martes, 30 de abril de 2024

Primera cita

Alejandro Bentivoglio

 

Vi que Laura sacó las llaves pero al llevarlas hacia la cerradura se le fue yendo la mano dentro de esa profundidad oscura y luego el brazo y el resto del cuerpo hasta que estuvo del otro lado y ya no supe más de ella.

Ahora pienso que tal vez nunca necesitó realmente de las llaves y que buscarlas en su bolso y sacarlas sólo fue una excusa para distraerme y no darme el beso que yo había esperado toda esa noche.

 

El coco

Agustín Cadena

 

A Guadalupe

 

Prieto, cacarizo, con bigotes de sobaco de indio: así nos imaginábamos al Coco cuando éramos niños, allá en la vecindad de la calle República de Nicaragua. De todos, yo era el más nervioso, el más asustadizo. Mi madre regañaba a los otros chamacos: “No me anden espantando a m’ijo”, les decía. “El Coco no existe”. Pero yo les creía más a ellos. Siempre les creí más a ellos. El Coco se aparecía atraído por el aborregado olor de la infancia y era perverso, despiadado. Cazaba niños y se los llevaba a su mujer, la Cocatriz, para que ella los guisara en salsa de chile verde. Por eso tenía manos grandes y duras. Vestía overol de mezclilla y un gorro de estambre negro y caminaba con tenis para no hacer ruido. A la espalda cargaba su costal, junto con el cuchillo cebollero que usaba para cortar en pedazos a sus víctimas de modo que le cupieran sin notarse. A veces, para despistar o para matar el hambre mientras agarraba algo, traía las bolsas del pantalón llenas de cacahuates. Gracias a su ubicuidad, el Coco acechaba en todos los rincones oscuros: en la vivienda en ruinas que se derrumbaba lentamente a la entrada del edificio y que ya no se podía rentar, en las azoteas, en los roperos ajenos. De noche, sus dominios se extendían a la vieja escalera de piedra y al patio del fondo, donde se tendía la ropa. Por supuesto, en cualquiera de estos sitios podía ser conjurado, ya fuera apretando los ojos o, en los casos más graves, haciendo con los dedos la señal de la cruz. Pero donde sí era señor absoluto era en la calle. Las calles le pertenecían por completo. En ocasiones, cuando no andaba muy ocupado comiendo niños, atendía un puesto de tiliches en Correo Mayor. Era desobligado, como mi padre, y cuando se emborrachaba le pegaba a la pobre de la Cocatriz. Esto me lo contó mi hermana, que nunca le tuvo miedo.

 

El balberito

Fernando Iwasaki

 

La otra noche matamos a un vampiro. Cerca del amanecer lo acechamos junto a su tumba y le tendimos una emboscada. El monstruo no era muy fuerte y pegó un chillido espeluznante cuando lo empalamos. Al verlo tendido en el suelo advertimos horrorizados que era un balberito, un niño vampiro que nos miraba con los ojos perplejos y arrasados de lágrimas, mientras se desollaba despavorido las manitas contra la estaca. El balberito agonizaba entre pucheros y la sangre de su última víctima resbalaba por sus colmillos de leche hasta empozarse en los hoyuelos de sus cachetes. “¡Muere, demonio!”, gritó el reverendo al degollarlo con su hoz.

 

Papeles familiares

Marguerite Yourcenar

 

En diciembre de 1948 recibí de Suiza, donde la había dejado durante la guerra, una maleta llena de papeles familiares y cartas de más de diez años de antigüedad. Me senté junto al fuego para acabar con esa especie de horrible inventario de cosas muertas; me pasé varias noches en soledad ocupada en eso. Deshacía atados de cartas; releía, antes de destruirlo, ese montón de correspondencia con personas olvidadas y que me habían olvidado, algunas vivas, otras muertas. Algunos de esos papeles databan de una generación anterior a la mía; los nombres mismos no me decían nada. Arrojaba mecánicamente al fuego ese intercambio de frases muertas con Marías, Franciscos y Pablos desaparecidos. Desplegué cuatro o cinco hojas dactilografiadas; el papel estaba amarillento. Leí el encabezamiento: “Querido Marco…”. Marco… ¿De qué amigo, de qué amante, de qué pariente lejano se trataba? No advertí de inmediato a quién se refería el nombre. Al cabo de unos instantes recordé de pronto que ese Marco no era otro que Marco Antonio, y supe que tenía en mis manos un fragmento del manuscrito perdido de las Memorias de Adriano. Desde ese momento, me propuse reescribir este libro, costara lo que costare.

 

La muerte del poeta

Alberto Vanasco

 

El empleado de la sección Poesía accionó una pequeña palanca del tablero central y casi de inmediato apareció la tarjeta en la bandeja de información.

–Aquí está –dijo el empleado, tomando el cartón con su mano izquierda y extendiéndoselo a Dorvs. Con la otra mano sostenía la taza de café.

Dorvs tomó la tarjeta y trató de leer.

–No entiendo –dijo.

–Claro que no. Pero es sencillo. Mire: cada punto, una letra, cada dos puntos, un número.

–¿Tengo que descifrarlo yo?

–No, en absoluto. Pensé que le gustaría saber, por eso le explicaba.

–Me basta con saber lo mío. ¿Puede informarme?

–Sí –dijo el empleado, poniéndose serio de pronto y dejando a un lado la taza vacía –. Cómo no.

Estudió durante tres segundos las perforaciones del código.

–Tuvo suerte –exclamó, con entusiasmo–. El libro ha sido aprobado. Le corresponde el número A 125.432 bis, de la fecha.

–¿Qué quiere decir? ¿Son todos los libros presentados en el año?

–No. Son los compulsados hoy. Pero el suyo es uno de los pocos que ha pasado la prueba. Hay solamente veintitrés en las mismas condiciones. Y usted es el número uno.

–Gracias. Eso está bien, ¿no?

–Supongo que sí. Y para nosotros también. Es el primero que resulta aprobado en nuestra oficina, en más de diez años.

–¿Adónde debo dirigirme ahora?

–A la biblioteca. Allí le darán toda la información.

–¿Lo publicarán?

–Sí. Son los que se encargan de eso.

–Gracias.

–Le darán también una beca, seguramente. Un año para viajar adonde quiera.

–Me vendría bien. Hasta luego.

–Tengo que tomarle el tiempo que ha estado acá. Le conviene apurarse. No vaya caminando.

–Sí, voy a ir caminando. No me importa.

El hombre anotó el tiempo y Dorvs salió a la explanada. Tenía nada más que dos horas para dedicar a ese trámite pero igual se dirigió caminando hacia la biblioteca. Quería recapacitar. Por eso ni siquiera usó la vereda automática: bajó libremente por la calzada.

Se sentía ufano. Por fin habían aceptado un libro suyo. Esta obra era su tercera prueba. Había fracasado veinte años atrás, con su primer trabajo. Y luego había debido esperar los diez años que fijaba la ley para el segundo intento. Pero el tercero había resultado. Ya era un escritor. Las computadoras habían registrado todas sus palabras, habían examinado el contenido y lo seleccionaron entre miles. Tuvo que trabajar intensamente todos esos años para hacerlo, aprovechando las horas nocturnas, y los descansos semanales. Había sido, además, su última oportunidad. De no haber pasado esta prueba no hubiera podido ya dedicarse a la literatura, no hubiera podido justificar esas horas que ocupaba escribiendo. Pero ahora ya era un escritor. Llegó a Plaza Mallú, tomó por la Avenida Olivar hasta la calle Néccico.

Cuando llegó a la biblioteca una flecha lo llevó directamente hasta la sección publicaciones. Había una sola empleada, sentada entre las máquinas ZZT, arreglando su reloj: lo había desarmado y ahora volvía a poner cada pieza en su lugar, minuciosamente.

–¿Usted también se anotó en esos cursos? –preguntó Dorvs.

–Sí. Tuve que hacerlo. Es una gran cosa. Me ayuda a pasar el día.

Dorvs le extendió su tarjeta:

–Mi libro ha sido aceptado –dijo–. ¿Me puede informar?

La empleada tomó la ficha y examinó las perforaciones con ojo profesional.

–A 125.432 bis –dijo.

–Así es –confirmó Dorvs, no sin cierto orgullo.

–¡Qué cosa! –exclamó ella–. Cada día se escribe menos. Hasta hace un año no bajábamos del millón. La gente ya no tiene entusiasmo.

–Cada día resulta más difícil.

–Debe ser eso. Su nombre es Dorvs.

–Sí.

–Muy bien, tomaré nota. Puede llevar la tarjeta. Mañana quedará registrado y antes de fin de semana recibirá el comprobante.

Puso la tarjeta en la boca de entrada y cargó la memoria.

–¿Eso es todo?

–Claro. Tal vez reciba también los pasajes y el dinero para una beca. Usted es el número uno. Se la merece.

–¿Y mis originales?

–Su original está aquí. Ésta es la frase elegida para el archivo: “El sepia es un racimo de grisú rabioso”.

–Es un verso.

–Bueno, un verso.

–¿Y el resto? Yo presenté cincuenta poemas con más de tres mil líneas.

–Todo el material ha sido compulsado por la computadora. Las otras frases seguramente estaban registradas. La máquina informa cuándo y por quiénes ha sido escrita cada cosa y devuelve lo que es original. Su libro ha sido aceptado porque tenía esta frase que es inédita. Ahora nosotros la incluimos en el archivo general, con su nombre y sus datos.

–¿Y no la publican?

–Por supuesto. Todos los años se editan las nóminas de las nuevas creaciones, unas veinte mil por vez. La suya saldrá con su nombre y todo más o menos dentro de tres años. También le avisaremos. No deje de leerlo. Le felicito.

–Gracias. ¿Puedo copiar el verso?

–Cómo no. Yo se lo dicto, porque veo que le queda poco tiempo. “El sepia es un racimo de grisú rabioso”.

Dorvs escribió las ocho palabras en su cuaderno de notas y volvió al trabajo. Habían pasado exactamente las dos horas que tenía para eso.

Su labor de escritor estaba realizada. Su verso había ido a incrustarse en la gran memoria del cerebro electrónico que contenía todo lo creado y pensado por el hombre hasta ese momento. En algún sitio sus palabras quedarían inscritas para siempre formando parte de todo lo adquirido por la cultura en su lucha con el misterio.

Dorvs aprovechó aquella beca, viajó, conoció cielos distintos y regresó al trabajo. Tres años después recibió una hoja de las planillas de publicación donde constaba su línea, con su número.

Ningún otro hecho se derivó de su poesía. Presentó otros libros. Presentó otros poemas pero ninguno fue ya aceptado por la inexorable memoria de la computadora universal. Nada más sucedió. Salvo en el último día de su vida.

Estando enfermo de gravedad, muchos años después, un joven pidió hablar con el poeta Dorvs.

Conocía su verso, lo había leído en la nómina de difusión y lo que más deseaba en el mundo era conocer a su autor. Lo hicieron pasar a la habitación donde Dorvs agonizaba y el joven le explicó el motivo de su visita, su admiración por el viejo maestro que había dejado aquella línea extraordinaria.

Dorvs sonrió y pensó que su vida acababa de transformarse en una victoria. Sacó la antigua tarjeta de computadora donde constaba su creación y la entregó al joven discípulo como un legado inmortal. Su visitante examinó aquella ficha.

–Perdón. Esta es la A 125.432 bis –dijo.

–Claro. ¿Por qué? –preguntó Dorvs con sus últimas fuerzas.

–Yo buscaba al autor de la A 125.433 bis –dijo el discípulo–. Debe tratarse de un error del departamento de información.

Pero Dorvs ya no oía. El joven llamó a la familia y salió un rato después con la tarjeta en la mano.

La dobló en dos. Y al cruzar la plaza, en uno de los canteros, la dejó caer.

 

lunes, 29 de abril de 2024

El maltratado

Wimpi

 

Licinio Arboleya estaba de mensual en las casas del viejo Críspulo Menchaca. Y tanto para un fregado como para un barrido.

Diez pesos por mes y mantenido. Pero la manutención era, por semana, seis marlos y dos galletas. Los días de fiesta patria le daban el choclo sin usar y medio chorizo.

Y tenía que acarrear agua, ordeñar, bañar ovejas, envenenar cueros, cortar leña, matar comadrejas, hacer las camas, darles de comer a los chanchos, carnear y otro mundo de cosas.

Un día Licinio se encontró con el callejón de los Lópeces con Estefanía Arguña y se le quejó del maltrato que el viejo Críspulo le daba. Entonces, Estefanía le dijo:

–¿Y qué hacés que no lo plantás? Si te trata así, plantalo. Yo que vos, lo plantaba…

Esa tarde, no bien estuvo de vuelta en las casas, Licinio –animado por el consejo del amigo– agarró una pala, hizo un pozo, planto al viejo, le puso una estaca al lado, lo ató para que quedara derecho y lo regó.

 

A la mañana siguiente, cuando fue a verlo, se lo habían comido las hormigas.

 

Vidas de artistos

Julio Cortázar

 

Cuando los niños empiezan a ingresar en la lengua española, el principio general de las desinencias en “o” y “a” les parece tan lógico que lo aplican sin vacilar y con muchísima razón a las excepciones, y así mientras la Beba es idiota, el Toto es idioto, un águila y una gaviota forman su hogar con un águilo y un gavioto, y casi no hay galeoto que no haya sido encadenado al remo por culpa de una galeota. A mí me parece esto tan justo que sigo convencido de que actividades tales como las de turista, artista, contratista, pasatista y escapista deberían formar su desinencia con arreglo al sexo de sus ejercitantes. Dentro de una civilización resueltamente androcrática como la de Latinoamérica, corresponde hablar de artistos en general, y de artistos y de artistas en particular. En cuanto a las vidas que siguen, son modestas pero ejemplares y me encolerizaré con el que sostenga lo contrario.

 

Kitten on the Keys

A un gato le enseñaron a tocar el piano, y este animal sentado en un taburete tocaba y tocaba el repertorio existente para piano, y además cinco composiciones suyas dedicadas a diversos perros.

Por lo demás, el gato era de una estupidez perfecta, y en los intervalos de los conciertos componía nuevas piezas con una obstinación que dejaba a todos estupefactos. Así llegó al opus ochenta y nueve, en cuyas circunstancias fue víctima de un ladrillo arrojado por alguien con saña tenaz. Duerme hoy el último sueño en el foyer del Gran Rex, Corrientes 640.

 

La armonía natural o no se puede andar violándola

Un niño tenía trece dedos en cada mano, y sus tías lo pusieron en seguida al arpa, cosa de aprovechar las sobras y completar el profesorado en la mitad del tiempo que los pobres pentadígitos.

Con esto el niño llegó a tocar de tal manera que no había partitura que le bastara. Cuando empezó a producir conciertos era tan extraordinaria la cantidad de música que concentraba en el tiempo y el espacio con sus veintiséis dedos que los oyentes no podían seguirlo y acababan siempre retrasados, de modo que cuando el joven artisto liquidaba La fuente de Aretusa (transcripción) la pobre gente estaba todavía en el Tambourin Chinois (arreglo). Esto naturalmente creaba confusiones hórridas, pero todos reconocían que el niño to-caba-como-un-ángel.

Así pasó que los oyentes fieles, tales como los abonados a palcos y los críticos de los diarios, continuaron yendo a los conciertos del niño, tratando con toda buena voluntad de no quedarse atrás en el desarrollo del programa. Tanto escuchaban que a varios de ellos empezaron a crecerles orejas en la cara, y a cada nueva oreja que les crecía se acercaban un poco más a la música de los veintiséis dedos en el arpa. El inconveniente residía en que a la salida de la Wagneriana se producían desmayos por docena al ver aparecer a los oyentes con el semblante recubierto de orejas, y entonces el Intendente Municipal cortó por lo sano, y al niño lo pusieron en Impuestos Internos, sección mecanografía, donde trabajaba tan rápido que era un placer para sus jefes y la muerte para sus compañeros. En cuanto a la música, del salón en el ángulo oscuro, por su dueño tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo veíase el arpa.

 

Costumbres en la Sinfónica “La Mosca”

El director de la Sinfónica “La Mosca”, maestro Tabaré Piscitelli, era el autor del lema de la orquesta: “Creación en libertad”. A tal fin autorizaba el uso del cuello volcado, del anarquismo, de la benzedrina, y daba personalmente un alto ejemplo de independencia. ¿No se lo vio acaso, en mitad de una sinfonía de Mahler, pasar la batuta a uno de los violines (que se llevó el jabón de su vida) e irse a leer La Razón a una platea vacía?

 

Los violoncelistas de la Sinfónica “La Mosca” amaban en bloque a la arpista, señora viuda de Pérez Sangiácomo. Este amor se traducía en una notable tendencia a romper el orden de la orquesta y rodear con una especie de biombo de violoncelos a la azorada ejecutante, cuyas manos sobresalían como señales de socorro durante todo el programa. Por lo demás, nunca un abonado a los conciertos oyó un solo arpegio del arpa, pues los zumbidos vehementes de los violoncelos tapaban sus delicadas efusiones.

Conminada por la Comisión Directiva, la señora de Pérez Sangiácomo manifestó la preferencia de su corazón por el violoncelista Remo Persutti, quien fue autorizado a mantener su instrumento junto al arpa, mientras los otros se volvían, triste procesión de escarabajos, al lugar que la tradición asigna a sus caparazones pensativas.

 

En esta orquesta uno de los fagotes no podía tocar su instrumento sin que le ocurriera el raro fenómeno de ser absorbido e instantáneamente expulsado por el otro extremo, con tal rapidez que el estupefacto músico se descubría de golpe al otro lado del fagote y tenía que dar la vuelta a gran velocidad y continuar tocando, no sin que el director lo menoscabara con horrendas referencias personales.

Una noche en que se ejecutaba la Sinfonía de la Muñeca, de Alberto Williams, el fagote atacado de absorción se halló de pronto al otro lado del instrumento, con el grave inconveniente esta vez de que dicho lugar del espacio estaba ocupado por el clarinetista Perkins Virasoro, quien de resultas de la colisión fue proyectado sobre los contrabajos y se levantó marcadamente furioso y pronunciando palabras que nadie ha oído nunca en boca de una muñeca; tal fue al menos la opinión de las señoras abonadas y del bombero de turno en la sala, padre de varias criaturas.

 

Habiendo faltado el violoncelista Remo Persutti, el personal de esta cuerda se trasladó en corporación al lado de la arpista, señora viuda de Pérez Sangiácomo, de donde no se movió en toda la velada. El personal del teatro puso una alfombra y macetas con helechos para llenar el sensible vacío producido.

 

El timbalero Alcides Radaelli aprovechaba los poemas sinfónicos de Richard Strauss para enviar mensajes en Morse a su novia, abonada al superpúlman, izquierda ocho.

Un telegrafista del Ejército, presente en el concierto por haberse suspendido el box en el Luna Park a causa del duelo familiar de uno de los contendientes, descifró con gran estupefacción la siguiente frase que brotaba a la mitad de Así hablaba Zaratustra: “¿Vas mejor de la urticaria, Cuca?”

 

Quintaesencias

El tenor Américo Scravellini, del elenco del teatro Marconi, cantaba con tanta dulzura que sus admiradores lo llamaban “el ángel”.

Así nadie se sintió demasiado sorprendido cuando a mitad de un concierto, vióse bajar por el aire a cuatro hermosos serafines que, con un susurro inefable de alas de oro y de carmín, acompañaban la voz del gran cantante. Si una parte del público dio comprensibles señales de asombro, el resto, fascinado por la perfección vocal del tenor Scravellini, acató la presencia de los ángeles como un milagro casi necesario, o más bien como si no fuese un milagro. El mismo cantante, entregado a su efusión, limitábase a alzar los ojos hacia los ángeles y seguía cantando con esa media voz impalpable que le había dado celebridad en todos los teatros subvencionados.

Dulcemente los ángeles lo rodearon, y sosteniéndole con infinita ternura y gentileza, ascendieron por el escenario mientras los asistentes temblaban de emoción y maravilla, y el cantante continuaba su melodía que, en el aire, se volvía más y más etérea.

Así los ángeles lo fueron alejando del público, que por fin comprendía que el tenor Scravellini no era de este mundo. El celeste grupo llegó hasta lo más alto del teatro; la voz del cantante era cada vez más extraterrena. Cuando de su garganta nacía la nota final y perfectísima del aria, los ángeles lo soltaron.

 

Veinte siglos después

Lilian Elphick

 

Arriba de su Lamborghini descapotable blanco, Julio César Avendaño Avendaño recibe los vítores del pueblo. ¡Viva Julito!, gritan las mujeres; ¡gracias, compañero!, vocean los hombres. Una lluvia de papeles de colores se posa en las hombreras de su saco Armani.

Julio César Avendaño Avendaño infla su pecho de un orgullo desconocido; hace unos años era un pobre traficante y ahora es un gran, grandísimo mercader que vuelve a su pueblo, hundido en la miseria. Lanza monedas de oro a la multitud enfervorizada.

–Recuerda que eres mortal –le susurra una mujercilla, casi una sombra.

–¿Eres tú, mamá? –pregunta Julio César.

Antes de que la mujer conteste que sí, Julito, soy tu mamá, vayámonos a casa y yo te daré cerdo a las brasas; bueno, no te vas a dar ni cuenta de la diferencia, el fuego arregla todo, mal que mal el gato estaba lleno de pulgas y de un solo guadañazo lo destripé; antes de que diga pío la flaca pelá, una bala loca entra por el bolsillo superior izquierdo del Armani, descosiendo el borde pespunteado en seda y tiñendo de rojo el clavel tan varonil de Julio César Avendaño Avendaño.

 

El Borametz

Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero

 

El cordero vegetal de Tartaria, también llamado Borametz y Polypodium Borametz, y “polipodio chino”, es una planta cuya forma es la de un cordero, cubierta de pelusa dorada. Se eleva sobre cuatro o cinco raíces; las plantas mueren a su alrededor y ella se mantiene lozana; cuando la cortan sale un jugo sangriento.

Los lobos se deleitan en devorarla. Sir Thomas Browne la describe en el tercer libro de la obra Pseudodoxia Epidemica (Londres, 1646). En otros monstruos se combinan especies o géneros animales; en el Borametz, el reino vegetal y el reino animal.

Recordemos a este propósito la mandrágora, que grita como un hombre cuando la arrancan, y la triste selva de los suicidas, en uno de los círculos del Infierno, de cuyos troncos lastimados brotan a un tiempo sangre y palabras, y aquel árbol soñado por Chesterton, que devoró los pájaros que habían anidado en sus ramas y que, en la primavera, dio plumas en lugar de hojas.

 

El joven con el cuento

Antonio Skármeta

 

–Esa es la casa –dijo Ernesto–. Un verdadero palacio. ¿Qué te parece?

Acomodé la mochila en la espalda y sentí cómo caía entero en una especie de arrobamiento, una temperatura creciente desde las vísceras a los ojos tiñéndomelos con la fuerza de mi entusiasmo, con ganas de precipitarme hacia la orilla y correr sobre la arena hasta no dar más, y ya me imaginaba la risa que me iba a dar hacerlo. “Todo el azul reino de la tierra conquistado para el hombre”. Ni siquiera un poco de viento, la arena blanca, las rocas sabiamente distribuidas, y mar y cielo hasta cansarse, y la garganta poderosa, enérgica, tramando las palabras de alabanza, mudas en ese momento porque cualquier palabra sería todo, y un dedo indicando el horizonte, escapado de mi mano derecha, incomprensible, contando por su propio riesgo cierta historia que no acertaba a traducir, y el gesto consternado de mi rostro, y el sudor picante sobre las mejillas y Ernesto sonriendo mientras me miraba, magnánimo dueño del mundo, preguntándome ¿qué me parecía?, gozando amablemente de mi veneración a la tierra, sobándose las manos, haciendo como que mascaba algo, abriendo y cerrando la boca con un airecito suficiente, sin cesar de mirarme, sin dejar de sonreírse.

–Extraordinario –contesté–. Llámeseme “El Rey” desde ahora en adelante.

Yo hablo así, un poco a lo grande, qué vamos a hacerle.

–Rey de mierda, al tercer día necesitarás hablar con alguien, tendrás ganas de tomar una sopa caliente, o de ver alguna mujercita, cogerás la carretera y volverás a Antofagasta.

–No me conoces –respondí contemplando una bandada de pelícanos que sobrevolaban un grupo de rocas–. Sería capaz de calcinarme perfectamente sobre una roca sin remordimientos. Sé cómo ser un hombre quieto, Dios me perdone.

Cogió una bolsa de regular tamaño y la depositó en la arena.

–Ahí están tus provisiones. Conservas y cervezas. Dentro del carro encontrarás vino. No bebas demasiado.

–Pierde cuidado –le dije–. No tendré tiempo.

–Así que no tendrás tiempo. ¿Qué piensas hacer?

Respondí con un gesto teatral lo exactamente impreciso; en verdad deseaba dejar secreto ese monólogo que me anunciaba, al mismo ritmo que mi respirar, la nueva tierra que avistaba, la súbita madurez que había emergido de los fastidiosos días pasados en Santiago, casi al término de mi tercer año en la Universidad, que me habían enfilado las piernas al norte en un pacífico y lento viaje a través de la pampa.

–Dormir –contesté–. Como una bestia fatigada. Dan mucho sueño esas clases de la Universidad, ¿sabes?

–A mí me habían dicho que mantenían despierto –dijo Ernesto con una astucia asombrosa.

Le puse la mano en el hombro.

–Propaganda.

–Pero tienes buenas notas, ¿verdad?

–Sí –contesté–. Eso no significa nada.

–¿Qué vas a hacer? ¿Vas a dejar la Universidad?

–Un poco. No sé. Tal vez.

Ernesto se rascó la cabeza. Me encogí de hombros y le tendí la mano.

–¿Vendrás el sábado?

–Seguro –dijo–. ¿Quieres que te lleve la bolsa hasta el carro?

–No, deja.

Se metió la mano en el bolsillo derecho, y luego me pasó las llaves.

–Bueno, Rey –dijo–, que la pases bien.

–Pierde cuidado –respondí.

Puse las llaves en el bolsillo de la camisa y recogí las provisiones. Luego sonreí a Ernesto y eché a caminar lentamente hasta la casa. Sentí el traqueteo del motor y deseé que se alejara pronto para sentir con toda su amplitud el silencio del paraje, y comenzar a oír mi voz, finalmente, contestando con ignorancia las preguntas calladas que me hacía, recibiendo el olor salado del océano en las paredes de mis narices. De pronto el ruido del motor se apagó, y el estallido de un balazo me sacudió entero. Giré con celeridad hacia el automóvil. A unos cien metros de distancia Ernesto me hacía señas con los brazos levantados y me indicaba que lo esperara.

Eché a correr hacia él, nervioso, en tanto se abalanzaba hacia mí, agitando un revólver en su brazo derecho. Cuando nos encontramos se dejó caer sobre la arena.

–¿Qué pasó? –pregunté–. ¿Tú disparaste?

–Sí. Tómalo.

Cogí el arma con la izquierda. Era más pesada de lo que me imaginaba.

–Casi se me olvida entregártelo –dijo.

Miré el revólver y lo trasladé hacia el otro lado con precaución, cuidando de mantener los dedos lejos del gatillo.

–¿Está cargado?

–Tiene cinco balas –dijo, sacándose alguna basura que le había entrado en un ojo.

–¿Qué quieres que haga con él? –pregunté. Se lo extendí para que lo cogiera.

–Quédatelo.

–¿Para qué? No he disparado un tiro en toda mi vida.

Ernesto siguió luchando con su ojo. El sol le daba en la cara, y con una de las manos se hacía sombra y con la otra secaba el lagrimeo.

–Puedes necesitarlo –dijo–. Parece que me entró arena en el ojo.

Dejé el revólver a un costado, me arrodillé y le cogí la cabeza.

–Abre.

Intentó abrirlo y lo único que consiguió fue que se irritase más. Cuando logró sostenerlo por un rato lo soplé con violencia varias veces, y era la mismísima imagen de un huracán.

–Parece que ya salió –dijo para que no lo jodiera más.

Se puso de pie. Cogí el arma y le extendí la mano, devolviéndosela.

–Llévate esto –le dije–. Aquí lo único que hay para hacer puntería son pelícanos. ¿De qué me va a servir? ¡Más lo nervioso que me pone!

–Quédatelo –insistió–. Esto está lleno de gente.

Miré con sorna a los alrededores.

Al lado del viejo carro de ferrocarril había una pequeña cabaña, y a unos cien metros de distancia otro carro, pintado de rojo y con una bandera chilena sobre un asta blanca.

–Sí –dije–. Hay más gente que en Glasgow, Escocia.

Me di vuelta siguiendo la dirección del índice de Ernesto.

–Cerros –comenté–. Mil cerros pelados y hermosos.

–Uno nunca sabe dónde vive la gente –sentenció.

–Seguro. ¿De qué vivirían?

–Pudiera ser que bajaran a pescar en las madrugadas. ¿No te parece?

Examiné el arma que tenía en la mano derecha.

–De todos modos –dije–, enséñame cómo funciona.

–Apunta a algún lado.

Dirigí el arma hacia una roca.

–Sosténlo primero y aprieta el gatillo.

–¿No tiene seguro?

–Está vencido.

Cerré un ojo y cargué el dedo sobre el gatillo. La detonación me vibró como un silbido en las orejas, y la mano quedó temblando. Erré, y un puñado de arena se elevó, como polvillo alrededor de la roca.

Ernesto rio.

–Afina la puntería –dijo–. En caso que tengas alguna batalla en grande, en la casa hay más municiones. Si ves a algún polaco, mátalo.

–Está bien –dije–. En el nombre de tu abuelo.

Caminé los metros que me separaban de los bultos, los recogí y mientras sentía partir el auto, continué la marcha hacia la casa.

Lo primero que hice al entrar fue dejar abiertas las puertas y todas las ventanillas para refrescar el ambiente caldeado del carro. Era un vagón del Ferrocarril Antofagasta-Bolivia, de los mismos en que había viajado en mi infancia, y que aún conservaba en un extremo dos asientos de madera, algunas perchas sobre las paredes, y los portavalijas en lo alto, atestados ahora de revistas, tarros, camisas y zapatos, cajetillas de cigarros a medio vaciar, botellas vacías, todo mezclado en un admirable desorden. El carro estaba dividido por una pared de madera terciada, y cada compartimento tenía tres camas de campaña, de las mismas que usan los milicos. En una esquina se había conservado el excusado, y a pesar de los esfuerzos que se notaba que alguien había hecho por limpiarlos, una multitud de garabatos podían ser leídos con relativa facilidad. La mayoría de ellos les recordaban la familia a los cholos, todos adornados con dibujos genitales, y de sabrosas curvas diseñadas sobre el estanque de agua del inodoro.

En la punta opuesta habían ubicado, cubierta por una cortina de paño, una mesa pequeña sobre la cual estaban dos anafes a parafina, y a juzgar por los tarros de arroz y de azúcar, y por la sal, y por las cáscaras de naranjas en el suelo, eso perfectamente podía ser una cocina. Una vez que hice una inspección total del palacio, me recosté sobre cada una de las camas, saltando sobre ellas y probando sus bondades, hasta escoger una que miraba hacia la playa que me impresionó por su blandura y por su tamaño, en que pude echar con comodidad mi metro ochenta y dos, y descansar un momento, mirando hacia las rejillas de ventilación silbando entre dientes cualquier cosa.

“Aquí estoy –me dije–, como un rey de mierda echado en esta cama disfrutando pacíficamente mi destierro, dispuesto a que todo pase a mi lado sin alterarme, con tres buenos lápices en el bolsillo, y con esta queda comprensión de no necesitar nada más del mundo”.

–Aquí estoy –dije después, en voz baja–, echado como un perro astuto esperando reponerme del cansancio, aprobando el olor de la transpiración en mi camisa, sin nada que hacer por los siglos de los siglos amén, ligeramente excitado pero sin deseo de mujer, moviéndose como ese jarrón chino de T. S. Eliot, quietamente en movimiento, sin desear y sin no desear, haciéndoles el umbral a las palabras, concentrándome para que las insignificantes revelaciones se epifanicen, para que mi demonio despierte y se ponga de acuerdo conmigo y nos cojamos en una fácil lucha esta noche, sin que nada turbe el sobresalto tranquilo de la prosa, mientras las páginas avancen y este infeliz que soy pase petulantemente la mano por las narices, como el cochino dueño del mundo que me conozco, desgañitándome con la felicidad de estar siendo, sin que haya viento capaz de tirarme de mi potro y demasiado libre como para ponerme a escribir ahora como malo de la cabeza.

–Veamos qué nos depara la playa –dije levantándome– y no permitas que nada te turbe, a menos que te den ganas de turbarte, y entonces no dejes que nada te tranquilice, hermano.

Me coloqué una mano como visera sobre los ojos, y mirando el sol calculé la hora. Parecía ser algo así como las cinco de la tarde, de modo que aún tendría sol por un buen rato. Caminé estirándome y bostezando hasta pocos metros de la orilla y tirando la ropa me tendí desnudo sobre la arena, sintiendo de inmediato el calor del sol en la cara y en el vientre. Había puesto la camisa, hecha un atado, bajo la nuca, de modo que reposaba plácidamente con toda la comodidad deseable. Con los ojos apenas abiertos miré el batir pesado de las alas de los pelícanos rondando una zona del agua que parecía estar poblada de sardinas, y los vi lanzarse en picada de pronto, introducirse en el mar, y emerger hacia el aire chorreando con el pez firmemente cogido en el pico. Había unos treinta de estos pajarracos rondando, y favorecidos por la quietud del océano, el ruido de sus alas, golpeándose contra la queda y brillante atmósfera, podía oírse intenso, como una especie de vibración seca que sonaba a música. También divisé otros pájaros más pequeños que cortaban el aire bien en lo alto, que no sabía cómo se llamaban, pero todo su movimiento era armónico, y no parecía que estuviesen buscando comida o con ganas de atrapar peces, ni parecía que se estuviesen dirigiendo a alguna parte tampoco, pues lo único que hacían era girar en el mismo espacio, a veces en fila, o en grupo de cuatro, y más bien podía ser que lo único que quisieran fuera estar ahí volando, porque sí, porque les era bueno, pues eso era su vida, mantenerse suspensos en el aire, planeando luego de haberse agitado lo suficiente como para ganarse ese transporte sereno de ellos mismos, y quizás gozosos de ser pájaros voladores e inútiles, excepto por ese vuelo, allá en lo alto, destacado como una marca negra prolongándose en el color del cielo, dividiendo el sol, trizándolo en cientos de soles pequeños, arrebatándole, imaginé, su única profundidad, llevándose su fulgor prendido del pico, resbalándolo sobre el plumaje negro, sacudiéndoselo con la cabeza aguda, y reintegrándolo al aire para dividir el aire a su vez y colocarse libremente en el espacio.

–Esto es lo que soy –dije acariciándome el vientre sin dejar de mirar las aves, penetrado de sus vaivenes, ajeno a mi nombre y al mundo, quietamente replegado atrapándome–. Esto es lo que soy. Espacio. Aquí comienzo y en la punta de esos dedos sucios y torcidos de mis pies termino. Y esto es lo que me es dado, y ya puedo empezar a agradecerlo.

Me pasé la mano por la cara, ardiente, dura al tacto, con algunos granos de arena que me rasparon las mejillas, e intenté agradecer mi espacio, en el primer idioma que me viniera a la cabeza.

Lo primero que dije fue una especie de oración mezclando el Padre Nuestro que estás en los cielos con las odas de Neruda y con algunos poemas escritos en la infancia, todo salpicado de interjecciones groseras, que las lanzaba sólo para meter alboroto en la acción de gracias, como pensando que si alguien las escuchase, no me tomara por un beato o por un poeta de chambergo. Después se me ocurrió que lo justo sería pedir que mi espacio fuera conservado, mantenido en garantía, inviolable, es decir, sí por mujeres, si se les ocurría hacerlo, pero no por la muerte ni por las plagas ni por ninguna porquería semejante. Suavemente empezó a fastidiarme el sol, de manera que me di vuelta, quedando de vientre con la cara apoyada en el lado derecho, y mirando solamente la porción de arena que estaba más próxima continué hilvanando el discurso, con cautela, cuidando que sonara honrado y convincente.

En seguida, envalentonado por la plegaria y dispuesto a la ambición por el sonido de las palabras, oración murmurada al oído de la hembra tendida a mi lado, la única, la elegida, y por el sol que reposaba en mi trasero, y por la arena caliente presionando contra mi vientre, elevé la voz quejándome por no tener más que lo que tenía, rebelándome contra el tiempo, improperiándolo por su honesta destrucción, alegando contra la ley de gravedad que no te lleva a las estrellas cuando te impulsas ligeramente desde una roca con ciertas ansias de llegar lejos, lo más lejos posible, alegando contra la palabra “posible”, clamando por su erradicación del diccionario, protestando por la absurda usurpación que un día sobrevendrá gracias al aire que magnánimamente yo habré devuelto esperanzado al universo cada vez que inspire, el mismo aire belicoso que ahora lanzaba como pedradas golpeteando sobre la arena haciéndola saltar, elevar, desubicándola de su orden natural, y de pronto, ante esa especie de dolor, lo único que quedaba era la herencia: verte a ti mismo convertido en una cosa chillona y mojada que te hiriera mirándote, testimoniándote allí donde tu cuerpo anuncia su retirada que él está ahí, en tu tierra, merced a tu aprendizaje laborioso de la faena del mundo, todo su absurdo dolor y su alegría, mirándote con esos pocos kilos de peso, denunciándote que allí estás tú, mejor que el que has sido, o bien, allí mismo, pero definitivamente traicionado, vuelto frente a ti, no aceptándote, negando el mundo sin una palabra, enviando silencioso al padre y al misterio a la misma mierda, libremente eligiendo su muerte, dejando de respirar la noche del parto, o retirándose a los veinte años de edad luego de haber concluido su lección al borde de un prostíbulo, sin un gesto, sin una mentira, con una socarronería callada, pensando en la fe, negando el sentimiento, sacudiendo la cabeza, retirándose la vida como una pluma que sobre el cabello se le hubiese depositado: así de liviana o molesta; o, años más tarde, a la distancia, atisbándolo yo por una ventana que da a la orilla de la playa, echado sobre la arena, haciéndose las mismas preguntas, lo veré tocándose el sexo, pensando en su nombre, probando la respuesta embarazando a la mujer que lo escucha a su lado, o permanezca quieto quizás, y entonces sepa yo mi nombre y pueda ir a dormir a mi cama dejando las ventanas abiertas de modo que la brisa marina se impregne a mis arrugas, las labre y las agote para quedarme mudo con el sabor de la sal fermentada en los pómulos.

Con los dedos de los pies y de las manos me di en escarbar la tierra mientras flexionaba las rodillas y los codos, sintiendo la fina lluvia de arena golpeando contra mi nuca, y con un movimiento de negación arrastré la frente dibujando en la arena una especie de semicírculo. Fui acelerando todos estos movimientos, involuntariamente, sin que me lo hubiese propuesto, hasta que pareció que todo el calor del mundo se me entregaba y que una rotación de carbones se amontonara con movimientos intermitentes en el cerebro, y en los muslos, y en el espinazo sobre todo. Me aferré a la tierra oprimiendo con la mano derecha una concha marina y permaneciendo quieto me permití circular libremente por las venas y luego salir con violencia hacia el resto del espacio, sintiendo el contacto húmedo sobre el estómago, el pecho y el cuello, resoplando con fuerza, las manos extendidas ahora, los brazos largos a la vez, como un crucificado, sin dejar de cavar la tierra con la frente, los ojos firmemente apretados y sonriendo.

Cuando todo pasó, permanecí aún un segundo en la misma posición contemplando el suceso, esperando que la respiración recobrara el ritmo que le es propio, y palpándome con curiosidad el pelo del pecho. Una vez que las cosas estuvieron en orden, bostezando con satisfacción, me di vuelta. Quedé acostado de espaldas, y el repentino abrir de los ojos y la luz directa del sol, que no miraba desde hacía media hora a lo menos, golpeándolos, me encegueció y me obligó a cerrarlos por un momento. Limpié las lágrimas con las palmas de las manos, y cuando finalmente logré mirar hacia la playa, no pude menos que estirarme para manifestar el estado de satisfacción que me iba creciendo al contemplar el mar, ahora absolutamente sereno, excepto el brillo del sol sobre el agua, que producía una especie de movimiento apenas perceptible, los pájaros inmóviles sobre las rocas con el pico oteando el horizonte, graznando ruidosamente, como metidos en una discusión sobre la lejanía que ordenaba el mundo en esos azules por los cuales el sol comenzaba a entrarse.

Al introducirme al agua, lo primero que hice fue permanecer sumergido hasta las rodillas, y con la mano derecha me limpié el estómago, el pecho, e hice salpicar, extendiendo de golpe todos los dedos, gotas de agua que me refrescaron el rostro. Cogí agua en la mano, la elevé sobre la cabeza, y después la solté dejándola caer en el pelo, como si me estuviese bautizando a mí mismo, y cuando dije mi nombre, Antonio, noté que no me era extraño, que yo mismo me obedecía si llamaba así, y durante todo el tiempo que permanecí echándome agua en la cabeza y repitiendo mi nombre se me aparecía la imagen de yo mismo repitiendo mi nombre y echándome agua sobre la cabeza, sólo que yo, que imaginaba, estaba serio mirando hacia el horizonte, con cierto dolor de cabeza que empezaba a molestarme, en tanto que la imagen más bien parecía reírse de todo, y se me ocurría que recién se había sacado un frac, había ordenado los pantalones sobre una arena perfumada de lavanda, y sin recoger las fichas ganadas en el Casino, se había ido a meter al mar, para preguntar sin dramatismo, y más bien con alegría, cuál era su nombre en la tierra.

Sabía que nadando habituaría el cuerpo a la temperatura del agua, de manera que emergí de la primera zambullida, y lanzando a prisa los brazos chapoteé ruidosamente girando sin rumbo, haciendo todo tipo de maniobras en forma violenta. Cuando me sentí dueño del mar, nadé lentamente hacia una roca grande que se asomaba a unos cien metros, con movimientos armoniosos, equilibrados, escupiendo el agua salada que me entraba por la boca entreabierta hacia los costados, con los ojos cerrados, abriéndolos de tarde en tarde para asegurarme que continuaba en línea recta, preocupado de mi cenestesia, del contraste de mi cabeza, dolorida, y el magnífico estado de fuerza interna del resto del cuerpo, de su semitensión confortable, de la claridad con que sus pulmones elaboraban el aire mientras nadaba, y el diálogo entablado con el océano, mientras agitaba los brazos, haciéndolo a un lado, devolviéndolo hacia la orilla como un conquistador que avista tierra nueva.

En cuanto estuve en la roca, me paré sobre ella y dije todos los nombres de las cosas que allí había, en voz alta y cantarina, repitiendo los que más me gustaban, tales como montaña, ribera, gaviota, pelícano, verdad, y otras como esas, hasta que dije “cangrejo”, sin que hubiese uno solo en las proximidades, solamente por “hacerme mula”, porque me gustaba la palabra, o quizás porque deseaba que apareciera efectivamente un cangrejo, pero no acababa de decir la palabra cuando pegado a mi pie izquierdo surgió uno. Entonces recordé cierto libro, sonreí socarronamente mientras me inclinaba a recogerlo, y aunque mis labios y mis ojos y mi cuerpo entero estaban mirando patalear al bicho, de algún modo supe que toda la vanidad del mundo, y la del Eclesiastés, y toda la gran vanidad que sabiamente habrá un día de venir se me había metido hasta en los más recónditos huesos, porque cuando sonreía socarronamente al cangrejo, de algún modo supe que estaba mirando hacia arriba. Lo atravesé con una astilla de madera que recogí en las cercanías flotando, y emprendí, nadando lentamente, la vuelta a la playa con el cangrejo ensartado, siguiendo los vaivenes de mi brazo derecho que lo transportaba, aún luchando por vivir, como tonificado por las súbitas introducciones al agua causadas por mi braceo.

Sin secarme, me puse la ropa encima y caminé hasta el carro. Empezaba a hacerse oscuro y el dolor de cabeza, que hacía un rato se había declarado, se tornó más penetrante. Sentí los labios secos y dentro de la cabeza las imágenes se aparecían como puestas bajo la luz de reflectores naranjas, destellantes, y mucho más hirientes si cerraba los ojos. Antes que llegara a la puerta de la casa, tuve el primer escalofrío. Me puse la mano en la frente, buscando confirmar si tenía fiebre, pero sentí la mano tan caliente como la cabeza. Entré a la casa maldiciendo mi mala suerte, abrochándome los botones de la camisa y sacudiendo el cuerpo para evitar esa especie de corrientes heladas que lo hacían vibrar a momentos. Y más me enojé aún cuando vi los cuadernos abiertos sobre la mesa, y sobre las hojas en blanco los tres lápices muy acicalados y afiladitos de punta, y las ganas de escribir que traía me crecieron, pero rabiosamente, fastidiándome, del mismo modo que hubiese cogido un garrote para matar a un mosquito acechante. Cerré los cuadernos, me tendí en la cama y decidí mirar por la ventana hasta que todo se pusiese absolutamente oscuro, simplemente esperar la noche, y mirar primero la luz desfalleciente del crepúsculo, y más tarde mirar la oscuridad, sin conversar conmigo mismo, poniendo la cabeza en blanco de manera que ninguna imagen me despertara y me diese trabajo; con los ojos entreabiertos cerrar las vías a los nervios y, mirando lejos, morir provisoriamente para descansar. Sabía que a la primera bajada de guardia, a la primera cosa que formulase en el corazón, me iría a parar, abriría el cuaderno y escribiría durante ocho horas todo el odio y la frustración que un muchacho de veinte años puede haber acumulado contra el mundo, llenando las páginas de esa llorona bazofia, para amanecer en la playa imbécil y sucio, muerto de cansancio, sabiendo positivamente que el hombre está más lejos de todo eso, y desconociendo de ese modo el mundo, desintegrando la misteriosa emoción que une y desordena todo. Cuando todo estuvo oscuro, menos el cielo estrellado, y la franja blanca de espuma en la orilla brotando desde la retirada del mar, no pude mantener los ojos abiertos, ni controlar más la fiebre. Mi cabeza empezó a fallar; el cuerpo lo sentí débil y sudoroso, y me deslicé entre las frazadas semidormido. A pesar de la fiebre, logré dormir un par de horas sin tener una sola imagen, sin que ninguna pesadilla me estorbara.

Lo que me despertó de improviso fueron voces. Permanecí quieto en la cama, fijando la atención en el sonido. Con los ojos totalmente abiertos intenté ver en la habitación. La noche era clara y todo parecía calmo. Me erguí un poco para mirar por la ventana, pero cuando estuve a punto de asomar el rostro por el marco, me eché hacia atrás tiritando. Las voces no se oían ya y se me ocurrió que pudieron haber sido una idea mía. Después de todo había agarrado una insolación de primera, de modo que qué podía tener de extraño que oyese ruidos inexistentes. En el lecho, las manos aferradas a los bordes, permanecí dispuesto a saltar si veía entrar a alguien, lanzarme sobre él, o bien huir por la ventana y correr los dos kilómetros hacia la carretera.

“Vagos –pensé–. Mineros despedidos de Chuquicamata, o de las mismas salitreras, ¿qué otra gente puede ser?, ¿quién pasaría por aquí, a kilómetros del más próximo punto poblado, a medianoche?”.

Dándome vuelta en el lecho deseché todas las suposiciones, y abrigado hasta las orejas, probé seguir durmiendo. Si lo que quería era estar solo, me dije, tenía que aguantarme la angustia y aprender a no temer la noche, vivir desde la oscuridad y disfrutar de su savia opaca, del mismo modo que me nutría tibiamente de la luz cotidiana.

El silencio me calmó. La cabeza puesta bajo la colcha, permanecí concentrado en el sonido de la noche, el movimiento del mar, y ocasionalmente, muy a la distancia, sólo perceptible por quien estuviera atento, las bocinas de los camiones que volvían de Chuquicamata aprovechando el frescor nocturno. Coloqué una mano entre las piernas y doblando las rodillas incliné el lomo hacia adelante y susurré muy despacito un tema de jazz. De vez en cuando, siempre pendiente de los ruidos externos, interrumpía la canción, y aunque no era gran cosa lo que recordaba la letra, la continuaba, inventando las palabras que necesitaba para terminar las frases melódicas. No sé si el tema era triste, uno de esos de Chet Baker, o si la fiebre lo produjo, o si serenamente empezaba a quebrarse en mí la más ilusionada historia, pero lo cierto fue que el llanto me iba llenando el rostro, concentrándome la fiebre en las córneas, brotando sin que yo levantara la mano para limpiarlo, permitiendo que las lágrimas resbalaran por la barbilla y cayesen al cuello. Al inspirar, con fuerza, como suspirando, el aire me penetró más frío, y lo sentí convulsionarse entre las vísceras. No eran los ruidos que antes había oído. Ni la oscuridad. Ni el absoluto silencio que hubo entonces, excepto por mi canción quebrada, que no cesaba de entonar como si esa melodía me protegiera, me acunara tibiamente, calentando los pensamientos que me perturbaban.

Todo eso que estaba allí, acurrucado, replegado sobre sí mismo, hirviendo a 40 grados bajo la noche luminosa, toda esa vana porquería tiritona, lo que con un gesto de prognatismo y soberbia lo llamaba “yo”, inflando la palabra, repitiéndola mientras saltaba en la tierra hasta que los carrillos se me desvencijaban, toda la azul maravilla, el azul testimonio, el amor contenido, la sonrisa, toda la prosa y la jactancia, allí me las tenía, agarradas a las entrañas como el cangrejo que me procuraría un buen desayuno, inertes, nutriéndose de mi miedo, de las ubres de esa vieja y pesada vaca que fui de repente, sin agilidad ni gracia, con dolor cada vez que estiraba un músculo, y, con más miedo, cada crujido del catre, cada golpear del viento contra los papeles de la habitación me apartaban más del resto del mundo, me entregaban hondamente al misterio, sólo que no era un misterio benigno, porque a lo que más se parecía era a una enfermedad lenta, morbosa, gustadora del ser que iba devorando, poseyéndolo de pie sobre la cama, y por dentro, y desde el aire con gusto a sal, y desde lo que aún no era, y desde las tardes del domingo en provincia mirando el polvo de las aceras desiertas cuando ese gusto ya apareció en el sudor bajo el cuello de la camisa blanca.

Por un segundo sacudí la cabeza con energía, me escupí los dedos y los pasé, mojados, sobre los párpados para refrescarlos, intentando otra vez quedarme quieto para que no hubiese imagen alguna que me reintegrase al temor. Escuché. No había ruidos en efecto.

Pero de pronto, inconfundible, nítidamente alguien rio, con un estertor ronco, grave, y siguió a esa risa, otra, débil, casi femenina. Calculé de donde vendrían. Parecían estar al lado derecho del carro, probablemente reclinados sobre la pared que daba al cerro. Quedé en tensión. Las risas sonaron otra vez, ahora más débiles, como un comentario final a las risas anteriores. Luego siguió un silencio. Hubo un ruido en la ventana de atrás, cerca de la cocina, que me hizo sentar en el lecho y escrutar el fondo de la casa. Después apareció una pierna, permaneció un momento allí, colgando, y no tardó en aparecer la otra, en tanto que el resto del cuerpo hacía un esfuerzo por introducirse impulsado por los dos brazos que se afirmaban en la parte superior del marco de la ventana. A tientas busqué el revólver sobre la colcha tirada en el piso donde había echado los pantalones antes de acostarme. Metí la mano en el bolsillo, y con alivio palpé el frío metal del arma. La cambié de mano, a la derecha, y levantándola a la altura de los ojos, apunté a las piernas del hombre que ahora permanecía pegado a la ventana haciendo señas a alguien, indicándole que se aproximase, y al mismo tiempo moviendo para todos lados la cabeza como para cerciorarse de que nadie lo observaba. Miró hacia donde yo estaba incluso, pero poco habituado a la oscuridad del carro, y debido a que lo único que movía era el brazo con el revólver, no me descubrió. Antes de apretar el gatillo, hice un gesto así como de quien se para un momento a reflexionar. Un movimiento como una respiración aguda que me serenó de improviso, que me enfrió, que me quitó la fiebre, como si la hubiese vomitado de repente.

“Estoy chiflado –pensé–. Absolutamente chiflado”.

Bajé el arma, y en el segundo en que el otro empezaba a introducirse por la ventana, parándome firmemente sobre mis pies descalzos, lancé un grito breve y chillón.

–¡Quién anda ahí! –grité retrocediendo. Instintivamente alcé el arma.

Aquel que estaba entrando se retiró ruidosamente dejándose caer sobre la arena ante una seña con la mano derecha que le hizo el que estaba dentro.

Arrugando la frente traté de ver con nitidez qué hacía el hombre en esa zona oscura de la pared. Primero, siempre con el arma alzada, soporté el silencio, con algo que no era paciencia precisamente, pero más rato, el hecho de que no se moviese, que no lo oyera respirar siquiera, me anduvo agitando, y mientras avanzaba un poco le hablé.

–¿Qué hace aquí? –dije–. ¿Qué quiere?

Hubo un perfecto silencio.

–¿Qué hace? –repetí–. Estoy armado y lo estoy apuntando. Puedo verlo perfectamente.

Sentí el revólver mojado con la transpiración de la mano. Pasé el índice a lo largo del gatillo frotándolo para que se secara.

–Bueno –agregué, violentando el tono de falsa serenidad con que hasta entonces había hablado–, no voy a estar toda la noche esperando que conteste. Si no contesta, disparo, ¿entiende? Estoy armado; puede verlo, ¿no es cierto?

No había acabado de hablar, cuando vi al bulto moverse, quebrar su quietud con una especie de salto corto, que pareció venir en mi dirección y echándome a un costado oprimí dos veces el gatillo, cayendo sentado en la cama con la reculada del revólver. Otra vez quedó en el aire esa vibración que había sentido en la mañana. Los fogonazos me enceguecieron por un segundo, y mientras me ponía de pie, me pareció ubicar al hombre pegado a la ventana.

–No dispare más –dijo–. Por favor.

Me pasé la mano por la frente.

–¿Cómo está? ¿Lo herí?

–Parece que no –dijo ceceando.

–No le tiré al cuerpo –dije alardeando, por lo que pudiera ocurrir.

–Gracias –dijo–. Somos gente honrada. No se preocupe, patrón.

–Llame a su compañero –ordené.

Le silbó por la ventana.

–Es mi hijo. Es apenas un niño.

Miré hacia fuera.

–Pasa no más, Pedro. El caballero creyó que éramos ladrones, por eso disparó. No te asustes. Entrate no más.

Dejé el revólver a un lado y encendí una vela. Mientras daba vuelta la llama para que se desparramase algo de esperma donde afirmarla, me fijé en los rasgos del hombre, en su cuerpo macizo, en su barba de unos tres días, en su mameluco verde y luego, cuando entró, en el pequeño, encasquetado en una chaqueta de cuero gastado y en un par de pantalones cortos.

Descubrí en la mesa un par de aspirinas, las eché en la boca y comencé a chuparlas ruidosamente.

–Bueno. ¿Qué es lo que quieren? –dije.

Los dos se miraron.

–Vamos de paso, caballero. Pa’Antofagasta –dijo el hombre–. Creímos que no había nadie, por eso tratamos de entrar.

–Estábamos cansados –dijo el chico, pasándose el dorso de la mano por los ojos–. Queríamos un lugar donde dormir.

–Una camita, ¿verdad, Pedro?

–Claro.

–Nosotros sabíamos que habían camas en estas casas. Nos habían dicho. ¿No es cierto, Pedro?

El niño asintió.

Ya en ese momento yo estaba más avergonzado que el demonio.

–Acuéstense allí –dije, indicándoles dos camas en el otro aposento.

Fui hasta el lado de ellos y cogí una damajuana.

–Aquí tiene vino, por si le da sed.

–No se moleste, patrón.

Les alcancé mi bolsa con las provisiones y les dije que sacaran de allí algo para comer.

–Por el susto –les dije–, me duele la cabeza. Buenas noches.

–Buenas noches. Gracias. ¿Para qué se fue a molestar, patrón? Nos vamos a quedar aquí calladitos. Ya, acuéstate ahí, Pedro.

Volví al lecho, tranquilizado, con vergüenza, y antes de acostarme cogí la caja con las municiones y las coloqué en el suelo al alcance de mi mano. Tendido en la cama, jugando con el revólver descargado, haciéndolo girar en la mano derecha, pensé en el mundo y la gente; pensé en todos los que habitan en las ciudades y en quienes van de una ciudad a otra, de un país a otro, de un planeta a otro planeta, como si en algún lado las cosas fueran a ser mejor, como si en algún lado uno pudiera sacarse los zapatos, y sin temer nunca más, equilibrado en su destino, manejándolo en el puño, palpando directamente el valor y la gallardía en los latidos calientes de la esperanza, decir aquí me quedo y nada me moverá; y no necesito nada para estar aquí; y a nadie temo y a nadie puedo dejar de amar, y puedo despreciar libremente a quien se me antoje; y habrá generación acá; y mucho se aprenderá mirando los mares. Y esta vez, extendido en el lecho, fui cogiendo una a una las municiones y colocándolas en los depósitos ovalados del arma, hasta que completé la cuota. Abandoné el arma en el suelo, y volviendo el rostro contra la pared, cerré los ojos y no tardé en quedarme dormido.

Cuando desperté miré por la ventana y lo que allí había no era otra cosa sino un día luminoso y caliente. Parecían ser las diez de la mañana o algo semejante. De un salto estuve de pie; y luego, vestido, fui al otro compartimento para ver a mis huéspedes. Las camas estaban deshechas pero de ninguno de los dos había rastro. Tomé el revólver y la caja. Salí, pisé la arena caliente, y colocándome las manos como anteojeras los busqué a lo largo de la playa. Los divisé cerca de un grupo de rocas, realizando extrañas contorsiones sobre la arena, como si la estuvieran cavando con los pies. A medida que me iba acercando vi que recogían algo y lo echaban dentro de una caja de madera. También al lado de la caja, distinguí la damajuana de vino y un balde. Me hicieron jubilosas señas cuando me vieron venir. Una vez a su lado, el hombre se acercó y me extendió una especie de marisco, palpitante.

–Sírvase –me dijo–. Son machas.

La cogí y la mastiqué, atento a su sabor.

–Ahora enséñeme cómo se sacan –dije.

–Están enterradas en la arena húmeda. Mueva el pie y va a encontrar.

Así lo hice y no tardé en hallar una, que olía muy bellamente.

Estuvimos largo tiempo cavando, y una vez que hubimos llenado la caja nos sentamos sobre las rocas, les echamos limón, que mis huéspedes habían traído, y comenzamos a comerlas y, entre macha y macha, echamos unos tacos de vino, primero breves y refrescantes, y luego largos y somníferos, hasta que estuvimos los tres medio borrachos, y siempre con sed, mandamos a Pedro a buscar otra damajuana a la casa, y cuando volvió también nos tomamos esa y seguimos cavando la arena y comiendo machas, hasta que creí que iba a explotar.

Me apoyé contra una piedra y cerré los ojos mientras el mundo pirueteaba como un demente y el mar se veía rojo o naranja, o casi amarillo. Los abrí, y descubrí que mis dos compañeros estaban durmiendo cubiertos por la arena en que se habían revolcado. Entonces me acordé de mi dolor de cabeza, pero era tan dulce el sentimiento que poseía que me resultó difícil pensar que alguna vez pude haber tenido un dolor de cabeza. Cogí el revólver, apunté al horizonte y disparé. Permanecí oyendo el eco del balazo por unos segundos y luego apunté al horizonte otra vez y apreté el gatillo, y después tiré seguido el resto de las balas sin detenerme a escuchar su sonido, y cantando a toda voz una de esas músicas incidentales que tocan en las películas de cowboys.

Después agarré la caja de municiones, llené el revólver y disparé al cielo, a la casa, quebrándole dos vidrios, a los maderos que flotaban en la orilla, a los cerros, a un barco que pasó a la distancia, a todo lo que quería que muriese en mí. Cuando agoté las municiones, y al gatillo se le escapó un clic, y noté mi mano ardiente y el estómago descompuesto, me levanté, sacudí a los dos compañeros sin lograr despertarlos, me dirigí hacia la casa, desnudándome mientras caminaba, hasta que enfrenté el lecho, y, sonriendo, me dejé caer en él a esperar que la noche llegase, libre de toda traba, desnudo como los pájaros, cayéndome en el sueño, hundiéndome en un dulce abismo, pensando, mientras perdía conciencia de todo, en el cuento que esa noche iba a escribir.