Juan José Arreola
Ne saxa ex catapultis
latericium discuterent.
–César, De bello civili, lib. 2.
Catapultae turribus
impositae et quoe spicula mitterent, et quoe saxa.
–Appianus, Ibericoe
Esas que allí se ven,
vagas cicatrices entre los campos de labor, son las ruinas del campamento de
Nobílior. Más allá se alzan los emplazamientos militares de Castillejo, de
Renieblas y de Peña Redonda. De la remota ciudad sólo ha quedado una colina
cargada de silencio…
–¡Por
favor! No olvide usted que yo he venido desde Minnesota. Déjese ya de frases y
dígame qué, cómo y a cuál distancia disparaban las balistas.
–Pide
usted un imposible.
–Pero
usted es reconocido como una autoridad universal en antiguas máquinas de
guerra. Mi profesor Burns, de Minnesota, no vaciló en darme su nombre y su
dirección como un norte seguro.
–Dé usted
al profesor, a quien estimo mucho por carta, las gracias de mi parte y un
sincero pésame por su optimismo. A propósito, ¿qué ha pasado con sus
experimentos en materia de balística romana?
–Un
completo fracaso. Ante un público numeroso, el profesor Burns prometió volarse
la barda del estadio de Minnesota y le falló el jonrón. Es la quinta vez que le
hacen quedar mal sus catapultas, y se halla bastante decaído. Espera que yo le
lleve algunos datos que lo pongan en el buen camino, pero usted…
–Dígale
que no se desanime. El malogrado Ottokar von Soden consumió los mejores años de
su vida frente al rompecabezas de una ctesibia machina que funcionaba a
base de aire comprimido. Y Gatteloni, que sabía más que el profesor Burns, y
probablemente que yo, fracasó en 1915 con una máquina estupenda, basada en las
descripciones de Ammiano Marcelino. Unos cuatro siglos antes, otro mecánico
florentino, llamado Leonardo de Vinci, perdió el tiempo construyendo unas
ballestas enormes, según las extraviadas indicaciones del célebre amateur Marco
Vitruvio Polión.
–Me
extraña y ofende, en cuanto devoto de la mecánica, el lenguaje que usted emplea
para referirse a Vitruvio, uno de los genios primordiales de nuestra ciencia.
–Ignoro
la opinión que usted y su profesor Burns tengan de este hombre nocivo. Para mí,
Vitruvio es un simple aficionado. Lea usted por favor sus libri decem
con algún detenimiento: a cada paso se dará cuenta de que Vitruvio está
hablando de cosas que no entiende. Lo que hace es transmitirnos valiosísimos
textos griegos que van de Eneas el Táctico a Herén de Alejandría, sin orden ni
concierto.
–Es la
primera vez que oigo tal desacato. ¿En quién puede uno entonces depositar sus
esperanzas? ¿Acaso en Sexto Julio Frontino?
–Lea
usted su Stratagematon con la mayor cautela. A primera vista se tiene la
impresión de haber dado en el clavo. Pero el desencanto no tarda en abrirse
paso a través de sus intransitables descripciones y errores. Frontino sabía
mucho de acueductos, atarjeas y cloacas, pero en materia de balística es
incapaz de calcular una parábola sencilla.
–No
olvide usted, por favor, que a mi regreso debo preparar una tesis doctoral de
doscientas cuartillas sobre balística romana, y redactar algunas conferencias.
Yo no quiero sufrir una vergüenza como la de mi maestro en el estadio de
Minnesota. Cíteme usted, por favor, algunas autoridades antiguas sobre el tema.
El profesor Burns ha llenado mi mente de confusión con sus relatos, llenos de repeticiones
y de salidas por la tangente.
–Permítame
felicitar desde aquí al profesor Burns por su gran fidelidad. Veo que no ha
hecho otra cosa sino transmitir a usted la visión caótica que de la balística
antigua nos dan hombres como Marcelino, Arriano, Diodoro, Josefo, Polibio,
Vegecio y Procopio. Le voy a hablar claro. No poseemos ni un dibujo
contemporáneo, ni un solo dato concreto. Las pseudobalistas de Justo Lipsio y
de Andrea Palladio son puras invenciones sobre papel, carentes en absoluto de
realidad.
–Entonces,
¿qué hacer? Piense usted, se lo ruego, en las doscientas cuartillas de mi
tesis. En las dos mil palabras de cada conferencia en Minnesota.
–Le voy a
contar una anécdota que lo pondrá en vías de comprensión.
–Empiece
usted.
–Se
refiere a la toma de Segida. Usted recuerda naturalmente que esta ciudad fue
ocupada por el cónsul Nobílior en 153.
–¿Antes
de Cristo?
–Me
parece innecesario, más bien dicho, me parecía innecesario hacer a usted
semejantes precisiones.
–Usted
perdone.
–Bueno.
Nobílior tomó Segida en 153. Lo que usted ignora con toda seguridad es que la
pérdida de la ciudad, punto clave en la marcha sobre Numancia, se debió a una
balista.
–¡Qué
respiro! Una balista eficaz.
–Permítame.
Sólo en sentido figurado.
–Concluya
usted su anécdota. Estoy seguro de que volveré a Minnesota sin poder decir nada
positivo.
–El
cónsul Nobílior, que era un hombre espectacular, quiso abrir el ataque con un
gran disparo de catapulta…
–Dispénseme,
pero estamos hablando de balistas…
–Y usted,
y su famoso profesor de Minnesota, ¿pueden decirme acaso cuál es la diferencia
que hay entre una balista y una catapulta? ¿Y entre una fundíbula, una doríbola
y una palintona? En materia de máquinas antiguas, ya lo ha dicho don José
Almirante, ni la ortografía es fija ni la explicación satisfactoria. Aquí tiene
usted estos títulos para un mismo aparato: petróbola, litóbola, pedrera o
petraria. Y también puede llamar usted onagro, monancona, políbola,
acrobalista, quirobalista, toxobalista y neurobalista a cualquier máquina que
funcione por tensión, torsión o contrapesación. Y como todos estos aparatos
eran desde el siglo IV a. C. generalmente locomóviles, les corresponde con
justicia el título general de carrobalistas.
–…
–Lo
cierto es que el secreto que animaba a estos iguanodontes de la guerra se ha
perdido. Nadie sabe cómo se templaba la madera, cómo se adobaban las cuerdas de
esparto, de crin o de tripa, cómo funcionaba el sistema de contrapesos.
–Siga
usted con su anécdota, antes de que yo decida cambiar el asunto de mi tesis
doctoral, y expulse a mis imaginarios oyentes de la sala de conferencias.
–Nobílior,
que era un hombre espectacular, quiso abrir el ataque con un gran disparo de
balista…
–Veo que
tiene usted sus anécdotas perfectamente memorizadas. La repetición ha sido
literal.
–A usted,
en cambio, le falla la memoria. Acabo de hacer una variante significativa.
–¿De
veras?
–He dicho
balista en vez de catapulta, para evitar una nueva interrupción por parte de
usted. Veo que el tiro me ha salido por la culata.
–Lo que yo
quiero que salga, por donde sea, es el disparo de Nobílior.
–No
saldrá.
–Qué, ¿no
acabará usted de contarme su anécdota?
–Sí, pero
no hay disparo. Los habitantes de Segida se rindieron en el preciso instante en
que la balista, plegadas todas sus palancas, retorcidas las cuerdas elásticas y
colmadas las plataformas de contrapeso, se aprestaba a lanzarles un bloque de
granito. Hicieron señales desde las murallas, enviaron mensajeros y pactaron.
Se les perdonó la vida, paro a condición de que evacuaran la ciudad para que
Nobílior se diera el imperial capricho de incendiarla.
–¿Y la
balista?
–Se
estropeó por completo. Todos se olvidaron de ella, incluso los artilleros, ante
el regocijo de tan módica victoria. Mientras los habitantes de Segida firmaban
su derrota, las cuerdas se rompieron, estallaron los arcos de madera, y el
brazo poderoso que debía lanzar la descomunal pedrada, quedó en tierra exánime,
desgajado, soltando el canto de su puño…
–¿Cómo
así?
–¿Pero no
sabe usted acaso que una catapulta que no dispara inmediatamente se echa a
perder? Si no le enseñó esto el profesor Burns, permítame que dude mucho de su
competencia. Pero volvamos a Segida. Nobílior recibió además mil ochocientas
libras de plata como rescate de la gente principal, que inmediatamente hizo
moneda para conjurar el inminente motín de los soldados sin paga. Se conservan
algunas de esas monedas. Mañana podrá usted verlas en el Museo de Numancia.
–¿No
podría usted conseguirme una de ellas como recuerdo?
–No me
haga reír. El único particular que posee monedas de la época es el profesor
Adolfo Schulten, que se pasó la vida escarbando en los escombros de Numancia,
levantando planos, adivinando bajo los surcos del sembrado la huella de los
emplazamientos militares. Lo que sí puedo conseguirle es una tarjeta postal con
el anverso y reverso de la susodicha moneda.
–Sigamos
adelante.
–Nobílior
supo sacarle mucho partido a la toma de Segida, y las monedas que acuñó llevan
por un lado su perfil, y por el otro la silueta de una balista y esta palabra: Segisa.
–¿Y por
qué Segisa y no Segida?
–Averígüelo
usted. Una errata del que hizo los cuños. Esas monedas sonaron muchísimo en
Roma. Y todavía más, la fama de la balista. Los talleres del imperio no se
daban abasto para satisfacer las demandas de los jefes militares, que pedían
catapultas por docenas, y cada vez más grandes. Y mientras más complicadas,
mejor.
–Pero
dígame algo positivo. Según usted, ¿a qué se debe la diferencia de los nombres
si se alude siempre al mismo aparato?
–Tal vez
se trata de diferencias de tamaño, tal vez se debe al tipo de proyectiles que
los artilleros tenían a la mano. Vea usted, las litóbolas o petrarias, como su
nombre lo indica, bueno, pues arrojan piedras. Piedras de todos tamaños. Los
comentaristas van desde las veinte o treinta libras hasta los ocho o doce
quintales. Las políbolas, parece que también arrojaban piedras, pero en forma
de metralla, esto es, nubes de guijarros. Las doríbolas enviaban,
etimológicamente, dardos enormes, pero también haces de flechas. Y las neurobalistas,
pues vaya usted a saberlo… barriles con mixtos incendiarios, haces de leña
ardiendo, cadáveres y grandes sacos de inmundicias para hacer más grueso el
aire inficionado que respiraban los infelices sitiados. En fin, yo sé de una
balista que arrojaba grajos.
–¿Grajos?
–Déjeme
contarle otra anécdota.
–Veo que
me he equivocado de arqueólogo y de guía.
–Por
favor, es muy bonita. Casi poética. Seré breve. Se lo prometo.
–Cuente
usted y vámonos. El sol cae ya sobre Numancia.
–Un
cuerpo de artillería abandonó una noche la balista más grande de su legión
sobre una eminencia del terreno que resguardaba la aldehuela de Bures, en la
ruta de Centóbriga. Como usted comprende, me remonto otra vez al siglo II a.
C., pero sin salirme de la región. A la mañana siguiente, los habitantes de
Bures, un centenar de pastores inocentes, se encontraron frente a aquella
amenaza que había brotado del suelo. No sabían nada de catapultas, pero
husmearon el peligro. Se encerraron a piedra y cal en sus cabañas, durante tres
días. Como no podían seguir así indefinidamente, echaron suertes para saber
quién iría en la mañana siguiente a inspeccionar el misterioso armatoste. Tocó
la suerte a un jovenzuelo tímido y apocado, que se dio por condenado a muerte.
La población pasó la noche despidiéndolo y dándole fortaleza, pero el muchacho
temblaba de miedo. Antes de salir el sol en la mañana invernal, la balista
debió de tener un tenebroso aspecto de patíbulo.
–¿Volvió
con vida el jovenzuelo?
–No. Cayó
muerto al pie de la balista, bajo una descarga de grajos que habían pernoctado
sobre la máquina de guerra y que se fueron volando asustados…
–¡ Santo
Dios! Una balista que rinde la ciudad de Segida sin arrojar un solo disparo.
Otra que mata un pastorcillo con un puñado de volátiles. ¿Esto es lo que yo voy
a contar en Minnesota?
–Diga
usted que las catapultas se empleaban para la guerra de nervios. Añada que todo
el Imperio Romano no era más que eso, una enorme máquina de guerra complicada y
estorbosa, llena de palancas antagónicas, que se quitaban fuerza unas a otras.
Discúlpese usted diciendo que fue un arma de la decadencia.
–¿Tendré
éxito con eso?
–Describa
usted con amplitud el fatal apogeo de las balistas. Sea pintoresco. Cuente que
el oficio de magíster llegó a ser en las ciudades romanas sumamente peligroso.
Los chicos de la escuela infligían a sus maestros verdaderas lapidaciones,
atacándolos con aparatos de bolsillo que eran una derivación infantil de las
manubalistas guerreras.
–¿Tendré
éxito con eso?
–Sea
imponente. Hable con detalle acerca de la formación de un tren legionario.
Deténgase a considerar sus dos mil carruajes y bestias de carga, las
municiones, utensilios de fortificación y de asedio. Hable de los innumerables
mozos y esclavos; critique el auge de comerciantes y cantineros, haga hincapié
en las prostitutas. La corrupción moral, el peculado y el venéreo ofrecerán a
usted sus generosos temas. Describa también el gran horno portátil de piedra
hasta las ruedas, debido al talento del ingeniero Cayo Licinio Lícito, que iba
cociendo el pan por el camino, a razón de mil piezas por kilómetro.
–¡Qué
portento!
–Tome
usted en cuenta que el horno pesaba dieciocho toneladas, y que no hacía más de
tres kilómetros diarios…
–¡Qué
atrocidad!
–Sea
pertinaz. Hable sin cesar de las grandes concentraciones de balistas. Sea
generoso en las cifras, yo le proporciono las fuentes. Diga que en tiempos de
Demetrio Poliorcetes llegaron a acumularse ochocientas máquinas contra una sola
ciudad. El ejército romano, incapaz de evolucionar, sufría retardos desastrosos,
topado entre el denso maderamen de sus agobiantes máquinas guerreras.
–¿Tendré
éxito con eso?
–Concluya
usted diciendo que la balista era un arma psicológica, una idea de fuerza, una
metáfora aplastante.
–¿Tendré
éxito con eso?
(En este
momento el arqueólogo vio en el suelo una piedra que le pareció muy apropiada
para poner punto final a su enseñanza. Era un guijarro basáltico, grueso y
redondeado, de unos veinte kilos de peso. Desenterrándolo con grandes muestras
de entusiasmo, lo puso en brazos del alumno.)
–¡Tiene
usted suerte! Quería llevarse una moneda de recuerdo, y he aquí lo que el
destino le ofrece.
–¿Pero
qué es esto?
–Un
valioso proyectil de la época romana, disparado sin duda alguna por una de esas
máquinas que tanto le preocupan.
(El estudiante
recibió el regalo, un tanto confuso.)
–¿Pero…
está usted seguro?
–Llévese
esta piedra a Minnesota, y póngala sobre su mesa de conferenciante. Causará una
fuerte impresión en el auditorio.
–¿Usted
cree?
–Yo mismo
le obsequiaré una documentación en regla, para que las autoridades le permitan
sacarla de España.
–¿Pero
está usted seguro de que esta piedra es un proyectil romano?
(La voz
del arqueólogo tuvo un exasperado acento sombrío.)
–Tan
seguro estoy de que lo es, que si usted, en vez de venir ahora, anticipa unos
dos mil años su viaje a Numancia, esta piedra, disparada por uno de los
artilleros de Escipión, le habría aplastado la cabeza.
(Ante
aquella respuesta contundente, el estudiante de Minnesota se quedó pensativo, y
estrechó afectuosamente la piedra contra su pecho. Soltando por un momento uno
de sus brazos, se pasó la mano por la frente, como queriendo borrar, de una vez
por todas, el fantasma de la balística romana.)
El sol se
había puesto ya sobre el árido paisaje numantino. En el cauce seco del
Merdancho brillaba una nostalgia de río. Los serafines del Ángelus volaban a lo
lejos, sobre invisibles aldeas. Y maestro y discípulo se quedaron inmóviles,
eternizados por un instantáneo recogimiento, como dos bloques erráticos bajo el
crepúsculo grisáceo.
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