Roberto Bolaño
En cierta ocasión B asiste a una fiesta
de chilenos exiliados en Europa. B acaba de llegar de México y no conoce a la mayoría
de los asistentes. La fiesta, en contra de las expectativas de B, es familiar: los
invitados están unidos no sólo por lazos de amistad sino también por lazos de parentesco.
Los hermanos bailan con las primas, las tías con los sobrinos, el vino corre en
abundancia.
En determinado momento,
posiblemente al amanecer, un joven se encara con B utilizando un pretexto cualquiera.
La discusión es lamentable e inevitable. El joven, U, hace gala de una bibliografía
demencial: confunde a Marx con Feuerbach, al Che con Franz Fanon, a Rodó con Mariátegui,
a Mariátegui con Gramsci. La hora de la discusión, por lo demás, no es la más apropiada,
las primeras luces de Barcelona suelen enloquecer a algunos trasnochadores, a otros
los dotan de una frialdad de ejecutores. Esto no lo digo yo, esto lo piensa B y
consecuentemente sus respuestas son gélidas, sarcásticas, un casus belli
más que suficiente para las ganas de pelear que tiene U. Pero cuando la pelea ya
es inminente, B se levanta y rehúsa el enfrentamiento. U lo insulta, lo desafía,
golpea la mesa (y tal vez la pared) con el puño. Todo inútil.
B no le hace caso y
se marcha.
Aquí podría terminar
la historia. B detesta a los chilenos residentes en Barcelona aunque él, irremediablemente,
es un chileno residente en Barcelona. El más pobre de los chilenos residentes en
Barcelona y también, probablemente, el más solitario. O eso cree él. En su memoria
el incidente se asemeja, más que nada, a una pelea de liceo. La violencia de U,
sin embargo, lo lleva a sacar amargas conclusiones, pues U ha militado y tal vez
aún milita en uno de los partidos de izquierda que B contemplaba, en aquella época,
con más simpatía. La realidad, una vez más, le ha demostrado que la demagogia, el
dogmatismo y la ignorancia no son patrimonio de ningún grupo concreto.
Pero B olvida o trata
de olvidar el incidente y sigue viviendo.
De forma vaga, como
si hablaran de un muerto, periódicamente le llegan noticias de U. En el fondo, B
preferiría no saber nada, pero si uno frecuenta a ciertas personas es imposible
no enterarse de lo que ocurre alrededor o de lo que la gente cree que ocurre. Así,
B sabe ahora que U ha obtenido la nacionalidad española o que U asistió una noche,
acompañado por su mujer, a un concierto de un grupo folklórico chileno. Es más,
por un segundo B imagina a U y a la mujer de U sentados en un teatro que paulatinamente
se va llenando de gente, a la espera de que suba el telón y aparezca el grupo folklórico,
tipos de pelo largo y con barba, iguales, en cierto modo, que U, e imagina también
a la mujer de U, a la que sólo ha visto una vez y que le parece guapa, con un punto
de extrañeza, una mujer que está en otra parte, que saluda (como saludó a B en aquella
fiesta) desde otra parte y que mira el telón, que aún no se levanta, y a su marido,
desde otra parte, un lugar informe tamizado por sus ojos grandes y plácidos. ¿Pero
cómo puede tener esa mujer los ojos plácidos?, piensa B. No hay respuesta.
Una noche, sin embargo,
llega una respuesta, aunque no la respuesta que B esperaba. Mientras cena con una
pareja de chilenos B se entera de que U está internado en un psiquiátrico tras haber
intentado matar a su mujer.
Tal vez esa noche B
ha bebido demasiado. Tal vez la historia que cuenta la pareja de chilenos está exagerada
hasta niveles caricaturescos. Pero lo cierto es que B escucha el relato de las adversidades
de U con sumo placer, y luego, imperceptiblemente, con una sensación de victoria,
una victoria irracional, mezquina, en la que entran en escena todas las sombras
de su rencor y también de su desencanto. Imagina a U corriendo por una calle vagamente
chilena, vagamente latinoamericana, aullando o profiriendo gritos, mientras a los
lados los edificios comienzan a humear, sostenidamente, aunque en ningún momento
es posible discernir ni una sola llama.
A partir de entonces
B, cada vez que se encuentra con esta pareja de chilenos, indefectiblemente pregunta
por U y así se entera, de forma paulatina, como si las noticias, para su secreta
satisfacción, se fueran escanciando cada quincena o cada mes, de que U ha salido
del psiquiátrico, de que U ya no trabaja, de que la mujer de U no lo ha abandonado
(algo que a B le parece francamente heroico), de que en ocasiones U y su mujer hablan
de volver a Chile. A la pareja de amigos chilenos, por supuesto, la idea de volver
a Chile les resulta seductora. A B le parece una idea atroz. ¿Pero U no era de izquierdas?,
pregunta. ¿Pero U no era del MIR?
Aunque no lo dice, B
compadece a la mujer de U. ¿Por qué una mujer como ésa se ha enamorado de un tipo
como aquél? En alguna ocasión, incluso, los imagina haciendo el amor. U es alto
y rubio y sus brazos son fuertes. Si aquella noche hubiéramos peleado, piensa, yo
habría perdido. La mujer de U es delgada, tiene las caderas estrechas y el pelo
negro. ¿De qué color son sus ojos?, piensa B. Verdes. Unos ojos muy bonitos. En
ocasiones a B le da rabia pensar en U y en su mujer, si pudiera, si fuera posible,
los olvidaría para siempre (¡sólo los ha visto una vez!), pero lo cierto es que
la imagen de ambos, enmarcada en aquella fiesta lamentable, perdura en su memoria
de forma misteriosa, como si estuviera allí para decirle algo, algo que es importante,
pero que B, por más vueltas que le da, no sabe qué es.
Una noche, mientras
pasea por las Ramblas, encuentra de casualidad a sus amigos chilenos. Éstos van
acompañados por U y por la mujer de U. Inevitablemente tiene que saludarlos. La
mujer de U le sonríe y su saludo se podría considerar efusivo. U, por el contrario,
apenas le dirige la palabra. Por un instante B piensa que U se está haciendo el
tímido o el distraído. En su actitud no percibe, sin embargo, el menor signo de
agresividad. De hecho, es como si U lo viera por primera vez. ¿Está fingiendo? ¿Este
desinterés es natural o es producto de su brote psicótico? La mujer de U, como si
quisiera atraer la atención de B, habla de un libro que acaba de comprar en uno
de los quioscos de las Ramblas. Exhibe el libro, se lo muestra, le pregunta qué
opinión le merece el autor. B confiesa, a su pesar, que no lo ha leído. Tienes que
leerlo, dice la mujer de U, y luego añade: si quieres, cuando lo termine, te lo
presto. B no sabe qué decir. Se encoge de hombros. Balbucea un sí que no lo compromete
a nada.
Al despedirse la mujer
de U lo besa en la mejilla. U le da un apretón de manos. Nos veremos pronto, dice.
Cuando se queda solo,
B piensa que U ya no le parece tan alto ni tan fuerte como en la fiesta, de hecho
es sólo un poco más alto que él. La imagen de su mujer, por el contrario, ha crecido
y ha ganado brillo hasta un nivel insospechado. Esa noche a B, por motivos ajenos
a este encuentro, le cuesta conciliar el sueño y en un momento de su insomnio vuelve
a pensar en U.
Lo imagina en el psiquiátrico
de Sant Boi, lo ve atado a una silla, retorciéndose de rabia mientras unos médicos
(o la sombra de unos médicos) le aplican electrodos a la cabeza. Un tratamiento
de esa naturaleza, piensa, tal vez pueda empequeñecer a una persona alta. Todo parece
absurdo. Antes de quedarse dormido se da cuenta de que su deuda con U ya está saldada.
Sin embargo la historia
no ha acabado.
B lo sabe. Y sabe también
que su historia con U no es una vulgar historia de rencores.
Pasan los días. Al principio
B intenta, con un impulso que tiene algo de autodestructivo, encontrar a U, a la
mujer de U, y para tal fin visita, como nunca lo había hecho, las casas de los chilenos
exiliados en Barcelona que conoce, y oye sus problemas, sus comentarios sobre la
cotidianidad con una mezcla de horror e indiferencia que disfraza detrás de una
mirada de aparente interés, pero U y su mujer nunca están, nadie los ha visto, todos,
por supuesto, tienen algo que contar, alguna opinión pertinente que emitir sobre
la desgracia que planea sobre ellos, pero lo único cierto, concluye B al cabo de
tantas visitas y monólogos, es que U y su mujer evitan la sociedad de sus iguales.
Después el impulso pierde potencia, se agota, y B regresa a sus costumbres.
Un día, sin embargo,
encuentra a la mujer de U en el mercado de la Boquería. La ve desde lejos. Va acompañada
por una chica a la que B no conoce. Están detenidas junto a un puesto de frutas
exóticas. Mientras se acerca a ellas observa que el rostro de la mujer de U ha ganado
en profundidad. Ya no es sólo una mujer hermosa sino que ahora parece, también,
una mujer interesante. Las saluda. La respuesta de la mujer de U es distante, como
si no lo reconociera. Durante un segundo B piensa que, en efecto, no lo ha reconocido,
y procede a presentarse. Le recuerda la última vez que se vieron, el libro que ella
le recomendó, incluso habla de la malhadada fiesta en donde se conocieron. La mujer
de U asiente a todo lo que B dice, pero en sus gestos se percibe una desgana en
aumento, como si su más ferviente deseo fuera que B desapareciera. Confundido, B
sigue junto a ellas, aunque en su fuero interno sabe que lo mejor sería despedirse
inmediatamente. En el fondo B espera algo, una señal, una palabra que certifique
su equivocación. Pero la señal no llega. La mujer de U intenta no verlo. La otra
mujer, por el contrario, lo observa con detenimiento y a esa mirada B se aferra
como a un clavo ardiendo. La amiga de la mujer de U se llama K y no es chilena sino
danesa. Su español es malo pero inteligible. No hace mucho que vive en Barcelona
y apenas conoce la ciudad. B se ofrece a mostrársela. K acepta.
Así que esa misma noche
B se encuentra con la danesa y pasean por el barrio gótico (él sin saber muy bien
por qué está haciendo lo que está haciendo, ella feliz y un poco bebida pues han
visitado ya un par de viejas tabernas) y hablan y K lo hace fijarse con más detenimiento
en las sombras que proyectan sus cuerpos sobre los viejos muros, sobre las calles
adoquinadas. Son sombras que tienen vida propia, dice K. En un primer instante B
apenas le presta atención. Pero luego observa su sombra, o tal vez sea la sombra
de la danesa, y por un segundo tiene la impresión de que esa silueta oscura y alargada
lo mira de reojo. Siente un sobresalto. Después los tres, o los cuatro, se hunden
en una oscuridad informe.
Esa noche duerme con
K. La danesa estudia antropología con la mujer de U y aunque no es lo que se dice
una amiga íntima (de hecho, sólo son compañeras de universidad), cuando empieza
a amanecer se pone a hablar de ella, tal vez porque es la única persona que ambos
conocen. Poco es lo que B saca en limpio. La información de K abunda en lugares
comunes. Es una buena persona, siempre dispuesta a hacer un favor, es una estudiante
inteligente (¿qué quiere decir eso?, piensa B, que no ha ido nunca a la universidad),
aunque, y esto lo afirma sin ninguna prueba, basándose únicamente en su intuición
femenina, está llena de problemas.
¿Qué clase de problemas?,
pregunta B. No lo sé, dice K, problemas de todo tipo.
Pasan los días. B deja
de buscar a U o a la mujer de U en las casas de los chilenos exiliados en Barcelona.
Cada dos o tres días se ve con K y hacen el amor, pero ya no hablan de la mujer
de U y las raras veces que K la saca a colación, B se hace el desentendido o procura
escuchar a su amiga con distancia y displicencia, procurando, sin que le cueste
demasiado, ser objetivo, como si K hablara de antropología social o de la sirenita
de Copenhague. Vuelve a su cotidianidad que es una manera de decir que vuelve a
su propia locura o a su propio aburrimiento. Con K, por otra parte, no hace vida
social, lo que lo exime de cualquier encuentro no deseado o dictado por el azar.
Un día, después de mucho
tiempo sin ir a verlos, sus pasos lo llevan a la casa de la pareja de chilenos que
son sus amigos.
B espera encontrarlos
sólo a ellos, B espera cenar con ellos y para tal fin se presenta con una botella
de vino. Al llegar la casa está virtualmente tomada. Allí están sus amigos, pero
también hay otra chilena, una mujer mayor, de unos cincuenta años, que se gana la
vida echando las cartas del tarot, y una chica de unos dieciséis años, pálida y
desabrida, con fama entre el círculo de exiliados de ser una lumbrera (fama que
a la postre resultó infundada), hija de un dirigente obrero asesinado por la dictadura,
y el novio de esta chica, un dirigente comunista catalán por lo menos veinte años
mayor que ella, y también está la mujer de U, con las mejillas rojas y en los ojos
las señales de haber llorado, y en la sala, sentado en un sillón, como si no supiera
qué ocurre, U.
El primer impulso de
B es marcharse de inmediato con su botella de vino. Pero se lo piensa mejor (aunque
la verdad es que no halla motivos para permanecer allí) y se queda.
La atmósfera que se
respira en la casa de sus amigos es fúnebre. El ambiente, los movimientos que se
registran, son de conciliábulo, pero no de conciliábulo general, sino de conciliábulos
en petit comité o conciliábulos fragmentados en las diferentes habitaciones de la
vivienda, como si una conversación entre todos estuviera vedada por motivos indecibles
que todos acatan. La bruja y la dueña de la casa están encerradas en el estudio
del dueño de la casa. La chica pálida, el dueño de la casa y la mujer de U están
encerrados en la cocina. El novio de la chica pálida y la dueña de la casa están
encerrados en el dormitorio. La mujer de U y la chica pálida están encerradas en
el baño. La bruja y el dueño de casa están encerrados en el pasillo, lo que ya es
mucho decir. ¡Incluso en uno de los vaivenes el propio B se ve a sí mismo encerrado
en la habitación de invitados con la dueña de la casa y la chica pálida mientras
escucha a través del tabique la voz aguda de la bruja que habla o salmodia una advertencia
a la mujer de U, ambas encerradas en el patio trasero!
El único que permanece
sentado en un sillón, en la sala, durante todo el rato, como si la agitación no
fuera con él o proviniera de un mundo ilusorio, es U. Y hacia allá se dirige B después
de escuchar un caudal de informaciones confusas, cuando no contradictorias, de las
cuales lo único que le ha quedado claro es que U, esa misma mañana, ha intentado
suicidarse.
En la sala U lo saluda
con un gesto que no se puede considerar amistoso pero tampoco agresivo. B se sienta
en un sillón colocado enfrente del sillón de U. Durante un rato ambos permanecen
en silencio, mirando el suelo, observando el ir y venir de los demás, hasta que
B se da cuenta de que U tiene la televisión encendida, sin sonido, y que parece
interesado en el programa.
Nada hay en el rostro
de U que delate a un suicida o un intento de suicidio, piensa B. Al contrario, en
su rostro es dable percibir una serenidad desconocida o que al menos B desconocía.
La cara de U, en su memoria, se ha quedado fija en la cara que tenía el día de la
fiesta, una cara sanguínea, atrapada entre el miedo y el rencor, o la cara de cuando
lo encontró en las Ramblas, una máscara inexpresiva (aunque tampoco pueda decirse
que ahora su cara sea excesivamente expresiva) tras la cual se escondían los monstruos
del miedo y el rencor. El rostro de ahora le parece lavado. Como si U hubiera permanecido
durante horas o tal vez días sumergido en el lecho de un río de flujo poderoso.
Sólo la televisión sin sonido y sus ojos secos que siguen cuidadosamente los movimientos
que se suceden en la pantalla (mientras en la casa se escuchan los murmullos de
los chilenos que discuten de forma estéril sobre la posibilidad de internarlo otra
vez en Sant Boi) le proporcionan a B la certeza de que, efectivamente, allí ocurre
algo extraordinario.
Y luego se desata (o
más propiamente se desprende) un movimiento en apariencia insignificante, un movimiento
claramente de reflujo: B observa, sin moverse del sillón en que está sentado, cómo
todos los que hasta hace un momento discutían y parlamentaban en pequeños grupos
se dirigen en fila india hacia el dormitorio de los dueños de la casa, excepto la
chica pálida, la hija del dirigente sindical asesinado, que en un gesto que no sabe
si considerar de rebeldía, de aburrimiento o de vigilancia, se instala en la sala,
en una silla no muy alejada del sillón en donde U ve la tele. La puerta del dormitorio
se cierra. Se acaban los ruidos en sordina.
Tal vez ése hubiera
sido un buen momento para marcharse, piensa B. En lugar de eso lo que hace es abrir
la botella de vino y ofrecerle un vaso a la chica pálida, que lo acepta sin pestañear,
y a U, que sólo bebe un sorbito, como para no hacerle un desprecio a B, pero que
en realidad no tiene ganas o no puede beber. Y entonces, mientras beben o fingen
que beben, la chica pálida se larga a hablar y les cuenta la última película que
ha visto, muy mala, dice, y luego les pregunta si ellos han visto alguna que esté
bien y que se la puedan recomendar. La pregunta, en realidad, es retórica. La chica
pálida, al formularla, lo que está haciendo es sugerir una jerarquía en la cual
ella reina en uno de los lugares más altos. No carece de delicadeza. En la pregunta
asimismo está implícita la voluntad (su voluntad, pero también una voluntad superior,
ajena a todos salvo al buen azar) de considerar a B y a U parte de esa jerarquía,
lo que no deja de ser una muestra palpable de su sentido integrador, incluso en
circunstancias como aquélla.
U abre la boca por primera
vez y dice que hace mucho que no va al cine. Contra lo que B hubiera esperado, el
timbre de su voz es perfectamente normal. Bien modulado, con un tono que transparenta
una leve tristeza, un tono chileno, un tono piramidal que no desagrada a la chica
pálida ni habría desagradado a los que están encerrados en el dormitorio si hubieran
tenido la ocasión de escucharlo. Ni siquiera desagrada a B, a quien ese tono le
trae resonancias extrañas, una película en blanco y negro y muda en la que de pronto
todos se ponen a gritar de forma incomprensible y ensordecedora mientras en el centro
del objetivo una estría roja comienza a formarse y extenderse por el resto de la
pantalla. Esta visión o esta premonición, si podemos llamarla así, pone tan nervioso
a B que, sin quererlo, abre la boca y dice que él sí que ha visto recientemente
una película y que la película es muy buena.
Y acto seguido (aunque
en el fondo lo que desea es levantarse de ese sillón y salir de la sala y de la
casa y alejarse de ese barrio) se pone a contar la película. Se la cuenta a la chica
pálida, que lo escucha con una expresión de disgusto y de interés en el rostro (como
si el disgusto y el interés fueran indisociables), pero en realidad a quien se la
está contando es a U, o eso es lo que, en medio de sus palabras torpes y rápidas,
la conciencia de B cree.
En su memoria esta película
está marcada a fuego. Aún hoy la recuerda incluso en pequeños detalles. En esa época
la acababa de ver, así que su narración debió de ser, por lo menos, vívida. La película
cuenta la historia de un monje pintor de iconos en la Rusia medieval. A través de
las palabras de B van desfilando los señores feudales, los popes, los campesinos,
las iglesias quemadas, las envidias y la ignorancia, las fiestas y un río de noche,
las dudas y el tiempo, la certeza del arte, la sangre que es irremediable. Tres
personajes aparecen como figuras centrales, si no en la película, sí en la narración
que de la película rusa hace este chileno en una casa de chilenos, enfrente del
sillón de un chileno suicida frustrado, en una suave tarde de primavera en Barcelona:
el primer personaje es el monje pintor; el segundo personaje es un poeta satírico,
en realidad una especie de beatnik, un goliardo, un tipo pobre y más bien ignorante,
un bufón, un Villon perdido en las inmensidades de Rusia a quien el monje, sin pretenderlo,
hace apresar por los soldados; el tercer personaje es un adolescente, el hijo de
un fundidor de campanas, quien tras una epidemia afirma haber heredado los secretos
paternos en aquel difícil arte. El monje es el artista integral e íntegro. El poeta
caminante es un bufón pero en su rostro se concentra toda la fragilidad y el dolor
del mundo. El adolescente fundidor de campanas es Rimbaud, es decir, es el huérfano.
El final de la película,
dilatado como un nacimiento, es el proceso de fundición de la campana. El señor
feudal quiere una campana nueva, pero una plaga ha diezmado a la población y ha
muerto el fundidor. Los hombres del señor feudal van a buscarlo pero sólo encuentran
una casa en ruinas y al único sobreviviente, su hijo. El adolescente los intenta
convencer de que él sabe cómo se hace una campana. Tras algunas dubitaciones, los
esbirros del señor se lo llevan consigo no sin antes advertirle que pagará con su
vida si la campana sale defectuosa.
El monje, que voluntariamente
ha dejado de pintar y que se ha impuesto el voto de silencio, pasa de vez en cuando
por el campo en donde los trabajadores están construyendo la campana. El adolescente
a veces lo ve y se burla de él (el adolescente se burla de todo). Le hace preguntas
que el monje no contesta. Se ríe de él. En los alrededores de la ciudad amurallada,
a la par que avanza el proceso de construcción de la campana va creciendo una especie
de romería popular a la sombra de los andamiajes de los trabajadores. Una tarde,
mientras pasa por allí en compañía de otros monjes, el monje pintor se detiene para
escuchar a un poeta, que resulta ser el beatnik al que por su culpa, hace muchos
años, encarcelaron. El poeta lo reconoce y le echa en cara su pasada acción, y le
relata, con palabras brutales y con palabras infantiles, las penalidades que ha
pasado, lo cerca que ha estado, día a día, de la muerte. El monje, fiel a su voto
de silencio, no le contesta, aunque por la forma en que lo mira uno se da cuenta
de que lo asume todo, lo que le toca y lo que no le toca, y que le pide perdón.
La gente mira al poeta y al monje y no entiende nada, pero le ruegan al poeta que
siga contándoles historias, que deje al monje en paz y que continúe haciéndolos
reír. El poeta está llorando, pero cuando se vuelve a su auditorio recobra el buen
humor.
Y así pasan los días.
A veces el señor feudal y sus nobles se acercan a la improvisada fundición para
ver los trabajos de la campana. No hablan con el adolescente sino con un esbirro
del señor feudal que sirve de intermediario. También pasa el monje y observa, con
interés creciente, los trabajos. El interés del monje ni el propio monje lo comprende.
Por otra parte, la cuadrilla de artesanos que está a las órdenes del adolescente
se preocupa por éste. Lo alimentan. Bromean con él. Con el trato diario le han cogido
afecto. Y por fin llega el gran día. Levantan la campana. Alrededor del andamiaje
de madera desde donde cuelga y desde donde se la hará tañer por primera vez se reúne
todo el mundo. El pueblo entero ha salido al otro lado de la muralla. El señor feudal
y sus nobles e incluso un joven embajador italiano, al que los rusos le parecen
unos salvajes, esperan. También el monje, confundido entre la multitud, espera.
Tocan la campana. El repique es perfecto. Ni la campana se quiebra ni el sonido
se apaga. Todos felicitan al señor feudal, incluso el italiano. El pueblo está de
fiesta.
Cuando todo acaba, en
lo que antes era una romería y ahora es un gran espacio lleno de escombros, sólo
quedan dos personas junto a la abandonada fundición, el adolescente y el monje.
El adolescente está sentado en el suelo y llorando a moco tendido. El monje está
de pie junto a él y lo observa. El adolescente mira al monje y le dice que su padre,
ese cerdo borracho, jamás le enseñó el arte de la construcción de campanas, que
prefirió morirse llevándose el secreto consigo, que él aprendió solo, mirándolo.
Y luego sigue llorando. Entonces el monje se agacha y rompiendo un voto de silencio
que había jurado iba a ser de por vida, le dice: ven conmigo al monasterio, yo volveré
a pintar y tú harás campanas para las iglesias, no llores más.
Y ahí acaba la película.
Cuando B deja de hablar,
U está llorando.
La chica pálida está
sentada en la silla y mira algo por la ventana, tal vez sólo la noche. Debe de ser
una buena película, dice, y sigue mirando algo que B no ve. Entonces U se bebe de
un solo trago su vaso de vino y le sonríe a la chica pálida y luego a B y esconde
la cabeza entre las manos. La chica pálida se levanta en silencio y cuando vuelve
viene acompañada por la mujer de U y por la dueña de la casa. La mujer de U se arrodilla
junto a U y le acaricia el pelo. El dueño de la casa y la bruja se asoman por el
pasillo, sin decir nada, hasta que la bruja ve la botella de vino olvidada sobre
la mesa y se sirve una copa.
Ese gesto es como un
pistoletazo de salida. Todos proceden a llenarse una copita de vino. La bruja hace
un brindis. El dueño de la casa hace un brindis. La chica pálida hace un brindis.
Cuando B quiere llenar otra vez su vaso ya no queda más vino. Adiós, les dice a
los dueños de la casa. Y se va.
Sólo cuando llega al
portal (al portal que está oscuro y a la calle que lo aguarda) se da cuenta de que
no le contó a U la película, sino a sí mismo.
Aquí debería acabar
este relato, pero la vida es un poco más dura que la literatura.
B ya no vuelve a ver
a U ni a la mujer de U. De hecho, B ya no necesita a U ni al fantasma radiante que
su imagen derruida le sugería. Un día, sin embargo, se entera de que U ha ido a
París a visitar a un antiguo compañero de partido. El viaje no lo ha realizado solo.
U parte acompañado por otro chileno. Viajan en tren. Poco antes de llegar a París
U se levanta sin decir nada y ya no vuelve a su compartimento. El compañero se despierta
cuando el tren se pone en marcha. Busca a U y no lo encuentra. Tras hablar con el
revisor concluye que U se ha bajado en la estación que acaban de dejar atrás. A
esa misma hora, de madrugada, el teléfono suena en casa de U. Cuando su mujer por
fin se despierta y se levanta y va hasta la sala, el teléfono deja de sonar. Poco
después suena el teléfono en casa de un amigo, quien sí levanta el auricular a tiempo
y puede hablar con U. Éste le dice que está en un pueblo francés que no conoce,
que iba a París pero que de improviso, inexplicablemente, se le fueron las ganas,
y que ahora se dispone a volver a Barcelona. El amigo le pregunta si tiene dinero.
U contesta afirmativamente. Según este amigo, U parece tranquilo, incluso aliviado
de haber tomado esta decisión. Así que el tren en el que iba U sigue su viaje a
París, hacia el norte, y U comienza a caminar por el pueblo, hacia el sur, como
si de pronto se hubiera quedado dormido y quisiera volver a Barcelona caminando.
No vuelve a telefonear.
Junto al pueblo hay
un bosque. En algún momento de la noche U abandona el camino y se interna en el
bosque. Al día siguiente un campesino lo encuentra colgando de un árbol, ahorcado
con su propio cinturón, una empresa no tan fácil como a simple vista puede parecer.
El pasaporte, los demás papeles de U, el carnet de conducir, la cartilla de la Seguridad
Social, los gendarmes los localizan esparcidos lejos del cadáver, como si U los
hubiera arrojado mientras caminaba por el bosque o como si los hubiera intentado
esconder.
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