Ignacio Aldecoa
Bajaban los sacos con un cabrestante.
La escotilla portaba un cielo azul de verano, inhóspito como una gran sala vacía.
En la bodega los estibadores, formando corro, abrían cancha al redón descendente.
Urgidos por el capataz se abalanzaban sobre los sacos y los apilaban ordenada y
rápidamente.
–Saco… estribor… arriba…
Iuú…
Sentían el polvillo
del trigo en los pulmones y carraspeaban de vez en cuando. Las manos se endurecían
en la faena, se musculaban y tomaban fuerza.
–Saco… babor… arriba…
Iuú…
Al ocaso entraba el
segundo turno. En el ocaso, antes de que las luces del barco feriaran el trabajo,
los estibadores miraban al cielo acuario como si fueran a emerger hacia el infinito.
Los estibadores se prestaban
los chalecos de cuero y andrajos. Se despedían.
–¿Te entrenas?
–¿Te parece poco entrenamiento
este?
–A ver lo que haces
en el próximo…
–Lo que se pueda.
–A ver cuándo empiezas
a ganar dinero y dejas esto.
–En seguida.
En el gimnasio penduleaba
el saco de entrenamiento. El boxeador obedecía la voz del capataz.
–Saco… izquierda… derecha…
arriba… abajo… Sigue… Para…
En los barcos y en los
gimnasios se iba aprendiendo a vivir: fuerza, velocidad, pegada… Un poco más lejos
el dinero… y entretanto de saco a saco como única esperanza.
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