Mario Benedetti
¿Sinceridad? Cuidado con la
palabrita. Por lo pronto, querida, no era éste nuestro convenio de hace cuatro horas.
¿Recordás lo que dijimos? No existe el pasado. Claro que es difícil abolirlo. Pero
reconocé que hubiera sido lindo quedarnos con nuestra imagen de hoy, vos y yo en
aquel zaguán oscuro, provisoriamente resguardados del aguacero, vos y yo mirándonos,
vos y yo sintiendo que de pronto circulaba entre ambos la corriente milagrosa, vos
y yo inscribiéndonos tácitamente en el compromiso de venir aquí, o a cualquier habitación
tan sórdida como ésta, para repetir, como siempre con fundadas esperanzas, la búsqueda
del amor.
Después de
todo, ¿qué crees que es la sinceridad? ¿Que yo te diga lo que te gusta y vos me
digas lo que me revienta? Cuidado con la palabrita. La sinceridad (cuando es sincera,
porque también hay una sinceridad falluta) siempre nos llevará a odiarnos un poco.
Ahora me da lástima verte así, tan indefensa, tan iluminada. ¿Querés apagar la luz?
Conviene que te cubras, por lo menos. Además, ya no llueve. A lo mejor, tenés razón.
Terminada la lluvia, el pasado vuelve a nacer, como los hongos. ¿Querés que empiece
por la infancia con padres, con libros y sin ternura? No, esa parte es más bien
tediosa. ¿O querés que empiece por la zona de amistad? Ya sé, estarás pensando:
cuántas ventajas para el hombre. Dios mío (porque vos decís a menudo diosmío), no
cultivan la virginidad ni tienen los pies fríos ni soportan la menstruación, y,
como si eso fuera poco, poseen la necesaria ingenuidad para creerse amigos, nosotras
en cambio sabemos a qué atenernos: nos encontramos, nos reímos con cierto escándalo,
nos besamos simbólicamente con los labios en el aire, decimos pestes de las cuñadas,
de las primas, de las presuntas amigas ausentes, comparamos detalles de nuestros
novios, amantes o maridos, intercambiamos falsas confidencias y besamos otra vez
el aire antes de separarnos con la misma sorna, con la misma envidia contenida.
Sí, estarás pensando eso, y quizá tengas un poco de razón. Pero la verdad es que
a mí no me ha hecho feliz la amistad. Simplemente compruebo. Tuve exactamente tres
amigos. Ya ves que no es tan fácil. Sólo tres. El primero se quedó con un sobre
que contenía mi sueldo y nunca más supe de él. Con el segundo me tomé a golpes,
y las cicatrices respectivas (ésta del pómulo, otra en su hombro derecho) nos impiden
olvidarlo todo. En cuanto al tercero, me quitó una novia. No, esa vez yo no estaba
realmente enamorado. Lo importante vino después. Fue la única ocasión en que me
sentí vivir en pleno, como un animal nuevo y despierto, ágil, sensible, aunque horriblemente
preocupado. Estaba, cómo explicarte, deslumbrado ante esos inesperados matices de
posesión y de ternura que descubría en los menos comunicables de mis pensamientos.
Pasaba como un fantasma por mi empleo, por la calle, por mi casa. Estaba enamorado
como puede estarlo un chico de su maestra, o de la amiga de su hermana mayor. ¿Cómo
era ella? Bah, era inculta, primaria, pero tenía una sabiduría instintiva que la
hacía intocable, una sensibilidad que convertía en perfecto todo cuanto hacía. Hablaba
sin gran elocuencia, un poco a balbuceos, pero poseía la elocuencia más difícil:
la de las actitudes. Frente al problema más intrincado, su actitud era siempre irreprochable.
Tenía un increíble olfato de lo que estaba bien. Un desequilibrio que a la postre
me resultó intolerable. Ella me quería, estoy seguro, pero había una suerte de juego
mezclado a su amor. Yo tenía una horrible conciencia de no ser tomado en serio.
Pero mi amor, llamémosle así, tampoco era limpio. Estaba, cómo te diré, contaminado
de respeto. Y así no se puede, claro. Quizá ella tenía la horrible sensación de
ser tomada en serio. Nunca se sabe. De todos modos, era un desequilibrio. Un día
no pude más y la golpeé. Tuve que hacerlo. La golpeé, la humillé, la obligué a cometer
acciones que eran denigrantes en nuestra relación. Tenía que verla alguna vez en
una postura horrible, en una actitud absurda, reprochable. Ya sé que es difícil
de comprender, no precisa que me mires así. No lo conseguí, claro. Porque ella pudo
resistir. ¿No te digo que la obligué? En ese momento pensé que lo había conseguido.
Estaba allí, asombrada y despreciable, y yo podía mirarla sin respeto, como si hubiera
verdaderamente prostituido su pasado. Pero al día siguiente ella adoptó de nuevo
la única actitud irreprochable, la única que podía purificar la inmundicia de la
víspera. ¿Todavía no comprendes? Abrió el gas. La maté, claro. ¿Querías decir eso?
Fui el culpable, el único, ¿te das cuenta? Y ahora, por favor, hablemos de otra
cosa. De tus amores, por ejemplo.
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