Juan José Arreola
Yo
también he luchado con el ángel. Desdichadamente para mí, el ángel era un personaje
fuerte, maduro y repulsivo, con bata de boxeador.
Poco
antes habíamos estado vomitando, cada uno por su lado, en el cuarto de baño. Porque
el banquete, más bien la juerga, fue de lo peor. En casa me esperaba la familia:
un pasado remoto.
Inmediatamente
después de su proposición, el hombre comenzó a estrangularme de modo decisivo. La
lucha, más bien la defensa, se desarrolló para mí como un rápido y múltiple análisis
reflexivo. Calculé en un instante todas las posibilidades de pérdida y salvación,
apostando a vida o sueño, dividiéndome entre ceder y morir, aplazando el resultado
de aquella operación metafísica y muscular.
Me
desaté por fin de la pesadilla como el ilusionista que deshace sus ligaduras de
momia y sale del cofre blindado. Pero llevo todavía en el cuello las huellas mortales
que me dejaron las manos de mi rival. Y en la conciencia, la certidumbre de que
sólo disfruto una tregua, el remordimiento de haber ganado un episodio banal en
la batalla irremisiblemente perdida.
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