Edgar Allan Poe
¿Qué hora es?
(Antiguo adagio)
Todo el mundo sabe, de una
manera general, que el lugar más hermoso del mundo es –o era, ¡ay!– la villa holandesa
de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como queda a alguna distancia de cualquiera
de los caminos principales, en una situación en cierto modo extraordinaria, quizá
muy pocos de mis lectores la hayan visitado. Para estos últimos convendrá que sea
algo prolijo al respecto. Y ello es en verdad tanto más necesario cuanto que si
me propongo hacer aquí una historia de los calamitosos sucesos que han ocurrido
recientemente dentro de sus límites, lo hago con la esperanza de atraer la simpatía
pública en favor de sus habitantes. Ninguno de quienes me conocen dudará de que
el deber que me impongo será cumplido en la medida de mis posibilidades, con toda
esa rígida imparcialidad, ese cauto examen de los hechos y esa diligente cita de
autoridades que deben distinguir siempre a quien aspira al título de historiador.
Gracias a
la ayuda conjunta de medallas, manuscritos e inscripciones estoy capacitado para
decir, positivamente, que la villa de Vondervotteimittiss ha existido, desde su
origen, en la misma exacta condición que aún hoy conserva. De la fecha de su origen,
sin embargo, me temo que sólo hablaré con esa especie de indefinida precisión que
los matemáticos se ven a veces obligados a tolerar en ciertas fórmulas algebraicas.
La fecha, puedo decirlo, teniendo en cuenta su remota antigüedad, no ha de ser menor
que cualquier cantidad determinable.
Con respecto
a la etimología del nombre Vondervotteimittiss, me confieso, con pena, en la misma
falta. Entre multitud de opiniones sobre este delicado punto –algunas agudas, algunas
eruditas, algunas todo lo contrario– soy incapaz de elegir ninguna que pueda considerarse
satisfactoria. Quizá la idea de Grogswigg –que casi coincide con la de Kroutaplenttey–
deba ser prudentemente preferida. Es la siguiente: Vondervotteimittiss –Vonder,
lege Donder– Votteimittiss, quasi und Bleitziz –Bleitziz obsol: pro Blitzen. Esta
etimología, a decir verdad, se halla confirmada por algunas huellas de fluido eléctrico
manifiestas en lo alto del campanario del edificio de la municipalidad. No deseo,
sin embargo, pronunciarme en tema de semejante importancia, y debo remitir al lector
deseoso de información a las Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris,
de Dundergutz. Véase también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, págs. 27
a 5.010, in folio, edición gótica, caracteres rojos y blancos, con reclamos
y sin iniciales, donde pueden consultarse también las notas marginales autógrafas
de Stuffundpuff y los comentarios de Gruntundguzzell.
No obstante
la oscuridad que envuelve la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y la etimología
de su nombre, no cabe duda, como dije antes, de que siempre existió como lo vemos
actualmente. El hombre más viejo de la villa no recuerda la menor diferencia en
el aspecto de cualquier parte de la misma, y, a decir verdad, la sola insinuación
de semejante posibilidad es considerada un insulto. La aldea está situada en un
valle perfectamente circular, de un cuarto de milla de circunferencia, aproximadamente,
rodeado por encantadoras colinas cuyas cimas sus habitantes nunca osaron pasar.
Lo justifican con la excelente razón de que no creen que haya absolutamente nada
del otro lado.
En torno a
la orilla del valle (que es muy uniforme y pavimentado de baldosas chatas) se extiende
una hilera continua de sesenta casitas. De espaldas a las colinas, miran, claro
está, al centro de la llanura que queda justo a sesenta yardas de la puerta de cada
una. Cada casa tiene un jardincillo delante, con un sendero circular, un cuadrante
solar y veinticuatro repollos. Los edificios mismos son tan exactamente parecidos
que es imposible distinguir uno de otro. A causa de su gran antigüedad el estilo
arquitectónico es algo extraño, pero no por ello menos notablemente pintoresco.
Están construidos con pequeños ladrillos endurecidos a fuego, rojos, con los extremos
negros, de manera que las paredes semejan un tablero de ajedrez de gran tamaño.
Los gabletes miran al frente y hay cornisas, tan grandes como todo el resto de la
casa, sobre los aleros y las puertas principales. Las ventanas son estrechas y profundas,
con vidrios muy pequeños y grandes marcos. Los tejados están cubiertos de abundantes
tejas de grandes bordes acanalados. El maderaje es todo de color oscuro, muy tallado,
pero pobre en la variedad del diseño, pues desde tiempo inmemorial los tallistas
de Vondervotteimittiss sólo han sabido tallar dos objetos: el reloj y el repollo.
Pero lo hacen admirablemente bien y los prodigan con singular ingenio allí donde
encuentran espacio para la gubia.
Las casas
son tan semejantes por dentro como por fuera, y el mobiliario responde a un solo
modelo. Los pisos son de baldosas cuadradas, las sillas y mesas de madera negra
con patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta. Las chimeneas son anchas
y altas, y tienen no sólo relojes y repollos esculpidos en el frente, sino un verdadero
reloj que hace un prodigioso tic-tac, en el centro de la repisa, y en cada extremo
un florero con un repollo que sobresale a manera de batidor. Entre cada repollo
y el reloj hay un hombrecillo de porcelana con una gran barriga, y en ella un agujero
a través del cual se ve el cuadrante de un reloj.
Los hogares
son amplios y profundos, con morillos de aspecto retorcido y agresivo. Allí arde
constantemente el fuego sobre el cual pende un enorme pote lleno de repollo agrio
y carne de cerdo, que una buena mujer de la casa vigila continuamente. Es una anciana
pequeña y gruesa, de ojos azules y cara roja, y usa un gran bonete como un terrón
de azúcar, adornado de cintas purpúreas y amarillas. El vestido es de una basta
mezcla de lana y algodón de color naranja, muy amplio por detrás y muy corto de
talle, a decir verdad muy corto en otras partes, pues no baja de la mitad de la
pierna. Las piernas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos, pero lleva un
bonito par de calcetines verdes que se las cubren. Los zapatos, de cuero rosado,
se atan con un lazo de cinta amarilla que se abre en forma de repollo. En la mano
izquierda lleva un pequeño reloj holandés; en la derecha empuña un cucharón para
el repollo agrio y el cerdo. Tiene a su lado un gordo gato mosqueado, con un reloj
de juguete atado a la cola que “los muchachos” le han puesto por bromear.
En cuanto
a los muchachos, están los tres en el jardín cuidando el cerdo. Tienen cada uno
dos pies de altura. Usan sombrero de tres puntas, chaleco color púrpura que les
llega hasta los muslos, calzones de piel de ante, calcetines rojos de lana, pesados
zapatos con hebilla de plata y largos levitones con grandes botones de nácar. Cada
uno de ellos tiene, además, una pipa en la boca y en la mano derecha un pequeño
reloj protuberante. Una bocanada de humo y un vistazo, un vistazo y una bocanada
de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se ocupa ya de recoger las hojas
que caen de los repollos, ya de dar una coz al reloj dorado que los pillos le han
atado también a la cola para ponerle tan elegante como al gato.
Justo delante
de la puerta de entrada, en un sillón de alto respaldo y asiento de cuero, con patas
retorcidas de puntas finas como las mesas, está sentado el viejo dueño de la casa
en persona. Es un anciano pequeño e hinchado, de grandes ojos redondos y doble papada
enorme. Sus ropas se parecen a las de los muchachos, y no necesito decir nada más
al respecto. Toda la diferencia reside en que su pipa es un poco más grande que
la de aquéllos y puede aspirar una bocanada mayor. Como ellos, usa reloj, pero lo
lleva en el bolsillo. A decir verdad, tiene que cuidar algo más importante que un
reloj, y he de explicar ahora de qué se trata. Se sienta con la pierna derecha sobre
la rodilla izquierda, muestra un grave continente y mantiene, por lo menos, uno
de sus ojos resueltamente clavado en cierto objeto notable que se halla en el centro
de la llanura.
Este objeto
está situado en el campanario del edificio de la municipalidad. Los miembros del
consejo municipal son todos muy pequeños, redondos, grasos, inteligentes, con grandes
ojos como platos y gordo doble mentón, y usan levitones mucho más largos y las hebillas
de los zapatos mucho más grandes que los habitantes comunes de Vondervotteimittiss.
Desde que vivo en la villa han tenido varias sesiones especiales y han adoptado
estas tres importantes resoluciones:
“Que está
mal cambiar la vieja y buena marcha de las cosas.”
“Que no hay
nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss”, y
“Que seremos
fieles a nuestros relojes y a nuestros repollos.”
Sobre la sala
de sesiones del consejo se encuentra la torre, y en la torre el campanario, donde
existe y ha existido, desde tiempos inmemoriales, el orgullo y maravilla del pueblo:
el gran reloj de la villa de Vondervotteimittiss. Y a este objeto se dirige la mirada
de los viejos señores sentados en los sillones con asiento de cuero.
El gran reloj
tiene siete cuadrantes, uno a cada lado de la torre, de modo que se lo puede ver
fácilmente desde todos los ángulos. Sus cuadrantes son grandes y blancos, las agujas
pesadas y negras. Hay un campanero cuya única obligación es cuidarlo; pero esta
obligación es la más perfecta de las sinecuras, pues jamás se ha sabido hasta hoy
que el reloj de Vondervotteimittiss haya necesitado nada de él. Hasta hace poco
tiempo, la simple suposición de semejante cosa era considerada herética. Desde el
más remoto periodo de la antigüedad al cual hacen referencia los archivos, la gran
campana ha dado regularmente la hora. Y a decir verdad, lo mismo ocurría con todos
los otros relojes grandes y chicos de la villa. Nunca hubo otro lugar semejante
para saber la hora exacta. Cuando el gran badajo consideraba oportuno decir: “¡Las
doce!”, todos sus obedientes seguidores abrían la boca simultáneamente y respondían
como un verdadero eco. En una palabra: los buenos burgueses eran aficionados a su
repollo agrio, pero estaban orgullosos de sus relojes.
Todas las
gentes que poseen sinecuras son más o menos respetadas, y como el campanero de Vondervotteimittiss
tiene la más perfecta de las sinecuras, es el más perfectamente respetado de todos
los hombres del mundo. Es el principal dignatario de la villa, y los mismos cerdos
lo miran con un sentimiento de reverencia. Los faldones de su levita son mucho más
largos; su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su barriga, mucho más grandes
que los de cualquier otro señor del pueblo; y, en cuanto a su papada, no sólo es
doble, sino triple.
Acabo de pintar
la feliz condición de Vondervotteimittiss. ¡Lástima que tan hermoso cuadro tuviera
que sufrir un cambio!
Era un viejo
dicho de los más prudentes habitantes que “nada bueno puede venir del otro lado
de las colinas”; y en verdad parece que las palabras tuvieron algo de proféticas.
Faltaban anteayer cinco minutos para mediodía cuando apareció un objeto de aspecto
muy extraño en lo alto de la colina del este. Semejante suceso atrajo, por supuesto,
la atención universal, y cada pequeño señor sentado en un sillón con asiento de
cuero volvió uno de sus ojos con asombrada consternación hacia el fenómeno, mientras
mantenía el otro en el reloj de la torre.
En el momento
en que faltaban sólo tres minutos para mediodía se advirtió que el singular objeto
en cuestión era un joven muy diminuto con aire de extranjero. Descendía las colinas
a gran velocidad, de modo que todos tuvieron pronto oportunidad de mirarlo bien.
Era en verdad el personaje más precioso y más pequeño que jamás se hubiera visto
en Vondervotteimittiss. Su rostro mostraba un oscuro color tabaco y tenía una larga
nariz ganchuda, ojos como guisantes, una gran boca y una excelente hilera de dientes
que parecía deseoso de mostrar sonriendo de oreja a oreja. Entre los bigotes y las
patillas no quedaba nada del resto de su cara por ver. Llevaba la cabeza descubierta
y el pelo cuidadosamente rizado con papillotes. Constituía su traje una levita de
faldones puntiagudos, de uno de cuyos bolsillos colgaba la larga punta de un pañuelo
blanco, pantalones de casimir negro, medias negras y escarpines de punta mocha con
grandes lazos de cinta de satén negra. Bajo un brazo llevaba un gran chapeau-de-bras
y bajo el otro, un violín casi cinco veces más grande que él. En la mano izquierda
tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba la colina haciendo cabriolas
y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba incesantemente tabaco con el aire
más satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para los honestos burgueses
de Vondervotteimittiss!
Hablando francamente
el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire audaz y siniestro, y mientras
corcoveaba derecho hacia la villa, el viejo aspecto de sus escarpines mochos despertó
no pocas sospechas, y más de un burgués que lo miraba aquel día hubiera dado algo
por atisbar debajo del pañuelo de algodón blanco que colgaba tan importunamente
del bolsillo de su levita puntiaguda. Pero lo que provocaba justa indignación era
que el pícaro galancete, mientras daba aquí un paso de fandango, allí una vuelta,
no parecía tener la más remota idea de eso que se llama guardar el compás.
Las buenas
gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo de abrir por completo los ojos cuando,
faltando medio minuto para mediodía, el bribón se plantó de un salto en medio de
ellos, hizo un chassez aquí, un balancez allá y luego, después de
una pirouette y de un pas-de-zephyr, subió como en un vuelo hasta
el campanario del edificio de la municipalidad, donde el campanero, estupefacto,
fumaba con expresión de dignidad y espanto. Pero el pequeño personaje lo tomó de
inmediato por la nariz, lo sacudió y lo empujó, le encajó el gran chapeau-de-bras
en la cabeza, se lo hundió hasta la boca y entonces, enarbolando el violín, lo golpeó
tanto y con tanta fuerza que entre el campanero tan gordo y el violín tan hueco
se hubiera jurado que había un regimiento de tambores redoblando la retreta del
diablo en lo alto del campanario de la torre de Vondervotteimittiss.
No se sabe
qué acto desesperado de venganza hubiera provocado en los habitantes este ataque
sin conciencia, de no ser por el importante hecho de que entonces faltaba sólo medio
segundo para mediodía. La campana estaba a punto de sonar y era una cuestión de
absoluta y suprema necesidad que todos pudieran mirar bien sus relojes. Parecía
evidente, sin embargo, que justo en ese momento el individuo de la torre estaba
haciendo con el reloj algo que no le correspondía. Pero como empezaba a sonar, nadie
tuvo tiempo de atender a sus maniobras, pues estaban todos entregados a contar las
campanadas.
–¡Una! –dijo
el reloj.
–¡Uuna! –repitió
como un eco cada viejo y pequeño señor en cada sillón con asiento de cuero, en Vondervotteimittiss–.
¡Uuna! –dijo
también su reloj–.
¡Uuna! –dijo
también el reloj de su mujer–.
¡Uuna! –los
relojes de los muchachos y los pequeños y dorados relojitos de juguete en las colas
del gato y el cerdo.
–¡Dos! –continuó
la gran campana.
–¡Tos! –repitieron
todos los relojes.
–¡Tres! ¡Cuatro!
¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! –dijo la campana.
–¡Dres!
¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe! ¡Tiez! –respondieron
los otros.
–¡Once! –dijo
la grande.
–¡Once! –asintieron
las pequeñas.
–¡Doce! –dijo
la campana.
–¡Toce!
–replicaron todos, perfectamente satisfechos, y dejando caer la voz.
–¡Y las toce
son! –dijeron todos los viejos y pequeños señores, guardando sus relojes. Pero el
gran reloj todavía no había terminado con ellos.
–¡Trece! –dijo.
–¡Der Teufel!
–boquearon los viejos y pequeños hombrecitos empalideciendo, dejando caer la pipa
y bajando todos la pierna derecha de la rodilla izquierda.
–¡Der Teufel!
–gimieron–. ¡Drece! ¡Drece! ¡Mein Gott, son las drece!
¿Para qué
intentar la descripción de la terrible escena que siguió? Todo Vondervotteimittiss
se sumió de inmediato en un lamentable estado de confusión.
–¿Qué le pasa
a mi fiendre? –gimieron todos los muchachos–. ¡Ya tebo esdar hambriento
a esda hora!
–¿Qué le pasa
a mi rebollo? –chillaron todas las mujeres–. ¡Ya tebe esdar deshecho
a esta hora!
–¿Qué le pasa
a mi biba? –juraron los viejos y pequeños señores–. ¡Druenos y cendellas!
–y la llenaron de nuevo con rabia y, reclinándose en los sillones, aspiraron con
tanta rapidez y tanta furia que el valle entero se llenó inmediatamente de un humo
impenetrable.
Entretanto
los repollos se pusieron muy rojos y parecía como si el viejo Belcebú en persona
se hubiese apoderado de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes tallados
en los muebles empezaron a bailar como embrujados, mientras los de las chimeneas
apenas podían contenerse en su furia y se obstinaban en tal forma en dar las trece
y en agitar y menear los péndulos, que eran realmente horribles de ver. Pero lo
peor de todo es que ni los gatos ni los cerdos podían soportar más la conducta de
los relojitos atados a sus colas, y lo demostraban disparando por todas partes,
arañando y arremetiendo, gritando y chillando, aullando y berreando, arrojándose
a las caras de la gente, metiéndose debajo de las faldas y creando el más horrible
estrépito y la más abominable confusión que una persona razonable pueda concebir.
Y el pequeño y desvergonzado bribón de la torre hacía evidentemente todo lo posible
para tornar más afligentes las cosas. De vez en cuando podía vérselo a través del
humo. Estaba sentado en el campanario sobre el campanero, que yacía tirado de espaldas.
El bellaco sujetaba con los dientes la cuerda de la campana y la sacudía continuamente
con la cabeza, provocando tal estrépito que me zumban los oídos de sólo pensarlo.
Sobre su regazo descansaba el gran violín, y lo rascaba sin ritmo ni compás con
las dos manos, haciendo una gran parodia, ¡el badulaque! de “Judy O’Flannagan and
Paddy O’Rafferty”.
Estando las
cosas en esa lastimosa situación abandoné el lugar con disgusto, y ahora apelo a
todos los amantes de la hora exacta y del buen repollo agrio. Marchemos en masa
a la villa y restauremos el antiguo orden de cosas reinante en Vondervotteimittiss,
expulsando de la torre al pequeño individuo.
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