Juan José Saer
Un mate envuelto en una ganga
de plata va y viene hasta mi mesa de trabajo. A veces, el último se enfría sobre
el pedestal. Mi estudio es un nudo de frescura y penumbra, amurallado de libros
contra el verano que centellea detrás de toldos anaranjados. Mi ojo ávido recorre,
incesante, daguerrotipos de hombres barbados y óleos que representan batallas inmóviles
de las que no sube un solo rumor. La vida de esas muchedumbres, ¿ha sido más rica
y ruidosa que esta vida mía que disminuye mientras mi cuerpo se atrofia entre cuatro
paredes? A veces, un fragmento perfecto se despliega inesperado y creciente bajo
mis ojos, un informe de San Martín, una carta, diamantes felices de un siglo de
sol y de sangre. Pero, por lo común, todo se limita a copiar documentos de los archivos
y a hilvanar pruebas que cambien una gloria por otra en un horizonte abarrotado
de muerte. Y sobre todo, la tensión de cuidar que esa pesadilla abierta en abanico
detrás de mí –¿y por qué digo detrás?– no se evapore o se borre.
Trabajo hasta
tarde en la noche antes de irme para la cama. Cualquier pretexto me sirve para demorar
cada noche un poco más. Pero por fin ya no quedan excusas y me desvisto, lentamente,
me pongo el pijama, y me extiendo al lado del bulto de calor y respiración que es
el cuerpo dormido de mi mujer. En seguida comienza la procesión, el estridor mudo
del insomnio, entretejido en formas cambiantes, que me asalta y no me abandona hasta
el amanecer. Casi siempre, termina con una disgregación cada vez más enloquecida
cuyas últimas fases la mayoría de las veces se me pierden porque, o bien ya me he
dormido, o bien creo que ya me he dormido, o bien estoy absorto en un pensamiento
del cual no soy consciente y que sin embargo creo dominar. Todo esto no es, después
de todo, lo más grave. Algunas noches no es el sueño lo que sucede al insomnio sino
una lucidez ciega, una vigilia incandescente, que no es lucidez de nada ni vigilia
para nada, y que me deja inmóvil, fascinado. Llegado a ese punto, me siento como
vacío de recuerdos –yo, para quien el recuerdo es el brazo viril que separa las
aguas y al mismo tiempo el río turbulento cuyo fondo va retirándose a medida que
uno gana profundidad– y sin nada en qué pensar. Entonces, en el cielo lila, el agujero
blanco de la luna comienza a subir lentamente y a cintilar sobre las telas metálicas.
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