Pedro Antonio de Alarcón
Un
día que el célebre pintor flamenco Pedro Pablo Rubens andaba recorriendo los
templos de Madrid acompañado de sus afamados discípulos, penetró en la iglesia
de un humilde convento, cuyo nombre no designa la tradición.
Poco
o nada encontró que admirar el ilustre artista en aquel pobre y desmantelado
templo, y ya se marchaba renegando, como solía, del mal gusto de los frailes de
Castilla la Nueva, cuando reparó en cierto cuadro medio oculto en las sombras
de feísima capilla; acercóse a él, y lanzó una exclamación de asombro.
Sus
discípulos le rodearon al momento, preguntándole:
–¿Qué
habéis encontrado, maestro?
–¡Mirad!
-dijo Rubens señalando, por toda contestación, al lienzo que tenía delante.
Los
jóvenes quedaron tan maravillados como el autor del “Descendimiento”.
Representaba
aquel cuadro la “Muerte de un religioso”. Era éste muy joven, y de una belleza
que ni la penitencia ni la agonía habían podido eclipsar, y hallábase tendido
sobre los ladrillos de su celda, velados ya los ojos por la muerte, con una
mano extendida sobre una calavera, y estrechando con la otra, a su corazón, un
crucifijo de madera y cobre.
En
el fondo del lienzo se veía pintado otro cuadro, que figuraba estar colgado
cerca del lecho de que se suponía haber salido el religioso para morir con más
humildad sobre la dura tierra.
Aquel
segundo cuadro representaba a una difunta, joven y hermosa, tendida en el ataúd
entre fúnebres cirios y negras y suntuosas colgaduras…
Nadie
hubiera podido mirar estas dos escenas, contenida la una en la otra, sin
comprender que se explicaban y completaban recíprocamente. Un amor desgraciado,
una esperanza muerta, un desencanto de la vida, un olvido eterno del mundo: he
aquí el poema misterioso que se deducía de los dos ascéticos dramas que
encerraba aquel lienzo.
Por
lo demás, el color, el dibujo, la composición, todo revelaba un genio de primer
orden.
–Maestro,
¿de quién puede ser esta magnífica obra? -preguntaron a Rubens sus discípulos,
que ya habían alcanzado el cuadro.
–En
este ángulo ha habido un nombre escrito (respondió el maestro); pero hace muy
pocos meses que ha sido borrado. En cuanto a la pintura, no tiene arriba de
treinta años, ni menos de veinte.
–Pero
el autor…
–El
autor, según el mérito del cuadro, pudiera ser Velázquez, Zurbarán, Ribera, o
el joven Murillo, de quien tan prendado estoy… Pero Velazquez no siente de este
modo. Tampoco es Zurbarán, si atiendo al color y a la manera de ver el asunto.
Menos aún debe atribuirse a Murillo ni a Ribera: aquél es más tierno, y éste es
más sombrío; y, además, ese estilo no pertenece ni a la escuela del uno ni a la
del otro. En resumen: yo no conozco al autor de este cuadro, y hasta juraría
que no he visto jamás obras suyas. Voy más lejos: creo que el pintor desconocido,
y acaso ya muerto, que ha legado al mundo tal maravilla, no perteneció a
ninguna escuela, ni ha pintado más cuadro que éste, ni hubiera podido pintar
otro que se le acercara en mérito… Ésta es una obra de pura inspiración, un
asunto “propio”, un reflejo del alma, un pedazo de la vida… Pero… ¡Qué idea!
¿Queréis saber quién ha pintado ese cuadro? ¡Pues lo ha pintado ese mismo
muerto que veis en él!
–¡Eh!
Maestro… ¡Vos os burláis!
–No:
yo me entiendo…
–Pero
¿cómo concebís que un difunto haya podido pintar su agonía?
–¡Concibiendo
que un vivo pueda adivinar o representar su muerte! Además, vosotros sabéis que
profesar “de veras” en ciertas Órdenes religiosas es morir.
–¡Ah!
¿Creéis vos?…
–Creo
que aquella mujer que está de cuerpo presente en el fondo del cuadro era el
alma y la vida de este fraile que agoniza contra el suelo; creo que, cuando
ella murió, él se creyó también muerto, y murió efectivamente para el mundo;
creo, en fin, que esta obra, más que el último instante de su héroe o de su autor
(que indudablemente son una misma persona), representa la profesión de un joven
desengañado de alegrías terrenales…
–¿De
modo que puede vivir todavía?…
–¡Sí,
señor, que puede vivir! Y como la cosa tiene fecha, tal vez su espíritu se
habrá serenado y hasta regocijado, y el desconocido artista sea ahora un viejo
muy gordo y muy alegre… Por todo lo cual ¡hay que buscarlo! Y, sobre todo,
necesitamos averiguar si llegó a pintar más obras… Seguidme.
Y
así diciendo, Rubens se dirigió a un fraile que rezaba en otra capilla y le
preguntó con su desenfado habitual:
–¿Queréis
decirle al Padre Prior que deseo hablarle de parte del Rey?
El
fraile, que era hombre de alguna edad, se levantó trabajosamente, y respondió
con voz humilde y quebrantada:
–¿Qué
me queréis? Yo soy el Prior.
–Perdonad,
padre mío, que interrumpa vuestras oraciones (replicó Rubens). ¿Pudierais
decirme quién es el autor de este cuadro?
–¿De
ese cuadro? (exclamó el religioso.) ¿Qué pensaría V. de mí si le contestase que
no me acuerdo?
–¿Cómo?
¿Lo sabíais, y habéis podido olvidarlo?
–Sí,
hijo mío, lo he olvidado completamente.
–Pues,
padre… (dijo Rubens en son de burla procaz), ¡tenéis muy mala memoria!
El
Prior volvió a arrodillarse sin hacerle caso.
–¡Vengo
en nombre del Rey! -gritó el soberbio y mimado flamenco.
–¿Qué
más queréis, hermano mío? -murmuró el fraile, levantando lentamente la cabeza.
–¡Compraros
este cuadro!
–Ese
cuadro no se vende.
–Pues
bien: decidme dónde encontraré a su autor…Su Majestad deseará conocerlo, y yo
necesito abrazarlo, felicitarlo…, demostrarle mi admiración y mi cariño…
–Todo
eso es también irrealizable…Su autor no está ya en el mundo.
–¡Ha
muerto! –exclamó Rubens con desesperación.
–¡El
maestro decía bien! (pronunció uno de los jóvenes.) Ese cuadro está pintado por
un difunto…
–¡Ha
muerto!… (repitió Rubens.) ¡Y nadie lo ha conocido! ¡Y se ha olvidado su
nombre! ¡Su nombre, que debió ser inmortal! ¡Su nombre, que hubiera eclipsado
el mío! Sí; “el mío”…, padre… (añadió el artista con noble orgullo.) ¡Porque
habéis de saber que yo soy Pedro Pablo Rubens!
A
este nombre, glorioso en todo el universo, y que ningún hombre consagrado a
Dios desconocía ya, por ir unido a cien cuadros místicos, verdaderas maravillas
del arte, el rostro pálido del Prior se enrojeció súbitamente, y sus abatidos
ojos se clavaron en el semblante del extranjero con tanta veneración como
sorpresa.
–¡Ah!
¡Me conocíais! (exclamó Rubens con infantil satisfacción.) ¡Me alegro en el
alma! ¡Así seréis menos fraile conmigo! Conque… ¡vamos! ¿Me vendéis el cuadro?
–¡Pedís
un imposible! –respondió el Prior.
–Pues
bien: ¿sabéis de alguna otra obra de ese malogrado genio? ¿No podréis recordar
su nombre? ¿Queréis decirme cuándo murió?
–Me
habéis comprendido mal… (replicó el fraile.) Os he dicho que el autor de esa
pintura no pertenece al mundo; pero esto no significa precisamente que haya
muerto…
–¡Oh!
¡Vive! ¡vive! (exclamaron todos los pintores.) ¡Haced que lo conozcamos!
–¿Para
qué? ¡El infeliz ha renunciado a todo lo de la tierra! ¡Nada tiene que ver con
los hombres!… ¡nada!
–Os suplico, por tanto, que lo dejéis morir en paz.
–¡Oh!
(dijo Rubens con exaltación.) ¡Eso no puede ser, padre mío! Cuando Dios
enciende en un alma el fuego sagrado del genio, no es para que esa alma se consuma
en la soledad, sino para que cumpla su misión sublime de iluminar el alma de
los demás hombres. ¡Nombradme el monasterio en que se oculta el grande artista,
y yo iré a buscarlo y lo devolveré al siglo! ¡Oh! ¡Cuánta gloria le espera!
–Pero…
¿y si la rehúsa? -preguntó el Prior tímidamente.
–Si
la rehúsa acudiré al Papa, con cuya amistad me honro, y el Papa lo convencerá
mejor que yo.
–¡El
Papa! -exclamó el Prior.
–¡Sí,
padre; el Papa! -repitió Rubens.
–¡Ved
por lo que no os diría el nombre de ese pintor aunque lo recordase! ¡Ved por lo
que no os diré a qué convento se ha refugiado!
–Pues
bien, padre, ¡el Rey y el Papa os obligarán á decirlo! (respondió Rubens
exasperado.) -Yo me encargo de que así suceda.
–¡Oh!
¡No lo haréis! (exclamó el fraile.) ¡Haríais muy mal, señor Rubens! Llevaos el
cuadro si queréis; pero dejad tranquilo al que descansa. ¡Os hablo en nombre de
Dios! ¡Sí! Yo he conocido, yo he amado, yo he consolado, yo he redimido, yo he
salvado de entre las olas de las pasiones y las desdichas, náufrago y
agonizante, a ese grande hombre, como vos decis, a ese infortunado y ciego
mortal, como yo le llamo; olvidado ayer de Dios y de sí mismo, hoy cercano a la
suprema felicidad!… ¡La gloria!… ¿Conocéis alguna mayor que aquélla a que él
aspira? ¿Con qué derecho queréis resucitar en su alma los fuegos fatuos de las
vanidades de la tierra, cuando arde en su corazón la pira inextinguible de la
caridad? ¿Creéis que ese hombre, antes de dejar el mundo, antes de renunciar a
las riquezas, a la fama, al poder, a la juventud, al amor, a todo lo que
desvanece a las criaturas, no habrá sostenido ruda batalla con su corazón? ¿No
adivináis los desengaños y amarguras que lo llevarían al conocimiento de la
mentira de las cosas humanas? Y ¿queréis volverlo a la pelea cuando ya ha
triunfado?
–Pero
¡eso es renunciar a la inmortalidad! -gritó Rubens.
–¡Eso
es aspirar a ella!
–Y
¿con qué derecho os interponéis vos entre ese hombre y el mundo? ¡Dejad que le
hable, y él decidirá!
–Lo
hago con el derecho de un hermano mayor, de un maestro, de un padre; que todo
esto soy para él… ¡Lo hago en el nombre de Dios, os vuelvo a decir!
Respetadlo…, para bien de vuestra alma.
Y,
así diciendo, el religioso cubrió su cabeza con la capucha y se alejó a lo
largo del templo.
–Vámonos
-dijo Rubens. Yo sé lo que me toca hacer.
–¡Maestro!
(exclamó uno de los discípulos, que durante la anterior conversación había
estado mirando alternativamente al lienzo y al religioso.) ¿No creéis, como yo,
que ese viejo frailuco se parece muchísimo al joven que se muere en este
cuadro?
–¡Calla!
¡Pues es verdad! -exclamaron todos.
–Restad
las arrugas y las barbas, y sumad los treinta años que manifiesta la pintura, y
resultará que el maestro tenía razón cuando decía que ese religioso muerto era
a un mismo tiempo retrato y obra de un religioso vivo. Ahora bien: ¡Dios me
confunda si ese religioso vivo no es el Padre Prior!
Entretanto
Rubens, sombrío, avergonzado y enternecido profundamente, veía alejarse al anciano,
el cual lo saludó cruzando los brazos sobre el pecho poco antes de desaparecer.
–¡Él
era, sí!… (balbuceó el artista.) ¡Oh!… Vámonos… (añadió volviéndose a sus
discípulos.) ¡Ese hombre tenía razón! ¡Su gloria vale más que la mía!
¡Dejémoslo morir en paz!
Y
dirigiendo una última mirada al lienzo que tanto le había sorprendido, salió
del templo y se dirigió a Palacio, donde lo honraban SS. MM. teniéndole a la
mesa.
Tres
días después volvió Rubens, enteramente solo, a aquella humilde capilla,
deseoso de contemplar de nuevo la maravillosa pintura, y aun de hablar otra vez
con su presunto autor.
Pero
el cuadro no estaba ya en su sitio.
En
cambio se encontró con que en la nave principal del templo había un ataúd en el
suelo, rodeado de toda la comunidad, que salmodiaba el Oficio de difuntos…
Acercóse
a mirar el rostro del muerto, y vio que era el Padre Prior.
–¡Gran
pintor fue!… (dijo Rubens, luego que la sorpresa y el dolor hubieron cedido
lugar a otros sentimientos.)¡Ahora es cuando más se parece a su obra!
No hay comentarios:
Publicar un comentario