Isaac Asimov
Mi hermano empezó a dictar
en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante
sus palabras.
–En el principio
–dijo–, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión
y el universo…
Pero yo había
dejado de escribir.
–¿Hace quince
mil doscientos millones de años? –pregunté, incrédulo.
–Exactamente
–dijo–. Estoy inspirado.
–No pongo
en duda tu inspiración –aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más
joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo
hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)–. Pero, ¿vas a contar la
historia de la Creación a lo largo de un periodo de más de quince mil millones de
años?
–Tengo que
hacerlo. Ése es el tiempo que llevó. Lo tengo todo aquí dentro –dijo, palmeándose
la frente–, y procede de la más alta autoridad.
Para entonces
yo había dejado la pluma sobre la mesa.
–¿Sabes cuál
es el precio del papiro?– dije.
–¿Qué?
Puede que
esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos
tan sórdidos como el precio del papiro.
–Supongamos
que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso
significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho
para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir
lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarán cayendo. Además, aunque
podamos comprar todo ese papiro, y tú tengas la voz y la fuerza suficientes, ¿quién
va a copiarlo? Debemos tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder
publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?
Mi hermano
pensó durante un rato. Luego dijo:
–¿Crees que
deberíamos acortarlo un poco?
–Mucho –puntualicé,
si esperas llegar al gran público.
–¿Qué te parecen
cien años?
–¿Qué te parecen
seis días?
–No puedes
comprimir la Creación en sólo seis días –dijo, horrorizado.
–Ese es todo
el papiro de que dispongo –le aseguré–. Bien, ¿qué dices?
–Oh, está
bien –concedió, y empezó a dictar de nuevo–. En el principio… ¿De veras deben ser
sólo seis días, Aarón?
–Seis días,
Moisés –dije firmemente.
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