordillera, trabajando en un diario de Mendoza, Los Andes, creo, y viviendo a
costillas de un bodeguero que protegía a los poetas y a los pintores,
desapareció por completo, sin que yo o algún otro de sus amigos tuviese la más
mínima idea de dónde podía estar, hasta que una mañana de marzo en que tuve que
levantarme temprano para ir a la ciudad (yo vivo en las afueras, en Colastiné
Norte), cuando abrí la puerta de calle, me encontré de golpe con un hombre de a
caballo que me dijo que había pasado por la estafeta y que como había dicho que
venía en dirección de mi casa le dieron para que me la trajera una carta que
amarilleaba en la estafeta desde hacía más de dos meses: era correo aéreo,
porque el sobre, de papel fino, estaba bordeado de franjas coloradas y azules,
y cuando lo abrí comprobé que traía una postal –la reproducción de un cuadro de
Hans Memling, el retrato de Sibylla Sambetha– al dorso de la cual mi amigo,
desde Brujas, Bélgica, me mandaba decir que estaba lo más bien, que había
rejuvenecido diez años, y que vivía con una japonesa chiquitita que no hablaba
nunca y que había aprendido a cebarle mate.
La gente que no vive
en la zona no puede imaginarse el calor que hace todavía en marzo, así que al
sol de las ocho el rocío desde hacía horas ya no estaba en las hojas y la luz
me calentaba la cabeza mientras esperaba el colectivo, al costado del camino,
mirando el retrato de Sibylla Sambetha, tan familiar para mí, aunque era la
primera vez que lo veía, que la cara de la que me hacía acordar, aun cuando yo
no supiese exactamente de quién era, crecía en mí desde la amplia y rígida
mancha de rosa marmóreo, extendida todavía más porque los cabellos tensos
desaparecían hacia atrás recogidos en un rodete cónico cubierto por un tul que
caía en pliegues geométricos hacia los hombros, y porque el vestido de un color
que llamaré petróleo se abría alrededor del cuello en un escote circular. Tenía
la revelación de ese recuerdo, la identidad de ese rostro, en la punta de la
lengua, por decirlo de algún modo, y con todas mis fuerzas trataba de saber por
fin de quién era, trataba de conseguir que por fin el recuerdo avanzara desde
las bambalinas negras hacia el círculo errático de luz en el gran escenario de
la mente, que dejara de ser recuerdo que no tenía de qué acordarse y se
convirtiera en una imagen palpable y actual. Estaba todavía en eso cuando llegó
el colectivo, semivacío, lento, plateado, solitario en la cinta azul del
asfalto, brillando al sol y lleno de ruidos de metal y motores. Saqué el boleto
y me iba a sentar cuando de golpe vi a Sibylla, sola y plácida, mirándome con
sus ojitos pensativos desde el último asiento. La luz oblicua y porosa del sol
le daba en la cara en la que el rosa marmóreo se había convertido en un resplandor
dorado. Toda la piel estaba salpicada de pecas y de granitos, algunos coronados
por un puntito blanco de pus. Pero la frente amplia era la misma y el cuello se
elevaba también, libre, desde el escote redondo de un vestido de algodón
estampado en grandes flores verdes y coloradas. Yo la había visto muchas veces
–la cara estragada, el pelo oscuro y tenso recogido hacia atrás, la mirada más
plácida y pensativa que una mano golpeando a la otra con un ramo de glicinas
mojadas–, sentada en un banquito de madera, mirando el río desde la puerta del
rancho de su padre, un pescador que yo iba a ver de tanto en tanto para
encargarle un amarillo o una yunta de patos salvajes. Estuve a punto de
mostrarle el retrato pero soy un hombre tímido, casi débil de carácter, y
después de todo ¿qué importaba?
He visto gemelos muy
parecidos entre sí, pero nunca tan parecidos como Sibylla Sambetha y la chica
de la costa. Y sin embargo, ¿puede haber dos personas más diferentes? Nada me
hizo pensar que eran tan diferentes como el hecho de verlas tan parecidas.
Durante muchos días ese parecido me inquietó y me hizo sentir, por contraste,
la realidad de lo diverso más que la de lo semejante, porque la realidad de lo
diverso revela la realidad de lo único, de la que Marx se burló, y,
melancólicamente, pensé mucho en la infinidad de las piedras y de los árboles,
de las caras, de los pájaros, de los excrementos, de las raíces, cada uno
irrepetible y solitario, único; experimenté el lugar común de las impresiones,
la de las infinitas olas del mar y la de la arena innumerable, la del pasado,
el presente y el porvenir que fluyen, según cómo se los mire, en distintas
direcciones y se entrechocan entre sí formando nudos y colisiones que creemos
inteligibles, y de golpe (era mediodía y yo estaba echado desnudo, al sol, para
que la luz me socarrara, los ojos cerrados y los poros abriéndose lentamente
con un estridor secreto), eufórico, deseé por un momento ser una clase especial
de cantor, el cantor del mundo visible, el cantor de todas las cosas,
considerándolas una por una, el cantor de las dos Sibyllas, para darle a cada
cosa su lugar con una voz ecuánime que las iguale y las recupere, para mostrar
en el centro del día un mundo completo en el que estén presentes todos los
paraísos y todas las hojas de todos los paraísos y todas las nervaduras de
todas las hojas de todos los paraísos, para que el mundo entero se contemple a
sí mismo en cada parte y en el honor de la luz y nada quede anónimo.
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