José Revueltas
A Efrén Hernández
Un mismo ruido como el de hoy,
con rabia, resignado y seco, que no quería dejarse advertir, silencioso y con la
misma fragancia hiriente de yerba, de veneno vegetal y animal, de atmósfera limitada
entre la vida absoluta y difícil, y la ausencia y la muerte increíbles.
Tan así que
a veinte pasos, o desde la loma o la casa última, no era nada, ni movimiento, ni
espectáculo, ni suceder, sino quietud, silencio mudo, inaudible existencia. Mas
tomado desde el solitario corazón terrenal, desde el corazón final de uno, era todo
eso lleno de espanto y maravilla, todo eso ruidosamente sordo, clarividente y negro.
Quiso rezar,
como ocurre, pero la presencia de la muerte impidió la llegada de sus pensamientos
y que éstos desenvolviéranse en busca de Dios. Entonces se abandonó a sí mismo,
sin fuerzas ya para el combate.
–¡Cristo –le
habían dicho–, vente a tomar una copa!
–¡Cómo no! –repuso
Cristóbal a los dos hombres que el pueblo había comisionado para que le dieran muerte.
El mismo ruido
siniestro, doloroso, de la primera vez, que era un ruido acre.
Revolotearon
las abejas, aquella primera vez, en su torno. Cristóbal las aplastaba sobre su rostro,
en su cuerpo, pero el ejército se sucedía sin cesar, como una pesadilla.
Desde la loma
aquello no era nada, pues mejor que ese ruido, se desprendían otros por el aire,
el sutil ruido del campo o el casi líquido de las campanas, en aquella hora todavía
llena de luz.
Miró, en efecto,
al revolcarse desesperado, la pequeña torre, recién pintada de color de rosa, lejana
como un suceso ocurrido en sueños y se dio cuenta de que nadie podría auxiliarlo,
ahí, perseguido por aquellos animalitos terribles, que veían, que tenían fe, que
tenían un rostro del otro mundo.
Formaban el
pueblecito unas cuantas calles sombrías, de tierra, a punto de ser feas y que no
lo eran por una especie de ternura impiadosa, por la soledad y porque los perros
de las puertas, viejísimos, llevaban dentro de sí un algo de dios prehistórico,
sentados, como ídolos de una liturgia llena de misterio.
A causa de encontrarse
a una gran altura, sobre las faldas mismas de un muerto volcán, los hombres cruzaban
esas calles, a partir de las cuatro, sujeta por el barboquejo de ixtle la inexplicable
corola del sombrero, embozados hasta los ojos en pardas y tristes cobijas para defenderse
del frío. Aunque pudiera tratarse, también, de otra cosa que no tan sólo el frío.
Era un frío delgado, sutil, pero dentro de las cobijas, además, los hombres sentíanse
como dueños de un poder reptante, silencioso, en acecho. No era aquello, entonces,
para cubrir el cuerpo, sin duda: luego los ojos miraban de través, fijándose en
una línea intangible entre el borde del sarape y el borde del ala del sombrero,
y así los pensamientos mantenían su reptante secreto, su calladísimo poder.
–¡Tómate el
otro chumiatito, Cristo! –dijeron los hombres en la tienda.
La bebida era
un alcohol pintado con sabores de naranja, de zarzamora, de piña.
–Con mucho gusto
–dijo Cristóbal, que estaba feliz por considerar que ya nadie lo odiaba en el pueblo.
Sus enemigos
no lo veían a causa del embozo, ni aun en los momentos de tomarse la copa de cinco
centavos, y él tampoco veía a sus enemigos, pero estaban ahí juntos, ante el chumiate,
conversando muy quedamente, como si temieran no demostrar su afecto, su silencioso
amor.
No podían ser
para el frío las cobijas. Dentro de ellas sentíase un poder oscuro, una capacidad
inaudita y era eso como estar metido dentro del templo de uno mismo, dentro de su
propia corteza invulnerable, dueño del pasado, dueño del secreto, fuerte como una
víbora, resguardada, como piedra, el alma insomne y sin descanso.
Hoy solamente
recordaba Cristóbal que, como el de otros tiempos, éste era un pequeño torrente
cuyas voces, cuya furia, cuyo odio, tan sólo a él le estaba permitido oír.
Tenía el rostro
completamente hinchado, de la misma manera que los pies y las manos. Lo último que
pudo ver fue la torre de la iglesia y en seguida, después de sentir en el corazón
aquel color de geranio, se dio cuenta de cómo se fugaba, cómo su cuerpo quedó temblando,
casi muerto sobre la tierra, lleno de abejas enloquecidas.
Aquello no era
la muerte, pero tenía todos los atributos, toda la desesperanza, todo el asombro
y la claridad de la muerte. Primero el dolor, más y más intenso, y luego la neutralidad
del dolor, hasta advertir que un límite inhumano había sido traspuesto, y el alma
tristemente corpórea hallábase en duda, frente a su primer misterio.
“¡Diosito, madrecita!”,
sollozó al abrir los ojos. Estaba ciego y con sus dedos inmensos se puso a palpar
la tierra. El crujiente cuerpo de las abejas muertas rompíase entre sus manos. “Diosito,
madrecita, ¿qué voy a hacer?”
Recordó entonces
que por ahí vivía la vieja Blasa y empezó a gritar, pero no con vigor, sino con
tristeza, de rodillas como un ídolo vencido.
Hoy ocurría
todo como en aquella tarde, con las mismas sombras, y si Dios tenía piedad hacia
él, no le ocurriría nada malo y saldría con vida, como salió en aquella ocasión.
Aunque ahora sólo lanzaba débiles gemidos y la vieja Blasa, que antes lo salvara,
había muerto ya.
Los tres hombres
se daban cuenta, ahí en la tienda, de que algo siniestro se desenvolvía en el aire
y que tal cosa siniestra se desataría con furia sobrenatural e insensata, después
de algunas copas más. Pero a pesar de ello, sus movimientos, si podían llamarse
movimientos, eran pausados, finos, votivos, y su voz, queda, tenía un transcurso
de plegaria y de cántico no humano ya.
–¡Ándale, Cristo!
Lo odiaban a
muerte, pero con terror, suponiéndole una fuerza sin medida. Los dos enemigos de
Cristóbal –de Cristo, como le decían– experimentaban todo el miedo infinito de matar
a ese hombre duro, a ese hombre cruel, invencible, en cuyo ojo derecho se concentraba
el poder de Dios, del Dios malo y sordo que gobierna los misterios del mundo.
Había ido a
recoger el dulce fruto de las abejas y ahora estaba ciego, castigado como un ángel.
Madre Blasa no lo reconoció de rodillas como estaba, crucificado, tumefacto y llorando.
“Madrecita, Diosito.” Rojo y perdido, ciego como si hubiese visto una gran luz,
como si hubiese intentado robar un gran fuego.
Madre Blasa
lo lavó, limpiándole los grandes pies desnudos, las manos, las piernas, el rostro,
y sacándole los aguijones de los párpados. Aunque no se advirtiera, a causa de la
boca terrible y gruesa, Cristóbal sonreía y por dentro de su enorme cuerpo vibraba,
sin tampoco percibirse, un gran sollozo fraternal.
–No vas a quedar
ciego –le dijo Madre Blasa.
Como en un sueño
tenue y como en una ceremonia, grave, queda, los dos hombres condujeron a Cristóbal.
Entonces Cristóbal
comprendió que si había todo ese silencio amoroso, toda esa castidad infinita, era
porque lo iban a matar, pero no opuso resistencia.
–No vas a quedar
ciego –repitió aquella vez la Madre Blasa–, pero sí perderás un ojo. Ahorita mismo
voy a sacártelo.
Fue entonces
por un pequeño machete. Era un machete que se había ido empequeñeciendo poco a poco
con el transcurso de los años, y que así, en esa forma humilde, envejecía en su
condición de metal vivo, inmortal. Pequeño en su afilada crueldad inmisericorde.
–¿Y para qué
querías la miel?
Los inmóviles
labios feos y gruesos de Cristóbal sonrieron por dentro, pero no quiso y no pudo
responder que para regalarla a los dos niños sordomudos del pueblo, dos espantosos
niños, alucinados, terribles y buenos.
El primer golpe
lo recibió en la nuca, cuando sus dos enemigos se atrasaron un poco, para cederle
el paso.
Había luz, pues
el sol, junto al pico nevado del volcán, aún no se ocultaba.
La gente del
pueblo vio pasar a los tres hombres. “Van a matar a Cristóbal”, dijeron, pues todo
el pueblo estaba enterado que esa tarde precisa, luminosa, y no obstante triste,
Cristóbal, el perro, el infame, el malo, debía ser muerto para paz y dicha de todos.
“Ya lo van a matar, gracias a Dios.” Y la gente cerró las puertas poseída de un
pavor inconfesable y secreto.
Madre Blasa
le llenó la cavidad del ojo con un montoncito de hierbas, para que no se juntaran
los párpados. Ahora Madre Blasa estaba muerta. Sin embargo, entonces lo había consolado:
–Ya te encontraré
un ojo, no te aflijas…
A los siguientes
golpes fue un ruido exactamente igual como el que hicieron las abejas. Había en
ello furia y silencio, miedo y prisa, remordimiento.
Cayó sobre la
tierra Cristóbal y mientras uno de los hombres le sujetaba los brazos, el otro,
con una piedra, lo golpeaba sin fijarse en dónde. El que le sujetaba los brazos,
al ver que Cristóbal no hacía resistencia alguna, optó por soltarlo y tomó una piedra
a su vez, para no perderse un minuto del odio, de la injusticia, del crimen.
–Hay que sacarle
el ojo –exclamó trémulo, como iluminado–. ¡El ojo maldito…!
Le pegaron entonces
en la sien derecha y uno de ellos introdujo los dedos por entre los párpados para
arrancar el espantoso ojo de vidrio, pero en ese mismo instante sintió terror.
Se miraron los
dos hombres durante algunos segundos y al mirarse vieron las almas, sobrecogidas,
solas, solas sobre la tierra, solas bajo la tempestad, sin consuelo en medio de
la desconsoladora tierra.
En seguida,
aunque todo el pueblo sabía del crimen y lo autorizaba, quisieron enterrar el cuerpo
de Cristóbal, pero fue imposible.
Quién sabe dónde había conseguido
Blasa el ojo de vidrio, que era un ojo grande, feo, de alguna cabeza disecada de
venado. Pero desde entonces Blasa y Cristóbal fueron los seres más horribles del
pueblo.
El ojo de Cristóbal
se mantenía siempre abierto, pues por ser tan grande no alcanzaban los párpados
a cubrirlo.
Desde entonces
–y hasta la muerte de Cristóbal–, todas las calamidades del pueblo, las sequías,
las muertes, se atribuyeron a ese miserable ojo en perpetua vigilia, a ese ojo tan
espantoso, tan intranquilizador, tan acusador, como aquel que persiguiera a Caín
por los siglos de los siglos.
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