viernes, 30 de septiembre de 2022

Capitán Simpson (Q. E. P. D.)

Eraclio Zepeda

 

A Félix Pita Rodríguez

 

La loca Margarita amaneció muerta en la playa y allí la encontró un pescador cuando iba camino de su barca. Estaba Margarita sonriendo en su muerte de ahogada.

Alguien fue a la casa de la loca para avisar del encuentro. Los gritos con que su madre recibió la noticia pusieron en movimiento a todo el puerto.

Un grupo de señoras piadosas lavó con agua dulce el cuerpo de Margarita, le cambió ropas y peinaron sus largos cabellos adornándolos con flores de mayo. Cantando canciones tristes la llevaron a su casa tendida en una mesa.

La loca Margarita creía que era hija del océano, y obligaba a la vieja Prudencia, su madre, a dormir acompañada de una botella con agua de mar.

–¡Margarita! ¿Quién es tu papá? –a diario le preguntaban los habitantes del puerto.

–Mi padre es el mar; pero un pequeño mar –contestaba la loca, fabricando la carcajada de los vecinos. Así cada día, todo el día.

Cuando la encontraron muerta, el mecánico de las lanchas comentó que “Margarita se había ido a despedir de su padre”, pero en contra de la costumbre nadie rio, y todo el puerto supo que así había sido.

Aquella mañana los pescadores se hicieron a la mar a hora avanzada. La flotilla de barcas se dispersó para lanzar chinchorros, mientras en tierra proseguían las mujeres los preparativos para el entierro de Margarita.

El primero en ver aquella barcaza a la deriva fue el pescador Fluviano. Era una embarcación grande, metálica, pintada de gris, con letras y números blancos. Fluviano remó hacia ella.

La U y la S que estaban escritas con grandes trazos blancos en la proa de la embarcación se podían leer ahora muy claramente. El pescador iba alegre rumbo a su descubrimiento: lo que en el mar anda extraviado pertenece al que lo encuentre.

Al aparejar su embarcación con la barcaza quedó sorprendido: a bordo, tendido en el banco de en medio, yacía un esqueleto.

Decidió pedir ayuda y sopló su caracol rosado con toda la fuerza que pudo. Una nota larga y triste se fue flotando encima de las aguas hasta las orejas de los pescadores: suspendieron sus trabajos, voltearon la vista hacia el caracol, descubrieron la barcaza que abordaba ya Fluviano y se dirigieron hacia allá.

Las embarcaciones se agruparon alrededor de la barcaza. De pie sobre las popas los pescadores en silencio hacían un marino homenaje al esqueleto.

El mecánico de las lanchas fue, como siempre, quien tomó una decisión. Fijó un cable en la anilla de proa de la barcaza y organizó las tareas de remolque hacia la playa.

Se dirigieron hacia el cementerio del puerto, en la más bella caleta de la bahía.

Con los tirones del arrastre la barcaza había hecho agua a causa de un oleaje necio que le entraba por la proa; al llegar a tierra estaba casi inundada, semisumergida, con la línea de flotación cubriéndole las letras que Fluviano viera con claridad a la distancia.

El esqueleto se había dispersado en el agua y algunos huesos, los más pequeños de las manos y los pies, sin peso flotaban junto a una libreta muy decolorada por el sol en donde se advertían rasgos de lo que podría ser una minuciosa relación de angustias. Los marineros advirtieron también conchas de tortuga con huellas de dentelladas humanas.

–Se las comió vivas –comentó alguien.

Como la barcaza estaba casi hundida, los trabajos de atraque fueron difíciles; su enorme peso muerto la había sembrado en la arena aún dentro de la frontera de las olas últimas, quedando reciamente anclada.

Ningún pescador quiso abordar ahora la barcaza para no entrar en contacto con el agua en que flotaban los huesos. El mecánico volvió a dar la solución cuando con una barreta de acero perforó el casco de la barca, aprovechando un momentáneo retiro de la marea. El agua escapó por los orificios y Fluviano fue testigo de cómo algunos huesos, los más pequeños que flotaban, salieron por allí a perderse en el mar. Sin embargo no dijo nada ni intentó alguna acción para evitarlo, molesto sin duda por el deterioro sufrido por la embarcación que ya era suya.

Aligerada de peso y sumando el esfuerzo de todos, la barcaza fue impulsada a la playa hasta posarla en las arenas secas.

La noticia del rescate había corrido por el puerto y la última fase de la maniobra contó con un público ansioso, mujeres, niños y ancianos, que abandonando la compañía debida al cadáver de la loca Margarita corrieron hacia la caleta del cementerio. Hubo quien creyó ver en el tumulto, durante un instante, a la misma madre de la muerta.

Don Valentín Espinosa, acostumbrado al manejo de huesos y traslado de cadáveres, en virtud de su oficio de sobador y de enfermero, se ofreció a rescatar los restos del desventurado náufrago, que eso y no otra cosa tenía que ser el solitario navegante hallado.

Solemnemente, don Valentín fue guardando uno por uno los huesos en el saco de harina que alguien facilitara oportunamente. Primero los huesos largos de las extremidades, luego la gran mariposa del pubis (–Era hombre, mayorcito ya –comentó don Valentín con absoluta seguridad), seguida del tórax y la columna vertebral, cerrando la operación mayor con el cráneo y la mandíbula, que en un principio se creyó perdida. El remate de la acción fue recoger los huesos más pequeños, diseminados en toda la barcaza, operación ya carente de protocolos y misterios en la que colaboraron varios pescadores y dos niños.

El saco fue pasando de mano en mano hasta depositarlo encima de la arena, entreabierto, dejando a luz el cráneo. La atención de todos estaba fija ahora en la libreta de notas.

Fluviano revisaba seriamente sus páginas mojadas, pasándolas una a una cuidadosamente, evitando rasgaduras.

–Está en gringo –concluyó, cerrando la libreta.

–Entonces era gringo –remató don Valentín.

Alguien propuso que se llevara la libreta a la capitanía del puerto, opinión que de inmediato fue aprobada. En grupo, todos juntos, condujeron en procesión la bitácora del náufrago hasta la capitanía. Algunas personas, limitadas por sus ocupaciones, no habían podido acudir a la caleta del cementerio para atestiguar la llegada de la barcaza, pero al ver pasar la procesión frente a sus casas, decidieron sumarse a ella. Antes de llegar al centro del poblado la libreta iba ya cubierta con una manta bordada, transportada con unción en una bandeja de aluminio decorada con flores. Algunas viejas empezaron a cantar melodías sacras y momentos después el pueblo todo era un gran coro regularmente entonado, que obligó al sacristán de la capilla echar a vuelo, en toques largos, las campanas.

El capitán del puerto ya los esperaba en la entrada de su oficina, advertido de antemano por miembros de su familia que presurosos le llevaron su uniforme blanco reservado para las grandes ocasiones.

En los años de su juventud, el capitán del puerto navegó por varios mares en un barco australiano, donde, además del escorbuto, adquirió el conocimiento del idioma inglés, habiendo llegado a un dominio aceptable en términos de marinería y blasfemias varias.

El capitán recibió la bandeja que portaba la reliquia y pidió que le dejaran trabajar a solas. Con una media vuelta, muy ortodoxa a la luz del reglamento, desapareció en su oficina cerrando la puerta. Las viejas que organizaron el canto de himnos sacros, en el clímax de un entusiasmo litúrgico al que pocas veces tenían acceso y oportunidad, se hincaron ahora en las piedras de la calle, pero su ejemplo no tuvo seguidores.

Pacientemente, los vecinos aguardaron el lento trabajo de traducción. Para matar el tiempo se organizaron algunos juegos con dados y naipes, hechos de huesos de delfín aquéllos y éstos con piel de tiburón. Fluviano permaneció retirado de las tentaciones del juego, temeroso de exponer su barcaza nueva en un imprudente golpe de dados o en un incierto chingolingo.

Al abrirse la puerta de la capitanía el pueblo se puso de pie en un movimiento gimnástico y sorprendentemente bien ejecutado. El capitán apareció llevando la bandeja en las manos. El cabo de policía se cuadró y respetuoso pidió se le permitiera sostenerla. El capitán conservó en cambio los papeles en los que apuntara las notas de su traducción.

Solicitó silencio con la mano, interrumpiendo el murmullo de inquietud que empezaba a progresar en los reunidos; buscó calmadamente en todas las bolsas de su uniforme hasta encontrar los anteojos y se los calzó con el mismo ademán con que un almirante hiciera uso de los catalejos para observar el desarrollo de una gran batalla.

–El muerto se llamaba en vida Walter Simpson, y era capitán de fragata de la marina de guerra norteamericana –dijo con voz grave.

–Descanse en paz –coreó el pueblo.

–Según la bitácora que he leído –continuó el capitán del puerto en el mismo tono–, el capitán Simpson y su tripulación navegaban a bordo del cañonero G-82 en aguas del Pacífico, cuando en la noche del 24 de diciembre del año pasado fueron hundidos por un submarino japonés.

Un murmullo de animación subió del auditorio. El imprevisto encuentro con la guerra, antes tan lejana, resultaba estimulante.

El capitán del puerto volvió a solicitar compostura y prosiguió:

–16 miembros de la tripulación, entre ellos el capitán Simpson, lograron abordar una barca de salvamento, en donde permanecieron varios días antes de que los primeros marineros empezaran a fallecer de hambre, sed y sol, habiendo ordenado él que fueran arrojados los cadáveres al mar.

La excitación aumentaba con el relato.

–Día a día, el capitán Simpson fue anotando en su bitácora el nombre de los muertos y su grado. Explica también que habían logrado pescar tortugas con las que obtenían alimentos de su carne y algo de beber de su sangre.

Comentarios en voz alta acerca de las conchas encontradas en la barcaza llegaron hasta el capitán del puerto, quien poniendo oídos sordos y frenando muy intensos deseos de preguntar detalles más exactos, volvió a pedir silencio y prosiguió su informe.

–La última anotación del capitán Simpson corresponde al 3 de febrero de 1941 en donde asienta que el último de sus compañeros, el teniente de corbeta Thompson, falleció al amanecer. Cuenta también que haciendo un gran esfuerzo logró arrojar por la borda el cuerpo de su compañero muerto y termina sus notas con las siguientes palabras: “me acostaré a esperar mi muerte, encomendándome a Dios”.

–Amén –exclamó el coro.

–Amén –repitió el capitán del puerto–. Así pues, como hoy estamos a 13 de mayo de 1942, el capitán Simpson debe haber fallecido hace un año y tres meses aproximadamente.

–Más o menos –aceptó don Valentín incapaz de contenerse–. Los huesos hablan.

–He informado ya al Ministerio de Marina acerca del hallazgo y…

–Le solicitan en el radio mi capitán –gritó desde adentro de la oficina el radiotelegrafista, interrumpiendo el informe.

El capitán desapareció presuroso por la puerta.

–¡Qué día tan grande! –comentó doña Flor Acuña–: tenemos dos muertos tendidos en el pueblo.

–Será que tenemos dos muertos –precisó doña Asunción–, porque tendida sólo está la pobre Margarita: el capitán ése está encostalado solamente.

–¡Deveras! Pobrecito, ¿no? –se dolió doña Flor.

–Hay que velarlo hoy en la noche, en una cajita con papel de china –propuso Joaquín Vázquez.

–De papel de china no –cortó tajante don Valentín–. ¿Qué no oyeron que los japoneses lo mataron? Sería falta de consideración con el finado.

El capitán del puerto apareció nuevamente y el pueblo guardó silencio de inmediato sin necesidad de solicitud alguna.

–El Ministerio de Marina me informa –comunicó el capitán, dando a sus palabras la dignidad requerida–, que la Embajada Norteamericana ha tomado nota del suceso de hoy, y que por mi conducto desea agradecer a los habitantes de este puerto su solidaridad combativa, su espíritu leal de aliados y reconocer su vigilancia constante ante el enemigo común que trata de esclavizar la democracia…

Las últimas palabras perdieron brillo a causa de que el capitán, poco acostumbrado a estas situaciones, dejó quebrarlas en un llanto precariamente contenido. Sin embargo su efecto fue mayor, logrando una verdadera conmoción en sus oyentes.

–¡Mueran los japoneses de Hirohito! –gritó alguien.

El capitán pidió compostura.

–La Embajada Norteamericana comunica también que por correo envía, a mi nombre desde luego, los planos para edificar un monumento que perpetúe la gloria del capitán Simpson y señale, por los siglos de los siglos, el sitio de su tumba. Asimismo, por vía telegráfica ha enviado ya una suma de dinero para pagar los gastos que origine la construcción del monumento.

–¡Viva el capitán como se llama! –gritó entusiasmado un vecino.

–La Embajada Norteamericana comunica además que lamenta profundamente no poder enviar a ningún funcionario a la ceremonia del entierro debido a causas de fuerza mayor, pero nombra su representante a Fluviano en reconocimiento a su acción de rescate.

Gritos en los que no podía entenderse una palabra llegaron a los oídos de la asamblea que girando las cabezas trataba de encontrar su procedencia. Vieron que el hijo menor de Fluviano acudía corriendo al sitio de la reunión mientras anunciaba:

–¡Los perros ya se comieron al señor, don Capitán!

Un escalofrío corrió por la espalda de cada habitante del puerto y sin necesidad de orden previa corrieron en tropel y tropezones hacia la caleta del cementerio, maldiciendo la hora en que se les olvidó el saco de harina conteniendo los huesos del capitán Simpson encima de la arena. Las viejas quedaron atrás, imposibilitadas para correr, organizando en cambio una potente sucesión de aullidos, lloros y quejidos.

En efecto: sobre la arena del panteón la bolsa de harina estaba rota y sucia, absolutamente vacía y alrededor de ella las huellas marcadas por los perros. De inmediato partieron comisiones de voluntarios y entusiastas a seguir el rastro de los animales para rescatar “aunque sea una canilla”, como precisara don Valentín.

Desalentados, los integrantes de las partidas de salvamento volvieron con las manos vacías al cabo de una hora.

–Sólo hallamos al Sotavento, el perro de Genaro y a la Camiseta, la perrita de Joaquín –informó uno de ellos–. Pero no creo que tuvieran culpa porque estaban serios serios muy de cola contra cola.

La búsqueda pues fue un fracaso. El capitán del puerto se había desabrochado la guerrera del uniforme, sudaba cruelmente, pensando que la brisa pudiera calmarle los calores de la rabia. El pueblo estaba muy desalentado.

“¿Y ahora?”, era la gran pregunta común. Con los brazos colgando sin energía, el pueblo se dirigió nuevamente a la capitanía.

Nadie pretendió disolver el grupo y juntos los vecinos aguardaron la respuesta adecuada al “¿Y ahora?”

Al caer la tarde corrieron los rumores de que el giro telegráfico de la Embajada había llegado. Poco después se presentó el jefe de la oficina de telégrafos a entregarlo personalmente al capitán del puerto, explicando que para cobrarlo había que esperar que de la capital mandaran dinero porque en la oficina local jamás habría una suma semejante. El pueblo escuchaba con tristeza maldiciendo a todos los perros del planeta.

La gran oportunidad para el progreso, venida del mar como un milagro, se había escapado absurdamente para el puerto. La única posibilidad de participar en la guerra, de vencer al Mikado y sus pilotos suicidas, se esfumaba cuando estaba servida ya la mesa. Y el monumento…

Al caer la noche estalló el clamor. Nadie podría decir que la idea salvadora se le hubiera ocurrido a alguien en particular. El asunto fue cobrando forma por sí solo, creciendo como un volcán, y de pronto surgió a los ojos de todos, coherente ya, definitivo y aprobado.

–Que la loca Margarita sea el capitán como se llama.

El júbilo renació en el puerto. Hubo inclinación a organizar un baile, con zapateado largo y trago corto, pero el plan fue rechazado antes de ser siquiera expuesto al recordar todos que el capitán Margarita Simpson estaba tendido y había que ir a velarlo. El proyecto pues quedó reducido al trago corto.

Fue el velorio más animado y alegre en toda la historia del puerto. Cantadores de corridos, hasta quienes había llegado la noticia del suceso, acudieron desde tierras bastante alejadas para cantar la vida y las hazañas del capitán descubierto. Los narradores de cuentos colorados volvieron a repetir las picardías de loros y conejos, recibidas ahora por un público ya de por sí dispuesto a estallar en carcajadas. Las parejas surgidas al impulso del entusiasmo popular pudieron actuar sin sobresaltos con sólo evitar las luces de las lámparas. Al amanecer Fluviano estaba desconsolado: incapaz de contenerse había perdido su barcaza en una perversa partida de conquián.

Las exequias fueron memorables, con derroche de cohetes y dos bandas de intrumentos de viento que tocaban ininterrumpidamente el “Dios nunca muere” y “El zopilote mojado”, música esta última muy apropiada para un muerto que, como éste, había sufrido doble padecer: la del ahogado y la del náufrago.

Ya frente a la fosa, el capitán del puerto improvisó una oración fúnebre dedicada al capitán Simpson, que al impulso de sus sentimientos bélicos fue transformándose decididamente en una incendiaria arenga combativa en la que urgió a todos los varones en edad militar disponerse inmediatamente para vengar al capitán Simpson.

(La proposición cayó posteriormente en el olvido ante la dificultad de un traslado tan remoto y plagado de peligros.)

En los momentos en que el nuevo cuerpo del capitán Simpson bajaba a la fosa, la banda entonó los aires de “América Inmortal / faro de luz / faro de libertad…”

Días después el correo trajo los planos en que minuciosamente se proyectaba el monumento al capitán Simpson. Venía incluso la fotografía de una escultura que llegaría a su debido tiempo, en donde aparecía claramente la estatua de la libertad transformada en una bella muchacha que ofrecía a la tumba una corona de laurel, mientras dos soldados de rodillas inclinaban sus banderas.

Los trabajos fueron emprendidos con vehemencia y en poco menos de dos semanas quedaron terminados, con la base lista para recibir el grupo escultórico. La tumba del capitán Simpson se convirtió en un agradable paseo para las tardes de los domingos.

Pasaron cinco años y la escultura que anunciara la forografía anexa a los planos nunca llegó, pero el pueblo disimulaba aquella carencia diciendo, lo cual era cierto, que poca era la necesidad de ella porque el monumento poseía ya grandeza y emoción.

Una mañana el puerto despertó sobresaltado. Un cañoneo intenso y repetido se había apoderado de la bahía. Corriendo los vecinos acudieron a la playa para admirar a dos enormes destructores norteamericanos escoltados por tres guardacostas mexicanos, fondeados frente a la caleta del cementerio. Las salvas eran disparadas desde uno de los destructores.

En lanchas de desembarco bajaron a tierra dos compañías de infantes de marina, muy rubios y pulcramente uniformados, y un pelotón nuestro de guardia marina. Marcialmente llegaron hasta el monumento en donde, dirigidos por tronantes voces de mando en inglés y en español, formaron una guardia de honor a los restos del capitán Simpson. Una nueva barca se desprendió del destructor trayendo a bordo el grupo escultórico, que fue desembarcado por un pequeño tractor guía en medio del más respetuoso silencio de la tropa, tanto nacional como extranjera, ante la emocionada expectación de los vecinos.

Con precisión norteamericana las esculturas fueron montadas por la grúa en el sitio exacto que habían previsto los planos.

Hubo discursos en los dos idiomas y nuevas salvas, tanto de artillería como de fusilería. Después, la tropa regresó a los barcos tan rápida y eficazmente como había llegado. Subrayando el movimiento con sus sirenas tristes los buques abandonaron la bahía en los precisos momentos en que en el cementerio aparecía presurosa la madre de Margarita en compañía de su hija, la menor, llevando un ramito de flores.

Y la loca Margarita volvió a ser aquella mañana la muerta más feliz del mundo.

 

Nochero

Juan José Saer

 

El hombre, de unos treinta años, se ha detenido hace un momento ante la vidriera de la confitería: parece absorto en la contemplación de las golosinas, acomodadas con meticulosidad para hacer resaltar cierta combinación de gustos, formas y colores. Los bombones, alineados sobre bandejas plateadas, envueltos en papel metálico verde, azul, colorado, según el relleno tal vez, o si no sin envoltorio ninguno, ocupan, en profusión ordenada, el centro de la vidriera; masas cuidadosamente colocadas dentro de unas bandejitas de papel blanco, duro y acanalado, cuyos bordes, terminados en una especie de puntilla gruesa que recuerda vagamente una prenda interior femenina, escoltan, alineadas alrededor, el centro ocupado por los bombones. El hombre fuma: la mano izquierda, metida en el bolsillo del sobretodo de cuero rígido y brilloso, que parece recién comprado, roza, sin que el hombre sea consciente de ello, los dos o tres billetes plegados unos dentro de los otros en el fondo del bolsillo.

En realidad, los ojos del hombre no miran las golosinas de la vidriera, sino el perfil de la nena que está casi pegado al vidrio. La nena, que por alguna razón se ha demorado a la salida de la escuela, ya que el delantal blanco se le divisa por debajo del ruedo del tapadito y lleva un portafolios de tela en la mano, tiene nueve o diez años y su mirada recorre, más como si estuviese haciendo un inventario imparcial que con verdadera avidez, el orden rococó que se despliega ante ella, detrás del vidrio. En la cara del hombre, limpia y bien afeitada, comienza a dibujarse una sonrisa imprecisa, un poco torpe, y se ve bien que está preparándola con anticipación para cuando la nena se dé vuelta, o tal vez piensa recorrer, de un momento a otro, sobre la vereda gris, los pocos pasos que lo separan de ella con el fin de dirigirle la palabra. La gente pasa, apurada, en el anochecer helado, por la vereda y por la calle, cerrada al tránsito todavía, sin prestar la más mínima atención a la escena discreta que transcurre junto a la vidriera de la confitería. Hace demasiado frío; el día nublado se hunde ya en la noche sin estrellas, y dentro de pocos minutos los negocios empezarán a cerrar, de tal manera que las escasas personas que se han visto obligadas a salir a la calle se apresuran con el fin de llegar lo antes posible a sus casas para comer algo rápido antes de que empiecen los primeros programas nocturnos en la televisión.

Únicamente el Gato presta atención a la escena: sentado a una mesa junto a la vidriera del bar Gran Doria, en la vereda de enfrente, sin que nada en su expresión o en sus gestos traicione su interés, el Gato observa lo que está pasando junto a la confitería mientras su mano, distraída, hace girar sobre la mesa el vaso de aperitivo rojizo del que ya se ha tomado más de la mitad. Un cigarrillo a medio consumir humea en la muesca del cenicero amarillo, triangular, en cada una de cuyas caras exteriores está inscripta la publicidad del vermouth Cinzano. El Gato lo recoge y le da una pitada profunda antes de aplastarlo en el cenicero, y a través del humo que sale en chorros espesos por sus labios entreabiertos, ve ahora que el hombre recorre la distancia que lo separaba de la nena y le dirige la palabra. Casi en seguida, el hombre señala con la mano la vidriera y la nena, sin dejar de sonreír, sacude la cabeza. Pero el hombre insiste, y después de una resistencia blanda y no demasiado larga de la nena, el Gato los ve entrar en la confitería y dirigirse a una empleada de guardapolvo blanco que comienza a sacar bombones de la vidriera y a meterlos en una caja. En todo el campo visual del Gato, la confitería es el punto más iluminado: todo en su interior es nítido, brillante, ordenado, pulido, y verlo a través de los dos vidrios lo vuelve irreal, visible pero incorpóreo, quizás como un decorado teatral o como un sueño, o, mejor aún, como un espejismo. Ahora que han salido de nuevo a la vereda y se han vuelto a parar, de espaldas a la vidriera esta vez, el Gato, con la imparcialidad esterilizada de un jefe de laboratorio observando el comportamiento de dos ratas en el interior de un laberinto transparente, se pregunta cuál será el próximo paso que habrán de dar. No ha terminado de formularse la pregunta que ya la acción empieza a materializarse: el hombre de sobretodo de cuero, que llevaba la caja de bombones, la extiende hacia la nena que, después de vacilar unos segundos, con la misma blandura un poco avergonzada con que ha recibido la primera invitación, termina por aceptarla. El hombre le dice algunas frases discretas, rígido, sin inclinarse hacia ella, tratando de no llamar la atención, y después empiezan a caminar, lentos, el hombre ligeramente vuelto hacia la nena, como si la vigilara para impedirle arrepentirse, con su solo mirar férreo clavado en el perfil diminuto y en apariencia indiferente de la nena. Se desplazan contra el fondo iluminado de la confitería y el Gato, que los observa desde el Gran Doria, los sigue con la mirada hasta que desaparecen de su campo visual. Durante un momento, queda la vereda vacía, y si bien nadie pasa por la calle, detrás de las vidrieras iluminadas de la confitería, en el local iluminado, se inmovilizan las empleadas de guardapolvo blanco que, en la luz intensa que las favorece, parecen frescas y sanas aunque un poco fantasmales.

Después de darle la última pitada al cigarrillo y aplastarlo en el fondo del cenicero, el Gato se ha inmovilizado, siguiendo a la distancia los acontecimientos sin ningún sobresalto o emoción. Como si hubiese sido una máquina cuyo funcionamiento se limitase a percibir y a comprender, ha registrado la escena con una claridad semejante a la del interior de la confitería, en la que, si bien hay un elemento remoto y fantasmal, nada interfiere el brillo, el orden y la transparencia. Ahora que se lleva el vaso de aperitivo rojizo a los labios y se toma un largo trago, su cuerpo, como si fuese de acero macizo por dentro, no manda ningún latido, ninguna palpitación, ninguna señal. Cuando ve reaparecer al hombre de sobretodo de cuero, en dirección contraria a la que llevaba al alejarse con la nena, marchando a paso rápido por la vereda de la confitería y desaparecer otra vez doblando la esquina sin darse vuelta, y uno o dos minutos más tarde a la nena en compañía de una mujer que visiblemente es su madre y que, entrando en la confitería, empieza a interrogar con vehemencia a las empleadas, el Gato se desentiende de la acción. Aunque, tal como se ha producido, el final no estaba previsto, mientras vacía de un trago su vaso, el Gato ya ni recuerda los minutos que acaban de transcurrir: es un hombre rubio, de unos treinta años, que está sentado a la mesa de un bar en un anochecer de invierno y que, habiendo terminado de un solo trago su aperitivo, empieza a levantarse con la intención de ponerse el sobre todo de cuero plegado sobre el respaldo de la silla, antes de salir a la calle porque, en algún barrio oscuro, en un punto alejado de la ciudad, unos amigos lo esperan para la cena.

 

El regreso

Rafael Dieste

 

Sentada al amor de la lumbre, donde un pequeño fuego todavía se esfuerza en hacerle compañía, la vieja Resenda tiene fijo el pensamiento en lejanos recuerdos, y puede que en algún presagio que esa noche le espantó el sueño. A veces se mueve un poco, escucha, y en seguida retorna a su embeleso…

Le quedó el nombre de Resenda porque su difunto marido era el señor Resende, y también como un modo de guardarle respeto.

Aún trabajaba el viejo cuando el mozo gallardo, su Andresiño, regalo de la casa, se fue en grey con otros, mordiendo un clavel, a tierras de Morería. Poco supieron decir de él los otros. Sí, lo habían visto por allá. Pero, debéis tener en cuenta… Allá no es como aquí. Millares y millares de hombres, una romería impresionante. Unos yendo hacia adelante, otros aguantando la sed en la cumbre de un cerro, o transportando los víveres… ¿Quién habla de muerte? Se sabría. Y venía entonces el tejer y destejer sospechas, conjeturas: casos de los que se pierden, de cautivos, de los que andan en secretas encomiendas. Con aquellas historias la ansiedad de los viejos se entretenía. Pero el tiempo corría… En fin, se dejó de hablar del asunto, y pronto el viejo perdió los ánimos y aquel amor a la tierra que levanta a los labradores. No duró mucho. Un día sintió frío y se encogió en el lecho con el deseo de un largo, infinito reposo, el rostro perdido en no se sabe qué lejano amanecer. Estuvo encamado una temporada, sin ningún deseo de hablar. Un día llamó a la compañera a su lado, le apretó la mano y, muy bajo, murmuró: No vuelve…

Aquella noche el viejo moría.

La vieja Resenda quedó sola, sola. Pero en su espíritu una palabra única se levantó para nunca más ser derribada. El viejo agonizante había dicho: No vuelve. Ella, con una seguridad hecha de anhelos y presentimientos, dijo: ¡Vuelve! Y esperó a lo largo de muchos inviernos…

Un andar suave, amortiguado, se deslizó por el piso de arriba.

Después el portón de la cocina se abrió un poco, silencioso y cauto. Pero de repente se cerró y batió violentamente en el marco de perpiaño.

Los sueños de la anciana huyeron. Con los ojos encendidos levantó la cabeza y se puso a escuchar…

Todo enmudece en la casa a no ser las pisadas blandas, leves.

–¿Quién anda ahí? –gritó. Y su propia voz sin respuesta la llenó de extrañeza.

Se sintió sola por vez primera, y como pasmada, todavía más que atemorizada, de aquella soledad.

Entonces comenzó a llamar al hijo como si estuviera allí adormilado, con la mira de espantar al ladrón, pero también para sentirse menos desamparada:

–¡Despierta, perezoso, que anda gente por la casa! Coge esa hacha y corre a ese lobicán que viene a robar a los pobres. Para una corteza de pan que ha de encontrar en el horno es capaz de estrangularme.

La voz se le ovilló. Alguien parecía ahora empujar la puerta desde fuera con esa lentitud astuta de los gatos o del viento tramposo. Chirriaron de improviso los goznes, con un lamento de pereza importunada, y la puerta quedó franca. Allí, deteniendo el paso, como para dar tiempo a la madre para serenarse, estaba, erguido y alegre, el hijo de la vieja Resenda. El resplandor del pequeño fuego, que en aquel instante se avivó de súbito, relampagueó en su rostro. Era el de siempre… Los dientes, mozos, mordían todavía el clavel.

Alguna mujer que pasó volando junto a la casa, sintió gritar a la vieja el nombre de su hijo. Otros dicen que la sintieron hablar a deshora, y hasta canturrear mientras iba y venía. Otros (tiempo después) que un mendigo forastero, sospechoso, había estado espiando un ventanuco de la casa, encima de un emparrado, para ver dónde escondía la vieja unas onzas de oro que, según rumor corrido por la aldea, tenía costumbre de contar diciendo: Las guardé para ti, hijo mío. Pasé malos años, pero aquí están. Y se dice que ese mendigo nada pudo decir de semejante oro… Sí del terrible acontecimiento, y que fue a confesarse muy arrepentido.

Al día siguiente –ya no calentaba el sol– los vecinos llamaron hasta hartarse en la puerta de la casa silenciosa. Finalmente decidieron, después de hablar en grupo con la alegría inconfesada de las alarmas insólitas, echar la puerta abajo. Por el hueco que abrieron los empujones del más corpulento se colaron todos.

Muy pronto dieron con la vieja Resenda. A poco trecho del hogar la encontraron tendida en el suelo, con los ojos tan abiertos que no parecía que estuviese muerta.

De Andrés nunca se supo. Todos dicen que fue comido por los cuervos en tierras de Morería.

 

Tony y los escarabajos

Philip K. Dick

 

La luz amarillorrojiza del sol se filtraba por las gruesas ventanas de cuarzo del dormitorio. Tony Rossi bostezó, se movió un poco, abrió sus ojos negros y se incorporó al instante. De un solo movimiento apartó las sábanas y pasó los pies sobre el cálido suelo de metal. Desconectó el despertador y abrió el ropero.

El día era espléndido. El paisaje estaba inmóvil, sin que lo perturbaran vientos ni corrientes de polvo. El corazón del muchacho saltaba dentro de su pecho. Se puso los pantalones, subió la cremallera de la malla reforzada, luchó hasta ajustarse la pesada camisa de lona, y después se sentó en el borde de la litera para calzarse las botas. Cerró las costuras superiores e hizo lo mismo con los guantes. A continuación, ajustó la presión de su unidad respiratoria y la sujetó con correas entre los omóplatos. Cogió el casco que había dejado sobre la cómoda y se dispuso a iniciar el día.

Sus padres habían terminado de desayunar en el compartimento-comedor. Oyó sus voces mientras bajaba la rampa. Un murmullo airado. Se detuvo a escuchar. ¿De qué estaban hablando? ¿Había hecho algo malo otra vez?

Y entonces lo comprendió. Otra voz que dominaba las suyas. Estática y crujidos. La emisora de Rigel IV. La habían puesto a todo volumen. La voz del locutor atronaba el compartimento. La guerra. Siempre la guerra. Suspiró y entró en el compartimento.

–Buenos días –murmuró su padre.

–Buenos días, querido –dijo su madre, como ausente.

Estaba sentada con la cabeza vuelta a un lado, la frente surcada por arrugas de concentración. Sus labios delgados formaban una línea apretada que delataba preocupación. Su padre había apartado los platos sucios y fumaba, los codos apoyados sobre la mesa, con los peludos y musculosos brazos al aire. Toda su atención estaba concentrada en el altavoz que tronaba sobre el fregadero.

–¿Cómo va? –preguntó Tony. Ocupó su silla y alargó la mano de forma automática hacia las toronjas sintéticas–. ¿Alguna noticia de Orión?

Nadie respondió. Ni siquiera lo habían oído. Empezó a comerse la toronja. Ruidos indicadores de actividad se escuchaban en el exterior de la pequeña unidad de alojamiento, hecha de plástico y metal. Gritos y estampidos ahogados, procedentes de los camiones de mercaderes rurales que se arrastraban por la autopista hacia Karnet. La luz rojiza del día aumentó de intensidad. Betelgeuse ascendía con lentitud y majestuosidad.

–Bonito día–dijo Tony–. Ni una pizca de viento. Creo que iré un rato al centro. Estamos construyendo un espaciopuerto, una maqueta, por supuesto, pero hemos conseguido obtener suficientes materiales para poner tiras de…

Su padre lanzó un salvaje alarido y descargó el puño sobre el altavoz. La transmisión enmudeció al instante.

–¡Lo sabía! –se levantó de la mesa, enfurecido–. Les dije que ocurriría. Se fueron demasiado pronto. Antes tenían que haber construido bases de aprovisionamiento de clase A.

–Pero nuestra flota principal ha salido de Bellatrix para intervenir –la madre de Tony manoteó, nerviosa–. Según el resumen de anoche, lo peor que puede pasar es que Orión IX y X caigan.

Joseph Rossi lanzó una áspera carcajada.

–A la mierda el resumen de anoche. Saben tan bien como yo lo que está pasando.

–¿Y qué está pasando’? –preguntó Tony, mientras apartaba la toronja y se servía cereales–. ¿Estamos perdiendo la batalla?

–¡Sí! –su padre torció los labios– terrestres, derrotados por… escarabajos. Se los dije, pero no pudieron esperar. Dios mío, diez años desperdiciados en este sistema. ¿Por qué tuvieron que apresurarse? Todos sabíamos que Orión seria difícil. Toda la maldita flota de escarabajos nos había rodeado, esperándonos. Y nos lanzamos contra ella.

–Pero nadie pensaba que los escarabajos lucharían –protestó sin convicción Leah Rossi–. Todo el mundo pensó que dispararían unos cuantos rayos y luego…

–¡Tienen que luchar! Orión es el último baluarte. Si no luchan aquí, ¿dónde coño van a hacerlo? Pues claro que luchan. Hemos capturado todos sus planetas, excepto el anillo interior de Orión. Si hubiéramos construido bases de aprovisionamiento fuertes, habríamos hecho trizas la flota de escarabajos.

–No digas “escarabajos” –murmuró Tony, mientras terminaba sus cereales–. Son pas-udeti, lo mismo que aquí. La palabra “escarabajo” proviene de Betelgeuse. Es una palabra árabe que nosotros mismos inventamos.

La boca de Joe Rossi se abrió y cerró.

–¿Qué pasa, te gustan los escarabajos?

–Joe, por el amor de Dios –lo reprendió Leah. Rossi se encaminó a la puerta.

–Si tuviera diez años menos, estaría ahí fuera. ¡Les enseñaría lo que es bueno a esos insectos de caparazón brillante! A ellos y a sus cascarones de nuez. ¡Cargueros reconvertidos! –echaba chispas por los ojos–. Cuando pienso que están disparando contra los cruceros terranos, con nuestros chicos dentro…

–Orión es su sistema–murmuró Tony.

–¡Su sistema! ¿Desde cuándo eres una autoridad en materia de ley especial? Debería… –se interrumpió, estremecido de cólera–. Mi propio hijo –masculló–. Una estupidez más y te arreo una que no podrás sentarte en toda la semana.

Tony empujó su silla hacia atrás.

–Me voy a Karnet con mi EEP.

–¡Sí, a jugar con tus escarabajos!

Tony no dijo nada. Se puso el casco y lo aseguró con las abrazaderas. Mientras pasaba por la puerta posterior a la membrana de enlace, desenroscó el tapón de oxígeno y conectó el filtro del depósito. Un acto reflejo, condicionado por toda una vida pasada en un planeta de un sistema extraterrestre.

 

*

Una leve corriente de aire agitó polvo rojo amarillento alrededor de sus botas. El sol arrancaba destellos del tejado metálico de su unidad de alojamiento, una más entre las interminables filas de cajas cuadradas que se extendían a lo largo de la pendiente arenosa, protegidas por las numerosas instalaciones para refinamiento de minerales que se recortaban contra el horizonte. Hizo un ademán de paciencia y su EEP salió del cobertizo de almacenamiento. El sol se reflejó sobre su chapa de cromo.

–Nos vamos a Karnet –dijo Tony, adoptando sin darse cuenta el dialecto de los pas–. ¡De prisa!

El EEP se situó detrás de él y se encaminaron sin más hacia la mercado. Se veían pocos comerciantes. Era un buen día para ir al mercado. Solo se podía viajar durante una cuarta parte del año. Beltegeuse era un sol errático, imprevisible, en nada parecido al Sol terrano, según las educacintas que pasaban a Tony cuatro horas al día, seis días a la semana. De hecho, él jamás había visto el Sol.

Llegó a la ruidosa carretera. Había pas-udeti por todas partes. Grupos compactos, con sus primitivos camiones de combustión, destartalados y sucios, cuyos motores protestaban y chirriaban. Movió la mano en dirección a los camiones. Al cabo de un momento, uno de los vehículos aminoró la marcha. Iba abarrotado de tis, montones de verduras grises, secas y preparadas para servir. El elemento principal de la dieta pas-udeti. Tras el volante se acomodaba un pas de edad avanzada y rostro oscuro, con un brazo apoyado en la ventanilla abierta y una hoja enrollada entre los labios. Era como los demás pas-udeti: flaco y con caparazón, embutido en una vaina quebradiza en la que vivía y moría.

–¿Quieres que te lleve? –murmuró el pas.

Era el protocolo acostumbrado cuando se topaban con un terrícola que iba a pie.

–¿Hay sitio para mi EEP?

El pas hizo un ademán de indiferencia con su garra.

–Que corra detrás –una expresión sardónica se dibujó en su rostro viejo y feo–. Si llega a Karnet, lo venderemos como chatarra. Aprovecharemos los condensadores y los cables. Vamos escasos de material eléctrico.

–Lo sé –afirmó con gravedad Tony, mientras trepaba a la cabina del camión–. Todo ha sido enviado a la gran base de reparaciones de Orión I. Para la flota de guerra. El rostro correoso perdió su expresión alegre–. Sí, la flota de guerra.

Apartó la cabeza y puso en marcha el camión. En la parte trasera, el EEP de Tony había tropezado con la carga de tis y se aferraba precariamente con sus cabos magnéticos.

Tony reparó en el súbito cambio de humor del pas-udeti, y se quedó asombrado. Se disponía a hablar de nuevo con él, pero se dio cuenta del extraño silencio que guardaban los pas de los demás camiones que los precedían o seguían. La guerra, por supuesto. Había barrido este sistema un siglo antes; esta gente había quedado olvidada. Ahora, todos los ojos estaban fijos en Orión, en la batalla librada entre la flota militar terrana y los cargueros armados de los pas-udeti.

–¿Es verdad que van ganando? –preguntó Tony con cautela.

El pas gruñó.

–Hemos oído rumores.

Tony reflexionó unos momentos.

–Mi padre dice que Terra se precipitó. Dice que teníamos que habernos consolidado. No construimos las bases de aprovisionamiento adecuadas. Cuando era más joven, fue oficial. Estuvo dos años en la flota.

El pas permaneció unos instantes en silencio.

–Es cierto que, cuando te encuentras lejos de casa, el aprovisionamiento es un gran problema –dijo por fin–. Nosotros, por otra parte, no tenemos ese problema. No debemos salvar ninguna distancia.

–¿Conoces a alguien en el frente?

–Tengo parientes lejanos.

La respuesta era vaga; era evidente que al pas no le gustaba hablar del tema.

–¿Has visto alguna vez tu flota?

–Tal como es ahora, no. Cuando este sistema cayó derrotado, la mayoría de nuestras unidades fueron destruidas. Los supervivientes se unieron a la flota de Orión.

–¿Tus parientes se contaban entre los supervivientes?

–Exacto.

–Entonces, ¿estabas vivo cuando conquistaron este planeta?

–¿Por qué lo preguntas? –replicó con furia el viejo pas–. ¿Qué más te da a ti?

Tony se asomó por la ventanilla y vio que los muros y edificios de Karnet se alzaban ante ellos. Karnet era una ciudad antigua. Se había erigido miles de años antes. La civilización pas-udeti era estable; había alcanzado cierto nivel de desarrollo tecnocrático, para estancarse a continuación. Los pas poseían naves intersistemas que habían transportado gente y mercancías entre los planetas durante los días anteriores a la Confederación Terrana. Tenían coches de combustión, audiófonos, una red energética de tipo magnético. Sus instalaciones sanitarias eran satisfactorias y su medicina muy avanzada. Poseían formas de arte, conmovedoras y sensibles. Tenían una vaga religión.

–¿Quién crees que ganará la batalla? –preguntó Tony.

–No lo sé –el viejo pas detuvo el camión de repente–. Hasta aquí hemos llegado. Sal y llévate a tu EEP, por favor.

–Tony se encogió, sorprendido.

–¿Pero no ibas…?

–¡Ni un metro más!

Tony abrió la puerta. Estaba algo inquieto. Había una expresión dura y fija en el rostro correoso, y en su voz vibraba un tono cortante que nunca había oído.

–Gracias –murmuró.

Saltó al polvo rojizo y llamó al EEP con una señal. El robot liberó sus cabos magnéticos, y el camión arrancó con gran estrépito, penetrando en la ciudad.

Tony lo vio alejarse, todavía perplejo. El caliente polvo se pegó a sus tobillos. Movió los pies y se sacudió los pantalones de forma automática. Sonó un bocinazo y el EEP lo apartó de la carretera y lo condujo hacia la rampa peatonal. Enjambres de pas-udeti, interminables filas de campesinos se dirigían a Karnet como cada día. Un inmenso autobús se detuvo ante el portal y descargó pasajeros. Pas de ambos sexos, y niños. Reían y chillaban; sus voces se fundían con el rumor sordo de la ciudad.

–¿Vas a entrar? –una aguda voz pas-udeti resonó a su espalda–. No te pares, estás bloqueando la rampa.

Era una joven que sostenía un gran bulto entre sus garras. Tony se sintió violento. Las mujeres pas poseían cierto don telepático, una característica de su sexualidad. Obraba efecto en los terrestres a distancias cortas.

–Échame una mano –dijo la hembra.

Tony cabeceó y el EEP cogió el pesado bulto.

–Vengo de visita a la ciudad –explicó Tony, mientras avanzaban entre la multitud hacia las puertas–. Me recogió un camión, pero el conductor me bajó aquí.

–¿Eres de la colonia?

–Sí.

Ella le dirigió una mirada crítica.

–Siempre has vivido aquí, ¿verdad?

–Nací aquí. Mi familia llegó de la Tierra cuatro años antes de que yo naciera. Mi padre era oficial de la flota. Consiguió una Prioridad de Emigración.

–Eso quiere decir que nunca has visto tu planeta. ¿Cuántos años tienes?

–Diez años. Terranos.

–No tendrías que haber hecho tantas preguntas al camionero.

Pasaron el filtro de descontaminación y entraron en la ciudad. Había un panel informativo más adelante, rodeado de hombres y mujeres pas. Rampas móviles y coches de transporte retumbaban por todas partes. Edificios, cintas transportadoras y máquinas que funcionaban al aire libre; la ciudad estaba encerrada en una envoltura protectora a prueba de polvo. Tony se quitó el casco y lo colgó del cinturón. El aire era enrarecido, artificial, pero respirable.

–Voy a decirte algo –continuó la joven, mientras subía la rampa al lado de Tony–. Me pregunto si has venido a Karnet en un día intempestivo. Sé que vienes con frecuencia para jugar con tus amigos, pero tal vez hoy deberías haberte quedado en casa, en tu colonia.

–¿Por qué?

–Porque hoy todo el mundo está de mal humor.

–Lo sé. Mi madre y mi padre estaban de mal humor. Escuchaban las noticias de nuestra base en el sistema de Rigel.

–No me refiero a tu familia. También las escuchaba otra gente. La gente de aquí. Mi raza.

–Ya sé que están disgustados –admitió Tony–, pero siempre vengo aquí. En la colonia no puedo jugar con nadie y, en cualquier caso, estamos trabajando en un proyecto.

–La maqueta de un espaciopuerto.

–Exacto –Tony experimentó cierta envidia–. Ojalá fuera telépata. Debe de ser divertido.

La hembra pas-udeti guardó silencio, absorta en sus pensamientos.

–¿Qué pasaría si tu familia se marchara y regresara a la Tierra? –preguntó.

–Eso es imposible. En la Tierra no hay sitio. Las bombas C destruyeron la mayor parte de Asia y América del Norte en el siglo veinte.

–¿Y si tuvieran que regresar?

Tony no comprendió la pregunta.

–Si no podemos. Las partes habitables de la Tierra están superpobladas. El principal problema que tenemos los terranos es encontrar sitios donde vivir, en otros sistemas. En cualquier caso, no tengo ganas de ir a la Tierra. Estoy acostumbrado a esto. Todos mis amigos están aquí.

–Cogeré mis paquetes –dijo la hembra–. Me voy por esta rampa del tercer nivel.

Tony cabeceó en dirección a su EEP y este depositó los bultos en las garras de la hembra. Esta vaciló un momento, como si intentara encontrar las palabras precisas.

–Buena suerte –dijo.

–¿En qué?

La hembra sonrió casi con ironía.

–En tu maqueta de espaciopuerto. Espero que tú y tus amigos consigan acabarIa.

–Pues claro que la terminaremos –dijo Tony, sorprendido–. Casi lo está.

¿Qué quería decir aquella pas-udeti?

La hembra se alejó antes de que pudiera preguntárselo. Tony estaba preocupado, indeciso, acosado por las dudas. Al cabo de un momento pasó a la cinta que conducía a la parte residencial de la ciudad, más allá de las fábricas y las tiendas, el lugar donde vivían sus amigos.

El grupo de niños pas-udeti lo miró en silencio cuando se acercó. Estaban jugando a la sombra de un inmenso bengelo, cuyas viejas ramas caían y oscilaban al compás de las corrientes de aire que se bombeaban en la ciudad. Se quedaron inmóviles.

–No te esperaba hoy –dijo B’prith, con voz inexpresiva. Tony se detuvo, sin saber qué hacer, y su EEP le imitó.

–¿Cómo va todo?–murmuró.

–Bien.

–Hice una parte del trayecto en camión.

Tony se acuclilló a la sombra. Ningún niño pas se movió. Estos eran más pequeños que los niños terranos. Sus caparazones aún no se habían endurecido, no se habían vuelto oscuros y opacos, como el cuerno. Esto los dotaba de una apariencia suave, informe, pero al mismo tiempo aligeraba su peso. Se movían con más agilidad que sus mayores; aún podían saltar y brincar. Sin embargo, ahora estaban quietos.

–¿Qué paso? –preguntó Tony–. ¿Qué les pasa a todos?

Nadie contestó.

–¿Dónde está la maqueta? –insistió–. ¿Han continuado trabajando?

Al cabo de un momento, Llyre cabeceó levemente. Tony empezó a enfadarse.

–¡Digan algo! ¿Qué paso? ¿Por qué están enfadados?

–¿Enfadados? –coreó B’prith–. No estamos enfadados.

Tony removió la arena por hacer algo. Ya sabía lo que pasaba. La guerra, una vez más. La batalla que tenía lugar cerca de Orión. Su rabia estalló de repente.

–Olviden la guerra. Todo iba bien ayer, antes de la batalla.

–Claro –dijo Llyre–. Todo iba bien.

Tony captó su tono seco.

–Ocurrió hace cien años. No es culpa mía.

–Claro –dijo B’prith.

–Esto es mi patria, ¿no? Tengo los mismos derechos que cualquiera. Nací aquí.

–Claro –repitió Llyre, en tono indiferente. Tony apeló a su amistad.

–¿Tienen que comportarse así? Ayer era diferente. Ayer estuve aquí… Todos estuvimos aquí. ¿Qué ha pasado desde entonces?

–La batalla –contestó B’prith.

–¿Y eso qué más da? ¿Por qué lo cambia todo? Siempre hay guerra. Siempre ha habido batallas, hasta donde alcanzan mis recuerdos. ¿Cuál es la diferencia?

B’prith arrancó un trozo de tierra con sus fuertes garras. Al cabo de unos segundos lo tiró lejos y se puso poco a poco en pie.

–Bien –dijo, en tono pensativo–, según nuestra emisora de radio, da la impresión de que nuestra flota va a ganar esta vez.

–Sí –admitió Tony, sin comprender–. Mi padre dice que no construimos las bases de aprovisionamiento adecuadas. Es probable que debamos retroceder a –y entonces todo quedó claro–. ¿Quieres decir que por primera vez en cien años…?

–Si–respondió Llyre, y también se levantó. Los demás lo imitaron. Se alejaron de Tony, hacia la casa cercana–. Estamos ganando. Forzaron el flanco terrano hace media hora. El ala derecha de ustedes ha sido desmantelada por completo.

Tony se quedó de una pieza.

–Y eso es importante. Es importante para todos ustedes.

–¡Importante! –saltó B’prith, enfurecido–. ¡Claro que es importante! Por primera vez, en un siglo. La primera vez en nuestra vida que los vencemos. Huyen a la desbandada, pandilla de… –casi escupió la palabra– … ¡gusanos blancos!

Desaparecieron en el interior de la casa. Tony siguió sentado. Contempló la tierra, atontado; después movió las manos sin objeto. Había oído antes la expresión, la había visto garrapateada en las paredes y en el polvo, cerca de la colonia. Gusanos blancos. El término despectivo con que los pas se referían a los terranos. A causa de su piel blanca y blanda, la falta de caparazones duros. Sin embargo, nunca se habían atrevido a pronunciarla en voz alta delante de un terrano.

A su lado, el EEP se agitó, inquieto. Su complejo mecanismo de radio percibía el ambiente hostil. Relés automáticos se conmutaron; los circuitos se abrieron y cerraron.

–No pasa nada –murmuró Tony, y se reincorporó sin prisa–. Será mejor que regresemos.

Caminó con paso inseguro hacia la rampa, aturdido. El EEP le precedió con calma, su rostro metálico inexpresivo y confiado, sin sentir nada, sin decir nada. La cabeza de Tony era un remolino de pensamientos. La agitó, pero el huracán no amainó. No conseguía calmar su mente, doblegarla.

–Espera un momento–dijo una voz.

Era la voz de B´prith, desde la puerta abierta. Fría y contenida, casi desconocida.

–¿Qué quieres?

B’prith se acercó, las garras enlazadas a la espalda, la postura formal utilizada por los pas-udeti para hablar con desconocidos.

–Hoy no tenías que haber venido.

–Lo sé.

B’prith sacó un trozo de su tallo de tis y empezó a enrollarlo. Fingió concentrarse en el trabajo.

–Escucha, dijiste que tenías derecho a estar aquí, pero te equivocas.

–Yo… –murmuró Tony.

–¿Entiendes el motivo? Dijiste que no era culpa tuya. Yo opino lo mismo, pero tampoco es culpa mía. Tal vez no sea culpa de nadie. Hace mucho tiempo que te conozco.

–Cinco años. Terranos.

B’prith enderezó el tallo y lo tiró.

–Ayer jugamos juntos. Trabajamos en la maqueta del espaciopuerto. Pero hoy no podemos jugar. Mi familia no quiere verte nunca más por casa –titubeó, sin mirar a Tony–. Quería decírtelo yo, antes que ellos.

–Ah.

–Todo lo que ha ocurrido hoy, la batalla, el éxito de nuestra flota… No lo sabíamos. No nos atrevíamos a abrigar la menor esperanza. ¿Lo entiendes? Un siglo huyendo. Primero de este sistema, después del sistema Rigel, de todos los planetas. Luego, de las demás estrellas de Orión. Hemos librado batallas aisladas, un poco en todas partes. Los que huyeron se unieron a la base de Orión. Ustedes no lo sabían. Sin embargo, no había esperanza; al menos, nadie pensaba que la hubiera –se produjo un momento de silencio–. Es curioso lo que ocurre cuando estás acorralado contra una pared, y no hay otro lugar al que puedas ir. En esos casos, hay que luchar.

–Si nuestras bases de aprovisionamiento… –empezó Tony con voz ronca, pero B’prith lo interrumpió con brusquedad.

–¡Sus bases de aprovisionamiento! ¿Es qué no lo entiendes? ¡Les estamos dando una paliza! Ahora tendrán que largarse. Todos los gusanos blancos. ¡Fuera del sistema!

El EEP de Tony avanzó con aire amenazador. B’prith se dio cuenta. Se agachó, cogió una piedra y la tiró contra el EEP. La piedra rebotó en la superficie metálica. B’prith cogió otra piedra. Llyre y los demás salieron a toda prisa de la casa, seguidos de un pas adulto. Todo sucedía a demasiada velocidad. Más piedras se estrellaron contra el EEP. Una alcanzó a Tony en el brazo.

–¡Vete! –chilló B’prith–. ¡No vuelvas! ¡Este es nuestro planeta –sus garras se clavaron en Tony–. Te despedazaremos si…

Tony lo golpeó en el pecho. El suave caparazón cedió como si fuera de goma y el pas cayó al suelo, lanzando fuertes gemidos y chirridos.

–Escarabajo –dijo Tony con voz ronca.

Estaba aterrorizado. Una multitud de pas-udeti se había concentrado a gran velocidad. Surgían de todos lados, rostros hostiles, sombríos y coléricos, una creciente oleada de furor.

Llovieron más piedras Algunas se estrellaron contra el EEP, otras cayeron alrededor de Tony, cerca de sus botas. Una rozó su cara. Se colocó el casco. Estaba asustado. Sabía que el EEP ya había enviado la señal, pero la nave tardaría unos minutos en llegar. Además, había que proteger a otros extraterrestres en la ciudad. Había terrestres por todo el planeta. En otras ciudades. En los veintitrés planetas de Betelgeuse. En los catorce planetas de Rigel. En los otros planetas de Orión.

–Hemos de salir de aquí –susurró al EEP–. ¡Haz algo!

Una piedra lo alcanzó en el casco. El plástico se rompió. Se escapó aire, pero el sellado automático funcionó. No cesaban de caer piedras. Los pas se aproximaban, una masa vociferante de seres quitinosos. Percibió su acre olor a insecto, oyó el chasquido de sus garras, notó su peso.
El EEP lanzó su rayo energético. El rayo describió una amplia curva y se dirigió hacia la muchedumbre de pas-udeti. Hicieron aparición toscas armas manuales. Una lluvia de balas cayó alrededor de Tony; estaban disparando contra el EEP. Apenas era consciente del cuerpo metálico erguido a su lado. Un repentino estruendo: el EEP se derrumbó. La muchedumbre se lanzó sobre él, ya no pudo ver el bulto metálico.

La muchedumbre, como un animal enloquecido, descuartizó al EEP, que se revolvió en vano. Algunos le aplastaron la cabeza; otros arrancaron piezas y partes de los brazos. El EEP se quedó inmóvil. La multitud, jadeante, con restos de robot en la mano, se apartó. Vieron a Tony.

Cuando los primeros estaban a punto de cogerlo, la envoltura protectora se rompió. Una nave terrana descendió como una furia y barrió el suelo con rayos energéticos. La masa se disolvió en total confusión Algunos dispararon, otros tiraron piedras, la mayoría buscó refugio.

Tony consiguió serenarse y avanzó con paso vacilante hacia el punto en que había aterrizado la nave.

 

*

–Lo siento –dijo Joe Rossi con dulzura. Tocó el hombro de su hijo–. No tendría que haberte dejado ir. Debí figurármelo.

Tony estaba sentado en la butaca de plástico. Se mecía adelante y atrás, aún pálido del susto. La nave que lo había rescatado había regresado de inmediato a Karnet. Tenían que sacar a los demás terrestres. El muchacho no decía nada. Tenía la mente en blanco. Aún oía el rugido de la multitud, percibía su odio, un siglo de furia y rencor reprimidos. Sus recuerdos no abarcaban otra cosa; todo seguía vivo en su memoria, incluso ahora. Y la visión del EEP caído, el sonido metálico de las piernas y brazos a medida que eran arrancados.

Su madre curó sus cortes y rasguños con un antiséptico. Joe Rossi encendió un cigarrillo con mano temblorosa.

–Si no te hubiera acompañado el EEP, te habrían matado. Escarabajos –se estremeció–. No debí dejarte ir, nunca. Todos estos años… Podrían haberlo hecho en cualquier momento, cualquier día. Apuñalarte, destriparte con sus asquerosas garras.

El sol amarillo rojizo arrancaba destellos de los cañones. Sordas detonaciones despertaban ecos en las colinas circundantes. El anillo defensivo había entrado en acción. Formas oscuras corrían por la ladera de la pendiente. Manchas negras salían de Karnet en dirección a la colonia terrana, atravesaban la línea divisoria que los supervisores de la Confederación hablan trazado un siglo antes. Karnet bullía de actividad. Toda la ciudad era presa de un entusiasmo febril.

Tony levantó la cabeza.

–Han… han forzado nuestro flanco.

–Sí –Joe Rossi aplastó su cigarrillo–. Ya lo creo. A la una. A las dos rompieron el centro de nuestra línea. Partieron la flota en dos. Huimos. Nos fueron cazando de uno en uno. Son como maníacos, carajo. Ahora que han probado el sabor de nuestra sangre, han enloquecido.

–La situación mejora–murmuró Leah–. Las unidades de nuestra flota principal están empezando a intervenir.

–Acabaremos con ellos –dijo Joe–. Tardaremos un tiempo, pero por Dios que los borraremos del espacio. Hasta el último de ellos. Aunque tardemos mil años. Seguiremos a todas y cada una de las naves. Los cazaremos a todos –su voz adquirió un tono de histeria–. ¡Escarabajos! ¡Repugnantes insectos! Cuando pienso en ellos intentando hacer daño a mi chico, con sus asquerosas garras negras.

–Si fueras más joven, estarías en el frente –dijo Leah–. No es culpa tuya que seas demasiado viejo. La tensión sería demasiado fuerte para tu corazón. Ya cumpliste tu cometido. No pueden permitir que una persona mayor corra el riesgo. No es culpa tuya.

Joe apretó los puños.

–Me siento tan… inútil. Si pudiera hacer algo…

–La flota se ocupará de ellos –lo calmó Leah–. Tú mismo lo has dicho. Los cazarán a todos. Los destruirán. No hay por qué preocuparse.

Joe se derrumbó.

–Es inútil. Ya basta. Dejemos de engañarnos.

–¿Qué quieres decir?

–¡Seamos francos! Esta vez no vamos a ganar. Hemos ido demasiado lejos. Nuestra hora ha llegado.

Se hizo el silencio.

Tony se incorporó un poco.

–¿Cuándo lo supiste?

–Lo sé desde hace mucho tiempo.

–Yo lo he averiguado hoy. Al principio, no lo entendía. Vivimos en una tierra robada. Nací aquí, pero es una tierra robada.

–Sí, es robada. No nos pertenece.

–Estamos aquí porque somos más fuertes, solo que ahora ya no lo somos. Nos están derrotando.

–Saben que es posible liquidar a los terranos. Como a todo el mundo –Joe Rossi estaba pálido–. Les robamos sus planetas. Ahora, los están recuperando. Tardarán un tiempo, desde luego. Nos iremos retirando poco a poco. Tardaremos otros cinco siglos. Hay muchos sistemas entre este y Sol.

Tony movió la cabeza, aún sin comprender.

–Incluso Llyre y B’prith. Todos. Esperaban que llegara su momento. Que perdiéramos y nos marcharámos a nuestro lugar de origen.

Joe Rossi paseaba de un lado a otro.

–Sí, a partir de ahora retrocederemos. Cederemos terreno, en lugar de conquistarlo. Será como hoy… Combates perdidos, retiradas y cosas peores.

Levantó sus ojos febriles hacia el techo de la pequeña unidad de alojamiento, el rostro descompuesto.

–¡Pero, por Dios, haremos que paguen caro! ¡Por cada centímetro!