Pedro Antonio de Alarcón
En un rincón hermoso
de Andalucía
hay un valle risueño…
¡Dios lo bendiga!
Que en ese valle
tengo amigos, amores,
hermanos, padres.
El Látigo
I
Hace muchos años (¡como que yo tenía siete!)
que, al oscurecer de un día de invierno, y después de rezar las tres Ave-Marías
al toque de Oraciones, me dijo mi padre con voz solemne:
–Pedro: esta noche no
te acostarás a la misma hora que las gallinas: ya eres grande, y debes cenar con
tus padres y con tus hermanos mayores. Esta noche es Nochebuena.
Nunca olvidaré el regocijo
con que escuché tales palabras.
¡Yo me acostaría tarde!
Dirigí una mirada de
desprecio a aquellos de mis hermanos que eran más pequeños que yo, y me puse a discurrir
el modo de contar en la escuela, después del día de Reyes, aquella primera aventura,
aquella primera calaverada, aquella primera disipación de mi vida.
II
Eran ya las Ánimas, como se dice en mi
pueblo.
¡En mi pueblo: a noventa
leguas de Madrid: a mil leguas del mundo: en un pliegue de Sierra-Nevada!
¡Aún me parece veros,
padres y hermanos! Un enorme tronco de encina chisporroteaba en medio del hogar:
la negra y ancha campana de la chimenea nos cobijaba: en los rincones estaban mis
dos abuelas, que aquella noche se quedaban en nuestra casa a presidir la ceremonia
de familia; en seguida se hallaban mis padres, luego nosotros, y entre nosotros,
los criados…
Porque en aquella fiesta
todos representábamos la Casa, y a todos debía calentarnos un mismo fuego.
Recuerdo, sí, que los
criados estaban de pie y las criadas acurrucadas o de rodillas. Su respetuosa humildad
les vedaba ocupar asiento.
Los gatos dormían en
el centro del círculo, con la rabadilla vuelta a la lumbre.
Algunos copos de nieve
caían por el cañón de la chimenea, ¡por aquel camino de los duendes!
¡Y el viento silbaba
a lo lejos, hablándonos de los ausentes, de los pobres, de los caminantes!
Mi padre y mi hermana
mayor tocaban el arpa, y yo los acompañaba, a pesar suyo, con una gran zambomba
que había fabricado aquella tarde con un cántaro roto.
¿Conocéis la canción
de los Aguinaldos, la que se canta en los pueblos que caen al Oriente del Mulhacem?
Pues a esa música se
redujo nuestro concierto.
Las criadas se encargaron
de la parte vocal, y cantaron coplas como la siguiente:
Esta noche es Nochebuena,
y mañana Navidad;
saca la bota, María,
que me voy a emborrachar.
Y todo era bullicio; todo contento. Los
roscos, los mantecados, el alajú, los dulces hechos por las monjas, el rosoli, el
aguardiente de guindas circulaban de mano en mano… Y se hablaba de ir a la Misa
del Gallo a las doce de la noche, y a los Pastores al romper el alba, y de hacer
sorbete con la nieve que tapizaba el patio, y de ver el Nacimiento que habíamos
puesto los muchachos en la torre…
De pronto, en medio
de aquella alegría, llegó a mis oídos esta copla, cantada por mi abuela paterna:
La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.
A pesar de mis pocos años, esta copla
me heló el corazón.
Y era que se habían
desplegado súbitamente ante mis ojos todos los horizontes melancólicos de la vida.
Fue aquel un rapto de
intuición impropia de mi edad; fue milagroso presentimiento; fue un anuncio de los
inefables tedios de la poesía; fue mi primera inspiración… Ello es que vi con una
lucidez maravillosa el fatal destino de las tres generaciones allí juntas y que
constituían mi familia. Ello es que mis abuelas, mis padres y mis hermanos me parecieron
un ejército en marcha, cuya vanguardia entraba ya en la tumba, mientras que la retaguardia
no había acabado de salir de la cuna. ¡Y aquellas tres generaciones componían un
siglo! ¡Y todos los siglos habrían sido iguales! ¡Y el nuestro desaparecería como
los otros, y como todos los que vinieran después!…
La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va…
Tal es la implacable monotonía del tiempo,
el péndulo que oscila en el espacio, la indiferente repetición de los hechos, contrastando
con nuestros leves años de peregrinación por la tierra…
¡Y nosotros nos iremos
y no volveremos más!
¡Concepto horrible, sentencia cruel, cuya
claridad terminante fue para mí como el primer aviso que me daba la muerte, como
el primer gesto que me hacía desde la penumbra del porvenir!
Entonces desfilaron
ante mis ojos mil Nochesbuenas pasadas, mil hogares apagados, mil familias que habían
cenado juntas y que ya no existían; otros niños, otras alegrías, otros cantos perdidos
para siempre; los amores de mis abuelas, sus trajes abolidos, su remota juventud,
los recuerdos que les asaltarían en aquel momento; la infancia de mis padres, la
primera Nochebuena de mi familia; todas aquellas dichas de mi casa anteriores a
mis siete años… Y luego adiviné, y desfilaron también ante mis ojos, mil Nochesbuenas
más, que vendrían periódicamente, robándonos vida y esperanza, alegrías futuras
en que no tendríamos parte todos los allí presentes, mis hermanos, que se esparcirían
por la tierra; nuestros padres, que naturalmente morirían antes que nosotros; nosotros
solos en la vida; el siglo XIX sustituido por el siglo XX; aquellas brasas hechas
ceniza; mi juventud evaporada, mi ancianidad, mi sepultura, mi memoria póstuma,
el olvido de mí; la indiferencia, la ingratitud con que mis nietos vivirían de mi
sangre, reirían y gozarían, cuando los gusanos profanaran en mi cabeza el lugar
en que entonces concebía todos aquellos pensamientos. . .
Un río de lágrimas brotó
de mis ojos. Se me preguntó por qué lloraba, y, como yo mismo no lo sabía, como
no podía discernirlo claramente, como de manera alguna hubiera podido explicarlo,
interpretose que tenía sueño y se me mandó acostar…
Lloré, pues, de nuevo
con este motivo, y corrieron juntas, por consiguiente, mis primeras lágrimas filosóficas
y mis últimas lágrimas pueriles, pudiendo hoy asegurar que aquella noche de insomnio,
en que oí desde la cama el gozoso ruido de una cena a que yo no asistía por ser
demasiado niño (según se creyó entonces), o por ser ya demasiado hombre (según deduzco
yo ahora), fue una de las más amargas de mi vida.
Debí al cabo de dormirme,
pues no recuerdo si quedaron o no en conversación la Misa del Gallo, la de los Pastores
y el sorbete proyectado.
III
¿Dónde está mi niñez?
Paréceme que acabo de
contar un sueño.
¡Qué diablo! ¡Ancha
es Castilla!
Mi abuela paterna, la
que cantó la copla, murió hace ya mucho tiempo.
En cambio mis hermanos
se casan y tienen hijos.
El arpa de mi padre
rueda entre los muebles viejos, rota y descordada.
Yo no ceno en mi casa
hace algunas Nochesbuenas.
Mi pueblo ha desaparecido
en el océano de mi vida, como islote que se deja atrás el navegante.
Yo no soy ya aquel Pedro,
aquel niño, aquel foco de ignorancia, de curiosidad y de angustia que penetraba
temblando en la existencia.
Yo soy ya… nada menos
que un hombre, un habitante de Madrid, que se arrellana cómodamente en la vida,
y se engríe de su amplia independencia, como soltero, como novelista, como voluntario
de la orfandad que soy, con patillas, deudas, amores y tratamiento de usted!!!
¡Oh! cuando comparo
mi actual libertad, mi ancho vivir, el inmenso teatro de mis operaciones, mi temprana
experiencia, mi alma descubierta y templada como un piano en noche de concierto,
mis atrevimientos, mis ambiciones y mis desdenes, con aquel rapazuelo que tocaba
la zambomba hace quince años en un rincón de Andalucía, sonriome por fuera, y hasta
lanzo una carcajada, que considero de buen tono, mientras que mi solitario corazón
destila en su lóbrega caverna, procurando que no la vea nadie, una lágrima pura
de infinita melancolía…
¡Lágrima santa, que
un sello de franqueo lleva al hogar tranquilo donde envejecen mis padres!
IV
Conque vamos al negocio; pues, como dicen
los muchachos por esas calles de Dios:
Esta noche es Nochebuena
y no es noche de dormir,
que está la Virgen de
parto
y a las doce ha de parir.
¿Dónde pasaré la noche?
Afortunadamente, puedo
escoger.
Y, si no, veamos.
Estamos a 24 de Diciembre
de 1855, en Madrid.
Conocemos por su nombre
a los mozos de los cafés.
Tratamos tú por tú a
los poetas aplaudidos-semidioses, por más señas, para los aficionados de lugar.
Visitamos los teatros
por dentro, y los actores y los cantantes nos estrechan las manos entre bastidores.
Penetramos en la redacción
de los periódicos, y estamos iniciados en la alquimia que los produce. Hemos visto
los dedos de los cajistas tiznados con el plomo de la palabra, y los dedos de los
escritores tiznados con la tinta de la idea.
Tenemos entrada en una
tribuna del Congreso, crédito en las fondas, tertulias que nos aprecian, sastre
que nos soporta…
¡Somos felices! Nuestra
ambición de adolescente está colmada. Podemos divertirnos mucho esta noche. Hemos
tomado la tierra. Madrid es país conquistado. ¡Madrid es nuestra patria! ¡Viva Madrid!
Y vosotros, jóvenes
provincianos, que, a la caída de la tarde, en el otoño, solitarios y tristes, sacáis
a pasear por el campo vuestros impotentes deseos de venir a la corte; vosotros que
os sentís poetas, músicos, pintores, oradores, y aborrecéis vuestro pueblo, y no
habláis con vuestros padres, y lloráis de ambición, y pensáis en suicidaros…; vosotros…
¡reventad de envidia, como yo reviento de placer!
V
Han pasado dos horas.
Son las nueve de la
noche.
Tengo dinero.
¿Dónde cenaré?
Mis amigos, más felices
que yo, olvidarán su soledad en el estruendo de una orgía.
–“¡La noche es de vino!”
–exclamaban hace poco rato.
Yo no he querido ser de la partida. –
Yo he atravesado ya, sin ahogarme, ese mar rojo de la juventud.
–“La noche es de lágrimas”
–les he contestado con desdén.
Mis tertulias están
en los teatros. ¡Los madrileños celebran la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo
oyendo disparatar a los comediantes!
Algunas familias, en
las que soy extranjero, me han querido dar la limosna de su calor doméstico, convidándome
a comer, –¡porque ya no cenamos!…–. Pero yo no he ido; yo no quiero eso; yo busco
mi cena pascual, la colación de Nochebuena, mi casa, mi familia, mis tradiciones,
mis recuerdos, las antiguas alegrías de mi alma… ¡la Religión que me enseñaron cuando
niño!
VI
¡Ah! Madrid es una posada.
En noches como esta
se conoce lo que es Madrid.
Hay en la corte una
población flotante, heterogénea, exótica, que pudiera compararse a la de los puertos
francos, a la de los presidios, a la de las casas de locos.
Aquí hacen alto todos
los viajeros que van de paso al porvenir, al reino fantástico de la ambición, o
los que vuelven de la miseria y del crimen…
La mujer hermosa viene
aquí a casarse o a prostituirse.
La pasiega deshonrada
a criar.
El mayorazgo a arruinarse.
El literato por gloria.
El diputado a ser ministro.
El hombre inútil por
un empleo.
Y el sabio, el inventor,
el cómico, el gigante, el enano; así el que tiene una rareza en el alma, como el
que la tiene en el cuerpo; lo mismo el monstruo de siete brazos o de tres narices,
que el filósofo de doble vista; el charlatán y el reformador; el que escribe melodías
y el que hace billetes falsos, todos vienen a vivir algún tiempo a esta inmensa
casa de huéspedes.
Los que logran hacerse
notar, los que encuentran quién los compre, los que se enriquecen a costa de sí
mismos, se tornan en posaderos, en caseros, en dueños de Madrid, olvidándose del
suelo en que nacieran…
Pero nosotros, los caminantes,
los inquilinos, los forasteros, nos damos cuenta esta noche de que Madrid es un
vivac, un destierro, una prisión, un purgatorio…
Y por la primera vez
en todo el año conocemos que ni el café, ni el teatro, ni el casino, ni la fonda,
ni la tertulia son nuestra casa…
Es más; ¡conocemos que
nuestra casa no es nuestra casa!
VII
La Casa, aquella mansión tan sagrada para
el patriarca antiguo, para el ciudadano romano, para el señor feudal, para el árabe;
la Casa, arca santa de los penates, templo de la hospitalidad, tronco de la raza,
altar de la familia, ha desaparecido completamente en las capitales modernas.
La Casa existe todavía
en los pueblos de provincia.
En ellos, nuestra casa
es casi siempre nuestra…
En Madrid, casi siempre
es del casero.
En provincias, cuando
menos, la casa nos alberga veinte, treinta, cuarenta años seguidos…
En Madrid, se muda de
casa todos los meses, o a más tardar todos los años.
En provincias, la fisonomía
de la casa siempre es igual, simpática, cariñosa: envejece con nosotros; nos recuerda
nuestra vida; conserva nuestras huellas…
En Madrid, se revoca
la fachada todos los años bisiestos, se visten las habitaciones con ropa limpia,
se venden los muebles que consagró nuestro contacto.
Allí, nos pertenece
todo el edificio: el yerboso patio, el corral lleno de gallinas, la alegre azotea,
el profundo pozo, terror de los niños, la torre monumental, los anchos y frescos
cenadores…
Aquí, habitamos medio
piso, forrado de papel, partido en tugurios, sin vistas al cielo, pobre de aire,
pobre de luz.
Allí, existe el afecto
de la vecindad, término medio entre la amistad y el parentesco, que enlaza a todas
las familias de una misma calle…
¡Aquí, no conocemos
al que hace ruido sobre nuestro techo, ni al que se muere detrás del tabique de
nuestra alcoba, y cuyo estertor nos quita el sueño!
En provincias, todo
es recuerdos, todo amor local: en un lado, la habitación donde nacimos; en otro,
la en que murió nuestro hermano; por una parte, la pieza sin muebles en que jugábamos
cuando niños; por otra, el gabinete en que hicimos los primeros versos…; y, en un
sitio dado, en la cornisa de una columna, en un artesonado antiguo, el nido de golondrinas,
al cual vienen todos los años dos fieles esposos, dos pájaros de África, a criar
una nueva prole…
En Madrid, se desconoce
todo esto.
¿Y la chimenea? ¿Y el
hogar? ¿Y aquella piedra sacrosanta, fría en el verano y durante las ausencias,
caliente y acariciadora en el invierno, en aquellas noches felices que ven la reunión
de todos los hijos en torno de sus padres, pues hay vacaciones en el colegio, y
los casados han acudido con sus pequeñuelos, y los ausentes, los hijos pródigos,
han vuelto al seno de su familia? ¿Y ese hogar?… decidme… ¿dónde está ese hogar
en las casas de la corte?
¿Será un hogar acaso
la chimenea francesa, fábrica de bronce, mármol o hierro, que se vende en las tiendas
al por mayor y al por menor, y hasta se alquila en caso necesario?
¡La chimenea francesa!
¡He aquí el símbolo de una familia cortesana! ¡He aquí vuestro hogar, madrileños!
¡Hogar sujeto a la moda; que se vende cuando está antiguo; que muda de habitación,
de calle y de patria: hogar, en fin (y esto lo dice todo), que se empeña en un día
de apuro!
VIII
He pasado por una calle, y he oído cantar
sobre mi cabeza, entre el ruido de copas y platos y las risas de alegres muchachas,
la copla fatídica de mi abuela:
La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.
–He ahí (me he dicho) una casa, un hogar,
una alegría, una sopa de almendra y un besugo, que pudiera comprar por tres o cuatro
napoleones.
En esto, me ha pedido
limosna una madre que llevaba dos niños: uno en brazos, envuelto en su deshilachado
mantón, y otro más grande, cogido de la mano. ¡Ambos lloraban, y la madre también!
IX
No sé cómo he venido a parar a este café,
donde oigo sonar las doce de la noche, ¡la hora del Nacimiento!
Aquí, solo, aunque bulle
a mi alrededor mucha gente, he dado en analizar la vida que llevo desde que abandoné
mi casa paterna, y me ha horrorizado por primera vez esta penosa lucha del poeta
en Madrid; lucha en que sacrifica a una vana ambición tanta paz, tantos afectos.
Y he visto a los vates
del siglo XIX convertidos en gacetilleros, a la Musa con las tijeras en la mano
despedazando sueltos, a los que en otros siglos hubieran cantado la epopeya de la
patria, zurcir hoy artículos de fondo para rehabilitar un partido y ganar cincuenta
duros mensuales!…
¡Pobres hijos de Dios!
¡Pobres poetas!
Dice Antonio Trueba
(a quien dedico este artículo):
Hallo tantas espinas
en mi jornada,
que el corazón me duele,
¡me duele el alma!…
¡He aquí mi Nochebuena del presente, mi
Nochebuena de hoy!
Luego he tornado otra
vez la vista a las Noches-buenas de mi pasado, y, atravesando la distancia con el
pensamiento, he visto a mi familia, que en esta hora patética me echará de menos;
a mi madre, estremeciéndose cada vez que gime al viento en el cañón de la chimenea,
como si aquel gemido pudiese ser el último de mi vida; a unos diciendo: “¡tal año
estaba aquí! a otros: “¿dónde estará ahora?…”
¡Ay! ¡no puedo más!
¡Yo os saludo a todos con el alma, queridos míos! Sí: yo soy un ingrato, un ambicioso,
un mal hermano, un mal hijo… Pero ¡ay otra vez y ay cien mil veces! yo siento en
mí una fuerza sobrenatural que me lleva hacia adelante y que me dice: “¡tú serás!”
¡Voz de maldición que estoy oyendo desde que yacía en la cuna!!
¿Y qué he de ser yo,
desdichado? ¿Qué he de ser?
Y nosotros nos iremos,
y no volveremos más.
¡Ah! Yo no quiero irme: yo quiero volver:
inmolo demasiado en la contienda para no salir victorioso: triunfaré en la vida
y triunfaré de la muerte… ¿No ha de tener recompensa esta infinita angustia de mi
alma?
….
Es muy tarde.
La copla de la difunta
sigue revoloteando sobre mi cabeza:
La Nochebuena se viene…
¡Ah! ¡sí! ¡Vendrán otras
Nochesbuenas! –me he dicho–, reparando en mis pocos años.
Y he pensado en las
Nochesbuenas de mi porvenir.
Y he empezado a formar
castillos en el aire.
Y me he visto en el
seno de una familia venidera, en el segundo crepúsculo de la vida, cuando ya son
frutos las flores del amor.
Ya se había calmado
esta tempestad de amor y lágrimas en que zozobro, y mi cabeza reposaba tranquila
en el regazo de la paciencia, ceñida con las flores melancólicas de los últimos
y verdaderos amores.
jYo era ya un esposo,
un padre, el jefe de una casa, de una familia!
El fuego de un hogar
desconocido ha brillado a lo lejos, y a su vacilante luz he visto a unos seres extraños
que me han hecho palpitar de orgullo.
¡Eran mis hijos!…
Entonces he llorado…
Y he cerrado los ojos
para seguir viendo aquella claridad rojiza, aquella profética aparición, aquellos
seres que no han nacido…
La tumba estaba ya muy
próxima… Mis cabellos blanqueaban…
Pero ¿qué importaba
ya? ¿No dejaba la mitad de mi alma en la madre de mis hijos? ¿No dejaba la mitad
de mi vida en aquellos hijos de mi amor?
¡Ay! en vano quise reconocer
a la esposa que compartía allí conmigo el anochecer de la existencia…
La futura compañera
que Dios me tenga destinada, esa desconocida de mi porvenir, me volvía la espalda
en aquel momento….
¡No: no la veía!… Quise
buscar un reflejo de sus facciones en el rostro de nuestros hijos, y el hogar empezó
a apagarse..
Y cuando se apagó completamente,
yo seguía viéndolo…
¡Era que sentía su calor
dentro de mi alma! Entonces murmuré por última vez:
La Nochebuena se va…
Y me quedé dormido…,
quizá muerto. Cuando desperté, se había ido ya la Nochebuena.
Era el primer día de
Pascua.
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